Sé mi hermano o te mato1: así resumía el gran moralista Chamfort el ambiguo espíritu de la Revolución Francesa, a la que él mismo no sobrevivió2. La Revolución anunciaba la fraternidad universal, y lo que sobrevino fue el fratricidio. La misma operación, aún más contrastada, se repitió en 1848, entre febrero y junio, dando lugar en particular a la virulenta crítica de Marx a la fraternidad, una «abolición imaginaria de las relaciones de clase» que sólo enmascaraba y por tanto reforzaba la verdadera «guerra civil»3. Por último, a finales del siglo XX, Derrida no desconfiaba menos de una noción tan ambigua y reversible: «conservar esta palabra para designar una fraternidad más allá de la fraternidad, una fraternidad sin fraternidad (literal, estricta, genealógica, masculina, etc.), es no renunciar nunca a lo que se pretende renunciar»4. Si queremos fraternidad, sugiere Derrida, deberíamos deshacernos de la fraternidad: un doble vínculo que sigue siendo el nuestro, mientras que la fraternidad parece estar resurgiendo.

En el siglo XXI, de hecho, la fraternidad, a pesar de su olor a obsolescencia, claramente ha vuelto con fuerza, ya sea como fraternidad universal, en la encíclica del Papa Francisco Fratelli Tutti, o, en Francia, en la proclamación de la fraternidad como «principio de valor constitucional», ya sea como fraternidad reducida y exclusiva, desde los Hermanos Musulmanes hasta la Fraternidad Sacerdotal de San Pío X, o en la nueva forma militante de «sororidad», o incluso en una «adelfidad» más neutra, que el Alto Consejo para la Igualdad entre Mujeres y Hombres recomendó en 2018 para sustituir a la excesivamente masculina «fraternidad» de la Constitución. Desde hace unos quince años, en Francia y en otros lugares, la fraternidad es un tema de convergencia y de debate a veces acalorado, un emblema tanto de apertura como de cierre, que se refleja perfectamente en su papel contradictorio en el contexto religioso, entre el diálogo interreligioso y el repliegue comunitario5. Ahora bien, si volvemos a valorar el vocabulario, que durante un tiempo pudo parecernos anticuado, es esencial apoderarse de él sin ingenuidad, con tacto y prudencia, teniendo en cuenta sus lados más oscuros, las profundas aporías que lo animan y de las que Chamfort, Marx y Derrida nos han advertido uno tras otro.

La Revolución anunciaba la fraternidad universal, y lo que sobrevino fue el fratricidio.

ALEXANDRE DE VITRY

La larga historia de una metáfora

Así pues, hoy es más importante que nunca hacer la historia de la fraternidad, es decir, hacer un cierto hecho de lenguaje, pues se trata de una metáfora, y en esa metáfora es donde se anudan todas las tensiones propias de la fraternidad: la fraternidad no es amistad, ni solidaridad, y eso es lo primero que debemos pensar.

Empecemos lo más atrás posible en la historia de este vocabulario, es decir, a partir de las hipótesis que hacen los lingüistas sobre la lengua indoeuropea, donde se forma la raíz *bhrāter, que dará lugar a frater, de ahí «hermano», y brother, Bruder, etc. En efecto, esa raíz designa inicialmente no el vínculo de sangre entre hijos de los mismos padres, sino una fraternidad del clan o de cualquier grupo espiritual extendido. Sólo con el griego adelphos se establece un significado «propio» de la palabra «hermano» (a diferencia de la palabra más amplia phrater, clan). En otras palabras, en contra de nuestra intuición de la lengua, el sentido figurado abierto precede al sentido familiar restringido, y no al revés6.

En contra de nuestra intuición de la lengua, el sentido figurado abierto precede al sentido familiar restringido, y no al revés.

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El griego y el latín muestran, pues, dos historias paralelas y bastante distintas del léxico fraterno. El griego, al inventar un sentido propio reducido, hace posible el gesto metafórico como tal: ahora tenemos un sentido «literal» que podemos esquivar con la metáfora. El latín, en cambio, favorece no tanto la metáfora propiamente dicha como la polisemia, a través de la palabra frater, que designa más o menos libremente todo tipo de vínculos sociales, desde los familiares (literal) hasta los políticos y religiosos (figurados). Pero es sobre todo la lengua cristiana, griega y latina, la que permitirá que la fraternidad como sustantivo, fraternitas o adelphotes, se generalice, y con ella su alcance metafórico-polisémico. Lo que aporta el Cristo es una fraternidad que ya no es familiar, ni siquiera en sentido extendido, sino que sustituye el vínculo de sangre por otro completamente distinto, enteramente espiritual, basado en el bautismo y orientado hacia la salvación. Con Cristo, y luego los Padres de la Iglesia y toda la cristiandad medieval, la fraternidad se formula precisamente en el vocabulario que aniquila, el de la familia: primera contradicción fundadora, entre lo literal y lo figurado -¿quién piensa hoy en la familia al oír la palabra «fraternidad»? A esta contradicción se añade poco a poco una segunda: en los primeros siglos, la fraternidad cristiana era ante todo la Iglesia en su conjunto, e incluso a veces la humanidad de los descendientes de Adán, todos creados por el mismo padre; pero cada vez más, y poco a poco en su mayoría, era también la fraternidad de los que «entraban en religión», los monjes en particular, «hermanos» de otra manera que por el solo bautismo. El cristianismo encarna así tanto la posibilidad de una extensión máxima de la metáfora fraternal como su inevitable estrechamiento.

Dos revoluciones para un crepúsculo

Cuando la Revolución Francesa se apoderó de ese vocabulario para «secularizarlo» (tras unos inicios filosóficos o masónicos durante el siglo XVIII), también se apropió de las contradicciones tan antiguas y las llevó hasta su punto de ruptura. La fraternidad no es sólo lo que une a los federados o patriotas, vínculo simbólicamente reforzado por el regicidio-parricidio, sino la promesa de superar todas las divisiones que estructuran la sociedad y la humanidad: entre los tres órdenes, por supuesto, pero también entre territorios, clases, sexos, razas, religiones o naciones. Un diputado como Anacharsis Cloots, «el orador del género humano», representa esa fraternidad sin límites que surgía en los discursos de la época, pero se pueden encontrar rastros de ella en casi todas partes, sobre todo en Robespierre, el abate Grégoire y muchos otros. Pero esta generosa promesa no se cumplió, por supuesto. La guerra, tanto interna como externa, reforzó una forma de fraternidad de armas concreta y simbólica entre los revolucionarios, y la Revolución vinculó entonces la fraternidad a la violencia de forma particularmente flagrante: violencia ejercida contra un tercero, el «no hermano», enemigo de la Revolución, y que estrechaba la fraternidad de los combatientes entre sí, pero también violencia contra el propio hermano, cuando éste se revelaba como un «falso hermano», como el Terror haría aflorar por todas partes, hasta la implosión. La fraternidad patriótica, inicialmente símbolo de una fraternidad universal por venir, aparece al final como el lugar mismo del fratricidio generalizado.

La guerra, tanto interna como externa, reforzó una forma de fraternidad de armas concreta y simbólica entre los revolucionarios, y la Revolución vinculó entonces la fraternidad a la violencia de forma particularmente flagrante

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Tras la caída de Robespierre, la fraternidad sólo fue tratada con la mayor ironía, como atestiguan los experimentos novelísticos de Sade en La Philosophie dans le boudoir, en 1795, que convirtió en un espectáculo jubiloso las insuperables contradicciones del léxico fraternal. La entrada en el siglo siguiente fue, pues, sin fraternidad, muy discreta en la Carta de 1814 o durante la Revolución de Julio en 1830, impulsada más bien por un espíritu de «libertad». Pero las dos décadas siguientes volverían a representar el drama de la Revolución, condensándolo, hasta los acontecimientos de 1848. En esa época se multiplican las historias de la Revolución, en particular las de Michelet y Louis Blanc, que intentan reactivar la herencia de la fraternidad separando el grano de la paja, el sueño fraternal de la violencia fratricida. Lo que se desprende es que la fraternidad es, en realidad, la parte visible de una herencia más amplia y profunda, que concierne a todo el cristianismo. Es el cristianismo del que se apoderó el pensamiento social de los años 1830 y 1840, tratando de superar sus límites, de evitar sus callejones sin salida, para derivar de él una forma de pensar la sociedad del futuro que no repitiera las aporías del siglo anterior. Así procedieron Saint-Simon, Étienne Cabet y Pierre Leroux: los primeros «socialistas», como empezaron a ser llamados, querían conseguir lo que no podían conseguir ni el cristianismo por sí solo, ni la Revolución por sí sola. Y el principio que resume toda esa parte religiosa del nuevo pensamiento social y político es precisamente la fraternidad.

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En la práctica, sin embargo, nada es tan sencillo: las prácticas que entonces se pretendían «fraternales», en la masonería, en el compañerismo, en el mundo obrero, e incluso en las sociedades literarias y artísticas, volvieron a poner de manifiesto las tensiones propias de la fraternidad cristiana y revolucionaria. Encontrar a un hermano sigue siendo designar a un no-hermano. Siempre se sueña con una gran fraternidad universal futura, pero para soñar con ella, uno se repliega en un grupo fraternal limitado, a menudo muy limitado, pero tanto más fraternal cuanto que establece una frontera más fuerte entre él mismo y el resto del mundo. Para gran disgusto de Michelet y de George Sand, sólo fraternizamos aplazando la fraternidad universal que proclamamos: la práctica, precediendo a la teoría, siempre corre el riesgo de invalidar esa misma teoría.

Encontrar a un hermano sigue siendo designar a un no-hermano.

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En todas esas ambiciones y tensiones es fructífero que la fraternidad se consagre como el símbolo central y explícito de la Revolución de 1848 y de la República que entonces se instaura, adoptando por primera vez el lema que sigue siendo el de la V República: «Libertad, Igualdad, Fraternidad». Ahora bien, lo que durante la Revolución Francesa se había manifestado en una serie de acontecimientos diversos, juegos sutiles de discurso y evoluciones a veces insensibles del léxico, se revela de forma mucho más clara y espectacular en 1848: febrero es todo fraternidad, entre naciones, entre religiones, pero también y sobre todo entre clases sociales, una fraternidad maravillosamente encarnada por un hombre como Lamartine, personificando en su calidad de poeta todo el lirismo fraterno de la época; pero en junio, cuando el movimiento popular fue sangrientamente reprimido por los «grandes hermanos» de la víspera, fue la idea de «fratricidio» la que recordaron los observadores, en una escena traumática que alimentaría subterráneamente todo el imaginario político de la segunda mitad del siglo. No es sólo que una fraternidad sonriente desaparezca para dar paso a otra visión más violenta de la relación fraterna; es que la fraternidad misma, en sus aspiraciones más generosas, produce directamente la violencia entre hermanos, la guerra civil, la stasis tan temida por los griegos. Tal es, en cualquier caso, el juicio de Marx, y de tantos otros después de él, obsoleta durante mucho tiempo una noción considerada no sólo inconsistente, sino peligrosa.

Destinos literarios de la fraternidad

Después de 1848, los juristas, los eruditos y los políticos ya no hablan de fraternidad. La noción pasó por completo al ámbito de lo intempestivo; por eso encuentra asilo en otra parte, en un dominio del discurso que da cabida a las quimeras metafóricas y a las contradicciones más irreconciliables en un registro más explícitamente racional: la literatura. La historia de la fraternidad, que tenía todo para terminar a mediados del siglo XIX, continúa subterráneamente en la novela, en la poesía y en numerosos textos inclasificables.

Después de 1848, los juristas, los eruditos y los políticos ya no hablan de fraternidad.

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El paso de la fraternidad al discurso literario sigue esencialmente dos caminos, encarnados de forma particularmente contrastada por dos grandes figuras de la historia de la literatura: Victor Hugo y Charles Baudelaire. Hugo no era un revolucionario del ‘48, pero fue ante la atroz inactividad de la fraternidad, desde su exilio, cuando decidió consagrarle la obra maestra fraternal que es Los miserables, ese «libro que tiene la fraternidad como base y el progreso como cumbre», como el autor escribió a Lamartine el 24 de junio de 1862. La fraternidad ha estado ausente del mundo real, encarnada por la familia Thénardier, antifamilia y antifraternidad, pero en una novela, la fraternidad puede cobrar toda su fuerza, por Mons Bienvenu, por Gavroche, por Enjolras, incluso, y por supuesto por Jean Valjean, que concentra en su persona todo el poder metafórico del fraternalismo hugoliano. Los Miserables toma nota de un vacío de fraternidad, en el presente, para refundar la fraternidad como mito, a disposición de la sociedad futura que aún está por construir.

En la prensa, Baudelaire proclama todo lo bueno que dice pensar de la novela de su ilustre colega; en su correspondencia, la desprecia. El secreto de lo que separa a los dos hombres aparece particularmente vívido en torno a la cuestión fraternal de la que Los Miserables es el libro maestro. En efecto, a diferencia de Hugo, Baudelaire era un revolucionario del ‘48; sin embargo, «despolitizado físicamente»7 por el golpe de Estado de diciembre de 1851 y luego por el plebiscito de 1852, vuelve completamente el vocabulario de la fraternidad contra sí mismo. Al mismo tiempo que ataca sarcásticamente las pretensiones de fraternidad universal de sus contemporáneos, multiplica los elogios a otra fraternidad, un círculo elitista y estrecho de happy few que ya no se basa en una práctica concreta, en una sociabilidad entre colegas o amigos, sino que constituye una fraternidad imaginaria de los grandes genios a través de los tiempos, la única viable, fundamentalmente antidemocrática, que reúne a Delacroix, Poe, Rubens, Baudelaire y algunos otros. Baudelaire no quiere verse privado del «derecho natural de elegir a sus hermanos»8, es decir, de la única fraternidad coherente a sus ojos. Pero esa fraternidad tiene la particularidad de nutrirse de lo que niega: sólo se constituye negativamente, negando la otra fraternidad, republicana o humanitaria, y en la pura falta de actualidad de la fantasía. Con Baudelaire, sólo se puede fraternizar en soledad.

Esa fraternidad tiene la particularidad de nutrirse de lo que niega: sólo se constituye negativamente, negando la otra fraternidad, republicana o humanitaria, y en la pura falta de actualidad de la fantasía. Con Baudelaire, sólo se puede fraternizar en soledad.

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Algunas décadas más tarde, un escritor parece haberse apoderado de esos dos destinos aparentemente incompatibles de la fraternidad en la literatura: Charles Péguy. La falta de actualidad de la fraternidad no se confirmó sino hasta después del Segundo Imperio: la Tercera República reafirmó sin duda la divisa republicana tripartita, pero entre los sociólogos, juristas y filósofos políticos se impuso la idea de «solidaridad», más erudita, más científica y menos nebulosa. Para Péguy, en cambio, en los Cahiers de la quinzaine, que dirigía, la idea de fraternidad era apreciada precisamente por su anclaje prepolítico, casi religioso, constituyendo la fraternidad un «anteprimer deber social»9, y no un principio cívico entre otros o una categoría de análisis para las ciencias sociales. Sin embargo, esa fraternidad, al mismo tiempo que Péguy y sus colaboradores la reivindican, no deja de mostrar, una vez más, su falta de actualidad y su vínculo fundamental con el fratricidio, o al menos con la violencia a lo largo de los tiempos, incluso en sus orígenes cristianos. Una vez convertido al catolicismo, Péguy no renunció a la violencia inherente al propio principio fraterno: al contrario, el cristianismo se convirtió para él en un medio particularmente poderoso de pensar juntos el ideal fraterno universal, la fraternidad de las armas y el fratricidio, en particular a través de la meditación que teje en Le Mystère des saints Innocents a partir de la historia bíblica de José y sus hermanos.

Con el paso de los años, Péguy rompe sucesivamente con la mayoría de sus amigos y aliados, hasta llegar él también a una situación de sorprendente soledad. Es en ese contexto donde recurre más ampliamente al léxico fraternal. Como Baudelaire, pero por razones muy distintas, Péguy nunca es mejor «hermano» que cuando está solo. La clave es un vínculo profundo, en su caso, entre la fraternidad y la muerte. Péguy, hijo único, perdió a su amigo más querido, Marcel Baudouin, en 1896. Poco después se casó con la hermana de éste, convirtiéndose en su cuñado post mortem y, sobre todo, eligió firmar sus primeras obras «Pierre Baudouin» y «Marcel y Pierre Baudouin», un doble seudónimo fraternal que lo convertía en hermano del muerto, hermano en la muerte y en la ficción. A partir de entonces, fueron casi exclusivamente sus amigos muertos, como Bernard Lazare o Eddy Marix, a quienes llamó directamente «hermanos». Para Péguy, la fraternidad se dice en la soledad y en el luto.

Hoy, si una vez más parece urgente y necesario aspirar a la fraternidad, superar, gracias a ella, las divisiones que se multiplican y agravan en todos los niveles de la sociedad, ello no puede hacerse sin tomar conciencia de su propia dinámica, de sus contradicciones fundamentales

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Este vínculo entre fraternidad y muerte se encuentra en todas las grandes evocaciones literarias de la fraternidad del siglo XX, que son siempre fúnebres: en este sentido, como en tantos otros, Péguy es un intermediario privilegiado entre los dos siglos. En efecto, si se sigue hablando de fraternidad en el siglo XX, es dos veces ante la muerte: como fraternidad en armas, sobre todo en Malraux, el gran poeta macabro de la fraternidad combatiente, de L’Espoir a Lazare, y frente a la violencia del antisemitismo y, sobre todo, de la Shoah, desafío último lanzado al sueño de fraternidad por el siglo XX, y al que responderán varias grandes obras, último desafío lanzado al sueño de fraternidad por el siglo XX, al que responderán varias grandes obras, como las de Albert Cohen, Thomas Mann (que, como Péguy, retomó el mito de José y sus hermanos) y, por último, Romain Gary, cuya producción literaria está impregnada por la idea de fraternidad, ya sea universal, electiva, humanitaria o judía. Ahora Gary, consciente tanto de la obsolescencia de esta vieja idea humanitaria como de su carácter imperativo, en el presente, sobre todo ante el trauma del exterminio de los judíos, encuentra por fin el registro que más le conviene, en una de sus últimas novelas, firmada Ajar: Pseudo. En esa obra, Gary opta por hacer hablar a un esquizofrénico, transportado de asilo en asilo y delirante de la fraternidad como objeto de deseo y al mismo tiempo fuente de persecución, principio de armonía y de violencia, paroxismo de contradicciones y motor generoso de humanidad al mismo tiempo. El lenguaje de la fraternidad, nos dice Gary, es quizás el lenguaje del delirio, que el caso de Péguy ya sugería; pues ¿qué es el delirio psicótico sino, como pensaban Deleuze y Guattari10, una forma de pulverización de las fronteras de lo familiar y lo político, lo literal y lo figurado, lo metonímico y lo metafórico? Y esa dinámica, ese poder de «flujo», la literatura, cierta literatura al menos, es la forma de discurso más apta para captarlo, para impedir su desaparición pura y simple.

Asociar la fraternidad a la psicosis, insistir tanto en su destino literario más que jurídico, político o incluso social, no es en absoluto un intento de desacreditarla, ni de confinarla al campo de la fantasía. Se trata más bien de que hoy, si una vez más parece urgente y necesario aspirar a la fraternidad, superar, gracias a ella, las divisiones que se multiplican y agravan en todos los niveles de la sociedad, ello no puede hacerse sin tomar conciencia de su propia dinámica, de sus contradicciones fundamentales, de ese carácter loco, delirante, que no la descalifica, pero que remite, más que a una construcción social clara y rigurosa, a los fundamentos más oscuros de nuestra humanidad: a lo «sagrado», dirían algunos11, o a lo que Malraux llamaba «lo irracional de las cavernas»12.

Notas al pie
  1. Este artículo resume la evolución de mi libro Le droit de choisir ses frères ? Une histoire de la fraternité, París, Gallimard, «Bibliothèque des idées», 2023.
  2. Según Louis-Sébastien Mercier, Le nouveau Paris, París, Fuchs, 1798, t. III, p. 190.
  3. Karl Marx, Les Luttes de classe en France (1848-1850) [1850], ed. y trad. Maximilien Rubel con la colab. de Louis Janover, París, Gallimard, col. «Folio histoire», 2018, pp. 23-24.
  4. Jacques Derrida, Politiques de l’amitié suivi de L’oreille de Heidegger, París, Galilée, 1994, p. 265
  5. Sobre estos usos recientes de la noción, véase mi artículo «La fraternité au xxie siècle», Études, n° 4304, mayo de 2023, p. 29-39.
  6. Sobre este tema, véase en particular Émile Benveniste, Le Vocabulaire des institutions indo-européennes, París, Éditions de Minuit, col. «Le Sens commun», 1969, 2 vols.
  7. Lettre de Charles Baudelaire à Narcisse Ancelle, 5 mars 1852, Correspondance, ed. Claude Pichois, París, Gallimard, col. « Bibliothèque de la Pléiade », 1973, t. I, p. 188
  8. Charles Baudelaire, «Anniversaire de la naissance de Shakespeare», Œuvres complètes, ed. Claude Pichois, París, Gallimard, col. «Bibliothèque de la Pléiade», t. I, 1975, p. 229.
  9. Charles Péguy, De Jean Coste [1902], Œuvres en prose complètes, ed. Robert Burac, París, Gallimard, col. «Bibliothèque de la Pléiade», t. I, 1987, p. 1020.
  10. Ver Gilles Deleuze y Félix Guattari, L’Anti-Œdipe : capitalisme et schizophrénie [1972-1973], París, Éditions de Minuit, «Critique», 2021.
  11. Por ejemplo Régis Debray, Le Moment fraternité, París, Gallimard, 2009.
  12. André Malraux, Lazare [1974], Le Miroir des limbes, Œuvres complètes, ed. Marius-François Guyard, Gallimard, «Bibliothèque de la Pléiade», t. III, 1996, p. 858.