Como ciudadana europea, de nacionalidad francesa, de origen búlgaro y de adopción estadounidense, no soy insensible ante las críticas amargas y, también, escucho el deseo de Europa y de su cultura. Frente a la crisis financiera, ni los griegos ni los portugueses ni los italianos ni, incluso, los franceses cuestionan su pertenencia a la cultura europea; se «sienten» europeos. ¿Cuál es el sentido de esta situación, tan evidente que la cultura ni siquiera se menciona en los Tratados de Roma y cosa que apenas se introdujo en la agenda de sus dirigentes (aunque no faltan iniciativas, a favor del patrimonio, por ejemplo, pero sin visión de futuro)? La cultura europea puede ser la vía cardinal para conducir a las naciones europeas hacia una Europa federal, pero ¿qué cultura europea?
¿Qué identidad?
Frente a cierto culto a la identidad, la cultura europea no deja de revelar esta paradoja: existe una identidad, la mía, la nuestra, pero es infinitamente construible a través del cuestionamiento y la refundación.
Lo oigo en la palabra del Dios judío: Eyeh asher eyeh (Éxodo, 3:14), retomada por Jesús (Juan, 8:23). Es una identidad sin definición, que remite al «yo» a un irrepresentable y eterno retorno sobre su propio ser. Lo oigo, de otro modo, en el diálogo silencioso del Yo pensante consigo mismo, según Platón, siempre «dos en uno», y cuyo pensamiento no da respuesta, sino que disgrega. En la philia politikè, según Aristóteles, que anuncia el espacio social y un proyecto político que apela a la memoria singular y a la biografía individual. En el viaje, en el sentido de San Agustín, para quien sólo hay una patria, la del viaje: In via in patria. En los Ensayos de Montaigne, que consagran la polifonía de la identidad del Yo: «Todos somos piezas y formamos parte de un contexto tan diverso que cada pieza, cada momento tiene su propia dinámica»; en el cogito de Descartes, donde oímos «sólo existo porque pienso». Sin embargo, ¿qué es pensar? Lo vuelvo a oír en la revuelta de Fausto según Goethe: Ich bin der Geist der stetz verneint («Soy la mente que siempre niega»). En el «análisis sin fin…» de Freud: «Debo llegar a estar donde estaba».
A la pregunta «¿quién soy?», la mejor respuesta europea no es, evidentemente, la certeza, sino el amor al interrogante. Después de haber sucumbido ante los dogmas identitarios hasta el crimen, está surgiendo un «nosotros» europeo. ¿No será porque Europa ha sucumbido a la barbarie (esto, hay que recordarlo y analizarlo sin cesar; se ha analizado mejor; le aporta al mundo una concepción y una práctica de la identidad como angustia interrogativa)? Es posible asumir el patrimonio europeo repensándolo como antídoto contra las tensiones identitarias: las nuestras y las de todos los bandos.
Sin intenciones de enumerar todas las fuentes de esta cuestión de la identidad, recordemos que el cuestionamiento permanente puede derivar hacia la duda corrosiva y hacia el odio a uno mismo: una autodestrucción de la que Europa está lejos de librarse. Esta herencia de la identidad como interrogante se reduce, muchas veces, a una «tolerancia» permisiva hacia los demás. No obstante, la tolerancia no es más que el grado cero del cuestionamiento, que no se reduce a una acogida generosa del otro, sino que lo invita a cuestionarse a sí mismo: llevar la cultura del cuestionamiento y del diálogo al encuentro, que representan problemas para todos los participantes. No hay fobia en el cuestionamiento mutuo, sino una lucidez sin fin, única condición para «vivir juntos». La identidad entendida de esta manera puede conducir a una identidad plural: es el multilingüismo del nuevo ciudadano europeo.
La diversidad y sus lenguas
«La diversidad es mi lema», decía Jean de La Fontaine en su Pâté d’anguille. Europa es, hoy, una entidad política cuyo número de lenguas que habla es igual o superior al número de países que tiene. Este multilingüismo es la base de la diversidad cultural. Debe salvaguardarse y respetarse (y, con él, los caracteres nacionales), pero también intercambiarse, mezclarse y cruzarse. Y esto es algo nuevo para los europeos y europeas, cosa que merece una reflexión.
Tras el horror de la Shoah, tanto el burgués del siglo XIX como el rebelde del XX se enfrentan, ahora, a otra era. La diversidad lingüística europea está creando individuos caleidoscópicos capaces de desafiar el bilingüismo del globish english. ¿Esto es posible? Hoy, todo demostraría lo contrario. Sin embargo, poco a poco, va surgiendo una nueva especie: un sujeto polifónico, un ciudadano políglota de una Europa plurinacional. ¿Será el futuro europeo un sujeto singular, con una psique intrínsecamente plural, trilingüe, cuatrilingüe, multilingüe? ¿O se reducirá al globish?
El espacio multilingüe de Europa exige, más que nunca, que los franceses se vuelvan políglotas, que conozcan la diversidad del mundo y que aporten al conocimiento de Europa y del mundo lo que les es propio. Lo que digo del francés se aplica, evidentemente, a las demás lenguas de la polifonía europea de los 28. A través de la lengua de los demás, será posible despertar una nueva pasión por cada lengua: búlgaro, sueco, danés, portugués… Entonces, será recibido no como una estrella fugaz ni como un folclore nostálgico ni como una reliquia académica, sino como un índice mayor de una diversidad resurgente.
Salir de la depresión nacional
Por mucho que dure, el carácter nacional puede atravesar (al igual que los individuos) una auténtica depresión. Europa está perdiendo su imagen de gran potencia y la crisis financiera, política y existencial se deja sentir. También, es el caso de las naciones europeas y, entre ellas, las más reconocidas históricamente, incluida Francia. Los «Gilets jaunes» han dado testimonio de ello, así como otros enfrentamientos en Italia.
Al tratar con un paciente deprimido, el psicoanalista empieza por restablecer la confianza en sí mismo, a partir de la cual es posible establecer una relación entre los dos protagonistas del tratamiento, de modo que la palabra se haga fructífera y pueda tener lugar un verdadero análisis crítico del malestar. Del mismo modo, la nación deprimida requiere una imagen óptima de sí misma antes de ser capaz de realizar esfuerzos para emprender, por ejemplo, la integración europea o la expansión industrial y comercial o una mejor acogida de los inmigrantes. «Las naciones, como los hombres, mueren de imperceptible grosería», escribió Giraudoux. El universalismo mal entendido y la culpabilidad colonial han llevado a muchos actores políticos e ideológicos a cometer, muchas veces, bajo el disfraz del cosmopolitismo, esas «imperceptibles descortesías» –o, incluso, un arrogante desprecio– hacia la Nación. Contribuyen a agravar la depresión nacional, antes de lanzarla a la exaltación maníaca, nacionalista y xenófoba.
Las naciones de Europa esperan a Europa y Europa necesita culturas nacionales orgullosas de sí mismas y valoradas, para lograr la diversidad cultural en el mundo que le hemos encomendado a la UNESCO. La diversidad cultural nacional es el único antídoto contra el mal de la banalidad, esta nueva versión de la banalidad del mal. La Europa «federal», así entendida (y ninguna otra entidad estatal supranacional), podría, entonces, desempeñar un papel importante en la búsqueda de nuevos equilibrios mundiales.
Dos concepciones de la libertad
La caída del Muro de Berlín, en 1989, dejó más clara la diferencia entre dos modelos: la cultura europea y la cultura norteamericana. Se trata de dos concepciones de la libertad que las democracias, en su conjunto y sin excepción, tienen el privilegio de haber desarrollado y que intentan aplicar. Diferentes, pero complementarias, estas dos versiones también están presentes en los principios e instituciones internacionales tanto en Europa como al otro lado del Atlántico.
Al identificar «libertad» con «autocomienzo», Kant le abre el camino a una apología de la subjetividad emprendedora –subordinada, sin embargo, a la libertad de la Razón (pura o práctica) y a una Causa (divina o moral). En este orden de pensamiento, favorecido por el protestantismo, la libertad aparece como una libertad de adaptación a la lógica de causa y efecto o, por utilizar los términos de Hannah Arendt, como una adaptación o «cálculo de consecuencias», a la lógica de la producción, de la ciencia, de la economía. Ser libre sería ser libre para sacar los mejores efectos de la cadena de causas y efectos para adaptarse al mercado de la producción y del beneficio.
Sin embargo, existe otro modelo de libertad, también, de origen europeo. Aparece en el mundo griego, se desarrolla con los presocráticos y a través del diálogo socrático. Sin estar subordinada a una causa, esta libertad fundamental se despliega en el Ser de la palabra que se entrega, se da, se presenta a sí misma y ante el otro y, en este sentido, se libera. Esta liberación del Ser de la Palabra, a través y en el encuentro entre el Uno y el Otro, se inscribe como una interrogación infinita, antes de que la libertad se establezca en la cadena de causas y efectos y en su dominio. Poesía, deseo y rebelión son las experiencias privilegiadas, reveladoras de la singularidad inconmensurable y, sin embargo, compartible de cada hombre y de cada mujer.
Podemos ver los riesgos de este segundo modelo basado en una actitud cuestionadora: ignorar la realidad económica; encerrarse en pretensiones corporativistas; limitarse a la tolerancia y tener miedo a cuestionar las pretensiones y los cultos identitarios de los nuevos actores políticos y sociales; abandonar la competencia global y replegarse en la pereza y los arcaísmos. También, podemos ver las ventajas de este modelo, que las culturas europeas están abrazando ahora y que no culmina en un esquema, sino en el gusto por la vida humana en su unicidad compartible.
En este contexto, Europa dista, una vez más, de ser homogénea y solidaria. En primer lugar, es imperativo tomarse en serio las dificultades económicas y existenciales que afectan a los más frágiles y desesperan a la gente. No obstante, también es necesario reconocer las diferencias culturales y, sobre todo, religiosas, que desgarran a los países europeos en su interior y entre ellos.
Necesidad de creer; deseo de saber
Entre las muchas causas que conducen al malestar actual, hay una que los políticos suelen ignorar: la negación de lo que yo llamaría una «necesidad de creer» universal, prerreligiosa y prepolítica, inherente a los seres parlantes que somos y que se expresa como una «enfermedad de la idealidad» específica del adolescente, ya sea de origen autóctono o inmigrante.
Al contrario del niño curioso y juguetón, en busca del placer y buscando «de dónde viene», el adolescente es menos curioso que creyente: necesita creer en ideales para superar a sus padres, separarse de ellos y superarse a sí mismo –le estoy llamando al adolescente trovador, cruzado, romántico, revolucionario, tercermundista, extremista, fundamentalista. Sin embargo, el desengaño lleva a este enfermo de idealidad a la destrucción y a la autodestrucción, por debajo o a través de la exaltación: drogadicción, anorexia, vandalismo, por un lado, y precipitación hacia dogmas fundamentalistas extremistas, por otro. Idealismo y nihilismo: borrachos sin valores y mártires del absoluto paradisíaco se codean en esta enfermedad de la idealidad, inherente a toda adolescencia y que explota en determinadas condiciones en los más frágiles. Conocemos el ejemplo reciente presentado por los medios de comunicación: la cohabitación del tráfico mafioso y la exaltación yihadista que hace estragos a nuestras puertas, en África y en Siria.
Si una «enfermedad de la idealidad» sacude a la juventud, y, con ella, al mundo, ¿podría Europa ofrecer un remedio? ¿Qué tipo de ideal alberga? El tratamiento religioso del malestar, la angustia y la revuelta es, a su vez, ineficaz, incapaz de asegurar la aspiración paradisíaca de este creyente paradójico y nihilista: el adolescente desintegrado, desocializado en la despiadada migración globalizada; a menos que este fanático al que rechazamos, indignado, nos amenace desde adentro. Ésta es la imagen que dan ciertos aspectos de la «Revolución de los Jazmines», desencadenada por una juventud ávida de libertad, de ideales emancipadores y de reconocimiento de su singular dignidad. Sin embargo, esa otra necesidad fanática de creer está en el caudal de la asfixia.
Europa se enfrenta a un reto histórico. ¿Es capaz de enfrentar esta crisis de creencia que la tapa de la religión ya no sostiene? El terrible caos ligado con la destrucción de la capacidad de pensar y de asociarse, que el nihilismo-fanatismo está instalando en diversas partes del mundo, toca el fundamento mismo del vínculo entre los humanos. La concepción del ser humano forjada en la encrucijada greco-judeo-cristiana con su injerto musulmán, esta preocupación por la universalidad singular y compartible, es la que parece amenazada. La angustia que hiela a Europa en estos momentos decisivos expresa la incertidumbre ante este desafío.
¿Somos capaces de movilizar todos los medios, tanto jurídicos y de seguridad como económicos, sin olvidar los que nos da el conocimiento de las almas, para acompañar con la necesaria delicadeza de atención, con una educación adaptada y con la generosidad necesaria, esta conmovedora enfermedad de la idealidad que nos azota y que se expresa, en la propia Europa, de forma dramática?
En la encrucijada del cristianismo (católico, protestante, ortodoxo), el judaísmo y el islam, Europa está llamada a tender puentes entre los tres monoteísmos, a partir de encuentros e interpretaciones recíprocos, pero, también y sobre todo, de elucidaciones y transvaloraciones inspiradas en las ciencias humanas. Además, al haber sido la vanguardia de la secularización durante dos siglos, Europa es el lugar por excelencia donde podría y debería dilucidarse la necesidad de creer. Sin embargo, la Ilustración, en su prisa por combatir el oscurantismo, descuidó y subestimó su poder.
Una cultura de los derechos de la mujer
Desde la Ilustración hasta las sufragistas, pasando por Marie Curie, Rosa Luxemburgo, Simone de Beauvoir y Simone Weil, la emancipación de la mujer a través de la creatividad y la lucha por los derechos políticos, económicos y sociales, que continúa, hoy en día, proporciona un terreno unificador para la diversidad nacional, religiosa y política de las ciudadanas europeas. Este rasgo distintivo de la cultura europea es, también, una inspiración y un apoyo para las mujeres de todo el mundo en su aspiración a la cultura y la emancipación. En 2013, el Premio Simone de Beauvoir a la Libertad de la Mujer le fue concedido a la joven paquistaní Malala Yousafzai, gravemente herida por los talibanes por haber escrito un blog en el que reclamaba el derecho de las niñas a la educación.
Frente a la declinología imperante, frente a los dos monstruos, que son el bloqueo de la política por la economía y las finanzas y la autodestrucción ecológica, en el proceso de noqueo de la globalización, el espacio cultural europeo podría ser una respuesta audaz… Quizás, la única que se toma en serio la complejidad de la condición humana en su conjunto, las lecciones de su memoria y los riesgos de sus libertades.