Arte

Una antropología del espíritu

El Cours de poétique que Paul Valéry impartió durante casi ocho años en el Collège de France sólo habla incidentalmente de poesía. Su ambición es otra: hacer una antropología del espíritu, desde el del ser biológico al del ser social. Hoy accesibles gracias al trabajo de William Marx, lecciones como la pronunciada el 21 de enero de 1938, que publicamos íntegramente, son representativas de este esfuerzo -y constituyen también una de las mejores introducciones al pensamiento de Paul Valéry-.

Autor
William Marx
Portada
© LIDO/SIPA

Contrariamente a lo que cabría esperar, el Cours de poétique impartido por Paul Valéry en el Collège de France durante ocho años, de 1937 a 1945, no era un curso de poesía. El propio Valéry engañó a su público. Cuando lo eligieron para la cátedra de Poética, sus futuros colegas del Collège pensaron que promocionaban a un poeta que hablaría de la literatura como tal.

Sin embargo, Valéry no lo entendía así y se cuidó de no insistir en ello en la campaña de su candidatura. Se refería a la poética por su origen etimológico, el verbo griego poïein, que significa hacer, y, muchas veces, deletreaba la palabra así: poïétique (poiética). Para él, es, por lo tanto, el estudio del hacer… y del hacer intelectual en general, artístico y científico, no sólo literario.

¿Cómo produce la mente aprovechando los datos involuntarios que le proporcionan el cuerpo, la memoria, la imaginación y el entorno? ¿Y cómo procesa el autor estos datos de forma consciente? ¿Cómo permite el lenguaje la creación individual, pero también la formación de lo que Valéry llama «las obras colectivas de la mente», es decir, el derecho, la política, la religión?

Así, Valéry traza todo el recorrido de la obra desde su génesis en el individuo hasta su carrera en el espacio social, no sin cuestionar las condiciones materiales, políticas y culturales que hacen posible la existencia de un «universo de la mente», definido como «tangente» del universo social.

La poética, según Valéry, es, en realidad, una teoría total del hombre y de la sociedad y, más concretamente, una antropología del espíritu, en el sentido en el que abarca consideraciones sobre el ser biológico y también sobre el ser social. Es lo que él llamó, en su juventud, el «Sistema», nunca explicado en su totalidad, pero del que proporcionó finalmente, en los últimos años de su vida, una síntesis admirable e inigualable en su enseñanza en el Collège de France.

Revelado finalmente al público, el Cours de poétique puede considerarse, ahora, como la mejor introducción posible al pensamiento de Valéry en toda su riqueza y complejidad, es decir, a uno de los intentos más asombrosos de pensar plenamente en el ser humano a través del prisma de aquello que le confiere todo valor y dignidad: su capacidad de hacer y crear. Lo que cuenta, a los ojos de Valéry, es el esfuerzo realizado por la humanidad en general, y por cada ser humano en particular, para superar los datos originales de la biología, que, en principio, sitúa al hombre en el nivel puramente animal, con el fin de transformarse y acabar por dejar en la historia una huella, una obra, desproporcionada con respecto a la burda, monótona y deprimente vida orgánica. No obstante, lo importante es, primero, transformarse uno mismo, trabajar sobre uno mismo.

Si bien es cierto que el Cours de poétique no es, en sentido estricto, un curso de poesía, como acabamos de ver, toda la reflexión que contiene, que Valéry busca y consigue hacer accesible a sus oyentes y a los lectores de hoy, se basa intrínsecamente en su propia experiencia de la creación poética, que observa como fenomenólogo de la vida intelectual con una precisión y una agudeza que despertaron la admiración de sus contemporáneos André Gide, T. S. Eliot, Jean-Paul Sartre y Maurice Blanchot.

La poesía no es el centro del curso, pero impregna todo, como fuente última y concreta de todo este pensamiento, aunque las referencias a la literatura y las artes sean, con mayor frecuencia, implícitas que explícitas.

Sin embargo, el 21 de enero de 1938, por una vez, la lección se dedicó casi por completo a las artes, a la música, a la pintura, a la arquitectura y a la poesía. Valéry lo constató y fingió disculparse: «Hagamos una comparación poética, por una vez, en este curso», dijo, no sin cierta ironía.

La reflexión se refiere al efecto estético de las distintas artes, un efecto que siempre se da en el tiempo. Incluso las llamadas artes de la simultaneidad, como las llamó el filósofo alemán Lessing en Laocoon, ejercen en la práctica sus efectos en una cierta duración incompresible y en movimiento: «La arquitectura no es, en absoluto, un arte inmóvil». La catedral es una «pieza» musical y el visitante se mueve por ella como por una partitura.

El instante de percepción «no es nada en sí mismo» y esta insistencia en la duración inherente a la vida psíquica acerca a Valéry a Bergson. El propio cerebro nos engaña sobre nuestras percepciones y las sustituye por conceptos prefabricados, el de rectángulo o metro, por ejemplo, cuando, en realidad, «nunca vemos un rectángulo» y «el ojo no ve un metro vertical como ve un metro horizontal».

Al actuar sobre la sensibilidad, el artista maniobra todo el ser, lo que crea una brecha en su existencia ordinaria: «Cada pieza musical es una forma de salir del silencio y de volver a él» y de tomar «la apariencia humana de una geometría». Sin embargo, a diferencia de la música, la poesía es un arte impuro, ya que el poeta se ve obligado a ocuparse de los usos prácticos del lenguaje y a combinar valores inconmensurables, la sensibilidad o sensación, por un lado, y la semejanza, el entendimiento o significado, por otro.

Sin inútiles vuelos líricos, pero con método y racionalidad, Paul Valéry ofrece un caudal de fórmulas y reflexiones que hacen del Cours de poétique una herramienta preciosa para cualquiera que se cuestione la naturaleza misma de las obras artísticas y sus efectos, así como la existencia humana en general; esta lección, del 21 de enero de 1938, constituye un ejemplo excelente de esto.

Señoras y señores:

El sábado pasado, examinamos lo que el sistema completo de sonidos le presenta al músico, cuando se percibe como un conjunto de combinaciones posibles y tiene ante sí lo suficiente para producir un número infinito de efectos con un número finito de medios. Por eso, les decía que sentimos todo en nosotros mismos, en el momento en el que la música se apodera de nosotros –me refiero a cierta música y a ciertos compositores, por supuesto, pero estoy en mi derecho de tomar los temas de la experiencia como quiera. Pues, bien, este sujeto encuentra en sí mismo no sólo lo que le produce la propia música, sino toda la música misma en potencia. En resumen, les decía que nos vemos como creadores y creaciones, desde este punto de vista, por la música, como constructores y construcciones; también, nos vemos embargados por la presencia de una forma de tiempo, de una forma de universo absolutamente diferente, particular, completamente diferente del mundo ordinario, del mundo incoherente, del mundo significativo, del mundo cuyos elementos no tienen ninguna relación entre sí, que es el mundo de la experiencia ordinaria.

En resumen, toda la música posible –y, por debajo de la música, muchas otras cosas–, todo el inmenso conjunto de la sensibilidad está, en cierto modo, designado, en la flor de nuestro conocimiento por el caso particular, por la pieza que oímos, cuya profundidad proviene de este conjunto, de este universo musical o, más bien, de este universo de la sensibilidad. La música puede compararse, aquí –hagamos una comparación poética, por una vez, en este curso–, a la superficie de un mar: si es bella y grande, nos hace sentir toda su profundidad a través de los movimientos de la superficie. Como saben, las olas serán más altas conforme más profundo y ancho sea el mar. Y todo esto es posible gracias a las propiedades que he intentado explicarles poco a poco en una serie de conferencias.

Además, encontramos propiedades similares en otras artes. Por ejemplo, en el campo de los colores, alejándonos de la pintura propiamente dicha, encontramos, en ciertos vitrales, en los ventanales de las catedrales, disposiciones de colores que se combinan curiosamente con las figuras que estos vitrales representan. De hecho, hay una mezcla muy particular entre el significado de las figuras que dan los vitrales y el brillo general del color: los colores complementarios que se le ocurren al ojo cuando mira ese vitral. Se trata de formaciones, quizás, un poco más significativas que en el caso de la música pura, pero que también pertenecen al mismo sistema.

Del mismo modo, ya que hablé de catedrales, de las combinaciones de la arquitectura: la arquitectura no es, en absoluto, un arte inmóvil; es un gran error creerlo, ya que sí nos movemos. Nosotros somos quienes les damos movimiento a estas figuras, a estos sistemas de bóvedas o perspectivas que se encuentran en todos los monumentos.  El monumento es, evidentemente, un objeto inmóvil, pero el hombre se mueve y el monumento está hecho para que, en un monumento ideal, todos los movimientos del hombre que pasa, del visitante o del que recorre la catedral o el templo den lugar a una serie de formas o a una serie de figuras que se deducen unas de otras. Esto es muy importante. Esta deducción debe ser una modulación real, cuyo intérprete es el caminante: la pieza escrita es la catedral.

No pensaba hablar de esta cuestión hoy, pero surge la oportunidad y la aprovecho: siempre que hablamos de proporciones, no en el sentido matemático de la palabra porque el ojo, la sensibilidad, no conoce directamente las matemáticas –cuando vemos una figura, como un rectángulo, algunas personas pueden reaccionar ante la forma de este rectángulo, la forma de una puerta, la forma del formato de un libro, la forma de algún mueble: bueno, el ojo no dice que este rectángulo tiene lados AB, …., uno de los cuales mide tres metros, el otro cuatro, etcétera; no ve eso. Tiene, sin embargo, una impresión especial; esta misma impresión es tan anterior a toda geometría que el mismo rectángulo en el sentido geométrico; si lo ves desde una dirección u otra, te da impresiones muy diferentes.

Y la práctica de las artes ha llevado a atribuirle a esta dimensión, por lo tanto, a la especie genérica del rectángulo, según el caso particular, propiedades extremadamente diferentes. En un caso, encontraremos que este rectángulo es desgarbado, que es desproporcionado, como decimos; en otro, por el contrario, el mismo rectángulo similar será muy exacto porque aparecerá con su lado largo vertical en lugar de horizontal. El geómetra se ha visto obligado a limitarse únicamente a medidas de longitud que no le permiten tener en cuenta la orientación del rectángulo, que conserva sus propiedades, sea cual sea su orientación en el plano. No obstante, el ojo, absolutamente separado de cualquier otra ayuda, sin pensar en la unidad de medida, en un número que medirá los lados, no percibe las cualidades geométricas inmediatas, sino cualidades que tienen que ver únicamente con la sensibilidad.

Pero, ¿cuáles son esas cualidades? ¿Y de qué manera verá que este rectángulo es más o menos adecuado, más o menos agradable a la vista? Bueno, no lo sé de manera positiva, pero tengo la impresión de que, embargado por la visión de esta figura, deteniéndose ahí, hace un intento por modificarla. En todos los casos en los que parece que necesita una modificación de la figura, el rectángulo no es, para él, lo que debería ser. Hay una modificación virtual que le enseñará al ojo porque éste debe, por así decirlo, tener la propiedad de intentar prolongar por este lado o, por el contrario, acortar; si el ojo intenta esta operación, intenta estas modificaciones virtuales, inconscientes, entonces, descubrirá que este rectángulo no es lo que debería ser. Hay, por lo tanto, para un ojo suficientemente sensible a esta cosa –en la mayoría de los casos, la gente no presta atención, pero, bueno, si ves un sombrero muy pequeño en una persona muy grande y fuerte, lo encuentras desproporcionado y, por lo tanto, tendrás la tentación de agrandar el sombrero; tu ojo tratará de agrandar el sombrero o reducir a la persona. No es una operación cómoda; de hecho, la persona se resiste, pero su ojo lo intentó de todos modos y eso es lo importante. Este intento llegaría, si fuera a seguirse por el efecto, a un punto de equilibrio; este punto de equilibrio es al que llamaremos, desde un punto de vista puramente estético, proporción, que no es proporción matemática.

Y, sobre este tema, hago una digresión: no debemos hacernos ilusiones sobre las investigaciones que se han hecho para encontrar, precisamente, en el campo matemático, con la ayuda de una fórmula o con la ayuda de ciertos números, un apoyo para el artista. Siento un gran respeto por todos estos intentos, que nos resultan sumamente simpáticos, como todo lo que puede aumentar el poder del creador, del productor. Sin embargo, no puedo creer que las fórmulas así establecidas, que, además, se presentan, cuando las cosas se hacen honestamente, con toda la arbitrariedad que necesariamente debe presidir su construcción… Bueno, no encuentro, en esas fórmulas, nada en absoluto convincente. Creo que son muy útiles, pero no para llegar a una solución exacta, a la mejor solución posible.

Todas las ciencias pueden clasificarse por el número de decimales útiles para calcular porque la observación no permite ir más allá. Cuando te dicen, por ejemplo, que un número como π es un número trascendental, es cierto teóricamente. En la práctica, todo el mundo lo utiliza para hacer una rueda, para dibujar un círculo, y tratamos este número como si fuera perfectamente conmensurable porque, cuando llegamos a un cierto punto de precisión, es decir, marcado por un punto decimal, básicamente, muy cerca del principio de esta fracción, ya no podemos verificar, ya no podemos ver que estamos en un error. El error es imperceptible para nuestros instrumentos y nuestros sentidos.

En el caso del que estoy hablando, el número áureo, el número 1,618, que se presenta como el que debe entrar en la constitución, en la tabla de construcción de un rectángulo o de una figura ideal, y que, de hecho, ha sido extremadamente utilizado, y utilizado con éxito –no digo lo contrario–, bueno, está claro que la más mínima observación nos demuestra que el ojo no tiene nada que ver. Y la prueba es muy sencilla: construir un rectángulo en las condiciones que digo, 1 por 1,618… Este rectángulo, ya sea que esté dibujado en un monumento, ya sea del tamaño de un libro, del tamaño de una mesa, y sus múltiplos, por supuesto, no aparecen al ojo como una figura y, en cuanto al efecto producido, está viciado en todos los casos o, si se quiere, no está viciado en todos los casos sobre una infinidad de casos, por el simple hecho de que nunca vemos un rectángulo, sino que vemos otra cosa totalmente distinta. Vemos figuras que son transformaciones, proyecciones.

Es muy raro que uno se sitúe justo delante de un rectángulo, que uno pueda estar seguro, por la convergencia de los dos ojos, de que está viendo realmente una figura rectangular, de que está viendo los ángulos de la parte superior como rectángulos. En general, una figura, en la mayoría de los casos, en infinidad de casos contra uno, se presenta como una proyección. Por lo tanto, es un rombo lo que se nos presenta o una figura análoga, un trapecio. En estas condiciones, está claro que el número en cuestión sólo desempeña un papel muy modesto. Y, sin embargo, ha servido, ha podido servir y, por eso, decía que me resulta muy simpático: le sirve al constructor, le sirve al productor mucho más de lo que le puede servir a la operación del ojo, al consumidor.

Es útil porque simplifica mucho el ensayo y error, muchas vacilaciones, y porque, por ejemplo, en cualquier invención de carácter plástico –la construcción, el plano de una construcción, el alzado de una construcción, la determinación de las proporciones de un lienzo para un cuadro, para una composición que se va a realizar–, ofrece una referencia muy interesante por sus propiedades aritméticas.

Al respecto, fíjense que, ya que hablamos de arquitectura, surge una palabrita: el metro, la unidad de medida que el arquitecto, que el profesional aplicará horizontal y verticalmente y en el sentido de la profundidad, es, en realidad, una medida falsa, ya que el ojo no la sigue en esto. El ojo no ve un metro vertical como ve un metro horizontal. Me había preguntado si no sería necesario crear tres unidades de longitud para la arquitectura, que, al fin y al cabo, son tan diferentes entre sí como la unidad de longitud, la unidad de tiempo y la unidad de masa en mecánica. Son tres longitudes muy diferentes, que podrían utilizarse para la construcción. Y, entonces, tendríamos un sistema heterogéneo que se adaptaría a la heterogeneidad de nuestro sentido de la dimensión, según la dirección en el espacio.

Esto es lo que tenía que decir sobre esta pregunta, por generalizar lo que dije sobre el sistema de sonidos. También, podríamos observar, en poesía, algunos rasgos semejantes a éste, aunque, en estas cuestiones, dejamos los sentidos ordinarios para dirigirnos a un sentido muy particular, del que hablaré mucho más adelante, al que llamaré, grosso modo, el sentido del lenguaje, que no es un simple sentido, que no es un simple órgano, sino que representa una complejidad, una complejidad tan unida por la imagen, tan asociada a nuestra persona mental que casi puede considerarse un sentido. 

En todos estos casos, sistema de sonidos o no, encontramos una totalidad virtual que puede ordenarse como se ordenan las notas de la escala, que puede establecerse de muchas maneras diferentes, pero que puede ordenarse como se ordenan los colores según el sistema que les expliqué.

Y, luego, como decía, cada figura, cada caso particular nos hace sentir un orden, una existencia total de lo posible. Y toda obra, entonces, desde ese punto de vista, adquiere este carácter particular: se presenta como una cierta perturbación del orden. Nos hace sentir una especie de desviación de un orden que tenderá a reconstituirse y, en efecto, mientras escuchamos la música, en el espíritu que les dije, un espíritu, tal vez, más o menos consciente, que podemos destacar o no, consideramos que esta pieza es como una perturbación. Hagamos de nuevo una imagen, si quieren: el que puntea las cuerdas de su arpa las mueve de la posición de reposo, pero la cuerda vuelve a su posición de equilibrio y el conjunto de las cuerdas del arpa representará el sistema de la sonoridad general. Y cada obra será una forma particular de desviación y de regreso al cero, al equilibrio total de la virtualidad musical.

Podría decirse, de forma paradójica, pero bastante gráfica, que cada pieza musical es una forma de partir del silencio y de volver a él, del mismo modo en el que podemos decir que el agua, a la que fuerzas anteriores han llevado a un nivel muy alto, que cae desde las alturas, vuelve al estado de equilibrio… y puede volver a él después de aventuras más o menos variadas, entre las que puede encontrar obstáculos y medios que la conviertan en una cosa utilizable. Tal será, por analogía, el trabajo. El agua puede, por lo tanto, volver al nivel cero, tras abandonar su energía utilizable por el camino: toda la energía utilizable que contenía se ha perdido por el camino.

En particular, cuando se trata de obras de arte, en realidad, un cuadro, una arquitectura o un ornamento no deben considerarse obras del espacio, en absoluto. El tiempo interviene necesariamente. Entre paréntesis: utilizo estos términos, espacio y tiempo, porque me convienen en este momento, pero, si me hace falta, los sustituiré por otros. Y me pueden decir: «Pero, después de todo, tu catedral o tu cuadro, sucede en el espacio; está enteramente contenido en el espacio; podemos, por lo tanto, considerar la obra como un hecho simultáneo; son partes simultáneas». Yo digo que no.

En realidad, el que mira esto, el que recorre la catedral, el que pasa y se detiene ante el cuadro considera, si quiere, que el cuadro o catedral es una utilización de su propio tiempo. En efecto, en el momento, no es una catedral ni un cuadro, sino un conjunto absolutamente aleatorio de sensaciones; sólo mediante el uso, es decir, mirando más de cerca, desplazándose, viendo variar su acomodación a lo largo de las líneas, sintiendo, retransformando esta forma en sus movimientos generativos, interviene el tiempo.

Si veo una línea, evidentemente, puedo suponer que es todo en un momento, pero, al final, en el instante, no existe nada más que el choque. El instante es una forma cómoda de hablar, por supuesto, pero, en el campo en el que nos movemos, puede decirse que el instante siempre es sólo un principio y que no es nada en sí mismo. No conduce a nada, no tiene sentido: es el choque inicial.

Por el contrario, si se observa lo que ocurre en el momento en el que el consumidor del cuadro, el consumidor de la arquitectura, el visitante del palacio o del templo toma conciencia o, más bien, asume la sensibilidad del objeto que considera, esta sensibilidad sólo puede existir a través de los fenómenos que momentáneamente nos representaremos con la palabra tiempo. Y, en efecto, son fenómenos de acomodación, fenómenos de descripción, por convergencia ocular, por ejemplo, descripción de perspectivas, penetración en perspectivas, descripción de formas, grabados sucesivos, modulaciones, en fin, que residen, desde el punto de vista activo, en el sujeto que mira, pero que encuentra, en el monumento que se le propone, en el cuadro que tiene delante, una especie de guía, la guía de sus movimientos instintivos, que realizará mañana.

Por lo tanto, también puedo comparar este fenómeno con el de la música porque, en presencia de la pieza musical, en presencia de la obra de arte, toda distracción es posible y puedo no prestarme a ella. Puede que ni siquiera tenga sensibilidad musical y, aunque tenga un oído excelente, un oído que no está enfermo en modo alguno, puede que no tenga noción del valor estético de los sonidos. No hay nada más frecuente que un señor que dice: «No entiendo nada de música». E, incluso, tenemos hombres muy grandes que lo han admitido. Gautier decía que la música es el más caro de todos los sonidos: él percibía la música en la poesía, no en la música en sí.

El oído mejor organizado, desde el punto de vista acústico, puede negarse absolutamente a comprender la sensibilidad, en el sentido simple de la palabra, el interés que hay en una simultaneidad de sonidos. No habla de su sensibilidad. Por lo tanto, hay que ponerse en presencia de, imaginar un ser sensible a esta música, para que se produzcan, en él, los efectos que estoy describiendo. La evolución que se produce en este sujeto, la evolución que se produce en este sujeto en presencia de la obra, ya se trate de una obra temporal o de una obra especial, es, en el fondo, bastante análoga y consistirá siempre, como ya dije, en una especie de desfase y en una especie de retorno. Veremos, además, que es extremadamente fértil en mil aspectos.

Entonces, sucederá que, por una especie de desbordamiento de estas propiedades puramente sensibles de las que hablo, la música en cuestión, incluso la música más pura, y la construcción, o también el paisaje, podrán actuar, excitar de paso algo distinto de este universo meramente musical.

Puede ser que, incluso música sin sentido específico, que no se titula Rêverie, sino Sonata en Sol menor (y esta música puede ser tan combinatoria como se quiera, tan basada en convenciones musicales, como una fuga, por ejemplo), pueda, sin embargo, suscitar numerosas posibilidades, posibilidades afectivas, posibilidades pasionales. Evidentemente, esto será muy particular de los individuos, no algo que figure en el programa mismo del autor, quien puede no haberse preocupado en lo más mínimo de actuar sobre los recuerdos, sobre los remordimientos, sobre las esperanzas, sobre los miedos, quien se habrá preocupado simplemente de construir una especie de geometría sonora, para obedecer a convenciones que él mismo se ha impuesto; no obstante, sucederá, puede suceder, sin que sea seguro, que la producción de esta pieza excite, en un sujeto, sus posibilidades pasionales, afectivas, particulares y personales.

De este modo, el músico, sin quererlo, se apoderará de los aspectos emocionales, de las conexiones viscerales. Será capaz de manipular todo el ser. Y este ser, a su vez, reaccionará psíquicamente a esta excitación de pura sensibilidad. Nos proporcionará todo lo que necesitemos recordar sobre su vida o de sus deseos o de sus esperanzas, para completar el efecto, como si se pusiera la apariencia humana de una geometría. Y todo su ser quedará sacudido por esta construcción que no tenía ninguna intención de tal cosa.

Sin embargo, aunque la intención existiera, aunque el músico tuviera esta intención de actuar sobre la sensibilidad, no puede hacer nada preciso, al menos, en el caso general, a menos que utilice medios como la armonía imitativa o que recurra al teatro, a la palabra, etcétera. No puede tener estos efectos de falsa semejanza. No puede tener estos efectos de falso parecido. Lo privé de sus medios de expresión directa y significativa, para dejarlo enteramente en posesión de los medios de la pura sensibilidad. No podrá aspirar a ningún parecido como lo hace, por ejemplo, un pintor; nada se parecerá a nada humano y, sin embargo, actuará sobre lo humano.

Todo esto nos muestra hasta qué punto esta sensibilidad toca toda la sensibilidad, en todas sus formas, y que la obra del artista es, en este caso, una verdadera maniobra sobre lo vivo. Es la vivisección; trabaja sobre el animal vivo –un animal vivo, es decir un animal que es imposible, o muy difícil, de aislar, de dividir en cuanto a sus funciones, de apartar en términos de sus diferentes irradiaciones del sistema nervioso.

En consecuencia, tenemos, volviendo a las posibilidades del arte, un movimiento que puede ser una especie de repliegue sobre sí mismo del artista, que no puede querer estas generalizaciones, que no puede querer lo que podríamos llamar impureza en el arte: la impureza, es decir, la mezcla de las funciones de sensibilidad y de las funciones significantes.

El artista sólo puede querer maniobrar y excitar la necesidad estética, sin recurrir a trucos, falsificaciones de la realidad o hipótesis. Y, sin duda, hay convenciones en su arte; incluso, es necesario que las haya. Las convenciones suelen ser muy interesantes de examinar porque cualquier convención, en este orden, nunca es completamente convencional; cualquier convención se da como tal para defenderse de las objeciones. Uno dirá: «Yo planteo esto. Si estás de acuerdo en jugar, juega, pero estas son las reglas del juego: debes tomarlo o dejarlo». Sin embargo, cuando se toman las reglas del juego, sea cual sea el juego, ya sea el juego matemático o el juego de cartas, estas convenciones no se eligen al azar; créanme. Siempre hay un motivo oculto, siempre existe la intención de que estas convenciones sean las más convenientes o las más fructíferas posibles. Estas convenciones son indispensables para sumar los sucesivos acontecimientos y estados que provocará la sucesión de sensaciones.

Y esto es muy importante en términos de sensibilidad. Sin convenciones, la sensibilidad es un asunto instantáneo. La sensibilidad sólo tiene secuencias, que, muy rápidamente, conducen a verdaderos accidentes de secuencias, a lo accidental, al azar, a lo incoherente. Siempre que encuentres una secuencia bastante prolongada, estarás seguro de que la sensibilidad por sí sola no podría haber contribuido a ella, de que fue necesaria la intervención de algo más, de algún tipo de acto externo de la sensibilidad, de algún tipo de acción externa de la propia sensibilidad para producirla. Las convenciones son, aquí, en el arte, tan necesarias, tan fundamentales, tan eficaces, por otra parte, como las convenciones fundamentales que son en las ciencias, que permiten combinar operaciones numéricas u operaciones geométricas, y que permiten seguir, en estos universos de posibilidades, supuestamente ya establecidos o construidos, o al menos ordenados, en estas innumerables posibilidades, que permiten seguir, en un conjunto de sensaciones, una idea particular, una meta particular, que a su vez es el resultado de estas convenciones.

Uno de los ejemplos más bellos es el de la fuga. Otro ejemplo se tomaría no en el detalle de una obra, como en el caso de la fuga, sino en las partes sucesivas. Por ejemplo, creo que haber encontrado el tipo de la sinfonía es una creación muy grande, con sus diversos movimientos que corresponden a algo, que, al menos al principio, debía tener la función, imagino, de corresponder a estados sucesivos de la sensibilidad, que deben prolongarse unos en otros. Por ejemplo, un andante y un allegro, un scherzo y un largo representan fases de la sensibilidad. Obviamente, técnicamente, esto ya no es cierto. Técnicamente, el músico simplemente ve en ella alguna convención, porque –no sé de música–, para él, no está tan marcada con intención como debió estarlo en un principio, como indican los propios nombres.

Y, mientras las sensaciones daban un aura y se mezclaban, en cuanto a su especie, como la vida ordinaria nos las ofrece, vemos un sonido, un color, una forma, etcétera, mientras se suceden, mientras coexisten en una especie de incoherencia, incoherencia que es nuestro medio natural… Está el hecho de elegir, de discernir las afinidades, ante todo Y mientras se suceden, mientras coexisten en una especie de incoherencia, una incoherencia que es nuestro medio natural, una especie de sensación en sí; observamos los desarrollos puros, propios, formales, por así decirlo, que se encuentran al clasificarlas, al aislarlas; el hecho de percibir y prever sus reacciones recíprocas, como las de los complementarios entre sí o como las de los sonidos próximos en la escala, que constituyen los acordes, o como otras más sutiles; el hecho de percibir sus clasificaciones naturales, es decir, no sólo las que se ven entre ellas cuando se dan, sino las que resultan de la producción de una en relación con la otra, como a lo que acabo de aludir al hablar de las proporciones, cuando hablaba de esas modificaciones virtuales que, en presencia de una figura dada, nos hacen tender a modificarla en un determinado sentido; todo ello ha dado lugar a esta inmensa clase de artes puras.

El arte puro es aquel arte que está casi totalmente alejado de la imitación, que no tiene que enfrentarse directamente al dificilísimo problema, uno de los más difíciles de la poesía, de combinar a la vez sensibilidad y semejanza, sensibilidad y comprensión, sensibilidad y sentido y lo que podríamos llamar valores de verdad para la memoria y valores de verdad sensoriales (llamando «verdad sensorial», precisamente, a ese tipo de concordancia entre varios sonidos o colores que se realiza de forma autoevidente por el propio órgano).

Estas combinaciones entre estos dos órdenes de cosas tan diferentes sólo pueden tener lugar, sólo pueden lograrse al precio de sacrificios recíprocos. Hay que pagar en sentido, en deformación de la verdad de la memoria, lo que se gana en valor de verdad sensorial… y viceversa.

Por un lado, por ejemplo, llegará a inverosimilitudes. En tu historia, en tu poema, habrá cosas que cuentes que sean completamente inverosímiles, pero que encajen con la sensibilidad musical o con otro tipo de sensibilidad, que no he mencionado hasta ahora, que es la de las propias imágenes. Y, a la inversa, a veces, te tomarás la libertad e, incluso, te verás obligado a escribir un verso que será un verso –Dios mío– poco sonoro, que por sí mismo tendrá poco del carácter musical que se le puede exigir a un verso porque estás obligado a ceder ante el sentido y a decir algo. El verso no se hace para decir algo, pero hay casos en los que es necesario decir algo; es el caso general del verso dramático, en el que se impone, de forma natural, la mezcla del verso real y el que es necesario para decir algo.

Por un lado, es necesario seguir una acción que no está directamente relacionada con la sensibilidad musical o con la sensibilidad de la imagen, sino que tiene sus propias condiciones; es necesario que se produzca tal o cual acontecimiento, que se describa tal o cual acontecimiento, que se relacione tal o cual acontecimiento. Todo esto no tiene nada que ver con la sensibilidad de la que estamos hablando. Elegiste decir esto en verso, bien, pero, entonces, el lenguaje poético se apodera de ti y te dice: «Perdona, yo soy el lenguaje poético, yo soy el ritmo, yo soy la rima, yo soy el sello del lenguaje y tienes que darme algo». De ahí, esta lucha que siempre se reduce a la derrota de alguien, de los acontecimientos.

Por último, mi arte puro sería el que sólo contuviera las funciones sensibles, sin su aplicación en las circunstancias accidentales de la vida, que es de escala social o práctica. No hay historia. Y, naturalmente, toda historia, toda narración tomada de la vida contiene toda la incoherencia de la vida. Lo que llamamos lo irreal, en la historia, es una incoherencia, es decir, una interrupción, un cese de las condiciones de la sensibilidad, para pasar a otra cosa, tal como la vida nos la presenta. Lo incoherente es la base de la vida práctica y ordinaria. La vida social es un conjunto de cosas que no tienen relación entre sí, pero que manejamos muy bien. Nadamos en ella como peces en el agua. Y, sin embargo, mejor captado a cada instante, cada momento de nuestra vida es, como ya expliqué, una especie de acorde disonante donde hay sonidos, olores, etcétera, donde hay impulsos. A cada momento, estamos en esta incoherencia.

El arte puro intenta salirse con la suya, intenta construir un sistema homogéneo en el que sólo haya sonidos o sólo hay colores, etcétera. Este arte, por lo tanto, pretende crear un sistema absoluto o, al menos, dar la impresión de la posibilidad de tal sistema que, por una parte, es a la vez un sistema cerrado, completo en sí mismo, como si el mundo entero no existiera –el universo musical o el universo de los colores nos presenta un sistema que no tiene ninguna referencia fuera de sí mismo–; es, por lo tanto, lo que llamaré un sistema completo en sí mismo o un sistema cerrado: está enteramente constituido por relaciones intrínsecas. Por otra parte, también parece que es el más general de todos porque contiene, sin excepción, en estado virtual, todas las posibilidades que nos dan las definiciones provenientes del sentido mismo, de la recepción-producción, que es la característica de nuestro sentido.

Es un comentario bastante curioso. Sucede que, en el arte, cuando el artista se encuentra, por su propia sensibilidad, inclinado a crear cosas de este orden de pura sensibilidad, quien se embriaga, en cierto modo, de su universo particular (por ejemplo, un escultor que maneja su arcilla y que ensaya formas en ella, quien puede, en una fase preparatoria, no intentar representar un busto, un rostro, un cuerpo, un objeto cualquiera, sino casi jugar con esta cosa de plástico que obedece a sus manos y que será un dios, una mesa o un cuenco), puede ensayar una forma de jarrón, puede ensayar una curvatura, puede intentar crear, en cierto modo, por la sensación de su propio tacto recíproco en función de su sensación motriz y su sensación de fuerza, puede crear formas que le gusten, seguirlas, encontrar las modulaciones, pasar insensiblemente de una figura a otra. Pues, bien, puede ocurrir que este arte de la sensibilidad total e intrínseca, cuando se quiera hacer una obra, cuando se quiera, al menos, desde esta condición de sensibilidad, hacer una obra de cierta envergadura, requiera el máximo uso de lo que se llama inteligencia. Y esto es a lo que podría llamar la paradoja del arte puro. 

Y, en efecto, no se puede continuar –hablé de una obra de cierta dimensión, de cierta duración, por ejemplo, de cierta extensión–, una obra que no esté engendrada, de algún modo, en un golpe de sensibilidad del instante, por una especie de movimiento reaccionario, de reflejo, de producción refleja inmediata; hablo de algo que se prolonga bastante, una obra, por ejemplo, bastante grande desde el punto de vista de sus dimensiones externas o una obra bastante larga desde el punto de vista de las obras de tiempo. Lo que se necesita, aquí, es un uso máximo de la inteligencia… y me permitirán no insistir, hoy, en esta palabra, que no es nada clara. No puedo hacerlo todo a la vez.

En ese momento, el artista que se enfrenta a esa obra, esa obra de sensibilidad prolongada o complicada, sólo puede producirla con esfuerzo. ¿Por qué? Porque, como dije, hay una especie de presión externa, una especie de incoherencia que siempre se produce en su interior. Le solicitan mil cosas a la vez; le suceden ideas, sensaciones, cosas incoherentes. Si ha tenido un instante de visión de un efecto de puro orden sensorial, se verá instantáneamente asediado por todos estos fenómenos de diversión en los que vivimos. Así que habrá que hacer un esfuerzo para no ceder a la dispersión, a la distracción, a la diversión perpetua. Necesitará un esfuerzo que será, precisamente, el esfuerzo de la pureza, el esfuerzo de la elección, de la separación, exactamente igual que un mundo físico, porque la imagen se impone.

En el mundo físico, un químico o un físico intentará preparar cuerpos puros; más adelante, buscará cuerpos simples, pero el cuerpo puro es un cuerpo homogéneo que está hecho de una sola fase y, en general, requiere trabajo para prepararlo. Y es bastante curioso que las aplicaciones del principio de irreversibilidad, del principio de Carnot, sean las siguientes: la mezcla es fácil; se hace sola; por el contrario, el fraccionamiento que da la pureza requiere un gasto de energía. Es el caso, por ejemplo, de un hombre que vierte un vaso de vino: es muy fácil; la mezcla se hace sola. El vino se dispersa en la masa de agua, pero, si hay que atrapar el vino, será muy difícil y, sin embargo, las moléculas de vino ya están en el agua. Del mismo modo, si se hace una mezcla de dos gases puros, será muy difícil, muy complicado y muy caro separarlos, separar el hidrógeno del oxígeno. 

Pues, aquí, es lo mismo: la preparación pura requiere un esfuerzo. Y este esfuerzo no puede ser un esfuerzo inconsciente. Requiere un esfuerzo consciente, del mismo modo que la preparación de los sonidos en estado puro, cuando fueron extraídos del universo de los ruidos para formar el universo de los sonidos, requirió un esfuerzo consciente. Había que encontrar la manera de preparar las notas de la escala en estado puro y, para ello, era necesario utilizar métodos experimentales, métodos de medición. Un instrumento musical es un instrumento físico porque es un instrumento de medida. Estás seguro de que las cuerdas de tal o cual longitud darán tal o cual sonido y te bastará con medir una longitud de cuerda con un metro y estirarla hasta cierto punto para tener tal o cual sonido.

En consecuencia, es necesario un esfuerzo para pasar de la impureza constante y común de la vida a la pureza de este arte del que he hablado. Y, entonces, la operación consistirá en separar, en escindir este medio en el que vivimos, en tratarlo de tal manera que se separen los elementos imitativos o los elementos demasiado humanos, es decir, demasiado mezclados. Estos elementos, por el contrario, son los que, en su estado más o menos puro o, más bien, más o menos impuro, conectarán la obra al desorden vital permanente. Y estas obras pueden considerarse obras casi puras; en realidad, nunca son absolutamente puras, como tampoco lo es un cuerpo en física. Son obras a las que también podríamos llamar sistemas aislables, en los que, por una nueva aplicación de nuestros principios, encontraremos este hecho notable: eliminamos al máximo las combinaciones del azar. 

Estas combinaciones de azar, que son las que se dan con más frecuencia en la existencia, en la vida, se eliminan en el momento en el que constituimos un sistema ordenado. No cabe duda de que el azar intervendrá, en cierta medida, en la composición misma de la obra. Por ejemplo, bastará que un músico oiga, por casualidad, un determinado sonido: su atención se despertará; habrá, ahí, como un germen cristalino que caerá en este terreno preparado que está en el músico. Este entorno preparado es un entorno determinado, en el que un sonido determinado no despertará la idea, en el que no dirá: «Bueno, es un vaso que se cayó; es un martillo que golpeó algo». No, lo que el sonido despertará en él es el sistema de sonidos, y no sólo el sistema de sonidos tal como es, lo que sería muy difícil, sino que este sonido despertará en él los armónicos o bien la necesidad de un contraste con él; tal vez, se evoque, ya, un elemento de composición, un elemento de trabajo que todavía no será nada.

Del mismo modo, si ya no hablamos de un sonido, sino de una serie de ruidos, que se suceden de una determinada manera, como este martillo que oigo, le bastará con percibir sólo este sistema de golpes, de choques, para entrar en el universo de los ritmos. Y, entonces, se separará por completo del significado martillo-golpeador-trabajador, etcétera, por asociación, para construir, a partir de este pequeño elemento, todo un sistema preexistente en su sistema interno de sonidos posibles mejor que estatua en bloque de mármol.

Terminaré de explicar mañana.

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