Toda su obra está más o menos centrada en El Salvador. ¿La realidad salvadoreña es sólo digamos un pretexto para contar una historia, o hay una finalidad de querer mostrar esa realidad con algo que se acercaría quizás a la literatura comprometida?
Tiene que ver con mi concepción de la literatura y mi manera de hacer la literatura. Creo que yo parto de una necesidad de escritura, una necesidad interna de expresión que me dé un sentido en el mundo. Siento que las experiencias que viví en El Salvador, tanto en mi primera infancia, en mi juventud y luego más tarde, en mis regresos, son determinantes. Podría decir que el tiempo en El Salvador y en México son las dos partes vividas con más intensidad en lo que llevo en este planeta.
Eso me lleva a ahondar en mi memoria real e inventada seguramente -porque dicen que las memorias no son reales sino inventadas-. Me vincula a una geografía, pero sobre todo a una forma de ser, a una cultura y, de alguna manera, a una forma de entender el mundo. Entiendo que puede no ser la mejor, pero es la que he heredado y en la que me he formado. Entonces El Salvador está en el eje de mi obra pero también Suramérica en buena medida, porque también está México, Guatemala, Honduras. El marco regional, mesoamericano, es evidente. Pero el núcleo de ese marco arranca de El Salvador, allí empiezan mis experiencias.
Por otra parte, no entiendo el compromiso como algo impuesto. No puedo proponerme escribir una novela sobre el comienzo de la guerra como algo obligado. Yo no funciono así, simplemente porque no estuve en la guerra. Para mí la guerra es algo que veo siempre como circulándola, haciendo una circunvalación alrededor de ella. Entonces, no me propongo las cosas de esa forma. No me propongo comprometerme con cierta visión del mundo. Mi compromiso es más conmigo mismo en términos de lo que me crea pulsión para escribir.
Le voy a poner un ejemplo: Tirana memoria es una novela que sucede en 1944. Es la rebelión contra Martínez, el golpe de Estado fracasado, y luego la huelga de brazos caídos. Ese es el núcleo central de la novela. Pero mi propósito no era reflejar el 44, era sacarle la cosa interna porque mi padre participó en esos eventos y fue condenado a muerte. Por suerte, todo eso quedó en mi mente. ¿Qué pasó? ¿Qué sucedió? ¿Qué es todo eso? Esa pulsión interna, ese vacío -era un vacío porque si mi padre me hubiera contado esa historia, no tuviera esa necesidad. Pero no me la contó porque yo era muy chico-. Entonces yo me meto en ese momento y construyo, imagino personajes, situaciones, circunstancias que me permiten liberarme de esa pulsión, de esa necesidad interna. Esa es mi forma de acercarme a las novelas. No tengo un plan externo que tenga que seguir.
Al contrario, diría que mis novelas son casi siempre un cuestionamiento del supuesto compromiso. Si usted ve mi primera novela, La diáspora, trata de forma crítica a la izquierda armada salvadoreña, en un momento en el que ésta trataba de constituir un proyecto de futuro en el país. En esas circunstancias, sale mi novela que responde a otras necesidades internas mías y va en contra de lo que se esperaba -como un apoyo a la causa-; la novela era una crítica a la gente que pensaba que estaba luchando por eso.
¿Esa pulsión o necesidad que menciona puede encontrar alguna forma de satisfacción -al menos parcial, lo que justifica la escritura de más y otras novelas-?
Sí, permite una satisfacción de tal manera que uno incluso siente un vacío después, un vacío porque esa satisfacción está agotada. Eso permite efectivamente que surjan otras. Y tengo que decir que mis obras son caprichosas. Se presentan sin una estrategia digamos a largo plazo que puede tener un narrador que escribe a partir de otras circunstancias. Balzac o Proust son narradores que al sentarse a escribir su obra tenían claramente el mapa de lo que iban a hacer en buena medida. Yo no lo tengo claro. Puede encontrarse por supuesto coherencias entre mis novelas, pero la forma en la que surgen es bastante caprichosa.
¿De qué pulsión se trataba en el momento de escribir lo que es sin duda su novela más famosa El asco? Y a posteriori, ¿cuál es el papel que ha tenido esa novela en su obra: se puede decir que es central?
Es una relación un poco paradójica la que yo tengo con esa novela. Ha sido crucial para que muchos lectores me conozcan en el universo de la lengua española -no ha salido mucho de ese universo, casi no está traducida-. Aunque no pueda prescindir de ella, para mí no es mi novela central, donde haga una gran apuesta. Es más bien una novela que me sucedió y que me salió casi como un espasmo. Considero en realidad que la gran apuesta de mi obra se refleja en las novelas que la suceden, en el universo narrativo de la familia Aragón.
Creo que El asco reflejó un momento muy preciso de El Salvador que para la literatura en Latinoamérica fue un punto de quiebre sobre las visiones nacionales que se estaban teniendo. Se agrega de cierto modo a las novelas latinoamericanas -como La Virgen de los sicarios de Fernando Vallejo- que son grandes críticas a la idea de nación. Lo interesante es que yo en realidad no me propuse en términos intelectuales hacer una crítica a la idea de nación. Con El asco lo que hice fue sacar mi gran resentimiento por un fracaso. Había fracasado con un proyecto periodístico y entonces inventé un personaje que dijera cosas que yo había escuchado, dice cosas que yo no pienso por supuesto, etc. pero me permitió sacar esa pulsión del fracaso. Salió muy rápidamente, en unos dos meses solamente y ni siquiera sabía si era publicable. Nunca imaginé todo lo que podía pasar. Después de la publicación empezó a tener cierta repercusión hasta el punto que la gente se enojó conmigo y me dijeron que me fuera de El Salvador porque me iban a matar.
Yo no escribí con la perspectiva de la gran provocación nacional sino con el gozo del resentido diría.
¿Y aunque no tuviera ese propósito a priori, ese resultado de “gran provocación nacional” en la recepción y crítica de la novela cambió algo en la concepción de sus siguientes publicaciones?
La verdad es que no. El mundo literario salvadoreño, que es donde la novela causó escozor, es un mundo muy reductivo, no hubo casi críticas literarias de la novela. La crítica fue muy visceral, como cosa política. Pese a que me afectó y me causó miedo, ansiedad porque gente había reaccionado tan extremadamente, no cambió mucho cómo decido enfrentarme al fenómeno literario y a la forma de hacer literatura.
Me acostumbré a hacer literatura, a escribir sin mercado, sin crítica, sin elementos de estímulos que son normales en otra sociedad. Cuando sucede lo de El asco cambia un poco mi vida: ya no regreso a vivir al Salvador. Ya había estado fuera muchos años: el cambio es al principio fuerte, por la amenaza, pero no cambia mi forma de escribir -después viene Insensatez, que es incluso más fuerte-. Definitivamente, no fue determinante en mi forma de entender la literatura, pero sí en mi forma de sobrevivir en el mundo, donde tuve que buscarme la vida de otra forma.
¿Diría que ese cambio también influenció la forma en la que pasa a representar la sociedad salvadoreña, de un proceso de representación de “adentro” a un “afuera”?
No, eso no lo pensé en ese momento. Todo lo que escribí durante diez, doce años sucedía en el país. Las últimas tres novelas no suceden en el país, y las últimas dos novelas son las que suceden más lejos. El sueño del retorno sucede en México pero está empapada de El Salvador, así como sucede en La diáspora. Cuando la historia se desarrolla en Estados Unidos o en México la cuestión cultural es menos lejos que cuando sucede en Suecia como pasa con mi última novela. Cuando escribí El Asco no me propuse salir literariamente de El Salvador. No escribo a partir de propósitos, sino a partir de cómo me tocan las cuerdas.
¿Qué proceso le parece más interesante y eficiente en la dinámica de una historia?
Puedo explicarlo a partir de la satisfacción que tengo con la obra que escribo. Puedo decir que Moronga, que es una novela que sucede con salvadoreños en Estados Unidos, es mi mayor esfuerzo literario hasta la fecha. Me llevó un buen tiempo escribirla porque tenía que acumular cosas dentro de mí para que explotaran. Acababa de tener un cambio de vida radical, llevaba en Estados Unidos varios años y fue natural que saliera de esa forma. Las novelas sobre El Salvador escritas desde fuera me causan mucha satisfacción porque reflejan una relación con mi memoria más lejana. Ahora bien, ¿cómo funcionan hacia fuera, es decir hacia los lectores? Para mí eso es más difícil. Pues las leyes de la distribución, del mercado, de la crítica no están en manos de uno. Un escritor como yo en buena medida sigue escribiendo para sí mismo, para sus lectores, porque no tengo lo que se llama estrictamente un mercado interno, como sí tendría un escritor francés que puede medir todo. En mi caso mis libros ni llegan a El Salvador. Y si pongo mi obra en el plato grande de la literatura latinoamericana -que es tan fragmentada-, carezco de información para tener una visión exacta de cómo es el recibimiento en cada país, si mis libros llegan o no. En España es donde más me acerco a saber cómo es el recibimiento porque es un mercado más aislado, en el sentido de bien focalizado en sí mismo. Pero no tengo forma de saber cómo se reciben mis libros en Chile, Argentina, ni siquiera en El Salvador o en México.
Hablando de la geografía de la lengua española y retomando la bonita expresión que pronunció hace un momento que sus historias están “empapadas de El Salvador”, ¿cómo se alcanza ese equilibrio entre un color local y la universalidad que se propone la novela?
Esas son dos cosas, una cosa es el oficio, y otra la visión del mundo. El oficio se desarrolla con los años, es algo que desde el principio uno asume o no en la manera de cómo relacionarse con sus personajes, con su trama, qué distancia tomar o no o hasta dónde identificarse. Y el oficio implica también el lenguaje, que es clave en el sentido de cómo se construye un lenguaje, que tenga el color local y al mismo tiempo la universalidad. Creo que el oficio aquí se expresa sobre todo en un juego de equilibrios entre lo local y lo universal del castellano. Y por el otro lado, la visión del mundo es de saber que pese a lo que está pasando en la historia que uno escribe, lo más importante que está pasando en la historia, al final, uno está escribiendo sobre un mundo que prácticamente a muy pocos les interesa. Es un mundo lejano que le interesará únicamente a la gente que procede de él.
Esta visión da un cierto temple para manejar y contar las realidades con mayor eficacia. Creo que entre más se aleja uno en el tiempo, el reto es mayor en cuanto al lenguaje. Diría que la contemporaneidad entendida como décadas es mucho más fácil de asumir en el lenguaje; cómo mezclar el color local, cómo mezclar la percepción local, el sonido local de la lengua, el uso, los énfasis, los dobles sentidos y al mismo tiempo, que todo ello adquiera una visión universal. Cuando uno se va más lejos en el tiempo es más complicado, porque uno tiende más bien a estandarizar. Si escribo una novela sobre 1944, es mucho más difícil encontrar los giros del lenguaje de entonces en El Salvador, que es un país con poca investigación, y además no se me da eso de investigar tanto para escribir una novela.
La novela no adquiere universalidad si uno no tiene una visión mínimamente general de cómo pasan las cosas. Creo que es muy difícil si uno vive metido en un hoyo contar que eso no es el paraíso: hay que salir del hoyo para ver la dimensión del hoyo, lo que está alrededor del hoyo y las certezas, sobre todo cuando uno mismo crea personajes para que puedan ser vistos más allá del hoyo.
Siguiendo su metáfora de la caverna latinoamericana, ¿diría que hay justamente una particularidad latinoamericana como lo pudo decir en algún momento García Márquez al afirmar que los escritores latinoamericanos no necesitaban imaginación como los europeos porque solo tenían que escribir y describir su entorno y realidad?
Yo creo que parece un discurso de alguien que vende lo exótico. Yo no veo la literatura así: es cierto que la realidad Latinoamericana es muy fuerte, cruenta, pero muchas realidades lo son y en el mundo siempre han existido civilizaciones que han convivido con ellas. Realmente pienso que sucede en todas partes, no es específico de Latinoamérica.
Muchas veces, Latinoamérica es imposible de creer. Si usted escribe un relato que alguien trató de matar a Cristina Kirchner apretando el gatillo cinco veces y falló porque se le olvidó cargar la pistola antes; o si relata que en Japón un tipo con un arma que hizo en el taller de su casa mata al primer ministro, que no llevaba guardaespaldas en ese momento, entenderá lo que quiero decir. Las realidades son ricas dónde estén. Cualquiera de esas dos sonarían ficticias, así como lo que pasa en El Salvador.
Pienso que, cuando García Márquez escribe esas palabras está dando un contexto para su obra, pero no para la obra latinoamericana. Sólo basta ver a todos los escritores que tienen una visión del mundo que no tiene nada que ver con aquel romanticismo.
Se dice que cuando Asturias estaba en París le habría contado a Valery su proyecto de novela –El señor Presidente-, y éste le habría contestado que tenía que hacer algo más universal porque a nadie le importa Guatemala. Y de hecho, El señor Presidente se desarrolla en Guatemala sin que sea explícito. ¿No hay algo similar en Insensatez: la historia tiene por supuesto lugar en Guatemala pero al mismo tiempo también podría ser por ejemplo El Salvador en algunos aspectos y momentos?
Es gracioso, cuando Tusquets publicó la novela en España, en el 2005, los dos principales periódicos de aquel entonces con su suplementos literarios -El País con Babelia y El Mundo con El Cultural-, escribieron reseñas culturales muy destacadas, y algunas de ellos hasta lo nombraron el libro de la semana. En los dos periódicos, los críticos decían que era una novela tremenda sobre lo que había sucedido en El Salvador. Me sorprendió, porque si uno habla de “cachiquel” en la primera página, no cabe duda que estamos hablando de Guatemala. Me dejó sorprendido el nivel de desconocimiento que hay sobre la realidad latinoamericana.
El propósito del libro era hablar de un debate que tenía lugar en Guatemala. Guatemala es un país muy afectado por los testimonios y el éxito de este género literario, probablemente a raíz del premio Nobel a Rigoberta Menchú. En su momento, cuando fue galardonada, se abrió un debate sobre su libro por parte de académicos norteamericanos. Me propuse sacar el libro del pleito, y entonces me propuse publicar yo mismo una novela en torno al testimonio. Utilicé los testimonios en el libro y trataba de verlos como lo haría un personaje totalmente trastornado. Ese fue el propósito original. Otro propósito es porque había cosas muy cercanas a la realidad que necesitaban un tinte más universal a la historia: podría ser aplicado a Perú, El Salvador, que han conocido ese nivel de salvajismo, el genocidio. Pero el propósito era sacar la novela del marco del debate sobre el testimonio y situarla en el plano de la ficción.
Me parece que Insensatez tiene una particularidad muy interesante: si bien trata de los grandes temas que estructuran toda su obra como la violencia, el miedo, la paranoia -que rozan con la locura-, hay aquí un tratamiento diferente en la medida en que se legitima de cierto modo esas sensaciones al final con la confirmación de las sospechas y amenazas. ¿Por qué esa diferencia entre el caso del protagonista de Insensatez y el de Moronga o el Erasmo de Un hombre amansado cuya paranoia es total y el narrador nos deja siempre en la duda?
Sí, yo creo que es producto de lo que Roque Dalton llamaba en un verso las “condiciones en que escribo son la clave de mi poesía”: hay que comprender esas condiciones para comprender lo que está diciendo.
Yo empecé a escribir Insensatez en un momento de mi vida en particular en el que yo estaba en México y sobrevivía como periodista. El grupo del que yo formaba parte hasta entonces cayó en el ostracismo, por razones políticas. La mayoría eran mexicanos, y ellos lograron reubicarse en otros medios, y yo no. Tuve que regresar a Guatemala, a buscar trabajo, y me ofreció trabajo el periodista que está ahora preso Rubén Zamora en un periódico del que era director en esa época Juan Luis Font.
Entonces me iba a ir de México, pero a mí me daba mucho miedo regresar a Guatemala. Entonces, mientras estaba en una especie de capilla ardiente esperando a regresar a Guatemala, porque no me habían aprobado del todo lo del empleo pasaron un par de meses, durante los cuales empecé a escribir la novela con una grave ansiedad, en el 2002-2003: estaba contando sucesos de 5 años antes, pero en buena medida la intensidad del personaje y el hecho de que la realidad confirme sus miedos tiene que ver con la intensidad de mi miedo de regresar a trabajar a Guatemala y trabajar en un periódico donde su director necesitaba guardaespaldas y había sido víctima de atentados, prueba de esa animadversión es que ahora le tienen preso.
En esas condiciones me fui a Guatemala ya con un 70% de la novela escrita a mano en una libreta, pero con una gran ansiedad: ese es un cambio respecto a otras condiciones en las que he escrito. Insensatez fue escrita en condiciones de peligro, una aventura peligrosa para sobrevivir, no una aventura por el placer de la aventura. No fue hasta que salí de Guatemala que pude terminar la novela. La terminé con un gran miedo, temía que la historia no encontrara la voz que tenía y que me costara mucho cerrarla. Las condiciones en las que están escritos los libros determinan la intensidad y la visión que puede tener el producto final.
En Insensatez se nota de hecho al nivel estilístico ese pulso nervioso en la frase.
Si, ese pulso nervioso procede precisamente de eso: al convertirme yo en el corrector de estilo, lo que estaba transmitiendo era el miedo. El miedo que yo sentía en México por saber que iba de regreso a Guatemala para trabajar en una empresa que estaba bajo muchísimas amenazas, que sufría atentados perpetrados por las autoridades y los militares. Por eso, las condiciones influyen.
Ha citado a Roque Dalton. ¿Cuáles son los escritores que más le han influenciado en su obra en general y en Insensatez en particular?
En general y en Insensatez en particular sí los hay, por supuesto, pero en particular no se me viene nadie a la mente que yo haya leído. Los escritores a veces somos las personas menos idóneas para saber qué nos influye y a veces no queremos aceptar lo que nos influye. La verdad es que no me viene nadie a la cabeza.
Considero que las influencias se expresan más por libros y acumulaciones. En los libros llegan influencias generales que uno acepta, asume y cree verdaderas que quizás no se vean en específico. En relación a la pregunta yo siempre menciono a Onetti en términos latinoamericanos, a quien me gusta releer -aunque no sé si influye en mi obra-. Lo que le puedo decir es que en primer lugar, soy un lector autodidacta y en segundo lugar, que soy un lector muy caprichoso. A veces me gusta cubrir periodos en el sentido de agarrar una cultura, una lengua, una época y sus escritores en concreto, pero lamentablemente no leo en muchas lenguas. Disfruto la obra de los aforistas, los escritores y las escritoras de cartas del siglo XVIII en Francia, pienso que son fundamentales, pero no sé si influyen en mi obra o no sé hasta dónde al menos. También es muy relevante la literatura alemana de entreguerras, como los griegos a los que siempre vuelvo, como todos los clásicos, sobre todo Sófocles. Es un lugar trillado de la literatura pero me desbloquea y estimula. Lo de la familia Aragón viene de Sófocles por supuesto; es el primero que arma esa coherencia de una obra pequeña a partir de un núcleo. Y esa misma idea del mundo la puede encontrar tanto en Faulkner, García Márquez, Onetti… Creo que es interesante porque es una semilla generatriz desde la que trabajar en varias obras un nuevo mundo. Volviendo a la novela latinoamericana, Onetti, Rulfo, Ramón Ribeyro son autores que me gustan y con los que me identifico. Pero usted sin duda puede ver mejor que yo cuáles son las influencias presentes en mi obra…
En Insensatez me parece que hay algo del modus operandi de Dalton en particular en el poema “La Taberna” de Los Testimonios, donde se graba y reproduce lo que un “yo” poético percibe entre cervezas en una taberna praguense. ¿Diría que se podría comparar, salvando las distancias, con el ejercicio de reproducción justamente de testimonios que hace el narrador en su novela?
La verdad es que nunca lo había pensado. Roque Dalton, en el poema del conversatorio de “La taberna”, aclara que no se hace responsable de las opiniones que se expresan allí. Digamos que se lava las manos pues él estaba al servicio de esa causa que se critica. Eso marca una diferencia en cuanto a la aproximación a los materiales. Ahora, usted se refiere en particular a la estructura. Diría que hay una diferencia de fondo que radica en que nunca sabemos cuál es la voz de Dalton, nunca se puede identificar, aunque el formato del poema cambie de cursiva a itálica o a mayúsculas. Es difícil seguir una voz, es un poema sin eje, larguísimo -y uno de los grandes poemas latinoamericanos-, y una de sus grandes virtudes es que no hay una voz que vaya incorporando los testimonios en el eje principal. En cambio, en el caso de Insensatez si hay una voz que se identifica como personaje central que va hilvanando los testimonios a partir de su lectura, sus miedos, sus vivencias.
Déjeme contarle que, de hecho, los testimonios de la novela son testimonios que yo tenía en mi libreta que tenía cuando fui a cubrir periodísticamente la situación en Guatemala en 1997. No están en ese orden, porque no me interesaba lo factual sino más bien la relación del personaje justamente con su libreta. Así que es verdad que los testimonios aparecen como en el poema de Dalton, ordenados de una forma caprichosa. Pues uno no entiende cuál es el sentido jerárquico alrededor del cual se estructuran las voces en “Taberna”: todas las voces tienen el mismo nivel, se van contrastando, se van intercalando. No es un contrapunto de una o tres voces, no se pueden distinguir. En ese sentido, “Taberna” es un experimento poético de alto nivel, no sé si la comparación es totalmente acertada, porque en Insensatez sí hay una voz eje y otra necesidad.
El narrador en Insensatez queda impresionado con el carácter literario -incluso poético- de los testimonios que cita. Frente a Adorno que decía que sería imposible escribir poesía después de Auschwitz, ¿diría como Agamben que el testimonio puede crear la posibilidad de la poesía?
No soy muy amigo de las frases grandilocuentes sobre lo que se puede o no se puede hacer. Como le dije anteriormente, no soy muy amigo tampoco de la idea de concederle al testimonio un carácter literario. Esto sucede por una circunstancia muy particular; es una reacción cuyo origen conozco pero no puedo controlar su consecuencia.
Cuando comencé a escribir, al final de la guerra y durante el primer periodo de la posguerra durante las dos últimas décadas del siglo XX, el testimonio era el género dominante en esa parte del mundo. Así como el filósofo alemán dijo que no se podía escribir poesía después de Auschwitz, de la misma manera los académicos estadounidenses comprometidos con Cuba, con Nicaragua, decían que ya era imposible escribir literatura de ficción en Latinoamérica porque el testimonio era el nuevo género literario. El testimonio parte de Cuba, desde donde se plantea darle al testimonio la consideración de género literario con novelas testimoniales. Esto se empezó a exportar, y esos libros -como el de Rigoberta Menchú, Omar Cabezas, etc.- , estaban apadrinados por la academia estadounidense como la nueva literatura y la constatación de que la ficción ya no tenía razón de ser. En muchas de mis novelas hay una reacción ante eso. En Insensatez, por ejemplo, los testimonios se leen desde los ojos de alguien que no tiene ningún compromiso. Mi relación con el testimonio es complicada por eso: lo puedo ubicar en su marco mucho más general, y es cierto que hay textos de testimonio con gran calidad literaria, pero no cualquier texto escrito por cualquier político es un género literario. Es difícil determinar cuál lo es y cuál no. Pero, personalmente, en Insensatez como en El arma en el hombre, hay una reacción ante el testimonio que no es contra el testimonio sino contra el uso que se le da, contra el hecho que pensaran haber inventado el testimonio y contra la supuesta muerte de la ficción.
En la primera parte del capítulo 6, el narrador evoca explícitamente el «realismo mágico». ¿Estaría de acuerdo en hablar también de lo que se ha llamado realismo violento o incluso realismo atroz en ese pasaje en particular pero también en toda su obra?
No, porque como escritor soy alérgico a este tipo de encasillamiento. Seguramente en algunas de mis novelas hay elementos que justifiquen eso, si se compara con el realismo mágico, con las novelas de viaje. Ahora bien, si lo ve con absoluta objetividad, en Insensatez la violencia está en el texto que se lee.
Es la misma mediación que hay en El Quijote, que lee novelas de caballería, y eso le enloquece, pero usted no percibe la violencia de esas novelas de caballería. Hay novelas en las que sí hay mucha violencia, como en El baile con serpientes. En esa novela hay escenas duras, pero las otras no se acercan a eso. Moronga se mueve en un ámbito psicológico que casi nadie toca; muchas de mis novelas suceden en la mente de mis personajes. Es el movimiento de su mente que hace percibir esa realidad y nos la hace entender desde allí. Eso supone un reto para mi, crear los movimientos de la realidad que perciben. En Insensatez, se trata de un personaje corriente y su mente reacciona y convulsiona ante los testimonios. Los actos son secundarios porque se crean a partir de la mente. Igual pasa con El Sueño del retorno, Moronga, y El hombre amansado: suceden en la mente del personaje a partir del cual se cuenta.
Es una forma distinta de percibir las obras. Las novelas más violentas son en las que la violencia no se percibe tanto en la mente de los personajes sino en los eventos en sí.