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La pregunta que nos interesa es la más sencilla y esencial: ¿qué está cambiando, básicamente, con el auge de las nuevas tecnologías? Por lo general, tres posturas principales caracterizan la forma en la que respondemos y abordamos el impacto de la tecnología digital: la primera es la fantasía; la segunda, la ideología; la tercera, la crítica. Proponemos una cuarta postura, que es, más o menos, poesía 1.
De la fantasía transhumanista a la crítica anticapitalista: una histerización de los debates tecnológicos
La postura fantasmática corresponde a los tecnoprofetas: se basa en una fe absoluta en las capacidades de la tecnociencia para transformar la vida en la tierra, lo que promete el advenimiento de un mundo posthumano 2 en el que el hombre se libraría definitivamente de las debilidades y desgracias de su condición biológica 3 gracias a los milagros de una «superinteligencia» artificial 4. Esta postura tecno-utópica no tiene ninguna base empírica real (los expertos están de acuerdo en que la «inteligencia» artificial es un término contradictorio, ya que los algoritmos aún son bastante «estúpidos» 5) y nos dice más sobre las cualidades de la cultura occidental 6 (y, en particular, sobre la forma en la que la técnica ha sido considerada, durante siglos, como la encarnación absoluta de la Razón y como el sentido definitivo del Progreso 7) que sobre lo que está en juego en la tecnología. Sin embargo, desempeña un papel importante en nuestro imaginario cultural 8: ha inspirado la mayoría de las grandes historias de ciencia ficción 9, pero también toda la estrategia de mercadotecnia de Silicon Valley, una especie de traducción aguada (y pragmática) de estos grandes delirios tecno-filosóficos: la idea de que la tecnología «cambiará el mundo».
Ésta es la segunda postura, que consiste en considerar la tecnología digital como el motor del cambio social y de todo progreso: como herramienta versátil e increíblemente eficaz, la tecnología sería el instrumento privilegiado del cambio social, de la democratización y del empoderamiento del individuo 11, gracias a la cual podríamos, más y mejor que nunca, racionalizar los procedimientos y mejorar el rendimiento, pero también «unir al mundo entero» (Facebook), «hacer el bien» (Google), «resolver los problemas y hacer el mundo mejor» (Palantir). Esta postura encarna una forma de tecnomilitanismo (o tecnosolucionismo); es de naturaleza ideológica por dos razones: en primer lugar, al supeditar la mejora de la condición humana al progreso tecnológico 12, suscribe una «doctrina del inevitabilismo» 13, que no es otra cosa que una orden de adoptar (y adaptarse) a la tecnología; en segundo lugar, pretende ignorar que, en la economía contemporánea, hacer de la innovación tecnológica el motor del progreso social implica adherirse a una serie de principios «cargados de ideología» 14 (creer, entre otras cosas, en las bondades del libre mercado y de la empresa individual, aceptar una cierta desregulación y tender, en general, a una forma más o menos lograda de sociedad neoliberal) 15.
La postura crítica se levanta, así, contra los discursos de las dos primeras, a las que compara con una forma de «evangelismo tecnológico» 16. Al diseccionar las nuevas prácticas digitales y sus efectos, la postura crítica nos advierte constantemente, contra los posibles abusos de la «vigilancia masiva» para el estado de derecho (contra la insidiosa manipulación de una nueva forma de «gobernanza algorítmica», contra el «nuevo tecnopoder» de los gigantes tecnológicos, contra la maligna mutación del capitalismo 2.0, etcétera) que no debemos tenerles miedo a las nuevas tecnologías digitales. Forma parte de una larga tradición, desde la primera revolución industrial, vincular sistemáticamente la tecnología con sus consecuencias materiales, mostrar la cara oculta del tecnoprogreso. Hoy en día, la postura crítica expone el impacto medioambiental de la industria tecnocientífica 17, las repercusiones socioeconómicas de la transformación digital (la automatización del trabajo, la uberización de la economía, el capitalismo de la vigilancia 18), las consecuencias (geo)políticas derivadas del poder de influencia de los gigantes tecnológicos 19, los peligros de la apropiación de estas tecnologías por parte de los poderes públicos para las libertades individuales 20, también los efectos de la mediación permanente de la tecnología en la formación de la identidad 21, los modos de subjetivación y las relaciones de poder que materializa 22, la hiperindividualización de los estilos de vida 23 y el aislamiento resultante 24, la polarización de la opinión pública, la radicalización de los extremos y la desinformación que promueve 25. Todos sus análisis apuntan a la misma conclusión: demuestran que, a pesar de su función marginalmente emancipadora para el individuo, la tecnología digital refuerza las jerarquías tradicionales de explotación (de los recursos) y de centralización del poder (en beneficio de ciertas grandes empresas y, a veces de ciertos, Estados) mucho más de lo que su alcance para descentralizar abarca 26. Lejos de alterar el orden mundial, se dice que, por el contrario, le sirve, al magnificar la dinámica, tanto buena como mala, de lo que desde hace tiempo se ha identificado como las consecuencias de la globalización 27.
¿Qué cambia cuando todo cambia? Al final, no mucho. La tecnología digital no ha transformado ni la naturaleza ni la condición humana. En cuanto a la sociedad, no ha hecho más que reforzar las relaciones de poder que ya existían, al dotar a las instituciones tradicionales del poder económico y administrativo de herramientas rudas y eficaces.
La transformación digital de la sociedad: una «disrupción» esquiva
Así, una paradoja recorre toda la literatura sobre la tecnología digital y, en particular, su corpus crítico: mientras que la gran mayoría de los textos sugieren explícitamente que estas nuevas tecnologías crean una «ruptura» (en las prácticas económicas y sociales, en la producción de conocimiento y riqueza, etcétera), los efectos de esta ruptura para el orden sociopolítico (en otras palabras, sus «cuestiones políticas») no dejan de ser esquivos. En efecto, mientras se invoca constantemente el carácter supuestamente «inédito» de los efectos de la tecnología (para describir el «fin del individuo» o el «mundo común», para hablar de un «nuevo imperialismo» o de una nueva forma de «colonización digital»), el debate público y académico sobre la regulación de la tecnología sugiere, por el contrario, que no hay nada nuevo bajo el sol de la democracia liberal, diseñada para mantener una negociación permanente con la economía de mercado, para encontrar su propio equilibrio en este incesante juego de ajustes tácticos impuesto por el crecimiento y su eterno motor, el progreso técnico.
Dentro de la postura crítica, esta paradoja es específica de las «lecturas instrumentales» de la tecnología, es decir, los análisis que se centran en cómo se utiliza la tecnología para servir a propósitos de seguridad, económicos o imperialistas y que describen cómo la instrumentalización de las herramientas y técnicas digitales corre el riesgo de aumentar el poder de unos u otros, lo que alteraría el equilibrio democrático al amenazar las libertades fundamentales. Estos análisis observan con facilidad el carácter «inédito» de los nuevos fenómenos digitales, pero siguen aprehendiendo sus consecuencias a través de las cuadrículas de lectura tradicionales de la crítica (mercado frente a democracia, individuo frente a Estado, libertad frente a seguridad, etcétera): no buscan saber qué produce la tecnología en sí misma, sino cómo actualiza (y, muchas veces, desequilibra) las luchas de intereses preexistentes.
La otra cara de la postura crítica consiste en abordar la tecnología digital desde un punto de vista epistemológico. El objeto de estos análisis es precisamente la «ruptura» que produce la tecnología: describen, teorizan y explican cómo las prácticas y herramientas digitales (inteligencia algorítmica, Big Data, redes sociales, entre otros) constituyen una forma radicalmente nueva (o no) de producir conocimiento, gobernar poblaciones, construir la propia identidad, tomar conciencia de uno mismo y, a una escala fundamental, de entender la realidad que nos rodea 28. Abordada a través de su función filosófica, la tecnología se vuelve, finalmente, significativa: a través de ella, se transforman las nociones de yo, tiempo, población 29, realidad 30, verdad, público y privado 31, materialidad 32, hombre y objeto 33, etcétera. Gracias a esta investigación, sabemos cómo cambian las cosas con la transformación digital de la sociedad, y hasta qué punto ya no hacemos (ni entendemos) las cosas de la misma manera. Los efectos de la tecnología se abordan, así, de la misma manera en la que Foucault abordó los efectos del poder: no se trata tanto de quién está a la cabeza de las instituciones centrales y evidentes del poder (político o tecnológico), sino de cómo se organiza todo el orden social. Al considerar la tecnología digital como una práctica social o, mejor, como una «técnica de gubernamentalidad», la teoría crítica la convierte en un revelador: reconoce la capacidad de la tecnología digital para encarnar (¿y transformar?) una forma de «racionalidad gobernante», le atribuye el poder de organizar (¿e instituir?) el orden social. Esto es enorme. Sin embargo, la crítica no llega a sacar conclusiones de sus propios hallazgos: cuando disecciona lo que cambia con la transformación digital de la sociedad (las prácticas, los usos, la cultura e, incluso, el significado de las cosas), duda en seguir el razonamiento y no dice nada sobre lo que cambia. En otras palabras, diagnostica «rupturas» (en los usos, en las prácticas, en el conocimiento y en los modos de producción de conocimiento) pero, luego, opera como si se tratara de un simple cambio de procedimientos, de una reorganización de las operaciones, como si la transformación digital de la sociedad pudiera tener lugar «en igualdad de condiciones», como si la parte inferior pudiera «cambiarlo todo» sin que le pasara nada a la parte superior.
Esta observación hace explícita una discrepancia (tan significativa que se convierte, cada vez más, en una contradicción) entre los diagnósticos realizados sobre la naturaleza de la transformación digital (que «lo cambia todo» y cuyo corpus crítico detalla los innumerables aspectos de las mutaciones sociales, epistemológicas y prácticas que manifiesta) y las cuestiones políticas que se derivan de ella (ya que las soluciones propuestas, es decir, regular democráticamente la tecnología y sus órganos de producción, equivalen a decir que la tecnología cambia muy poco). En resumen, esta literatura (tan rica y densa que es difícil encontrar algo relevante que añadir) se niega categóricamente a vincular sus numerosas observaciones sobre una profunda transformación tecno-cultural a una reflexión «sistémica» sobre los problemas que ésta representa para el futuro de la organización política y social. La frustración resultante es el punto de partida de mi trabajo.
Por lo tanto, nuestro enfoque se basa en tres hipótesis, que también son convicciones. La primera es que, para entender lo que está cambiando con la transformación digital de la sociedad (y, por lo tanto, para entender las apuestas políticas de la tecnología), debemos atrevernos a considerar la radicalidad política de estas «rupturas epistemológicas» y, para ello a su vez, también debemos atrevernos a recordar la contingencia de nuestras instituciones, su inmensa fragilidad, su total dependencia de un imaginario social. Por muy deseable (¿y, por lo tanto, inmutable?) que pueda parecer la democracia liberal (con sus promesas de libertad e igualdad formal entre los ciudadanos, su sustrato humanista y su gran maleabilidad procedimental) está, sin embargo, totalmente condicionada por una forma de acuerdo colectivo tácito e inconsciente, por el que cualquier régimen político sólo existe en la medida en la que esté en sintonía (en el sentido orquestal y armónico del término) con las aspiraciones de a quienes organiza, conforme encarna un cierto «aire de época».
Ésta es la segunda hipótesis: nuestras instituciones políticas están determinadas por (y, por lo tanto, dependen de) una episteme 34, dependen de un orden subyacente, de un «sistema antes que cualquier sistema» 35 que, al promulgar las «reglas inconscientes» de lo que es posible pensar, esperar e imaginar, las hace no sólo concebibles, sino también deseables y legítimas 36. En palabras de Cornelius Castoriadis, es la idea de que una sociedad «se mantiene» porque el imaginario colectivo y anónimo que la instituye le da un sentido, le encuentra una razón de ser 37.
Por último, la tecnología desempeña un papel esencial en la construcción, determinación y eventual transformación de este imaginario colectivo conforme encarna un «objeto abstracto-concreto» 38, es decir, incorpora y (literalmente) hace funcionar las abstracciones teóricas y las hace visibles, concretas y comprensibles. Ésta es la teoría de Bachelard: las «rupturas epistemológicas» se manifiestan a través de las innovaciones tecnológicas porque, al utilizarlas, tomamos conciencia sobre los conocimientos que las produjeron y de los que se derivan de ellas 39. En este sentido, parece no sólo correcto, sino imprescindible cuestionar lo digital por lo que revela sobre nuestra forma de estar en el mundo, o como escribió Norbert Wiener, sobre nuestro «horizonte de sentido».
De ahí que nos parezca que la verdadera cuestión política que está en juego en la tecnología digital, la única cuestión que todavía vale la pena discutir (y la única que no ha sido agotada, casi, por la vasta literatura crítica sobre la tecnología), es la del impacto de la transformación digital en ese sustrato epistémico inconsciente (que llamamos imaginario) que nos permite «mantenernos unidos» y «dar sentido» a nuestra organización sociopolítica.
Para comprender lo que está cambiando con el auge de la tecnología, para entender lo que está en juego a escala política e institucional con esta «gran transformación digital», necesitamos sacar nuestra reflexión de los debates jurídico-políticos sobre la regulación de la industria y despertar, tras el ruido y la furia de la nueva economía y sus escándalos, la radicalidad silenciosa de su potencial transformador sobre el imaginario humano.
Decimos que ésta es la postura «poética» porque busca describir lo que no se ve, decir lo que es verdaderamente político detrás de las observaciones pragmáticas de la nueva economía: la profunda transformación de la psique individual y colectiva, el advenimiento gradual de una nueva forma de estar en el mundo, la emergencia, en otras palabras, de un nuevo imaginario.
Lo digital y la producción del imaginario social
Parece que ésta es la única perspectiva que nos permite entender los intereses políticos de la tecnología de forma productiva. Al abordar la transformación digital como la manifestación concreta del advenimiento de una nueva episteme, queda claro que el reto no es tanto regular una industria y sus actores, sino actualizar la organización política y social para que las instituciones reflejen el nuevo imaginario colectivo y encarnen el nuevo significado que la transformación digital está imprimiendo gradual y silenciosamente en las cosas.
En otras palabras, nos parece ridículo prever las modalidades de una deliberación democrática sobre la dirección del progreso tecnológico para concebir el futuro a través de la regulación de una esfera (la tecnológica) por otra (la política), como si esta última fuera inmune a la influencia de la primera. Creemos, por el contrario, que, para imaginar las instituciones y procedimientos que garantizarán la renovación de la democracia en la era tecnológica, es necesario poder concebir el futuro de la política no contra la tecnología, sino con ella. En otras palabras, no basta con diseñar los procedimientos que permitirán a las instituciones democráticas apropiarse de la cuestión tecnológica; debemos, sobre todo, reflexionar sobre el impacto de lo digital en la validez, la pertinencia, la legitimidad y el sentido mismo de esos principios, de esos postulados teóricos, de esos ideales rectores de la democracia liberal que vemos como inevitables.
Deberíamos, por ejemplo, cuestionar la paradójica relación que tiene lo digital con la noción de libertad. Hoy en día, se nos insta a ello casi todo el tiempo; todas nuestras «relaciones» con el mundo exterior están cartografiadas (es decir, cuantificadas y representadas en datos en la cuadrícula virtual del mundo); una inteligencia estadística cuyo razonamiento no dominamos nos plantea las hipótesis a partir de las cuales concebimos la realidad… Sin embargo, no sólo estamos concientes de todos estos fenómenos y de sus implicaciones 40, sino que los deseamos. No sólo aceptamos la vigilancia, sino que participamos activamente en ella; no toleramos el condicionamiento algorítmico de nuestro comportamiento, sino que lo deseamos y lo fomentamos; y, aunque lo sabemos, seguimos levantándonos por la mañana y sintiéndonos libres… tal vez, incluso, más libres que nunca, si hemos de creer las afirmaciones sobre que la tecnología digital hace al individuo ingobernable, o tiránico, y los recientes trabajos sobre la generación Z 41 o la «gran resignación» 42.
Esta paradoja (el hecho de que deseemos, afirmemos y hagamos gala de una libertad desenfrenada, incluso cuando, a sabiendas y con entusiasmo, entregamos una parte creciente de nuestra conciencia a los automatismos algorítmicos) invita a un escepticismo cauteloso: pero ¿de qué libertad estamos hablando? Esto es precisamente lo que está en juego con la transformación digital: el significado que le damos a la propia palabra; la forma en la que, a fuerza de ver el mundo a través del filtro inexorable de la racionalidad digital, imaginamos una libertad con colores y tonos muy diferentes a esa autonomía teórica, a ese libre albedrío de un individuo aislado, racional e independiente en el que se basan nuestras instituciones políticas.
Esta idea (que la misma palabra puede tener un significado radicalmente diferente en distintas épocas porque incluso los conceptos más fundamentales nunca son fijos, sino que permanecen histórica y socialmente establecidos) no es original. Éste es el argumento central del famoso discurso de Benjamin Constant, De la liberté des Anciens comparée à celle des Modernes (1819): explica que el fracaso moral y político de la Revolución Francesa se debió a la indiferencia de los filósofos (los maestros del pensamiento de los revolucionarios) ante las realidades de su tiempo. Les reprocha haber idealizado las antiguas repúblicas hasta el punto de adoptar sus principios (y, en particular, el concepto de «libertad») «como prejuicios», sin darse cuenta de que ya no eran «adecuados para los tiempos modernos». El error fatal de los arquitectos de la Revolución, señala, fue no haber visto que sus contemporáneos no aspiraban realmente a la libertad democrática tal y como la había definido Aristóteles veintidós siglos antes, fue no haber comprendido que la «independencia individual» (y no la participación en la vida política) era lo que constituía «la primera de las necesidades modernas» y fue haber construido así una República perfectamente anacrónica, condenada a la inconsecuencia (y a la «usurpación jacobina»). Para que la Revolución diera a luz un régimen viable, las asambleas constituyentes habrían tenido que «decidirse a ser modernas» 43 para inventar un régimen capaz de encarnar (institucionalizar) las «necesidades» y «aspiraciones» del siglo, de actualizar los conceptos heredados de los tiempos antiguos de manera que reflejaran el nuevo y profundamente diferente significado que los modernos daban a la palabra «libertad». La revolución revolcó y arrasó con todo y, al hacerlo, reconoció la imposibilidad histórica de mantener un régimen absolutista que ya no tenía ninguna base en cuanto a las creencias y aspiraciones de la época, no supo reconstruir una alternativa lo suficientemente moderna, dejó de lado la traducción institucional de lo más esencial y, más específicamente, a sus contemporáneos: el reconocimiento de una nueva forma de ser (y de ser libre) en el mundo.
Nos parece, precisamente, que, hoy en día, debido a la transformación digital de la sociedad, se está produciendo un cambio similar al que identificó Benjamin Constant: nuestras instituciones todavía funcionan según principios y representaciones (esencialmente, humanistas y liberales) que se parecen cada vez menos a nosotros, que se alejan cada vez más de la forma en la que se replantean las cosas en la era digital. En otras palabras, ya no vivimos bajo las mismas estrellas que la democracia liberal que nos sigue organizando. La mediación permanente de la tecnología, cuya racionalidad adoptamos inconscientemente, hace que vayamos perdiendo de vista estas dos ideas fundadoras (estos dos ideales, estas premisas) de la libertad individual y la indeterminación y, con ellas, vamos perdiendo la brújula -y, por lo tanto, el sentido- del mundo común. Entonces, si no nos esforzamos por comprender cómo la creciente digitalización de las experiencias y existencias humanas transforma las aspiraciones y las representaciones colectivas y políticas, corremos el riesgo de concebir una democracia tecnológica tan anacrónica y mal adaptada a sus contemporáneos como lo fue la democracia jacobina de la Revolución.
Aunque esta postura puede parecer radical, en realidad, está mucho más matizada que la mayoría de las críticas a la tecnología de hoy. En este caso, no creemos que la gobernanza algorítmica (instrumentalizada o no por los intereses económicos del capitalismo de la vigilancia) conduzca a la desaparición, extinción y reducción del libre albedrío y la autonomía del individuo. Por otro lado, consideramos que la transformación digital, al insertar en todas partes la racionalidad de la tecnología como «modo de funcionamiento por defecto», ha normalizado una representación del hombre y su relación con el mundo en la que el «punto de referencia», el punto de partida teórico, no es el de un individuo monádico, independiente y autónomo, sino el de un organismo profundamente dependiente de su entorno y cuya «identidad» depende más de sus «relaciones» que de su «vida interior». En resumen, simplemente constatamos que la libertad del individuo (en el sentido filosófico y políticamente liberal del término) ya no constituye un punto de anclaje fundamental, que ya no es, a los ojos de la racionalidad numérica, un postulado teórico esencial (y, menos aún, un valor moral).
En consecuencia, la distinción fundamental entre lo público y lo privado se vuelve obsoleta: al cartografiar el mundo a través de la representación de las relaciones que tienen lugar en él (y no de las entidades que lo habitan), la racionalidad digital no puede tolerar ningún santuario, y menos aquel tan liberal de la «esfera privada» 44. Para producir un conocimiento objetivo, para ser eficaz en su funcionamiento, para ser «racional», la tecnología digital necesita considerar los «intercambios», las «relaciones» entre entidades en su totalidad. Una vez más, no debemos deducir que la «privacidad» ya no existe, a diferencia de lo que dice Mark Zuckerberg, quien defendió Facebook argumentando que «la privacidad ya no es un valor social hoy en día» 45. Aunque todos los metadatos de nuestros intercambios sean procesados por algoritmos, aunque Google Home registre las conversaciones que tienen lugar en nuestras cocinas, nadie tiene, hoy, la sensación de vivir bajo la mirada intrusa de un espía omnipresente; nadie está obligado a renunciar a su cuota de secretismo. Éste fue el argumento de Barack Obama para tranquilizar al público tras las revelaciones de Edward Snowden: «Nadie lee los mensajes que le envías a tu marido», dijo. La tecnología digital ha propiciado claramente una nueva forma de autocensura: «controlamos» lo que publicamos en las redes; estamos concientes de la permanencia de nuestras huellas digitales y establecemos nuevas estrategias de exposición y autorrepresentación que reflejan una forma reflexiva de subjetivación. De hecho, las redes sociales y la «cultura» de la vigilancia han contribuido a redefinir las nociones de lo íntimo y lo privado (éste es el argumento de Mark Zuckerberg, el famoso lugar común según el cual hoy publicamos sin complejos lo que nuestras abuelas no se habrían atrevido a confiar en sus diarios); pero todo esto no tiene nada que ver, ni en la teoría ni en la práctica, con «La vida de los otros» 46. La vigilancia que se deriva de la racionalidad del mundo digital no es (y nunca lo es), en sí misma, una «técnica disciplinaria»: no constriñe, ni consciente ni inconscientemente, a aquellos cuyos datos se recopilan. Sin embargo, supone una transformación radical en el orden de las cosas y, sobre todo, en el orden de nuestras representaciones, ya que elimina la idea de una separación necesaria e inviolable entre lo público y lo privado.
La tecnología digital no niega el libre albedrío, no se opone a la autonomía del individuo, no viola su privacidad: simplemente, no le importa. Estos postulados fundamentales e inviolables sobre los que descansa la democracia liberal (el individualismo y la separación de lo público y lo privado), la racionalidad digital los ignora en lugar de contradecirlos, por la única razón de que se basa en ideas y representaciones diferentes -y, en cierto modo, competitivas-.
Hoy en día, la velocidad y la escala de la transformación digital difunden y encarnan esta nueva racionalidad (con sus postulados, sus formas de representar al hombre y al mundo, las relaciones sociales y el orden de las cosas) allí, donde penetra: cada vez que hay una actividad humana de por medio, «da cuerpo» a esta otra idea del hombre y su libertad. Provoca, definitivamente, un cambio de perspectiva (un desplazamiento, un giro) y esto es suficiente para generar, por utilizar la expresión de Marshall McLuhan, un trastorno «cataclísmico» en el imaginario colectivo.
Notas al pie
- Este artículo sintetiza la tesis desarrollada en nuestro ensayo Dé-coder : une contre-histoire du numérique (Bouquins, 2022).
- Hayles, N. Katherine. How We Became Posthuman: Virtual Bodies in Cybernetics, Literature, and Informatics. 1st edition. Chicago, Ill: University of Chicago Press, 1999. 364 p.
- Kurzweil, Ray. The Singularity Is Near: When Humans Transcend Biology. New York: Penguin Books, 2006. 672 p.
- Bostrom, Nick. Superintelligence : Paths, Dangers, Strategies. Reprint edition. Oxford, United Kingdom ; New York, NY : OUP Oxford, 2016. 432 p.
- Crawford, Kate. Atlas of Ai : Power, Politics, and the Planetary Costs of Artificial Intelligence. New Haven : Yale University Press, 2021. 336 p. ; Koenig, Gaspard. La fin de l’individu : Voyage d’un philosophe au pays de l’intelligence artificielle. Paris : L’observatoire, 2019. 400 p.
- Golumbia, David. The Cultural Logic of Computation. Cambridge, Mass : Harvard University Press, 2009. 272 p.
- Saul, John Ralston. Voltaire’s Bastards : The Dictatorship of Reason in the West. Reprint. Simon & Schuster, 2013. 656 p.
- Gilder, George. Telecosm : How Infinite Bandwidth Will Revolutionize Our World. Revised ed. Free Press, 2000. 372 p. ; Heidegger, Martin. Essais et Conférences. Paris : Gallimard, 1980. 349 p.
- Gibson, William. Neuromancer. 1er édition. Gateway, 2016. 321 p.
- Negroponte, Nicholas. Being Digital. First Edition, First Printing. New York, NY : Vintage, 1996. 272 p. 10Negroponte, Nicholas. Being Digital. First Edition, First Printing. New York, NY : Vintage, 1996. 272 p.
- El positivismo técnico no es nuevo porque ya aparece en la filosofía de Marx. En Le capital, la técnica no es sólo una razón de ser, sino una «razón operativa», una materialización de la «naturaleza científica» del hombre y una «revelación exótica de las fuerzas del ser humano». Marx no se refiere en ningún momento a la técnica, a la que considera irreprochable, sino sólo a su apropiación por parte de la clase burguesa. Marx, Karl. Capital: Volume I. New Ed édition. Penguin, 2004. 1134 p.
- Zuboff, Shoshana. The Age of Surveillance Capitalism: The Fight for a Human Future at the New Frontier of Power. Main edition. Profile Books, 2019. 705 p.
- Por ejemplo: Mumford, Lewis. Myth of the Machine. London: Martin Secker & Warburg Ltd, 1967. 352 p.; Mumford, Lewis. Technique et civilisation. Illustrated édition. Marseille: PARENTHESES, 2016. 480 p.; Polanyi, Karl. La Grande Transformation: Aux origines politiques et économiques de notre temps. Paris: Gallimard, 2009. 476 p.; Winner, Langdon. « Do Artifacts Have Politics? », Daedalus. 1980, vol. 109 no 1. p. 121-136.
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- Así, la postura crítica nos muestra que, detrás de la retórica tecno-optimista de la innovación y de los métodos disruptivos del ecosistema digital, la «desmaterialización» de los servicios y la «racionalización» de los procesos se inscriben, en realidad, en una lógica neoliberal bien conocida, que llevaría al desmantelamiento y a la progresiva desvinculación del Estado. Véase, por ejemplo, Filippova, Diana. Technopouvoir : Dépolitiser pour mieux régner. Paris: Les Liens Qui Libèrent, 2019. 288 p.; Golumbia, David. The Politics of Bitcoin: Software as Right-Wing Extremism. Primera edición. Minneapolis: University of Minnesota Press, 2016. 100 p.; Rockhill, Gabriel et Pierre-Antoine Chardel. Technologies de contrôle dans la mondialisation : enjeux politiques, éthiques et esthétiques. Kimé, 2009.; Zuboff, Shoshana. The Age of Surveillance Capitalism. Op. cit.
- Ingvarsson, Jonas. Towards a Digital Epistemology : Aesthetics and Modes of Thought in Early Modernity and the Present Age. Palgrave Macmillan, 2020. 182 p. ; Lankshear, Colin. « The Challenge of Digital Epistemologies », Education, Communication & Information. 1 juillet 2003, vol.3. p. 167-186. ; Liu, Alan. « Theses on the Epistemology of the Digital : Advice For the Cambridge Centre for Digital Knowledge ». Cambridge University, 2014.
- Halpern, Orit, Patrick Jagoda, Jeffrey West Kirkwood, et al. « Surplus Data ». Op. cit.
- Galloway, Alexander R. « Golden Age of Analog », Critical Inquiry. janvier 2022, vol.48 no 2. p. 211-232.
- Rouvroy, Antoinette et Thomas Berns. « Gouvernementalité algorithmique et perspectives d’émancipation. Le disparate comme condition d’individuation par la relation ? », Réseaux. 2013, vol.177 no 1. p. 163-196.
- Barad, Karen. Meeting the Universe Halfway : Quantum Physics and the Entanglement of Matter And Meaning. Durham : Duke University Press, 2007. 544 p.
- También incluimos toda la literatura que cuestiona la naturaleza de los artefactos y la materialidad en general y que propone, por ejemplo, no considerar los objetos (y, en especial, los objetos tecnológicos) como receptáculos de la voluntad humana, sino hipotetizar una «agencia» propia del artefacto. Véase, por ejemplo, Hekman, Susan. « We have never been postmodern: Latour, Foucault and the material of knowledge », Contemporary Political Theory. 1.° de noviembre de 2009, vol. 8. p. 435‑454. Turkle, Sherry (ed.). Evocative Objects: Things We Think With. Reprint edition. Cambridge, Mass: The MIT Press, 2011. 396 p.
- « Dans une culture et à un moment donné, il n’y a jamais qu’une épistémè, qui définit les conditions de possibilité de tout savoir », ver p.179 en: Foucault, Michel. Les Mots et les Choses : Une Archéologie des Sciences Humaines. Paris : Gallimard, 1990.
- Ver « Entretien avec Madeleine Chapsal » dans Foucault, Michel. Dits et Ecrits, tome 1 : 1954-1975. Paris : Editions Gallimard, 2013. 1700 p.
- Sin embargo, Foucault no deja de recordarnos que estas reglas tienen sus «propias leyes de transformación», cambian con el tiempo; y se ha esforzado por mostrar, en L’histoire de la folie, Les mots et les choses, luego, en L’archéologie du savoir, cómo se ha pasado de una episteme a otra.
- Castoriadis, Cornelius. L’institution imaginaire de la société. Paris : Seuil, 1999. 540 p.
- Bachelard, Gaston. Le rationalisme appliqué. Paris: PUF, 2004. 224 p. Véase, en particular, la página 105: «En todas las técnicas antiguas, para encender, hay que quemar un material. En la lámpara de Edison, el arte técnico consiste en evitar que un material se queme. La técnica antigua es una técnica de quema. La nueva técnica es una técnica sin combustión […]. Por lo tanto, podemos decir que la bombilla es un objeto del pensamiento científico. Como tal, para nosotros, es un ejemplo sencillo, pero claro, de objeto abstracto-concreto. Para entender cómo funciona, debemos hacer un desvío que nos lleve a un estudio de las relaciones entre fenómenos, es decir, a una ciencia racional, expresada algebraicamente».
- Balibar, Étienne. « 1 – Le concept de « coupure épistémologique » de Gaston Bachelard à Louis Althusser. », Armillaire. 1991. p. 9-57.
- Estamos perfectamente conscientes de ello, ya que hemos llegado a descargar aplicaciones (como Opal) que nos permiten «desconectarnos» de estos estímulos digitales permanentes.
- Dorsey, Jason R. y Denise Villa. Zconomy : How Gen Z Will Change the Future of Business―and What to Do About It. Illustrated edition. New York, NY : Harper Business, 2020. 288 p. ; Kaplan, Elaine Bell. « The Millennial/Gen Z Leftists Are Emerging : Are Sociologists Ready for Them ? », Sociological Perspectives. 1 juin 2020, vol.63 no 3. p. 408-427.
- Fuller, Joseph et William Kerr. « The Great Resignation Didn’t Start with the Pandemic », Harvard Business Review. 23 mars 2022. 23 mars 2022.
- La fórmula es de Marcel Gauchet en su prefacio a los Écrits de Benjamin Constant.
- Para Valérie Charolles, muy por encima del Big Data, están los propios artefactos y, en particular, la omnipresencia de las pantallas y su mediación, lo que hace obsoleta la distinción entre lo público y lo privado. Véase: «Hay, en particular, dos cuestiones esenciales sobre las que la modernidad ha dado respuestas casi definitivas, podríamos decir, en términos de principios al menos: la regulación de la esfera del mercado y la distinción entre el espacio público y el privado. En estos dos puntos, la llegada de una civilización de pantallas es tan importante que cuestiona lo que se pensaba antes». Charolles, Valérie. Philosophie de l’écran.
- Johnson, Bobbie et Las Vegas. « Privacy no longer a social norm, says Facebook founder ».
- La película de Florian Henckel von Donnersmarck sobre la vigilancia masiva y la Stasi en Alemania del Este.