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El trabajo colectivo L’Afrique et le monde : histoires renouées, dirigido por François-Xavier Fauvelle y Anne Lafont, se publica hoy en francés en La Découverte.
La historia de África, como la de cualquier otra región del mundo, plantea al historiador cuestiones fundamentales sobre su espacio-tiempo al estudiarla. Esto es cierto, en especial, en el caso de África, pues se trata de estudiar una región cuyas delimitaciones, al igual que su nombre, son exógenas, es decir, fueron establecidas a partir de la voz de otras regiones del mundo y por personas no africanas, extranjeras. ¿Aún es operativo el concepto de África y qué contornos le asigna usted a esta región?
Al igual que todo cronónimo es anacrónico, todo topónimo es “anatópico”. Esto es obvio cuando se trata del nombre de una época: por definición, siempre se da después del periodo en cuestión, cuando la experiencia o la voluntad de cambiar de periodo hace que el anterior destaque como un montículo geológico. No hay Antiguo Régimen hasta que entramos a la Revolución; no hay Edad Media hasta que decidimos que queríamos pasar a otra cosa llamada Renacimiento; no hay Treinta Años Gloriosos hasta que estamos seguros de que no habrá cuarenta. Por lo tanto, los nativos de la época en cuestión nunca le dan un nombre tal cual. De la misma manera, el nombre de un espacio siempre se da desde afuera o, al menos, desde arriba con respecto a las sociedades que abarca. El caso de África no es nada excepcional: Europa, América, Australia son nombres que no tienen nada de europeo, americano ni australiano. Sin embargo, lo interesante con el nombre “África” es que originalmente era un nombre africano, que designaba una sociedad africana en lo que hoy es Túnez y que designó después la provincia romana de África y, luego, la Ifriqiya árabe. Por lo tanto, este nombre tiene una larga historia de reapropiaciones, extensiones y competencias con otros nombres. En la Edad Media y en la modernidad, también se hablaba de Alta Etiopía, Etiopía posterior o Guinea para designar regiones muy extensas de África que no tienen nada que ver con los países que hoy llevan estos nombres. Entonces, el topónimo “África” pasó a aplicarse para todo el continente al final de una historia que corresponde a la formación de una noción en la geografía mental del mundo moderno y en la geografía política y la identidad del mundo contemporáneo. ¿Es una desventaja para los historiadores utilizar un nombre anatópico? No: al estudiar la historia, es necesario utilizar categorías analíticas externas a las sociedades del pasado; es, incluso, la condición de su inteligibilidad. Sin embargo, debe hacerse sin naturalizarlos, neutralizándolos exactamente como lo hacemos con el nombre de una época.
Utilizar el concepto de África no es sólo utilizar un nombre, sino una idea que postula una coherencia entre los espacios agrupados bajo este topónimo también. ¿Cuál es la unidad del espacio africano? ¿África es una o muchas?
Es ambas cosas y es necesario abordarlas. Hay quienes quieren que África sea una, quieren decir: “Africa is a country”; y, así, quieren promoverla como una entidad existente y legítima. Ésta es una afirmación frecuente dentro de la diáspora afrodescendiente en todo el mundo, especialmente en Estados Unidos, donde el término África tiene una fuerte resonancia en la gramática de la identidad estadounidense. También existe un claro sentimiento panafricano que, como en Europa, desea la unidad. Sin embargo, por el contrario, algunos quieren decir: “África no es un país”. Y también tienen razón: África es 54 países. Incluso más allá de la multiplicidad política, es una diversidad muy grande de sociedades, formas culturales, lenguas (se hablan más de 2500 lenguas en África), formaciones políticas, de tipos de interacción entre sociedades. Por lo tanto, ambas afirmaciones son verdaderas al mismo tiempo. Y son problemáticas también. Promover una “africanidad” homogénea es negar las identidades nacionales o locales, ceder a lo que Joseph Tonda llama una “afrodistopía” (Afrodystopie : la vie dans le rêve d’autrui, Karthala, 2022). Sin embargo, por el contrario, hablar sólo de diversidad es defender una fragmentación étnica que fue el ideal de gobierno bajo el colonialismo y el apartheid y que aún es el principio organizador de los museos de arte africano. Entonces, tenemos que pintar una línea entre distopía intelectual y vértigo sentimental. África es singularidad y pluralidad a la vez y esta pluralidad de sociedades africanas es, en ciertos aspectos, la singularidad de África. No podemos dejar de cuestionar esta diversidad, que es producto de la historia y que, como he escrito (Penser l’histoire de l’Afrique, CNRS Editions, 2022), debería ser “digna de reflexión” para cualquier historiador, sea cual sea su sociedad preferida.
Cuando pensamos en la pluralidad africana, la primera gran división que nos viene a la mente es la que existe entre lo que antes se llamaba África “blanca” y África “negra” o entre lo que hoy se llamaría África del Norte y África Subsahariana. ¿Esta división sí es una división?
Sí es una división, un quiasmo extremadamente profundo, que es principalmente ambiental: el Sahara es un hecho geográfico. Sin embargo, eso no significa que esta geografía no tenga una historia, que es, al mismo tiempo, la historia de los entornos, la historia de las interacciones entre las sociedades y estos entornos, la historia de las percepciones de estos entornos por parte de las sociedades que se transforman, a su vez, por su relación con estos entornos. Éste es un tema en el que estoy trabajando actualmente en mi seminario del Collège de France sobre la prehistoria y la historia del Sahara. Esta vasta región de África, que va del Atlántico al Mar Rojo, atravesada únicamente por el cordón verde del Nilo, no debe considerarse como un espacio negativo entre dos Áfricas, sino como una región motriz e integradora, habitada y practicada por sociedades que construyen relaciones transaharianas. Sin embargo, ¡la idea del Sahara como quiasma es una idea que también tiene su historia! Se trata de una idea educada desde un punto de vista nórdico: primero, un punto de vista árabe-céntrico, el de los comerciantes que, desde los inicios del Islam, cruzaron el Sahara para encontrarse con las ciudades, las formaciones políticas y los socios comerciales del Sahel; luego, a partir del siglo XV, un punto de vista europeo, el de los viajeros portugueses, italianos y otros, que vivieron la larguísima navegación a lo largo de la costa sahariana como una transición lenta y dolorosa entre una África blanca y una África negra. Y, por último, está la experiencia, en gran parte romántica, de los oficiales saharauis de la época colonial que se especializaron en descubrir y describir este entorno. En el transcurso de esta larga historia del Sahara como calvario, se ha producido una construcción de este espacio como territorio de separación entre dos Áfricas, entre dos estados de civilización, entre dos etapas evolutivas, entre dos “razas”. Debemos deconstruir constantemente esta construcción porque la realidad histórica no es la de una separación, sino la de un espacio en el que y alrededor del cual se produce una conversación cultural entre diferentes sociedades, por ejemplo, en el plano religioso con el fenómeno de la islamización que se produjo en y a través del Sahara ya en los siglos VIII, IX, X y XI. Las gente, las ideas y los libros cruzan el desierto en ambas direcciones y dan cuerpo a esta idea de conversación, que también puede verse en la arquitectura o en el código utilizado para escribir lenguas distintas del árabe al sur del Sahara. Por eso, creo que es más interesante pensar en la historia del Sahara como la de una conversación intercultural a largo plazo que como la historia fija de un quiasma entre una África blanca y una África negra.
En esta concepción del Sahara como una sinapsis donde conversan las culturas, ¿qué lugar debe ocupar el Islam? Al penetrar en África, ¿ha capturado, por decirlo así. el Islam ciertas regiones africanas para absorberlas en el Dar al-Islam o, por el contrario, se ha africanizado a sí mismo? ¿Qué le ha hecho el Islam a África y qué le ha hecho África al Islam?
La conversación cultural transahariana de la que hablo fue, en su mayor parte, pacífica. Hay que recordar que las sociedades del sur del Sahara nunca han sido sometidas militarmente por potencias musulmanas externas, y mucho menos colonizadas, salvo muy ocasionalmente y muy tarde, como es el caso, por ejemplo, de Nubia (actual Sudán), que era antiguamente cristiana, en el siglo XV, o del Boucle du fleuve Niger (de Timbuctú a Gao) en el siglo XVII. Por lo tanto, salvo por pocas excepciones, en todas partes, desde Mauritania y Senegal hasta Niger, desde Nigeria hasta Chad, desde Somalia hasta Tanzania, el Islam fue adoptado voluntariamente por los hombres y mujeres africanos; en primer lugar, sobre todo, por los miembros de las élites políticas y las clases sociales comerciales y urbanas. Esto se puede ver muy claramente en la documentación árabe escrita y en la arqueológica: ya en los siglos X y XI , por ejemplo, hubo numerosas conversiones al Islam entre las familias reales de todas las regiones del Sahel. Y, como tal, no hubo limitaciones: no había ejércitos árabes que cruzaran el Sahara. Dije que el Islam había sido adoptado, pero “adoptado” significa “adaptado”; y, de hecho, el Islam se convirtió muy rápidamente en una religión tradicional en África, al igual que el cristianismo en Eritrea, Etiopía (donde está oficialmente establecido desde el siglo IV) o Nubia (donde los reinos cristianos surgieron en el siglo VI). Durante siglos, al sur del Sahara, el Islam se codeó con otras religiones, que a veces se denominan “tradicionales” para marcar su diferencia del Islam o el cristianismo, y no lo son. Son verdaderas religiones, aunque no tengan necesariamente un panteón rígido; tienen divinidades soberanas y deidades locales, tienen cultos a ancestros, genios y héroes. Y aceptan dar cabida a innovaciones religiosas como el Islam. El Islam ha sido, durante mucho tiempo, minoritario dentro de las sociedades en cuestión: era sin duda minoritario en el reino de Ghana (actuales Mauritania y Malí) en los siglos XI y XII , como lo era en el reino de Mali (actuales Malí, Guinea, Senegal) en los siglos XIII y XIV. El Islam siguió siendo minoritario hasta los grandes movimientos reformistas de los siglos XVIII y XIX, que representaron el momento del cambio masivo hacia un Islam popular en estas regiones de África.
Entonces, para responder a su pregunta: sí, el Islam se ha africanizado en el África subsahariana y sí, las élites sahelianas han participado plenamente en la conversación global con el Dar al-Islam. Así, ¿debemos referirnos a estas sociedades medievales como islámicas o como africanas? Es una cuestión divisiva. Según se responda que los mahilianos del siglo XIV o los suahilis del siglo XV eran totalmente africanos o que eran musulmanes como los demás, se ganan puntos con algunos historiadores o se pierden con otros. Sin embargo, hay algo más grave que estos problemas de posicionamiento historiográfico y político: se pierden aspectos de la realidad pasada. Por mi parte, elijo la incómoda posición de pensar en la dualidad de la pertenencia. Creo que sería un error designar a estas sociedades como estrictamente islámicas, aunque sólo sea porque, en la Edad Media, una gran proporción de los habitantes de estas sociedades no eran musulmanes. Y sería un error igual de grave designar a estas sociedades como exclusivamente africanas porque sería pasar por alto el hecho de que una parte importante de las élites de estas sociedades transformaron entonces no sólo su religión, sino también su lengua, sus gustos e incluso sus genealogías, y asumieron tener raíces fuera de África. Lo que tiene sentido en muchas partes de África en la Edad Media es la dualidad: la dualidad de las ciudades, de las identidades, de las expresiones culturales, de ciertas clases sociales e individuos que se sitúan en la interfaz entre su sociedad, de la que son miembros de pleno derecho, y un mundo extranjero y lejano, del que también forman parte. Para comprenderlo, hay que fijarse en lo que ocurría en la corte de los Mali en el siglo XIV: la alternancia de la religión de las máscaras en la plaza pública y del culto musulmán en la mezquita, que destaqué en mi curso, que se publicará próximamente, (Les masques et la mosquée, CNRS Éditions). Esta alternancia era una forma de escenificar la copresencia religiosa, la coimportancia de estas dos religiones y el hecho de que el rey es a la vez sultán (dignidad islámica) y mansa (dignidad tradicional): tiene dos legitimidades que mantiene juntas. Por ello, más que ver a las sociedades africanas medievales del Sahel o de la costa swahili desde una perspectiva estrictamente islámica o africana, es mucho más interesante, en mi opinión, pensar en la copresencia de estas formas religiosas, en la biparticipación de estas sociedades en dos registros culturales, en dos profundidades geográficas diferentes. Hablaba de la incomodidad del historiador que se encuentra ante tal fenómeno, pero, en realidad, esta incomodidad no es más que la forma más respetuosa de entender lo que fue la incomodidad de los grupos sociales que observamos en el pasado.
Al igual que la irrupción del Islam hizo posible esta conversación entre el mundo africano y el Oriente del que procedía esta religión, la irrupción de los europeos la abrió posteriormente a Occidente a través del comercio de esclavos del Atlántico. Esto contribuyó a inscribir a África en otra geografía, la de la “negritud” o el “Atlántico negro”. Otro desbordamiento, por lo tanto, hacia América y el Caribe, que nos invita a ver la africanidad ya no en términos del Dar al-Islam, sino de un mundo negro transatlántico del que sería la cuna, pero ya no el único componente.
En un sentido más amplio, esto plantea la cuestión del lugar de África en la Modernidad, es decir, la forma muy particular de globalidad que se estableció a partir de finales del siglo XV y el papel de los africanos en la formación de esta modernidad, un papel que se podría considerar pasivo si uno se centra exclusivamente en la trata transatlántica de esclavos y si uno sólo tiene en mente una visión abstracta y estadística de la misma. No obstante, éste no es el caso. En todas las escalas, desde el individuo reducido a la condición de esclavo hasta las sociedades africanas en África y las comunidades esclavas o libres en América, hay una agentividad histórica que se observa en la circulación de plantas alimenticias, gustos de vestimenta e ideas revolucionarias, por poner algunos ejemplos. Por lo tanto, está claro que la formación de una diáspora negra panatlántica como resultado de la trata de esclavos es un fenómeno que forma parte de la globalización moderna. Sin embargo, la participación de los hombres y mujeres negros en la Modernidad va mucho más allá: las formas industriales de deportación de esclavos, la economía de plantación como prototipo de la economía capitalista, la mercantilización del cuerpo negro como paradigma de la economía de los últimos tres siglos son rasgos típicos de la Modernidad. Por lo tanto, es esencial, una vez más, pensar en la Modernidad en compañía de África y pensar en la relación con África de la diáspora afrodescendiente, en particular los fenómenos de identidades y memorias. Estos diferentes aspectos son el objeto del libro colectivo L’Afrique et le monde : histoires renouées que edité con Anne Lafont (La Découverte, 2022). En este libro, una docena de destacados investigadores intentan considerar, a diferentes escalas cronológicas y geográficas, la copresencia de las historias de África y del mundo y, en particular, el fenómeno crucial de la formación del Atlántico negro.
Además de los problemas espaciales que acabamos de comentar, el historiador de África se enfrenta a problemas cronológicos. En particular, se plantea la cuestión de la periodización: ¿debe forjarse una periodización específica para este continente o podemos aplicar periodizaciones forjadas por y para otras regiones del mundo? ¿No se corre el riesgo de caer en el occidentalismo cuando se habla, como dijo usted, de la “Edad Media” africana?
Algunas personas reaccionan bastante cuando oyen hablar por primera vez de la Edad Media africana. Lo interesante es que estas reacciones provienen de distintos lados: de los nacionalistas de los países africanos, que consideran que no es necesaria la noción “importada” de la Edad Media o bien de los nacionalistas de Francia u otros países europeos o, incluso, de los supremacistas norteamericanos, que no aceptan la “exportación” de esta noción a otras partes del mundo. Comprendo esta sensibilidad, pero creo que no debemos dejar que eso nos impresione: no hay propiedad intelectual sobre un cronónimo, sobre todo si la pretensión de propiedad intelectual nos impide pensar en las diferentes geografías del pasado. Acabo de hablar de esto con relación a la Modernidad. Yo diría lo mismo de la Edad Media. La única pregunta útil es ésta: ¿es útil hablar de una Edad Media africana? Mi respuesta es sí, mejor dicho (porque así lo plantearía hoy): es útil pensar en una Edad Media global en la que participaron las sociedades africanas. Hacerlo es provincializar la Europa medieval dentro de un mundo “euro-asi-africano” formado por múltiples provincias. Y esto es, quizás, lo que les molesta a los nacionalistas de todos los bandos. Más que eso: resemantiza la Edad Media al desculturalizarla. La Edad Media ya no es una civilización feudal localizada en el Occidente latino, sino un sistema de intercambios y articulaciones entre diferentes sociedades, clases, grupos e individuos que participan en ella en distintos grados. A partir de ahí, la Edad Media global se convierte, a la vez, en un periodo, desde el siglo VII hasta el XV, en una geografía, el Viejo Mundo, y en un cierto régimen de conectividad diferente al de la Modernidad.
Usted hizo una rica obra colectiva dedicada al “África antigua” que abarca desde el 20000 a.C. hasta el siglo XVII. ¿En qué sentido fue el siglo XVII un punto de inflexión en la historia de África?
Al concebir este libro (L’Afrique ancienne, de l’Acacus au Zimbabwe, Belin, 2018) y elaborar el índice, me aboqué efectivamente a buscar la cesura cronológica “adecuada” para limitar una aproximación histórica al conjunto de África. No quise detenerme en el fin de la Edad Media, es decir, en torno al siglo XV, lo que habría sido posible, pero habría dejado de lado formaciones políticas importantes como el reino Songhay o el reino del Congo. Si hubiera querido integrar estas formaciones políticas y, en un sentido más amplio, los efectos de la Modernidad en África, tendría que haber hecho retroceder el cursor unos dos siglos, sin llegar a un periodo, a los siglos XVIII y XIX, en el que la documentación de la que disponían los historiadores cambió radicalmente por la nueva abundancia de las fuentes escritas. La ruptura del siglo XVII es, pues, el resultado de un arbitraje, no del todo justificado en todas partes, pero que obliga a prestar atención a los documentos escritos más raros y obliga a integrar en el relato la documentación arqueológica que no sea meramente decorativa. Además, la mayoría de los autores de este libro son arqueólogos.
Sin embargo, su pregunta plantea un problema más amplio: si es difícil, y ciertamente más difícil que en otros lugares, identificar sincronicidades a escala de toda África, se debe a que las sociedades africanas no han seguido las trayectorias evolutivas que reconocemos en otros lugares. No evolucionaron todos juntos a través de las mismas “cajas” cronoculturales: Paleolítico, Neolítico, Edad de los Metales, etcétera. Las sociedades africanas han experimentado todas estas innovaciones, pero han multiplicado sus trayectorias sociales, políticas, técnicas y económicas con efectos espectaculares: los cazadores-recolectores y los nómadas del neolítico siempre han seguido cohabitando con los estados centralizados. Esto se puede ver muy claramente en el reino de Axum (en las actuales Eritrea y Etiopía) o en el imperio medieval de Mali, formaciones políticas muy jerarquizadas y celosas de su hegemonía política, pero cuyos territorios eran porosos para los grupos nómadas de pastores. Del mismo modo, debemos pensar en las sociedades de cazadores-recolectores de África, por ejemplo, las llamadas sociedades Pigmeas de África Central o los San de los alrededores del Kalahari en el sur de África, no como reliquias de la prehistoria, sino como nuestros contemporáneos. Esta diversidad hace imposible clasificar la prehistoria y la historia de las sociedades africanas bajo categorías cronoculturales únicas. Por ejemplo, no se puede decir que, en un momento dado, en toda África, estemos en el Neolítico (algo que sí se puede decir en Eurasia). Lo que sí podemos decir es que algunas sociedades en África recibieron un “paquete” Neolítico hace diez mil años y, en los milenios siguientes, algunas lo recibieron y lo ordenaron selectivamente, manteniendo, por ejemplo, las vacas y eliminando el resto (otros animales, plantas cultivadas), otras se apropiaron de la idea del Neolítico y lo replicaron de otra manera (domesticando nuevas plantas), otras no se preocuparon por ello e hicieron algo totalmente distinto. Unos milenios más tarde, por ejemplo, en la Edad Media, no todas las sociedades africanas estaban bajo el dominio de grandes reinos territoriales que colindaban entre sí porque en todas partes siguen existiendo sociedades tradicionales: nómadas y cazadores-recolectores y también sociedades aldeanas y agrícolas débilmente centralizadas, que constituyen zonas interiores productoras de grano y hierro, zonas de amortiguación entre reinos y, a veces, zonas de depredación de esclavos. En resumen, no podemos encajar toda África en las mismas categorías cronoculturales más o menos sincrónicas como lo hacemos con la historia de Europa. Sin embargo, insisto, esta diversidad económica, que presupone múltiples formas de interacción entre las sociedades, y la increíble heterogeneidad cultural de África, resultado de un larguísimo proceso de fabricación de la diversidad, son temas que todos los historiadores deben examinar.
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Usted publicó un breve ensayo titulado Penser l’histoire de l’Afrique, cuyo título hace eco de una famosa obra de François Furet, Penser la Révolution française. Este último comenzaba con estas palabras: “el historiador que estudia los reyes merovingios o la Guerra de los Cien Años no está obligado a presentar su permiso de investigación en ningún momento. La profesión y la sociedad lo respaldan, por poco aprendizaje que tenga de las habilidades técnicas, las virtudes de la paciencia y la objetividad. La discusión de sus resultados sólo moviliza a los eruditos y a la erudición. El historiador de la Revolución Francesa debe producir otros títulos que no sean de su competencia. Debe anunciar sus colores. Primero, debe decir desde dónde habla, qué piensa, qué busca”. Esta observación podría tomarse casi al pie de la letra con respecto al historiador africanista, a quien también se le pide que diga de qué habla y a dónde quiere llegar. ¿Cómo vive usted esta dimensión polémica de la historia africana? ¿Es una oportunidad que atestigua el interés del público por su objeto de estudio o un obstáculo que complica su trabajo?
Es cierto, el historiador de África se enfrenta a algunas enemistades: la de los nacionalistas de todas partes, de los que ya he hablado, la de los negacionistas, que no creen que las sociedades africanas puedan tener una historia, la de los afrocentristas, que piensan que todo lo civilizado del mundo procede del Egipto negro y a quienes no les interesa la historia de las sociedades africanas. Estas enemistades pueden dar lugar a todo tipo de microagresiones, acusaciones o, a veces, amenazas. Por lo tanto, es cierto que hay que sacar los colores cuando se es especialista en historia de África. Y, a veces, hay que justificar el color de la piel. He sigo arengado por personas negras que veían en mi color de piel una especie de prejuicio racial congénito, pero tengo que decir que los blancos se han burlado de mí con mayor frecuencia por el mismo tema. Una vez, una historiadora griega me reprochó por mi color de piel para el puesto al que me presentaba. Ella misma era blanca y no vio, creo, el peligro de esta ecuación racial, según la cual ser negro te calificaría mejor que otra persona para entender íntimamente la historia de África y, por lo tanto, te descalificaría para ser un historiador de Grecia. Los novelistas negros se enfrentan constantemente a esta misma ecuación racial, por la que se supone que su público no puede ser universal si sus personajes son negros. Sobre este tema, hay que leer los ensayos críticos de Toni Morrison o Leonora Miano.
A diferencia del campo de estudio de la Revolución Francesa, esta situación no se deriva de una politización inherente al campo de la historia africana. Se debe al hecho de que la historia de las sociedades africanas no está suficientemente presente en el conocimiento general, ya sea en África, Europa, América del Norte o cualquier otro lugar. La Etiopía cristiana, el Mali del mansa mûsâ, las ciudades-estado suahilis rara vez forman parte de las referencias culturales disponibles porque se aprenden en la escuela, están presentes en las mesas de las librerías, se utilizan en el discurso público o incluso se movilizan sobre una base teórica o comparativa en el discurso académico. Debido a esta escasez, un sinfín de falsos conocimientos ocupan el espacio. Y los historiadores profesionales deben luchar contra esto constantemente para, si no justificar sus motivos, al menos producir conocimiento al mismo tiempo y preparar el espacio para acomodar este conocimiento. Cada historiador de África, ya sea en Abiyán, Nueva York o París, libra estas batallas a su manera. La mía consiste en realizar investigaciones de campo en países donde las condiciones de seguridad lo permiten, transformar estas investigaciones en cursos públicos como los que imparto en el Collège de France y transformar estos cursos en libros.
De hecho, la educación es la mejor manera de compensar este déficit de África en el bagaje cultural occidental que usted señala. ¿Qué opina del lugar que se le da a la historia de África en los programas escolares franceses? ¿Y qué pasa con la enseñanza de esta historia en las escuelas africanas?
La historia de África no se enseña tanto en las escuelas africanas. Los libros de texto contienen a veces buenas historias nacionales, pero reflejan muy raramente una visión amplia y actualizada de la historia africana en sentido amplio. En la universidad, a veces, hay cursos de historia muy buenos, pero casi no conducen a la formación de doctorado por la falta de supervisores que sean ellos mismos doctores y la falta de oportunidades profesionales. Por lo tanto, el territorio extranjero es donde se siguen formando muchos especialistas africanos en historia y en las ciencias del pasado en general. En cuanto a la situación en Francia, es patética por la gran ausencia de conocimientos históricos sobre África en los planes de estudio de los alumnos. El reino de Malí hizo una breve incursión en el plan de estudios hace unos años y desapareció casi inmediatamente. Sin embargo, el conocimiento está disponible, y el poder de fascinación que esta historia puede ejercer sobre la curiosidad de los estudiantes de todas las edades y orígenes destaca mucho. Con frecuencia, hago una dinámica de hasta dos horas con una clase frente a una proyección en pantalla del Atlas Catalán, un mapa de 1375. Descifrando la iconografía y las leyendas, los alumnos pueden reconstruir todo lo que se sabe sobre la historia de Malí en el siglo XIV. Todos los profesores de historia saben que es posible despertar un tesoro de curiosidad siempre que se revele lo inesperado. ¿Qué otra cualidad queremos despertar en los niños y jóvenes adultos que la curiosidad por lo inesperado?