Antropología desde el punto de vista catastrófico

El catastrofismo es una doctrina científica creada a principios del siglo XIX por Cuvier, quien concibió un futuro de los seres vivos marcado por grandes extinciones. Su doctrina fue inmediatamente rechazada por Darwin, cuyo evolucionismo impuso de forma duradera el uniformitarismo de Lyell, doctrina que, sin embargo, tuvo un renacimiento a finales del siglo XX: ahora sabemos no sólo que, desde el final del Ordovícico, hace 440 millones de años, la Tierra ha vivido cinco periodos de extinción brutal y masiva de especies, sino también que somos contemporáneos de la sexta extinción, la última de las cuales, al final del Cretácico, hace 66 millones de años, fue la que provocó la desaparición de los dinosaurios y el advenimiento de los mamíferos. Nuestra situación se define así como una catástrofe: António Guterres, secretario general de Naciones Unidas, afirmó en marzo de 2022 que «avanzamos como sonámbulos hacia la catástrofe climática». Desde que el Club de Roma publicó Los límites del crecimiento en 1972, se han sucedido los informes a un ritmo cada vez más sostenido, y son cada vez más precisos y documentados, cada uno más alarmista que el anterior; al demostrar que la «emisión antropogénica» de dióxido de carbono a la atmósfera ha llevado a un nivel nunca antes visto desde hace dos millones de años, y al afirmar por primera vez que la responsabilidad humana en esta catástrofe es «inequívoca», el último informe del Grupo Intergubernamental de Expertos sobre el Cambio Climático, publicado en agosto de 2021, aprueba el concepto de Antropoceno, que ha ido ganando terreno en los últimos veinte años para reconocer el origen antrópico del fenómeno: nuestra época se define, pues, por el advenimiento de la humanidad como una fuerza capaz de competir con las fuerzas de la naturaleza y se caracteriza por su potencial de destrucción.

Coal Mine #1, North Rhine, Westphalia, Germany, 2015 © Edward Burtynsky Photography

Ante un acontecimiento de este tipo, que a primera vista abruma a quien intenta considerarlo y que la mayoría de las veces provoca la negación, lo que urge es, ante todo, la lucidez, que tiene por tanto la tarea de pensar la catástrofe, de elaborar, por tanto, una catastrofología: pero ésta es indisolublemente una antropología, pues se trata de saber por qué y cómo un antropoide logró poner en marcha un proceso de antropización de la naturaleza que hoy conduce a su devastación. El concepto de Antropoceno exige, pues, abordar la catástrofe contemporánea desde el punto de vista de la antropogénesis y la antropización, es decir, desde el punto de vista de los procesos de desnaturalización heterónoma a las leyes naturales: ya no desde el punto de vista de las ciencias de la evolución, sino desde una forma de pensar la historia.

Nuestra época se define, pues, por el advenimiento de la humanidad como una fuerza capaz de competir con las fuerzas de la naturaleza y se caracteriza por su potencial de destrucción.

JEAN VIOULAC

Filosofía y revolución

Las mediciones estratigráficas nos llevan a fechar el inicio del Antropoceno en el comienzo de la Revolución Industrial, cuando el aumento de los gases de efecto invernadero es observable en el hielo de la Antártida. Desencadenada en la década de 1780 en Inglaterra por lo que los economistas llaman el «despegue» de una economía ahora impulsada por el crecimiento autosostenible, la Revolución Industrial es, de hecho, la mayor convulsión que ha experimentado la humanidad desde la Revolución Neolítica, que inauguró la Historia hace cien siglos. Esta revolución transformó al hombre de cazador-recolector nómada en agricultor-ganadero sedentario; aquélla nos ha transformado en funcionarios desterritorializados de un dispositivo planetario que define nuestra relación con la realidad a través de sus pantallas y nos determina en tiempo real. Se trata de una auténtica revolución que ha transformado las sociedades humanas de arriba abajo y ha cambiado la faz de la tierra, una revolución mucho más radical en realidad: la neolitización se produjo a lo largo de miles de años y durante mucho tiempo sólo afectó al Cercano Oriente antes de extenderse lentamente hacia la cuenca del Danubio; la industrialización ha barrido a todos los pueblos del mundo en dos siglos en una movilización total de la que nadie puede escapar, ni siquiera los últimos pueblos cazadores-recolectores, todos ellos en proceso de proletarización y con amenazas de extinción.

La necesidad de lucidez nos obliga, pues, a pensar una Revolución y a dilucidar el nuevo régimen que establece. Esto es posible gracias al crecimiento exponencial del conocimiento científico: nunca antes habíamos sabido tanto sobre nosotros mismos, sobre nuestro pasado ni sobre el mundo en términos de conocimiento exacto, demostrado y verificado, y nuestra situación se define también por esta claridad teórica y por la clarividencia que nos proporciona. Pero esta situación es a su vez el resultado de la industrialización de la investigación científica, donde la producción, el intercambio y la distribución del conocimiento están a cargo de un sistema organizado por la especialización de las tareas y la división del trabajo, y por eso no basta con tomar nota de sus resultados: pensar nuestra época es también cuestionar la hegemonía de este tipo de conocimiento, es decir, del régimen de verdad que lo define, del tipo determinado de relación con los fenómenos que nos impone. Esto conduce al corazón de la Revolución actual: no una modificación empírica de la organización social o de las relaciones de poder, sino una transmutación del régimen de verdad, un cambio de régimen ontológico que asigna al hombre un nuevo modo de ser. La Revolución Neolítica había redefinido radicalmente la existencia misma del Homo sapiens, su ser-en-el-mundo y su ser-con-los-otros, su relación con la tierra y la naturaleza, con lo animal y lo divino, con el espacio y el tiempo; había roto —siguiendo los análisis fundamentales de Philippe Descola— con los regímenes ontológicos del animismo, del totemismo y del analogismo para adoptar el del naturalismo (u objetivismo). La Revolución Industrial es una revolución de la misma envergadura, y es en ese nivel en el que hay que tratarla: requerimos, por lo tanto, ese tipo de pensamiento al que llamamos filosofía.

Lithium Mines #1, Salt Flats, Atacama Desert, Chile, 2017 © Edward Burtynsky Photography

La hegemonía contemporánea del conocimiento científico exige de entrada una referencia a la filosofía: la filosofía surgió en la antigua Grecia con la racionalidad, la razón (λόγος), la interpretación racional de los fenómenos, y se definió por el proyecto de un conocimiento científico total del mundo; el régimen de verdad que vivimos hoy, enteramente normado por la cientificidad, es la realización del proyecto filosófico y se inscribe por tanto en su lógica. Sin embargo, la filosofía no se reduce a la comprensión racional de los fenómenos, sino que también se aleja de ellos para volverse hacia su esencia, se aleja de los entes para volverse hacia su ser, y trata de determinar racionalmente el primer fundamento o principio (ἀρχή) del que se deriva todo lo demás. La filosofía encuentra así su propio campo, distinto del de las ciencias, como ontología: y es, en efecto, tal tipo de interrogación el que impone la radicalidad del acontecimiento en curso, que transmuta el modo de ser del hombre y pone en juego la cuestión de su esencia. Como determinación del fundamento (ἀρχή) por la razón (λόγος), la ontología también puede llamarse arqueología. Pensar nuestra época en su esencia es entonces hacer su arqueología, tratar de identificar el principio que la funda: pensar una Revolución es, en efecto, pensar la destitución (an-árquica) de un antiguo fundamento y la institución (arqui-tectónica) de uno nuevo.

La filosofía encuentra así su propio campo, distinto del de las ciencias, como ontología: y es, en efecto, tal tipo de interrogación el que impone la radicalidad del acontecimiento en curso, que transmuta el modo de ser del hombre y pone en juego la cuestión de su esencia.

jean vioulac

Pero si la filosofía resulta necesaria para pensar lo que nos sucede, su tradición no puede permanecer indemne en la convulsión contemporánea, sino que se encuentra engullida por el pasado, tanto por el fenomenal auge de las ciencias positivas como por la transmutación total de la condición del hombre y del mundo, que condena a la obsolescencia todas las tesis y análisis de los antiguos filósofos. Pensar una revolución ontológica requiere una revolución de la ontología: ésta también se produjo en la década de 1780, cuando comenzó la Revolución Industrial, a lo que el propio Kant llamó una «revolución total», que puso fin al antiguo régimen filosófico, el de la metafísica. Platón inauguró la filosofía determinando el fundamento a través de la razón: pero enseguida la proyectó en la trascendencia y eternidad de un cielo, e inmediatamente la divinizó; así mistificó la arqueología en una teología (jer-árquica) que durante siglos quiso fundar todo en Dios. La filosofía crítica rompe entonces con la metafísica al mostrar que la subjetividad inmanente es el verdadero fundamento de toda trascendencia objetiva, que nunca es más que su producto: el fundamento, el principio, ya no es un Dios trascendente y dador, sino una subjetividad trascendental y productora. Lo trascendental no designa otra cosa que el campo de la inmanencia en tanto que es la instancia de producción de toda trascendencia: la filosofía trascendental es auténticamente revolucionaria en tanto que repatría el fundamento de la trascendencia teológica en la inmanencia antropológica.

Por tanto, es sobre estas bases que debemos pensar nuestra época, que ha condenado de facto la teología a la obsolescencia al despojar a Dios de su antiguo estatus: ninguna ciencia necesita ya fundarse en Dios, al contrario, las ciencias separan los fundamentos arqueológicos de todos los fenómenos religiosos, la claridad teórica de la razón disipó los claroscuros de la fe, y Auschwitz definitivamente impuso la renuncia a la idea de un Dios providencial que actúa en la Historia; nuestra época es la época de la muerte de Dios, que la lucidez debe asumir, aunque implique el horror . Así, la filosofía sigue siendo ontología, que, sin embargo, debe renunciar a su estructura teológica arcaica para asumir plenamente su dimensión arqueológica, que busca el fundamento no en las alturas eternas de un cielo, sino en las profundidades temporales de la tierra.

Uralkali Potash Mine #2, Berezniki, Russia, 2017 © Edward Burtynsky Photography

Arqueología y anarquía: el negántropo

El método arqueológico consiste en descubrir, uno tras otro, los estratos sedimentarios que cubren el origen: la crítica kantiana no puede entonces sostenerse como un logro definitivo. La subjetividad no puede ocupar el estatus de fundamento, ella misma está fundada: encarnada en un cuerpo y situada en un mundo, determinada por una lengua y una relación con los demás, tributaria de toda una tradición y embarcada en una Historia, y por tanto, definida esencialmente por una herencia. La radicalización de la arqueología impone el reconocimiento del fundamento, no de un sujeto, de una consciencia abstracta y solitaria, sino de una sociedad, de un conjunto de «hombres reales, de carne y hueso, instalados en la tierra sólida y redonda»: la expresión es de Marx, y es en efecto Marx quien, a partir de 1844, lleva a término la revolución crítica de la filosofía estableciendo en el fundamento no ya una subjetividad que produce sus objetos de conocimiento, sino una comunidad que produce sus bienes de subsistencia. Así, la esencia ya no se idealiza ni se proyecta en una trascendencia divina, tampoco se encierra en la interioridad de una subjetividad egoísta, es inmanente a las actividades sociales de los hombres reales: es la esencia común (das gemeine Wesen) a su comunidad (das Gemeinwesen).

Pensar el surgimiento de la humanidad en el campo de la inmanencia de la naturalidad nos lleva así a concebir al hombre como el animal renegado, que niega su animalidad, cuya consciencia se define por la nadización, el psiquismo por la negación, la moral por la abnegación: su poder de abstracción es más esencialmente poder de negación, y el hombre se define por esa negatividad, y de este modo es el negántropo.

jean vioulac

Marx es quien realiza la revolución de la ontología necesaria para pensar la Revolución Industrial, al redistribuir la filosofía desde un comunismo, entendido como posición ontológica fundamental que establece como fundamento la comunidad de los hombres de carne y hueso, instalados en la tierra sólida y redonda: un comunismo que se opone al teísmo, al idealismo, al subjetivismo y al individualismo a la vez. Pero que también se opone al materialismo: la comunidad no es nada material, la materia es sólo el modo de ser de lo que se opone a tal o cual comunidad mediante un determinado tipo de trabajo, un determinado tipo de técnica y dentro de un determinado entorno simbólico. Una comunidad se define ante todo por lo que hereda, es decir, como señala Marx en El 18 brumario, por el fantasma de todas las generaciones muertas que la acechan, en las que su esencia es espectral. Las comunidades históricas se definen entonces por sus relaciones sociales y sus actividades de producción: las relaciones sociales no son relaciones mecánicas de causa y efecto o relaciones biológicas de estímulo y reflejo, pasan por mediaciones éticas, jurídicas, institucionales e ideológicas, son siempre relaciones abstractas; la actividad de producción es dar forma a una materia a partir de una idea previa, y por lo tanto, siempre formalización e ideación. La comunidad no es material ni natural, se basa en lo que Marx llama «poder de abstracción» (Abstraktionsvermögen) que es la propia dinámica del proceso de hominización del hombre-animal.

Lejos de ser material, el principio, el fundamento (ἀρχή) que alcanza la arqueología es ese poder de abstracción del ser humano: el animal que se abstrae de la naturaleza y abstrae su animalidad. Pensar el surgimiento de la humanidad en el campo de la inmanencia de la naturalidad nos lleva así a concebir al hombre como el animal renegado, que niega su animalidad, cuya consciencia se define por la nadización, el psiquismo por la negación, la moral por la abnegación: su poder de abstracción es más esencialmente poder de negación, y el hombre se define por esa negatividad, y de este modo es el negántropo. Por eso la arqueología no puede seguir siendo una ciencia positiva, ya que debe hacer explícito el despliegue temporal del poder de lo negativo, lo que exige entonces una lógica dialéctica: esta lógica, sin embargo, ya no puede pretender basarse en el absoluto del ser y deducirse necesariamente de él (como hacía la dialéctica metafísica), sino que debe aceptar la contingencia de un accidente en el que un fallo de lo vivo abrió la falla por la que la negatividad irrumpió en la totalidad compacta del ente. Así, la arqueología descubre en el origen una falla, un abismo, es decir, la ausencia de fondo; debe asumir un principio de an-arquía: se convierte en anarqueología. El pensamiento rompe así con la jer-arquía metafísica, que creía poder deducirlo todo de un fundamento, para asumir la an-arquía de un proceso de desnaturalización, de abstracción, de desmaterialización, de ideación, de espiritualización y de espectralización que produjo al hombre como consciencia y como espíritu.

Morenci Mine #2, Clifton, Arizona, USA, 2012 © Edward Burtynsky Photography

La anarqueología debe entonces buscar el origen de ese poder de lo negativo. Su modalidad primitiva es el duelo, una productividad psíquica que resulta de la angustia de la muerte y de la negación de la ausencia, que anhela la presencia del desaparecido, interiorización idealizadora del objeto perdido que establece la cripta de la memoria en el corazón del sujeto, y define la interioridad del sujeto a través del retorno de los fantasmas: el espíritu es originalmente un espectro, la espiritualidad no es otra cosa que ese espiritismo; una comunidad se define por sus fantasmas, ya no pertenece a una ontología sino a lo que Jacques Derrida ha llamado fantología. En el lento proceso de antropogénesis, la aparición del rito funerario puede considerarse entonces como el signo del advenimiento del hombre en sentido propio: el vivo acechado por la muerte y poseído por los espectros del espíritu. Así, todas las comunidades humanas han vivido en universos fantasmagóricos en los que todo es espíritu, incluida la tierra, las plantas y los animales.

Capitalismo y metafísica: la cibernética

La Historia comienza con la Revolución Neolítica, definida —para retomar la distinción hecha por Vere Gordon Childe en los años veinte— por el paso de una economía de «recolección de alimentos» a una economía de «producción de alimentos», y posibilitada por la sedentarización —que precedió a la agricultura veinte siglos—, gracias a la cual las comunidades constituyeron un poder común que pudieron ejercer sobre la naturaleza. Así, la productividad ya no se expresa sólo en el trabajo onírico o del duelo, sino en el trabajo de la tierra, de la piedra, de la madera y de los metales, que ya no produce sólo fantasías o fantasmas, sino objetos. La Revolución Neolítica instituye así un nuevo régimen ontológico definido por la producción, es decir, la objetivación, que instala a la comunidad en el horizonte de la objetividad, en el que toda realidad (incluida, por tanto, la tierra, las plantas y los animales) es objeto para un sujeto.

La anarqueología debe entonces buscar el origen de ese poder de lo negativo.

jean vioulac

Con el advenimiento de la sociedad de producción, el poder de abstracción, el poder de lo negativo que define al ser humano, se instituye como poder colectivo dominante, dueño y señor de la naturaleza, e inaugura el proceso de su antropización. Este poder es, en efecto, real, pero abstracto y espectral, confusamente aprehendido en los fantasmas y como espíritu, e inmediatamente divinizado: si la Revolución Industrial es la muerte de Dios, la Revolución Neolítica fue el nacimiento de las divinidades.

A pesar de ser invisible e insensible, este poder de producción se manifiesta en el intercambio de sus productos. El intercambio reduce las cualidades particulares concretas de los diferentes productos a una cantidad universal abstracta y homogénea; pone entre paréntesis la utilidad de los productos, que define tal objeto en relación con tal necesidad de tal sujeto, en favor de un valor que vale para todos, y manifiesta así lo que Marx llama «objetividad de valor» (Wertgegenständlichkeit), precisando en las primeras páginas de El Capital que, «Cabalmente al revés de lo que ocurre con la materialidad de las mercancías corpóreas, visibles y tangibles, en su valor objetivado no entra ni un átomo de materia natural». El valor es inmaterial, es una «forma meramente ideal» (nur ideelle Form), el «residuo» que queda del objeto una vez despojado de todas sus características empíricas particulares: es la objetividad del objeto manifestada en su esencia pura, como producto específico del poder de objetivación, es la forma fenoménica del poder de abstracción que es la esencia de la comunidad de producción.

Como entidad formal e ideal, como pura abstracción, el valor es evanescente e inaprehensible, incluso fantasmal: es, dice Marx, la «objetividad espectral» (gespenstige Gegenständlichkeit) del objeto: se hace tangible y disponible sólo en el dinero, que materializa su universalidad abstracta en un objeto pequeño, particular y concreto. Por lo tanto, si el poder de abstracción se manifiesta en el valor, se vuelve autónomo en el dinero, que cristaliza así la esencia de la comunidad en un objeto que se convierte inmediatamente en un fetiche.

Con el advenimiento de la sociedad de producción, el poder de abstracción, el poder de lo negativo que define al ser humano, se instituye como poder colectivo dominante

jean vioulac

Todos los pueblos han utilizado fetiches proto-monetarios: el dinero en sentido propio, es decir, acuñado, aparece en las ciudades griegas del siglo VI. Definido ya no por un peso de materia sino por un valor nominal en cifras, el dinero acuñado determina el valor a través de la unidad numérica, lo determina como una abstracción, y hace de esa abstracción el principio único de evaluación de todo lo que es: así, a diferencia de lo que decía Protágoras, la «medida de todas las cosas» ya no es el hombre, sino la unidad numérica. El idealismo metafísico, que Platón instituye precisamente contra la tesis de Protágoras, procede directamente de esto: la reducción de la diversidad sensible a la unidad de una «forma ideal» (εἴδος) es la reanudación, en el intercambio teórico (el diálogo), del proceso de reducción al valor operado en el intercambio práctico (el comercio); la separación y autonomización de esta «forma ideal» en relación con aquello cuya forma es la autonomización del valor en el dinero; el concepto de οὐσία que Platón introduce para definir la sustancia, entendida como una esencia universal que se ha convertido en una presencia constante, significaba originalmente «riqueza», «fortuna»; el Uno al que sitúa en la cúspide de su pensamiento para convertirlo en la «medida de todas las cosas» y que determina como «Bien», como principio de todo valor, no es otro que la unidad numérica fetichizada. Así, la anarqueología no sólo desmonta la estructura teológica de la metafísica, sino que revela cómo su institución estaba directamente indexada al advenimiento de la moneda acuñada como institución del Uno numérico como principio universal.

Oil Bunkering #7, Niger Delta, Nigeria, 2016 © Edward Burtynsky Photography

La revolución teórica que Marx llevó a cabo descubre así en el dinero un concepto ontológico fundamental: es sobre esta base que debe analizarse la Revolución Industrial, caracterizada por una inversión total del estatus del dinero, que ya no es un medio de intercambio sino su principio y su fin. La originalidad de la economía industrial es, en efecto, producir directamente para el mercado, es decir, para vender y para el dinero que se obtendrá de la venta: el proceso se inicia con una cantidad de valor, esa cantidad de valor se invierte, y esa inversión es sólo un medio destinado a aumentar su cantidad. Cuando el valor es el principio y el fin del proceso, cuando «se toma a sí mismo como punto de partida como sujeto activo (als dem aktiven Subjekt) y se relaciona consigo mismo como un valor que se aumenta a sí mismo», es Capital, y éste es el logro decisivo de la obra de Marx, que define al Capital como «valor que se autovaloriza». La pregunta «¿Qué es el capital?» queda así claramente respondida: el Capital es la «autovalorización del valor» (die Selbstverwertung des Werts), el proceso de autoincremento de una cantidad abstracta, que como tal no conoce límites y se expande constantemente en espiral.

«El capital, siendo valor, es de naturaleza puramente ideal» (das Kapital rein ideeller Natur ist, weil Wert), insiste Marx, por lo que es inconcebible sobre la base del materialismo: no debemos cansarnos de recordar que lo que en el siglo XX se ha llamado marxismo sólo tiene una lejana conexión con el pensamiento de Karl Marx. Profundamente dependiente de las categorías de la ontología griega y del idealismo alemán, Marx desarrolló un pensamiento crítico, esencialmente definido por una fenomenología de las formas-valores y fundado en un comunismo; profundamente dependiente de los partidos y de sus estrategias de conquista o de conservación del poder, el marxismo fue una ideología dogmática, esencialmente definida por una doctrina de la lucha de clases y fundada en un materialismo: permaneció ciego a la cuestión del Capital, de la cual Marx nos recuerda incansablemente que es «algo inmaterial (etwas Immaterielles), indiferente a su subsistencia material».

Así, el marxismo ha reducido la mayoría de las veces el capitalismo a la dominación de la burguesía. Ciertamente, basta con abrir los ojos para ver que la economía contemporánea se caracteriza por una explotación masiva y que establece desigualdades sociales obscenas en cuya cúspide se reproduce una casta depredadora irresponsable que goza de todos los privilegios de la impunidad, y fue, en efecto, un logro decisivo del pensamiento de Marx poner los antagonismos de clase en el centro del proceso histórico, mostrando que la historia de la civilización no era más que la de la explotación y, por tanto, de la barbarie, que todo progreso se pagaba con el precio de millones de personas anónimas sacrificadas, incluido el advenimiento de la filosofía en las ciudades griegas, fundadas sobre la esclavitud sistémica. Pero, precisamente, las relaciones sociales de explotación son tan antiguas como la Historia misma: se remontan a la Revolución Neolítica; tratar los problemas de la explotación o de las desigualdades sociales hoy en día es abordar problemas que se planteaban tal cual en la Francia de Felipe Augusto y en la Roma de Tiberio, o en el Egipto de Keops, cuando el dinero ni siquiera existía; es no abordar ni la cuestión del Capital ni la de la Revolución Industrial.

Pero si la Revolución Industrial es auténticamente revolucionaria es porque inaugura un nuevo régimen ontológico al instituir un nuevo fundamento: no una clase social de hombres de carne y hueso, sino la entidad ideal y abstracta, formal y numérica del valor. Hay Capital cuando el valor es el «sujeto del proceso» (Subjekt des prozesses), que en el proceso de «autonomización» (Verselbstständigung) de la autovalorización se plantea como el «fundamento de sí mismo» (Grund von sich) y se convierte así en la «instancia dominante» (das Übergreifende), un poder, señala Marx, «del que el capitalista es el funcionario» (deren Funktionär der Kapitalist ist): un funcionario servil y estrecho de miras, ciertamente bien pagado, pero que no tiene otra función que la de hacer funcionar la autovalorización reinyectando continuamente la plusvalía en la circulación. «Las funciones que ejerce el capitalista no son más que las funciones del propio Capital, es decir, del valor que se valoriza a sí mismo», repite incansablemente Marx, «el capitalista no funciona más que como Capital personificado», el poder de la burguesía no es nunca otra cosa que el poder del Capital: el poder de la abstracción pura del valor que la circulación mantiene en la ingravidez, sin hacer que se adhiera jamás de forma duradera a ninguna realidad, ni siquiera al dinero, que no es más que uno de sus posibles soportes.

La hegemonía de la abstracción numérica no se limita a la economía, ya que funda el régimen de verdad contemporáneo, definido por una ciencia enteramente matematizada, axiomatizada y algebraizada: la historia de las ciencias modernas es la de una abstracción y una formalización cada vez mayores, el atomismo contemporáneo no es materialista (democríteo) sino matemático (pitagórico), y la física cuántica es un idealismo especulativo. Su hegemonía se manifiesta también en la revolución tecnológica propia de la Revolución Industrial, que arrebata las herramientas de la mano del hombre para someterlas a ese «sujeto automático» (Automatisches Subjekt) que es el Capital, e instaura así un sistema de producción cuya automatización implementa la autovalorización: «El sistema automático de la Maquinaria es una forma planteada por el propio Capital y adecuada a él», señala Marx, el maquinismo no es más que la infraestructura técnica del capitalismo, que basa el proceso de producción en los modelos teóricos desarrollados por la ciencia moderna.

Clearcut #2, Palm Oil Plantation, Borneo, Malaysia, 2016 © Edward Burtynsky Photography

La unidad del capitalismo, del matematismo y del maquinismo se puso de manifiesto a finales del siglo XX con la llegada de la informática, por la que el código (abstracto) adquirió el poder de accionar dispositivos (concretos) y, al mismo tiempo, los dotó de autonomía de funcionamiento: esto ha conducido a la instauración de una Maquinaria planetaria interconectada y autorregulada, enteramente determinada por lo digital, en la que se delegan cada vez más tareas y funciones —memoria, cálculo, vigilancia, organización, anticipación, decisión—, y que despliega un poder cada vez mayor de abstracción, de desmaterialización, de formalización, de informatización y de digitalización, donde el propio dinero ha roto con la materialidad para convertirse en digital, un juego de escritura informática que dota a la idealidad del valor del modo de ser que le es propio, y que somete a las sociedades a una regulación algorítmica que tiende a descalificar la jurisdicción política.

Nuestra época se caracteriza, pues, por el dominio de lo Universal-Abstracto sobre las particularidades concretas, de la idealidad formal sobre la realidad material, de la objetividad pura sobre los sujetos de carne y hueso. Es precisamente así como se produce una auténtica Revolución, que destituye a la comunidad de sujetos de su estatus de fundamento y la somete a un sistema de objetos fundado en la idealidad pura autofundada del valor: en régimen capitalista, señala Marx, «se invierte la relación de sujeto y objeto», el capitalismo se define por «la inversión del sujeto y del objeto», y es esta inversión la que define la Revolución Industrial. El capitalismo ya no se basa en la explotación del hombre por el hombre, sino en la alienación de la subjetividad en la objetividad, una alienación real que transfiere la esencia originalmente subjetiva del hombre al sistema de objetos, y otorga al objeto el estatus de sujeto: el capitalismo se caracteriza, concluye Marx, por «la subjetivización de las cosas y la cosificación de los sujetos».

Por tanto, el problema del capitalismo no es en absoluto el de la dominación de la burguesía. Si así fuera, no habría razón para alarmarse, no habría nada nuevo en ello, ya que la sociedad de clases y las relaciones sociales de explotación aparecieron con la Revolución Neolítica y han caracterizado a todas las sociedades históricas desde entonces. Desde este punto de vista, hay incluso un progreso: la dominación de los burgueses es ampliamente preferible a la de los sacerdotes y los ayatolas, como demuestra trágicamente la actualidad reciente, y también muestra el precio de las «libertades burguesas» y de las instituciones que las garantizan. El problema del capitalismo es el del advenimiento de la «instancia de dominación» (das Übergreifende) que es la unidad digital autonomizada, que se ha convertido en el único timón y principio universal de gobierno: en griego κυϐέρνησις, la palabra a partir de la cual Norbert Wiener creó el concepto de cibernética a finales de los años cuarenta. Es posible definir el régimen ontológico inaugurado por la Revolución Industrial mediante la cibernética, entendida como la hegemonía totalitaria de lo digital, que rompe con el objetivismo —donde todo es objeto para un sujeto— en favor de un digitalismo —donde todo son datos para un cálculo—: Así, la antropogénesis propia de la Prehistoria y la antropización propia de la Historia se ven superadas por un proceso de cibernetización que prefigura el advenimiento de lo que Henri Lefebvre, en los años sesenta, llamó el cibernántropo.

Tal acontecimiento permanece inaccesible al sentido común, inaccesible también a las ciencias positivas, sólo puede ser captado por la filosofía. Esta última, en forma de metafísica, fue un pensamiento de la hegemonía cibernética del Uno —que «gobierna (κυϐερνῆσαι) todo a través de todo», como ya decía Heráclito— y elaboró así la lógica y las categorías que permiten concebir su omnipotencia. Ahora su deconstrucción arqueológica descubre su fundamento original en los procesos de abstracción real operados en la inmanencia de las prácticas por el advenimiento de la moneda acuñada: la metafísica, como fetichismo del Uno concebido como principio universal, medida de todas las cosas y demiurgo del cosmos, pensó desde el principio el dinero en su función-Capital, y por eso la destitución de la metafísica iniciada en la Crítica de la razón pura encuentra su plena culminación en una crítica de la economía política: El Capital. Algunos de sus lectores, desde 1867, reprocharon los análisis del capítulo 1 del libro I por ser metafísicos: no es, sin embargo, el pensamiento de Marx el que es metafísico —es la desmitificación más radical de lo metafísico—, sino el dispositivo de producción capitalista, enteramente fundado en la lógica especulativa de la autoproducción de la idealidad digital por la mediación y la subsunción de todas las realidades concretas.

Nuestra época puede concebirse entonces, siguiendo a Heidegger, como la «realización de la metafísica», que no sólo nos somete al poder cibernético y demiúrgico del Uno —el Capital—, sino que también nos instala en un dualismo platónico, donde el mundo sensible de nuestra vida concreta es duplicado y sometido al lugar inteligible de un ciberespacio hecho de paradigmas digitales que las pantallas tienen la función de manifestar: el concepto de metaverso que se ha impuesto para designarlo formaliza su estatus metafísico. Por haber desmitificado primero la metafísica, Marx no encuentra en ella un motivo de regocijo, como todos los entusiastas de la ciberguardería digital, sino más bien un motivo de alarma: refundar las idealidades sobre los procesos inmanentes a las prácticas humanas, renunciar a ver en ellas datos para reconocer productos es, en efecto, reconocer en ellas el resultado de procesos de desmaterialización, purificación y sublimación para descubrir finalmente que la realidad de la abstracción es la destrucción. En la medida en que tiene como objetivo la abstracción, el capitalismo no es un modelo de producción: es un modelo de destrucción, en una espiral donde cada nueva rotación amplía el campo de devastación. Sólo produce una cosa: la entidad abstracta del valor, todo lo demás es un medio, destinado a ser engullido en el alambique del mercado para extraer el mismo sublimado idéntico; todo producto concreto está condenado a la obsolescencia, toda mercancía es un producto de desecho en tiempo extra. Ya en 1867, Marx caracterizó el capitalismo como un «proceso de destrucción» (Zerstörungsprozeß), una tesis inaudible entonces en un contexto dominado por la ideología burguesa del progreso, que nunca fue más que una secularización de la doctrina teológica de la providencia, pero que la Historia no ha hecho más que confirmar desde entonces: inaugurado por la Primera Guerra Mundial, una movilización total para la destrucción total que obligó a millones de hombres a sacrificarse por nada y para nada más que esa nada, el siglo XX desencadenó una lógica destructiva que, en este inicio del siglo XXI, entra en su fase final: el Informe de Evaluación Global 2022 publicado el 26 de abril por la Oficina de las Naciones Unidas para la Reducción del Riesgo de Desastres afirma que «la humanidad ha entrado en una espiral de autodestrucción».

Revolución y catástrofe

La filosofía actual ya no procede del asombro, como en el tiempo de los griegos, sino del temor. Este temor le impone entonces una tarea que es también una carga: concebir el acontecimiento susceptible de evitar tal peligro. Este peligro es uno inédito que la Revolución Industrial puso en la humanidad, y el acontecimiento que puede evitarlo también forma parte de la Revolución, una emergencia de nuestro tiempo a la que nos hemos acostumbrado a llamar «transición ecológica» por razones de modestia, pero se trata, en efecto, de designar un cambio completo del modelo de producción, de consumo y de circulación, un cambio global y rápido, en el que, en efecto, es el concepto de Revolución el que permite pensar en el acontecimiento en cuestión; así, António Guterres pidió en marzo de 2021 «una verdadera revolución, un replanteamiento completo de nuestra relación con la naturaleza y con los seres vivos».

Oil Bunkering #1, Niger Delta, Nigeria, 2016 © Edward Burtynsky Photography

La cuestión de la revolución es el tema central de nuestro tiempo: todos los pensadores lúcidos la han visto como un proceso que conduce a la humanidad hacia la catástrofe, y todos han tratado de concebir el acontecimiento que podría evitarla. Nietzsche quiso fundar el año I de una nueva Historia para acabar con el nihilismo platónico-cristiano; Husserl formuló el proyecto de derrocar la racionalidad formal de la ciencia contemporánea para refundarla en el mundo de la vida; Heidegger vio en la tecnología de las máquinas el «peligro de la aniquilación de la esencia del hombre» y concibió la necesidad de instituir un nuevo régimen ontológico mediante la producción (ποίησις) de una nueva esencia de la verdad. Todos ellos fracasaron. Inofensivamente en Husserl, que se limitó a iniciar una nueva corriente de literatura filosófica; trágicamente en Nietzsche, que se hundió en el tipo de locura por el que te encierran, y catastróficamente en Heidegger, que sabía que su poética de la verdad no podía satisfacerse con meditaciones sobre los poemas de Hölderlin o Rilke y comprendió que requería un pueblo, un Partido, un Estado, un líder, que entonces creyó encontrar abruptamente en el nacionalsocialismo, donde despeñó su pensamiento.

Si la espiral de autodestrucción que amenaza hoy a la humanidad no es otra cosa que el pleno despliegue de la espiral de autovalorización que define al Capital, entonces la Revolución destinada a salvarnos de ella es la que Marx quería preparar.

jean vioulac

Pero si la espiral de autodestrucción que amenaza hoy a la humanidad no es otra cosa que el pleno despliegue de la espiral de autovalorización que define al Capital, entonces la Revolución destinada a salvarnos de ella es la que Marx quería preparar. El capitalismo es auténticamente revolucionario en la medida en que invierte las relaciones de los sujetos y los objetos, de lo concreto y lo abstracto, y destituye a la comunidad de su condición de fundamento para someterla a la objetividad, cuyo poder de abstracción desata: de ahí la necesidad de otra Revolución destinada a destituir al Capital de su condición de sujeto para instituir a la comunidad humana como fundamento real. Y consciente de serlo: con la Revolución Neolítica, la comunidad humana se instituyó como fundamento, sin conocerse nunca como tal, ya que enseguida captó su propio poder como una entidad ajena a la que llamó Dios y a la que se sometió. Nuestra época es, pues, una crisis en la medida en que nos enfrenta a la alternativa: pasar de la alienación formal del Uno (la religión) a la alienación real (la cibernética) o superar definitivamente toda alienación para abrir el «verdadero reino de la libertad» (das wahre Reich der Freiheit).

Así se define la Revolución Comunista, que no es más que la reapropiación por parte de la comunidad de sujetos de su esencia alienada en la objetividad. No puede reducirse a la sustitución de la burguesía por el proletariado como clase dominante: el peligro es inherente a un dispositivo maquinal planetario que posee la lógica de la destrucción, y el hecho de que la máquina sea gestionada por unos o por otros no cambiaría en nada su destructividad, ya que está, en todo caso y por principio, gestionada por tecnócratas que no son sus amos sino sus servidores. Marx repite así que burgueses y proletarios están igualmente alienados, igualmente sometidos al Capital, que es el único «sujeto dominante» (übergreifende Subjekt): la apuesta de la Revolución no es liberar al proletariado de la dominación de la burguesía, sino liberar a toda la comunidad humana de su sometimiento cibernético a la Maquinaria Capitalista y a su espiral de destrucción. La burguesía no ocupa ninguna posición de dominio: al contrario, según una llamativa fórmula del Manifiesto Comunista, «semeja al mago que no sabe dominar las potencias infernales que ha evocado», es «el agente débil y sin resistencia» del Capital. Esto es precisamente lo que lo distingue del proletariado. Si bien burgueses y proletarios están igualmente sometidos al Capital, esa sumisión adopta dos formas opuestas: los burgueses disfrutan de su alienación, los proletarios la sufren, la proletarización crea entonces una clase lúcida sobre los peligros del capitalismo y con todas las razones para derrocarlo, mientras que la condición de los burgueses los instala en la complacencia y la negación, y en la voluntad de no cambiar nada. La diferencia esencial entre burgueses y proletarios no es la que existe entre amos y siervos, sino la que existe entre colaboradores y miembros de la resistencia, dos relaciones antagónicas a un mismo poder de dominación.

De ahí la legitimidad y la necesidad de las luchas sociales que resisten a pie juntillas las medidas colaboracionistas de quienes trabajan para el crecimiento y no son más que los funcionarios de la destrucción: pero la Resistencia no es la Revolución. Las estrategias que se quedaron en el estrecho nivel de las relaciones de clase, sin tener en cuenta el funcionamiento del aparato del que estas clases son sólo funciones, nunca desencadenaron ninguna Revolución: desencadenaron guerras civiles y aplicaron políticas de purga, sin cambiar en absoluto la lógica destructiva de un aparato industrial cuyo poder sólo desencadenaron; ésa es la característica del bolchevismo en todos sus avatares, que a lo largo del siglo XX convirtió la Revolución en una fuerza suplementaria de destrucción. La tragedia del destino de Marx, y una tragedia inevitable: el nivel de análisis de El Capital, comparable al del Sofista, la Crítica de la razón pura y la Fenomenología del espíritu, lo destina a los académicos, a los que Antonio Gramsci llamó los «funcionarios de la superestructura», que sólo pueden negarse a aceptarlo, mientras que su propósito, la crítica radical y el derrocamiento de esta superestructura, lo destina a los explotados, cuya explotación los ha privado de los medios para leerlo. La aporía de la filosofía hoy es: el acontecimiento actual es de una complejidad sin precedentes, la filosofía es necesaria para pensarlo, pero sólo puede proponer análisis ásperos, difíciles y complejos que, reducidos a simples ideas, sólo pueden conducir a catástrofes.

Saw Mills #2, Lagos, Nigeria, 2016 © Edward Burtynsky Photography

Debemos entonces —al escribir estas líneas— tomar nota del fracaso de la Revolución. En el siglo XIX, Marx había visto en el corazón del capitalismo una espiral de pauperización y proletarización, cuya lógica era producir una masa cada vez mayor de resistentes, llevando así al sistema al punto de inflexión en el que se produce la «inversión histórica» (die geschichtliche Umkehr) que define la Revolución: la misión del proletariado era, pues, constituirse como comunidad e instituirse como sujeto en lugar del Capital. Pero el siglo XX se inauguró en julio de 1914 con la renuncia de la Internacional a imponer la paz mediante la unión europea de los trabajadores, que los redujo al rango de materia prima de un proceso de destrucción caracterizado por la producción de una masa cada vez mayor de cadáveres, mutilados y traumados; continuó con la sociedad de consumo, que erradicó toda oposición al capitalismo produciendo una masa cada vez mayor de consumidores que, lejos de resistirse, se convirtieron en activistas del consumismo, y continuó con la sociedad del espectáculo, que produjo una masa cada vez mayor de espectadores cautivados que quedaron cautivos. Marx basó su esperanza revolucionaria en una espiral de desalienación: sucedió lo contrario; el poder de alienación que el dispositivo despliega a través de sus pantallas ha conseguido incluso digitalizar la propia socialidad y está remodelando ante nuestros ojos generaciones sobre las que las instituciones educativas ya no tienen ningún control. Lejos de ser revolucionario, el antagonismo al sistema capitalista adquiere la forma reaccionaria de un retorno a la teología política medieval en las poblaciones explotadas: refugio en la fantasmagoría religiosa por la que la alienación real del Uno se redobla catastróficamente por la alienación formal, un deseo fanático de ilusión y sumisión que es pura y simple capitulación.

Sin embargo, la «espiral de autodestrucción» funciona a toda velocidad, hace cada vez más calor, el desierto crece, el aire es irrespirable, los bosques están en llamas y los vivos agonizan: el punto de inflexión inminente hoy no es el que desencadenaría la Revolución, es el punto de inflexión por el que los climatólogos designan el desbordamiento irreparable del sistema climático mundial. Pero esto sí es auto-destrucción, y esto es lo que el concepto de Antropoceno nos exige asumir: este poder de lo negativo es nuestro, de nosotros los negántropos, la catástrofe en curso no es heterogénea, es el desencadenamiento ilimitado de una negatividad que nos define en nuestra esencia, una negatividad que la alquimia de la Revolución habría tenido la tarea de transmutar en libertad. La lucidez lleva así, en última instancia, a concebir la aparición misma del hombre en la naturaleza como un estallido anárquico de una potencia de negación, un accidente, un descarrilamiento, una aberración: una catástrofe. Semejante lucidez, que parece monstruosa, imposible, insoportable, fue la de Paul Valéry, que ya en 1935 había previsto esta hipótesis en una conferencia titulada Le Bilan de l’intelligence (El balance de la inteligencia) : «Toda la historia humana, en la medida en que manifiesta el pensamiento, no habrá sido quizá más que el efecto de una especie de crisis, de un empuje aberrante, comparable a una de esas variaciones súbitas que se observan en la naturaleza y que desaparecen tan extrañamente como llegaron. Ha habido especies inestables, y monstruosidades de dimensiones, poder y complicación que no han perdurado. ¿Quién sabe si toda nuestra cultura no es una hipertrofia, un desfase, un desarrollo insostenible, que uno o doscientos siglos habrán bastado para agotar?”