«Construir una cultura común en tiempos de crisis», una conversación con Pierre Charbonnier

¿Cuál es el objetivo de Culture écologique? En su último libro, Pierre Charbonnier analiza lo que significa la toma de conciencia ecológica.

Pierre Charbonnier, Culture écologique, París, Presses de Sciences Po, «Les Petites Humanités», 2022, 346 páginas, ISBN 978724638301

¿Qué es una «cultura ecológica»? ¿Es una herramienta intelectual, política? ¿Y cuál es el objetivo de este libro?

El libro forma parte de una colección que se está creando en Presses de Sciences Po. Ya se publicó el libro de Dominique Cardon, Culture numérique1 y sin duda habrá otros volúmenes en esta serie. Esto corresponde a un dispositivo intelectual que puede entenderse de dos maneras. En primer lugar, tratar de ofrecer a un público más amplio una síntesis de los trabajos que se han realizado en las últimas dos décadas sobre historia del medio ambiente, sociología de la ciencia y tecnología,  historia económica en cierto modo, antropología de la naturaleza, es decir, sobre todos los campos de las ciencias sociales que tratan de releer nuestra historia y nuestra situación actual desde el punto de vista de las relaciones colectivas con el medio natural. Y mostrar que eso tiene un significado filosófico y político.

También hay un aspecto pedagógico. Este libro es resultado y acompañamiento de los cursos que imparto en Sciences Po, por lo que puede servir de introducción didáctica para estudiantes, activistas, periodistas, políticos, administradores, científicos, profesores, etc. Pero, de forma más general, es una interrogante sobre lo que puede ser una cultura común en estos tiempos de crisis política y climática. A menudo se dice erróneamente que la ecología política está ganando terreno, pero eso no es tan evidente. Y podemos imaginar que una de las razones por las que no está ganando terreno, incluso aunque el problema del clima sea realmente una preocupación colectiva, es que los medios por los que se construyen la ciudadanía y el conocimiento común no están en absoluto indexados a este tipo de problemas, sino más bien a la narrativa nacional y a la búsqueda de productividad. Las personas a las que premiamos socialmente hoy en día no son las que se interesan por la ecología, en realidad son innovadores, cost killers, pioneros arriesgados. Un paso que falta es quizás construir un conocimiento colectivo que vincule la convivencia política y la coexistencia en un mundo con características ecológicas y materiales singulares. Mi libro por sí solo no puede hacer esto, por supuesto, y hay muchas personas que han hecho y están haciendo esfuerzos similares a los míos. Pero podemos tratar de considerar los problemas históricos, económicos y políticos vinculados a las relaciones con la naturaleza como un pilar de la socialización democrática, de la futura ciudadanía.

Así que en este libro está la síntesis de una investigación interdisciplinaria colectiva y un intento de sentar una base, quizás no para la educación popular, porque el libro probablemente no sea lo suficientemente accesible para eso, pero podría decir para la alfabetización ecológica.

Entonces, ¿se piensa que la cultura general de todo hombre honrado del siglo XXI ya no puede limitarse a las humanidades y las ciencias, sino que debe dar cabida a nuevos ámbitos como el digital o el ecológico?

Podemos considerar que lo que hasta ahora ha organizado tanto el conocimiento de las ciencias sociales como, en cierto modo, la construcción del poder, son dos cosas. Por un lado, la construcción del Estado moderno, en su aspecto burocrático y regulador, y en la medida en que acompaña la profundización de la cultura democrática. Es el Estado de derecho, sus procedimientos, sus fracasos, sus contradicciones. Y, por otro lado, el capitalismo, es decir, la construcción de un conjunto de reglas que organizan la iniciativa industrial, las ganancias, el trabajo y la ciencia económica que lo acompaña. Si quieres conquistar el poder, por ejemplo, es bastante sensato conocer el funcionamiento del Estado y las reglas del comercio internacional. Esto es lo que se suele enseñar en Sciences Po, e incluso las ciencias sociales, incluidas las críticas, se basan en estos dos grandes pilares. Sin embargo, podemos considerar que lo que se olvida en esta organización del saber y del poder son los vínculos permanentes que se construyen entre las instituciones sociales y el mundo exterior, el mundo natural, los recursos y los territorios.

Podemos considerar que lo que se olvida en esta organización del saber y del poder son los vínculos permanentes que se construyen entre las instituciones sociales y el mundo exterior, el mundo natural, los recursos y los territorios.

pierre charbonnier

Esto no es desconocido, por supuesto, no estoy inventando nada, sólo estoy dando forma al conocimiento establecido, pero eso no es lo que otorga un carácter estructurador y organizador. Ahora, a través de todas estas nuevas disciplinas y subdisciplinas interesadas en la cuestión medioambiental, que he mencionado antes, podemos imaginar que hay una oposición a estos dos pilares, o que quizás se proponga un tercero. Por lo tanto, puede ser interesante presentar este movimiento interno en la organización del conocimiento y el modo en que afecta a las formas de poder y contrapoder a un público un poco más amplio que el académico.

Es interesante ver que una institución como Sciences Po pretende situar los estudios medioambientales en el centro de su enseñanza. ¿Es ésta una tendencia general en las universidades de todo el mundo? 

Una de las particularidades de Sciences Po es que es a la vez una universidad y un lugar de formación para las élites, las clases dirigentes o dominantes, según la terminología que se quiera utilizar. En la medida en que no consideremos de entrada que todas las élites son socialmente tóxicas, sino que tienen que justificar la posición que se les otorga ante el pueblo e incluso ante la historia, entonces, más les vale estar bien formadas. Se trata de un problema de legitimidad, en mi opinión: pretender dirigir algo, pretender encarnar el bien común, sin tener en cuenta las contradicciones ecológicas de nuestro modelo de producción, de nuestros regímenes políticos, es pura y simplemente un abuso de poder. Pero para que las élites, en Francia o en cualquier parte, tengan sentido de la responsabilidad, necesitan nuevos instrumentos de análisis, nuevas referencias, nuevos puntos de referencia históricos. Una vez más, se trata de una tarea colectiva en la que intervienen todos los campos del conocimiento, y yo intento contribuir con ella. Añadiría que la razón de ser de estos cursos es también que hay una fuerte demanda por parte de los estudiantes, que muy a menudo precede a la oferta educativa. Por lo tanto, también se trata de responder a esta demanda.

No he viajado por Europa ni por el mundo para averiguar lo que se ha hecho, pero se está extendiendo bastante. En Francia, la Universidad de París-Dauphine ya lo está haciendo, pero es obvio que hay un movimiento general del que Sciences Po es sólo una parte.

En el libro, usted vuelve a lo que llama el mito neolítico para demostrar que la ruptura que constituye el cambio de un régimen socioecológico a otro es una simplificación y que la transición de cazador-recolector a agricultor es en realidad más flexible que las representaciones que se hacen de ella. ¿Cómo ha estructurado este mito nuestra visión de las cuestiones ecológicas?

Para escribir este libro, me interesé por cosas que no suelen formar parte de mi área de especialidad como investigador; eso es lo que hay que hacer cuando se escribe un libro introductorio de amplio espectro. En particular, esta cuestión de la historia de la domesticación. Es una pregunta fascinante, en primer lugar, porque ha sido objeto de reajustes científicos bastante importantes en los últimos años o décadas. La gran división que se hizo en su día entre las sociedades de cazadores-recolectores y las sociedades productoras (por un lado, una relación de depredación con la naturaleza y, por otro, una relación regida por la organización productiva e intencional del entorno) no es tan sencilla como podríamos haber imaginado. Hay muchos casos intermedios entre la depredación y la producción, y muchas de nuestras instituciones políticas y de nuestras referencias sociales se han forjado en ese intermedio y no en un paradigma productivo establecido. Es importante reconocer que las ciencias arqueológicas han evolucionado, porque desafían un imaginario político del que Rousseau es el ejemplo más conocido, que establece esta gran división entre depredación y producción, y la sacralización de la propiedad privada.

Esta idea ha desempeñado un papel central en la construcción de la autoconciencia colectiva moderna, y algunas de las críticas ecológicas actuales al paradigma modernizador se basarán en esta investigación arqueológica y antropológica para concebir modos de relación con el mundo que están en desacuerdo con esta fascinación por la producción.

También plantea una interesante paradoja. Mientras que las sociedades modernas invocan cada vez más la racionalidad, apoyándose en catastros, cálculos y conocimientos científicos, han descuidado el impacto medioambiental de sus prácticas, lo que ha llevado a la sobreexplotación de los cuerpos, las mentes y la tierra. ¿Cómo explicar esta paradoja de una racionalidad a la vez exacerbada e incompleta, o incluso incoherente, por no haber sido llevada a sus límites?

Se podría objetar a su pregunta que la racionalidad es siempre incompleta, que el horizonte de la acción humana nunca está totalmente libre de contradicciones ni de pruebas.

Sin embargo, hay un aspecto interesante en la pregunta. ¿Por qué la organización de la razón científica y política moderna dejó en la oscuridad los efectos que tenía sobre el medio ambiente? Si rechazamos la hipótesis de un cuestionamiento total del proceso de racionalización del mundo, como proponían Adorno, Horkheimer o ciertos críticos radicalmente antimodernistas, llegamos a hipótesis más templadas. Por ejemplo —y ésta es la hipótesis que algunos historiadores del medio ambiente plantean hoy—, existe una afinidad estructural entre el progresismo tecno-científico y el poder, que silencia las alertas, las preguntas, las dudas y los riesgos. Ésta es la tesis que defiende, por ejemplo, Jean-Baptiste Fressoz en su obra: el poder tiende a mantener lo que él llama la desinhibición ante los riesgos, porque el resultado son ganancias y una fuente de legitimidad política.

La gran división que se hizo en su día entre las sociedades de cazadores-recolectores y las sociedades productoras no es tan sencilla como podríamos haber imaginado.

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El libro Culture écologique no defiende específicamente una tesis sobre ese tema, sino que trata de ilustrar varias. Considero la que se acaba de mencionar, pero también considero una interpretación más clásicamente marxista de la incapacidad de la lógica de la ganancia para ver sus externalidades sobre los seres humanos o sobre el entorno: el orden productivo sobreexplota sus bienes más preciados, y pospone el momento de la confrontación con esos límites materiales. Y también desarrollo una idea que quizás sea la que más resaltaría porque es la que defiendo en Abondance et Liberté, que es la idea de que el punto muerto ambiental en el desarrollo de la razón científica y política moderna también está causado por las demandas que vienen de abajo. Demandas de desarrollo, de respuesta a las expectativas de justicia, de bienestar, de abundancia en cierta forma, y que no haya necesariamente una división clara entre dominantes y dominados, sino un punto de confluencia entre ciertas formas de gobierno, de administración de la verdad, ciertas construcciones ideológicas del progreso y ciertas demandas sociales, todo lo cual converge en grandes proyectos de desarrollo industrial dentro de los cuales la relativización de los riesgos, de las amenazas y de las incertidumbres está bastante aceptada, al menos temporalmente.

Por eso estoy haciendo bastantes investigaciones sobre los países del sur o las situaciones postcoloniales, porque si tomamos el ejemplo de la India, China o América Latina, la inclusión de la cuestión social en las grandes empresas de desarrollo tecnocientífico, agrario e industrial indica claramente una coalición de intereses entre ciertas formas de gobierno y ciertas expectativas sociales que hacen que los riesgos medioambientales pasen desapercibidos. Es una reflexión sobre la historia del capitalismo, del Estado, de las formas de dominación, de la cuestión social en general, un proceso que está lejos de quedar atrás. Y para desarrollar correctamente esta cultura ecológica, hay que tratar de tener una visión amplia de todas las dimensiones del problema.

También vuelve a las críticas al progreso y al modernismo insistiendo en su diversidad.

Esto es importante porque, muy a menudo, cuando nos interesamos por estas cuestiones desde el punto de vista estricto del mundo occidental, tendemos a establecer una oposición bastante sumaria entre los promotores de la modernización y sus objetores, o tecnocríticos, como los llama François Jarrige. Y la idea sería que, por no haber escuchado a los tecnocríticos, provocamos una crisis climática y medioambiental. Creo que el esquema es un poco más complicado, primero porque las críticas al desarrollo industrial y científico, y a la masificación de la producción han surgido de sectores sociales e ideológicos muy diversos, incluso de algunos muy reaccionarios. Cito algunos ejemplos en el libro, pero algunos de ellos son bastante famosos, porque vuelven a aparecer en la historia: la exaltación de la tierra, de lo local, de la pertenencia a una comunidad cerrada. Existía la idea de que la aparición de una sociedad civil urbana y emancipada, con igualdad entre hombres y mujeres como resultado de la industrialización de la sociedad, amenazaba el orden clerical, y también las jerarquías raciales.

Por lo tanto, puede haber alianzas entre la crítica del esquema de desarrollo industrial y la preservación de una ideología conservadora; y la actual abundancia de trabajos sobre lo que empieza a llamarse «ecofascismo» confirma esta posible alianza.

Pero la crítica al progreso adquiere un cariz bastante diferente fuera del mundo occidental. Entre los movimientos más interesantes de impugnación del llamado paradigma del progreso se encuentran los procedentes del sur. Por eso estoy haciendo un trabajo bastante largo sobre Gandhi y los debates que agitaron la India en el momento de la independencia, sobre el modelo o el contramodelo que podía constituir el desarrollo histórico del Imperio Británico, su aspecto industrial. Creo que la crítica de Gandhi a la civilización moderna del tren, de la medicina, a partir de la década de 1910, nos da una concepción más rica de las impugnaciones del progreso que la que podríamos tener si nos ciñéramos al conflicto interno de las modernidades occidentales. Que yo sepa, Gandhi es el único que intentó construir un proyecto verdaderamente político en torno a lo que ahora se llama decrecimiento, en torno al rechazo del desarrollo. Y no es en absoluto el caso de los movimientos antimodernos occidentales. La influencia del gandhismo y de su oposición a las opciones políticas de Nehru después de la independencia puede verse en las notables obras de la historia medioambiental india, desde Ramachandra Guha hasta Dipesh Chakrabarty, pasando por supuesto por personalidades como Vandana Shiva.

Muchos críticos de la modernidad tecnocientífica señalan la responsabilidad del capitalismo, y prefieren hablar de un Capitaloceno en lugar de un Antropoceno. ¿Qué opina de esta visión del mundo?

Creo que este tipo de debate terminológico puede ayudar a plantear cuestiones interesantes. Pero no creo que sea un debate que se pueda zanjar optando por una u otra palabra. El antropoceno es, en efecto, un término limitado porque, como han señalado acertadamente varios investigadores, no se trata de un anthropos  cualquiera, el problema no es la constitución específica y biológica de la especie humana, porque obviamente el antropoceno es muy posterior a la aparición del ser humano.

Pero detrás de la idea de promover el término “capitaloceno” en lugar de “antropoceno”, está la idea completamente falsa de que la crisis climática no tiene nada de específico: sólo sería la continuación de las crisis del capitalismo tal como se definieron en el siglo XIX. La situación actual en la que vivimos, con la transformación cataclísmica de la composición química de la atmósfera, del suelo y de los océanos, no es una crisis estándar, no es una contradicción interna ordinaria del capitalismo. Obviamente, está relacionada con el desarrollo del capitalismo. Pero también con el desarrollo del socialismo y todas las ideologías políticas que han acompañado e impulsado el desarrollo material. No es sólo el capitalismo el que ha acompañado al desarrollo material, aunque haya desbancado a todos los demás sistemas. Además, podemos imaginar muy bien que el triunfo de una revolución comunista mundial en el siglo XX nos habría dejado una «huella de carbono» aún peor que la actual, simplemente porque su desempeño productivo y de desarrollo habría sido mucho mejor.

Que yo sepa, Gandhi es el único que intentó construir un proyecto verdaderamente político en torno a lo que ahora se llama decrecimiento, en torno al rechazo del desarrollo.

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Por tanto, el término “capitaloceno” es apenas más satisfactorio que el de “antropoceno”. Y creo que, como decía Spinoza, no tiene sentido inventar palabras, hay que utilizar las antiguas y darles nuevos significados. No me gusta hacer propuestas semánticas. Acepto la discusión sobre todos los calificativos de esta crisis, pero lo que me molesta es el dogmatismo de los distintos promotores de esos términos. En la situación contemporánea, hay elementos vinculados a la historia del capitalismo, elementos vinculados a la historia de la especie humana, elementos vinculados a la historia de las empresas coloniales e imperiales, a la historia de las relaciones de género: hay muchos componentes. Decir entonces que no es posible entender la situación contemporánea si no se vincula todo el análisis al concepto de capitalismo o a cualquier otro no me parece sensato.

Esto es lo interesante de la cuestión ecológica. Se trata de un gran número de actores históricos e institucionales vinculados a la organización del conocimiento, el poder, las máquinas y el derecho. Y no veo por qué uno u otro deben tener prioridad absoluta sobre los demás.

Usted identifica tres grandes «matrices» que estructuran la relación entre las sociedades «modernas» y la naturaleza: la actividad científica, la noción de progreso y la conquista territorial. ¿Cómo se articulan estas matrices en la historia de nuestras sociedades modernas?

Uno de los capítulos de mi libro es bastante ambicioso porque intento hacer una síntesis en unas decenas de páginas de las especificidades de la relación con la naturaleza tal y como se da en las sociedades modernas. La empresa es algo peligrosa, pero podemos tratar de hacer síntesis. En efecto, se trata de una cierta relación con la verdad, el tiempo y el espacio. La relación con la verdad está dominada por el ideal epistemológico de la objetividad y el desarrollo de las ciencias experimentales, que en última instancia se aplican a la propia sociedad. La relación con el tiempo está dominada por la construcción ideológica o casi mítica de la idea de progreso, del logro histórico de una sociedad que se impone sus reglas a través del control de la naturaleza. Y el control del espacio está dominado por el esquema de la conquista, que puede adoptar una forma colonial, que es la más espectacular, pero no la única: es la idea de una frontera geográfica entre tierras incultas y bárbaras, y tierras sometidas al marco racional del Estado y del capital.

Relación con la verdad, el tiempo y el espacio. Para mí, es una forma de devolverles la pelota a quienes, antes que yo, intentaron este tipo de síntesis, como Philippe Descola. Y es también una forma de indicar, por referencia histórica, que si hay un reajuste de nuestras organizaciones normativas contemporáneas ante el problema climático, debe referirse al mismo tiempo a nuestra relación con la verdad, el tiempo y el espacio. Ésa es la idea que tenía, y la idea era también decir que el capitalismo es un efecto secundario de estas tres grandes matrices. Está vinculado a las tres, pero quizá sea más una consecuencia histórica de las tres matrices que una realidad verdaderamente estructurante, con su propia fuerza motriz y su propia lógica histórica. Sin embargo, después dedico un capítulo al capitalismo porque, dado que este modelo de economía política se ha impuesto ampliamente, es interesante responder a la pregunta que siempre me hacen: ¿es compatible el capitalismo con la ecología?

¿Cree que podamos encontrar soluciones a esta crisis ecológica sin romper con el capitalismo?

A veces me preguntan si el capitalismo es compatible con la democracia. Si tomamos el problema de manera sumaria, estamos obligados a responder que no. El capitalismo, en su versión pura, abstracta, salvaje,  es decir, obtener un beneficio y considerar que la simple vida de las personas y la simple realidad del mundo no tienen ningún valor, es francamente incompatible con la democracia. Pero resulta que, históricamente, como dice Kojève en un famoso texto sobre Marx y Ford, la organización capitalista de la economía acabó encontrando una salida, en sus propios términos, a esa contradicción entre las ganancias y la vida, ofreciendo un compromiso a los trabajadores y salvando así su propio pellejo al tiempo que aceptaba a regañadientes una forma de democratización. Esto no significa que ya no exista una contradicción entre capitalismo y democracia, sino que hay un acuerdo estratégico entre dos formas institucionales que se estabilizan temporalmente.

La organización capitalista de la economía acabó encontrando una salida, en sus propios términos, a esa contradicción entre las ganancias y la vida, ofreciendo un compromiso a los trabajadores y salvando así su propio pellejo al tiempo que aceptaba a regañadientes una forma de democratización.

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La relación entre el capitalismo y la ecología es bastante similar. En primer lugar, se puede decir que así como el capitalismo sobreexplota y devalúa un recurso que le es indispensable, es decir, la mono de obra, sobreexplota y devalúa otro recurso que le es igualmente indispensable, el suelo, la tierra, el medio ambiente, o, como decimos a veces, los bienes comunes. Es incapaz de reproducirse por sus propios medios y, por tanto, necesita muletas reguladoras, y en particular muletas «ambientales», sin las cuales las personas y los entornos se marchitan muy rápidamente. El periodo que vivimos hoy nos enfrenta a esta cuestión. ¿Lo que está en juego es la abolición de cualquier modalidad de la economía de las ganancias o un reajuste de este régimen económico, del mismo modo que se reajustó tras la Segunda Guerra Mundial para volver tolerable la democracia? ¿Estamos ante un reajuste regulador del capitalismo que pretende salvarlo a él y al planeta al mismo tiempo, en el sentido de que vuelva a existir un futuro posible, como cuando inventamos la seguridad social y las vacaciones pagadas?

No tengo una doctrina sobre esta cuestión. Como todos nosotros, estoy pasando por este periodo haciéndome la misma pregunta que ustedes, sin querer darle una respuesta dogmática. Si se construye un movimiento mayoritario y consigue, en el desafío climático, abolir todas las relaciones sociales capitalistas, yo estaría encantado. Si un movimiento social mayoritario consigue imponer una regulación del capitalismo que sea a la vez medioambiental y democrática, un poco como lo que propuso Polanyi —la descomercialización total de los sectores clave: trabajo, dinero y tierra—, también me alegraría. Estamos tan lejos de cualquiera de estos objetivos que creo que no debemos ser demasiado selectivos. Podemos, en modo puramente especulativo, hacer planes, listas de deseos ideológicos, pero eso no me interesa.

Cuando afirma que el capitalismo logró tomar el control de la democracia, fue porque había una amenaza, el miedo al comunismo. ¿Puede la amenaza del derrumbe, el espectro del colapso, desempeñar el mismo papel hoy en día?

La analogía histórica es interesante. El capitalismo no se democratizó por sí solo, sino bajo la amenaza de la hipótesis comunista, y también en una coyuntura histórica en la que la clase propietaria estaba en gran riesgo, en especial ante el ocupante alemán durante la guerra.

¿Tenemos hoy el equivalente histórico de esta amenaza que podría crear un equilibrio de poder que beneficiara a la mayoría social que trabaja y soporta las consecuencias de la crisis ecológica y climática? No estoy seguro, y sobre todo no estoy seguro de que el colapso pueda desempeñar ese papel. Creo que la URSS fue mucho más eficaz para conseguir algo de la clase terrateniente occidental que la Extinction Rebellion o la colapsología para cambiar el equilibrio de poder. Es la estrategia, más ampliamente, conocida como la «generación climática», donde un grupo social señala el gran monstruo climático que está llamando a la puerta y se lo está llevando todo, y la presión moral que ejerce dicho grupo sobre las clases dirigentes basta para mover las líneas verdaderamente políticas. Pero esta narrativa es demasiado idealista para mí.

Podemos, en modo puramente especulativo, hacer planes, listas de deseos ideológicos, pero eso no me interesa.

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Lo que falta es algo a nivel de la experiencia inmediata de la dominación, la alienación y la degradación de la calidad de vida de la mayoría. Aquí entramos en un debate verdaderamente político, a saber: ¿tenemos los medios concretos para realizar una coalición de intereses sociales capaz de derrocar el statu quo político y económico? Éstas no son las cuestiones que trato en el libro porque intento ser menos polémico. Intento exponer los elementos del terreno en lugar de entrar en él: eso intentaré hacerlo en otras publicaciones y en otros contextos.

En cualquier caso, para que esta coalición de intereses se forme en un futuro próximo, es necesario que una masa crítica de ciudadanos sea capaz de transcribir su experiencia ordinaria, su experiencia de trabajo, de alienación y de disminución de sus capacidades en referencia a la historia y al presente de las relaciones colectivas con la naturaleza.

Se suele decir que la preocupación por el medio ambiente surgió principalmente en las décadas de 1960 y 1970. En realidad, esta «conciencia» tiene orígenes lejanos y muy diversos. Al final, ¿la toma de conciencia de la influencia humana en el medio ambiente no es tan reciente?

No sólo no es reciente, sino que incluso se puede rebatir —como hago en mi capítulo sobre el movimiento ecologista— la idea de la toma de conciencia. De nuevo, se trata de una contribución esencial de la historia ambiental. Siempre ha habido reflexión ambiental, es decir, cada vez que hay una innovación, que se introducen nuevas opciones tecnológicas, hay resistencia, debate, controversia e incertidumbre; la conciencia siempre está ahí. Sólo que o se relativiza, o se pospone o se desactiva. Y por eso más bien vemos olas. Hay momentos de mayor optimismo y momentos de mayor pesimismo. Los momentos de la Revolución Francesa o después de la Segunda Guerra Mundial son grandes momentos de optimismo, mientras que el periodo de finales del siglo XIX y principios del XX, marcado por las crisis, dio lugar a mucha reflexión ambiental, al igual que el periodo de los años 60 y 70, cuando surgieron cuestiones demográficas y de límites, dio lugar a más reflexión o angustia.

Por lo tanto, es una ola más que un movimiento continuo y gradual de toma de conciencia cuyo único destino es crecer. Una vez más, la reflexión ambiental no sólo tiene lados buenos: puede alimentar ideologías de repliegue e instintos maltusianos, puede poner en duda las aportaciones útiles de la ciencia y, por tanto, también tiene sus inconvenientes.

Además, hay discontinuidades en la forma de la conciencia ambiental. En los años 50 y 60, por ejemplo, la cuestión medioambiental se estructuró en masa gracias al internacionalismo de la ONU y a la idea de un consenso científico uniforme: se consideraba que era una cuestión que apelaba a la humanidad en general, a su capacidad de hacer la paz, de superar los conflictos de intereses entre naciones; era un ecologismo humanitario e internacionalista, impulsado por grandes universales un tanto abstractos.

La reflexión ambiental no sólo tiene lados buenos: puede alimentar ideologías de repliegue e instintos maltusianos, puede poner en duda las aportaciones útiles de la ciencia y, por tanto, también tiene sus inconvenientes.

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Hoy en día, esta retórica humanitaria y universalista se ha reducido mucho en el movimiento ecologista y ha dado paso a una retórica más francamente social en la que vemos una convergencia entre la cuestión de las desigualdades, la justicia, las relaciones de dominación y el problema ecológico. Esto es una buena señal porque nos estamos acercando a la verdad de lo que es esta crisis, pero también puede ser sólo un período entre otros en los regímenes de reflexión ambiental, y bien podría regresar un ambientalismo más reaccionario e imponerse.

¿Cuál es la base de la ecología política? ¿Es sólo una forma moderna de reflexión ambiental o podemos seguir diciendo que el nacimiento de la ecología política es un punto de inflexión o incluso una ruptura en su historia?

La ecología política aprovecha la lógica democrática y los partidos recogen las aspiraciones colectivas que encuentran en determinados sectores de la sociedad para hacerlas avanzar en el juego de la rivalidad electoral. Así, la ecología política, entendida como la estructuración de las cuestiones medioambientales, es una de las formas que adopta la reflexión ambiental en la situación actual. Pero está surgiendo continuamente. Hace cincuenta años que se dice que está surgiendo la ecología política, pero tal vez si miramos las encuestas, podríamos pensar en abandonar esta idea. No está surgiendo, sino que está estancada, precisamente porque aún no ha llegado a su punto de unión con la cuestión social. Se proclama, se anuncia, pero no se lleva a cabo.

Lo discutimos en una de sus conferencias de los martes con Paul Magnette, Chantal Mouffe y Ulysse Lojkine 2, y fue lo que subrayó este último en la introducción de esa conferencia: no parece haber una alineación perfecta entre el conflicto social —el conflicto de clases— y el conflicto de intereses respecto a la crisis climática. Muchos segmentos de la clase trabajadora están capturados por el carbono, carbon captured, para retomar el título de un interesante libro sobre el tema 3,[3] están bajo el poder del precio de los combustibles fósiles necesarios para trabajar, para moverse, porque los combustibles fósiles baratos son también un aspecto del poder adquisitivo. Por lo tanto, el statu quo de los combustibles fósiles tiene capturados a ciertos segmentos de la sociedad y, por lo tanto, al electorado.

Es lo que los sociólogos Mark Blyth y Thomas Oatley llaman la coalición del carbono, que reúne a los principales industriales del sector y a ciertos segmentos de las clases populares 4. Romper esto es difícil, sobre todo porque los que se enfrentan a esta coalición, la coalición postcarbón, son personas como usted y yo, urbanas, que se han beneficiado de unas estructuras educativas de calidad cada vez más reservadas a una pequeña parte de la población y que no están muy dispuestas a perder esos privilegios. Podemos o creemos que podemos permitirnos abandonar el statu quo del carbono porque nos interesa. Esto crea un juego de rivalidades con las clases trabajadoras. Por lo tanto, creo que la única salida es que un grupo político cree artificialmente una alianza entre los grupos sociales que siguen en oposición entre sí y realinee la cuestión social con la cuestión climática. Pero no mucha gente sabe cuál será el vector de esa realineación.

La ecología política, entendida como la estructuración de las cuestiones medioambientales, es una de las formas que adopta la reflexión ambiental en la situación actual.

pierre charbonnier

Podemos pensar que la clave está en la actitud hacia la migración. Dado que ésta se está viendo y se verá acelerada por la crisis climática, lo que acentúa nuestra pertenencia global, incluso planetaria, más que nacional, y dado que la concepción social de la solidaridad y la libertad en la historia ha ido generalmente de la mano del pluralismo cultural, cabe imaginar que la coalición mayoritaria postcombustibles fósiles encontrará su equilibrio como respuesta a las diversas formas que está tomando la obsesión nacional e identitaria en estos momentos. Tomo prestada una frase de Clément Sénéchal, quien recientemente me dijo que la figura del migrante podría ser el código de acceso a la construcción de una política climática verdaderamente progresista.

Entonces, ¿no es sólo un problema de falta de «cultura ecológica» popular?

Sí, pero las formas de conocimiento siempre están implicadas en la construcción de una coalición social. Así que no es sólo una cuestión trivial de condiciones de vida, presupuesto, salario. Es también la forma en que percibimos nuestra situación en las relaciones de autoridad, de poder, de conocimiento, en las relaciones con el futuro.

Habíamos discutido con Paul Guillibert la posible alianza entre los movimientos ecologistas y las clases trabajadoras, que formarían parte de esta coalición carbon-captured. El ejemplo de la refinería de Grandpuits, donde los ecologistas se movilizaron para defender los intereses de los trabajadores, mostró la posibilidad de que surgiera una nueva coalición. ¿Es esta la dirección en la que podría o debería construirse una nueva coalición?

Es un buen ejemplo, pero tiene un significado geopolítico. Los trabajadores de los combustibles fósiles no son tan numerosos en Francia, a escala europea un poco más, especialmente con el caso de Polonia, pero es sobre todo una cuestión internacional. Por eso fueron tan importantes las cuestiones de la transferencia de fondos del norte al sur en la última ronda de la COP. Está la cuestión de la adaptación, tenemos que darles dinero para ayudarlos a adaptarse a las consecuencias inmediatas del cambio climático, que es caro. Pero también está la cuestión del financiamiento de la transición para los países que aún no tienen los medios para hacerlo mientras que deben la mayor parte de su prosperidad a los combustibles fósiles baratos. Así que lo que está en juego es la desvinculación del aparato estatal indio y/o chino del carbón o del petróleo, y tal vez valga la pena ofrecerles unos cuantos miles de millones para pagar el seguro de desempleo de los que trabajan en las minas.

Usted distingue dos críticas radicales al capitalismo vinculadas a las preocupaciones medioambientales, la idea del decrecimiento y el proyecto ecofeminista o interseccional. ¿Por qué eligió estos dos tipos de lucha en particular?  

En el penúltimo capítulo del libro, intento dar una visión general de las diferentes propuestas para reajustar la economía política bajo las restricciones ecológicas y climáticas. Hablo del capitalismo verde, de propuestas como el Green New Deal, que son neokeynesianas, y también intento dar cabida a críticas más radicales inspiradas en el movimiento de decrecimiento, el ecofeminismo y la ecología postcolonial. Se trata de corrientes de pensamiento y activismo que dan testimonio del efecto de derrame cultural de la cuestión ecológica. Hoy en día vemos personas, por ejemplo en los círculos feministas, que afirman que la cuestión ecológica y la cuestión de las relaciones de género son indisociables. Y el argumento principal es la desvalorización del trabajo de reproducción, que va de la mano de la sobrevaloración del trabajo productivo: dado que este contraste sigue los contornos de la división sexual del trabajo, la subordinación del trabajo de unos al trabajo de otros forma parte de la desvalorización de todo lo que se enmarca en el mantenimiento, la perpetuación o la reproducción social.

Esta es una forma muy interesante de establecer vínculos históricos y críticos entre las dos causas. Pero hay otro fenómeno, igualmente interesante, que es el hecho de que el carácter casi unánime de la preocupación por la ecología y el clima anima a ciertas activistas feministas a ponerse sobre las pistas de esta crítica para obtener reconocimiento y crear alianzas. Lo mismo ocurre con la crítica de los sistemas políticos y económicos de inspiración descolonial. Así que, a mis ojos, la dinámica de coalición, una vez más, entre diferentes movimientos críticos que tienen más o menos los mismos enemigos, es tan interesante como el establecimiento de una verdad histórica, incluso dogmática, sobre la coincidencia absoluta entre la dominación masculina y la destrucción de la naturaleza. A veces se dice que sólo se puede ser ecologista si también se es feminista o descolonialista, pero tal vez la construcción de puentes intelectuales, críticos, ideológicos y militantes entre diferentes esferas de preocupación no implique necesariamente una intransigencia dogmática que afirme que sólo se puede ser X si se es Y. Por ejemplo, podríamos imaginar que no es del todo sensato subordinar toda la crítica feminista de la sociedad a consideraciones ecológicas, que una parte de este programa intelectual es autónoma en sus instrumentos de análisis y en sus objetivos políticos. En cualquier caso, dos cosas son ciertas: la ecología, el feminismo y el antiimperialismo tienen en común que atraen las iras de los reaccionarios y los nacionalistas, lo que los une de facto en una alianza de energías emancipadoras; y son cuestiones que son objeto de muchos cuestionamientos por parte de los estudiantes, por lo que no tenemos más remedio que reflexionar sobre ellas.

Notas al pie
  1. Dominique Cardon, Culture numérique, Presses de Sciences Po, 2019, p. 430
  2. L’écosocialisme peut-il devenir une force politique européenne ?, Conferencia del 30 de noviembre de 2021.
  3. Matto Mildenberger, Carbon Captured: How Business and Labor Control Climate Politics, MIT Press, 2020, 368 pp.
  4. Thomas Oatley y Mark Blyth, The Death of the Carbon Coalition, Foreign Policy, 12 de febrero de 2021.
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