Elogio de los personajes secundarios
Los Secundarios, la última novela de Isabel Bono, editada por Tusquets, ahonda en la complejidad de la vida moderna, la soledad y el resentimiento a través de la historia de dos personas solitarias que se reencuentran en la edad madura.
La palabra felicidad carece de sentido cuando no puedes compartir tus miedos, tus alegrías, tus fracasos o tus sueños, y decides aparcarlo todo como si fuera un mueble viejo en un trastero que nadie visita y que lleva años cerrado con llave. En una época moderna tan acelerada donde prima el individualismo y la competitividad, hay quien considera que la mejor opción es construirse una barrera protectora que le aparte de cualquier lazo social. El retrato de las personas encerradas en su cascarón suele ser la misma: solitarios, inseguros, rabiosos con su pasado y hastiados del presente. Precisamente eso es lo que les ocurre a Rubén y Amalia, los protagonistas de la nueva novela de Isabel Bono (Málaga, 1964). En su tercera obra, titulada Los Secundarios y editada por Tusquets, Bono rescata a dos personajes de su anterior novela Diario del asco (2020) y nos presenta a dos seres desencantados que actúan como si fueran actores de reparto en su propia vida. Fernando Aramburu dijo, con mucho acierto, que la prosa de Bono tiene veneno, pero veneno del bueno. Los lectores encontrarán en esta historia una escritura afilada y humorística, pero también un dolor y una dureza que impregnan todas las páginas.
Para entender el tono de esta obra y sobre todo los orígenes de nuestros protagonistas, conviene echar la mirada atrás revisitando Diario del asco, la precuela de Los Secundarios, en la que Bono cuenta la historia de Mateo, un hombre que siente que ha fracasado en el amor, en la familia, en el trabajo y hasta en su intento de quitarse la vida. Cuando vuelve a casa, su psiquiatra le aconseja que escriba un diario. En él, Mateo habla de un sinfín de temas que orbitan en torno a la muerte, al amor, y sobre todo al sentido de la existencia en un mundo donde parece que todos tenemos la obligación de ser felices. “Ojalá vierais la vida como la veo yo. Para mí todos estamos muertos desde el principio”, repite. Dos años después de contar la historia de este hombre, Isabel Bono ha decidido centrarse en Rubén, el hermano de Mateo, y en Amalia, su exmujer, dos figuras que ya aparecían en Diario del asco pero estaban en segundo plano. Como si fuera un spin-off en el mundo del cine, la escritora malagueña ha decidido darles un protagonismo que no tuvieron anteriormente y describir sus miedos, sus traumas, sus anhelos y esa sensación de que la existencia pasa de largo sin tenerles en cuenta.
Decía García Márquez que el inicio siempre marca la respiración de la historia, y tal vez sea cierto. Desde el principio, Rubén, de 43 años y homosexual, deja claro su personalidad: “Hoy sí que llevo una máscara, la que siempre he escondido, la máscara de lo que soy”. Por su parte, Amalia se define como alguien que miente a todo el mundo, que es egoísta y que nunca ha querido a nadie. El encuentro entre ambos secundarios, que antaño eran familia, se produce a la mitad de la novela, cuando coinciden en el portal del enorme edificio de apartamentos en el que llevan años viviendo. Rubén y Amalia no solo descubren que son vecinos desde hace tiempo, sino también que comparten una frustración vital que llevan años arrastrando.
Cada uno tiene sus problemas particulares que explican en gran medida muchos de sus actos y formas de reaccionar. Rubén es víctima de la soledad, de sus amores frustrados y de sus obsesiones, porque siempre ha intentado encajar en los lugares sin éxito y conserva el temor permanente a no ser aceptado en el grupo. Lo primero que nos revela este personaje es su relación romántica inconfesable, algo que arrastra desde los 14 años y que nunca ha podido superar. Rubén también está profundamente marcado por dos circunstancias familiares. Por un lado, sufre por el rechazo de su padre, un hombre tremendamente frío y machista que desprecia su forma de ser y su condición sexual, y que le llevó a fugarse de casa. Por otro lado, no ha superado el suicidio de su madre que, además, era alcohólica. El cuadro es tan desalentador que la escritora contagia la tristeza a quien lee todas estas memorias, pero también favorece la empatía de los lectores con el personaje de Rubén, porque dada su trayectoria vital, uno entiende que pueda sentir tanto rencor hacia la existencia. El acercamiento que puede establecerse entre los personajes y los lectores es un punto destacable de esta novela, porque la escritora logra, mediante las descripciones, que sintamos más piedad que desprecio por ellos.
En el caso de Amalia, la ex mujer de Mateo, nos encontramos con un perfil menos dramático pero igualmente frustrado. Ella es una mujer que tiene enquistada una relación turbulenta de competición constante con su hermana desde que era pequeña, y parece estar ensimismada en dramas cotidianos y sufre mucho la profunda soledad en la que lleva toda su vida. Un episodio revelador es cuando Amalia cuenta que pasa una mañana sola en su apartamento y escucha ruido a su alrededor mientras sufre imaginando que todos están acompañados menos ella. Nuestra protagonista bien podría recordar a una Madame Bovary del siglo veintiuno, tan insatisfecha como soñadora. El problema no está en que no tenga sueños, sino que sus planes suelen frustrarse siempre. Un buen ejemplo es cuando entra a vivir en su pequeño piso y compra muchas cosas para recibir visitas. Después de cuatro años viviendo en ese hogar, aún no la ha visitado nadie. Todo esto hace que la inseguridad lleve acompañándola toda la vida, como bien explica en uno de sus largas divagaciones, cuando asegura que su hermana hace las cosas mucho mejor que ella. Resulta también angustiosa la forma en la que describe su matrimonio con Mateo, la única relación duradera que ha tenido en su vida, como un mero trámite, algo que le convenía socialmente y que no tiene que ver tanto con su deseo personal.
Con sus respectivas mochilas de recuerdos en la espalda, ambos van compartiendo vivencias en una conversación que parece más un monólogo de cada uno respaldado por el otro. Un elemento característico de su relación es cuando brindan en su primera cita y lo hacen en nombre de “los perdedores”. Como si necesitaran al otro para verse reflejados en su experiencia, ambos parecen llevar mejor su mediocridad si lo hacen conjuntamente.
Precisamente esa es una de las preguntas que sobrevuelan la obra: ¿Están conversando o más bien se están desahogando? La novela tiende a pensar lo segundo, porque ambos personajes parecen mirar solo por sí mismos, como bien lo demuestran en sendas afirmaciones. “No quiero crear vínculos con nadie”, asegura Rubén. “No puedo convertir en costumbre esto de huir”, intenta convencerse Amalia. El afán por hablar se evidencia más en el personaje de Amalia, porque es mucho más conversadora que Rubén. Al final, nos encontramos con dos personas que tienen una relación atípica y hasta extraña, profundamente desequilibrada incluso en sus conversaciones. Pese a todo, ellos siguen quedando porque están profundamente solos.
La estructura de la historia es sencilla, pero no simple. El tiempo que predomina es el presente y la primera persona del singular, pero destaca cómo se cuela a veces la tercera persona en el mismo párrafo. A nivel narrativo, es de elogiar la rapidez y naturalidad con la que la autora entrelaza el presente y el pasado para tejer los recuerdos de los personajes. La prosa es limpia y clara, sin grandes alardes estilísticos porque no le hace falta. A nivel narrativo, Isabel Bono presenta una reflexión sobre la complejidad de las relaciones humanas y explora sus laberintos más oscuros, todos esos recovecos que dejan salir a la luz los resentimientos, el rencor, incluso el asco por determinadas situaciones y personas. La apatía puebla toda la novela y deja patente la anhedonia tan propia de nuestra época. A Isabel Bono le gusta meter el dedo en la llaga y se nota en la forma en que plantea temas crudos con un humor inconfundible. El escenario donde se sitúa la novela, aquel edificio gris, también refleja el ambiente desapacible y es una buena metáfora de todos los resentimientos que callan los personajes y les van ahogando cada día un poco más.
Si bien es inevitable pensar en la tristeza que desborda la obra, no estamos frente a una novela pesimista, más bien al contrario. Bono hace una reivindicación de todas esas personas que viven esperando algo mejor, de las que viven en los márgenes, en la orilla de la mediocridad y sin embargo tienen mucho que decir. A pesar de todas las desgracias que han podido sufrir, Amalia y Rubén no dejan de esperar un futuro mejor, un suceso que les redima y les permita una vida realmente feliz en la que puedan dejar atrás las rencillas del pasado. El final es el fin de la conversación, la claudicación de los monólogos de ambos. En el retrato de todos aquellos que se mueven huyendo de sí mismos, la escritora viene a plantear la cuestión principal de la novela: ¿Acaso en las historias secundarias no hay también argumentos interesantes y dignos de situar en primer plano? La respuesta queda a cargo de los lectores, que juzgarán si los matices de los secundarios tienen algo que envidiar a los protagonistas. Yo diría que no.