¿Cómo ha influido la pandemia de Covid-19 en la cuestión de la integración europea? ¿Qué lecciones para el futuro de la UE podemos sacar? Una reflexión socioeconómica sobre la crisis sanitaria y su impacto en la construcción europea.
Europa de cara a la pandemia: ¿qué respuesta a nivel europeo?
La crisis del coronavirus ha exacerbado tres problemas no resueltos: el carácter político de la moneda, la heterogeneidad de las trayectorias económicas y los límites del marco de competencia como principio de convergencia de las políticas nacionales, hasta el punto de poner en duda la capacidad de resistencia de la UE. La crisis regresó al primer plano un dilema que está en el centro de la cuestión europea: ¿avanzará la cooperación entre los países miembros, o se dividirán?
Para algunos analistas, el débil papel que ha jugado la Comisión Europea en la coordinación de la lucha contra el coronavirus representa una oportunidad perdida: en su opinión, habría sido una forma de demostrar que Europa tiene capacidad de proteger a sus ciudadanos. Sin embargo, en la distribución de competencias entre los Estados miembros y la Unión Europea, la salud pública obedece al principio de subsidiariedad, al igual que la política social. Más allá de este argumento jurídico, no está claro que la responsabilidad de la lucha contra las pandemias corresponda al nivel supranacional intermedio que desempeña la Unión Europea. De hecho, por su propia naturaleza, la salud pública relacionada con las epidemias es un bien público mundial que debe defenderse y organizarse a ese nivel. Ése es precisamente el papel de la OMS.
Sin embargo, el fantasma de una nueva crisis del euro que podría llevar a la ruptura del mercado único, con Alemania como una de las primeras víctimas, en una época en que la globalización está en repliegue y en que las empresas se están volviendo a concentrar en el espacio europeo, ha creado una percepción de urgencia profunda. Esto ha dado un vuelco a los principios ortodoxos del ordoliberalismo, lo que implica una innovación política considerable: los apoyos (y ya no créditos reembolsables) deberían financiarse con la emisión de títulos europeos y, al cumplir su plazo, reembolsarse con impuestos pagados directamente al presupuesto comunitario.
¿Se trata de un momento fundacional en dirección del federalismo europeo a partir del modelo de 1790 del primer Secretario del Tesoro estadounidense, Alexander Hamilton, que se hizo cargo de las deudas de los estados tras la Guerra de la Independencia? Hay que ser prudentes, pues no es más que la primera fase de un proceso abierto e intrínsecamente incierto.
En efecto, el plan europeo se considera una respuesta transitoria al coronavirus y debería acabarse con la pandemia. En primer lugar, está concebido para anticipar la oposición a una Europa de transferencias por parte de los países que dudan de que la opinión pública acepte apoyar a los países que no han sabido o no han podido respetar las reglas comunes. En segundo lugar, en el proceso de negociación que se está abriendo, los países «frugales» del norte podrían aceptar el principio de la ayuda, pero sólo a cambio de imponer condiciones estrictas a los países beneficiarios. Esto es lo que ya había llevado al gobierno italiano a rechazar los préstamos del Mecanismo Europeo de Estabilidad; con ello, Italia estaba transmitiendo la opinión de sus ciudadanos, cuyo nivel de satisfacción con la Unión Europea se ha reducido considerablemente desde 2011. En cierto modo, sería una repetición del trato impuesto a Grecia, que un partido nacionalista italiano no dejaría de aprovechar.
Además, tras haber esperado tanto para reparar las fallas del euro, los responsables deben recuperar urgentemente el tiempo perdido. Desgraciadamente, la construcción de cualquier institución toma tiempo y no produce los efectos esperados antes de una década, por lo menos. Durante este periodo intermedio, no está claro que la Unión Europea pueda responder a las demandas contradictorias de los gobiernos, y mucho menos diseñar y decidir políticas ante las nuevas (desagradables) sorpresas que podría implicar la dislocación de las relaciones internacionales o el estallido de otra crisis financiera internacional. Por último, la Unión Europea sólo puede prosperar si la divergencia en los resultados económicos y el nivel de vida, que se observa desde 2008 entre el norte y el sur, se detiene y da pie a un crecimiento más equitativo dentro y entre los países que la conforman.
La necesidad de una coalición sociopolítica capaz de llevar adelante el proyecto europeo
Las tensiones políticas no se limitan a Italia ni a los países del sur: los gobiernos de Europa Central quieren beneficiarse de los apoyos de la Unión, pero no quieren cumplir sus exigencias en materia de democracia y Estado de derecho. La tensión entre «populistas» y «progresistas» recorre Europa y limita mucho la probabilidad de que se forme una identidad política común.
Con demasiada frecuencia, los debates sobre la reforma de las instituciones europeas se tratan desde una perspectiva técnica: siguen obedeciendo al paradigma funcionalista que asocia una solución económica racional a cualquier problema de coordinación entre países. Esto no toma en cuenta un enfoque más realista de las sociedades contemporáneas basado en la economía política moderna: dentro de cada nación, los distintos grupos socioprofesionales examinan si tal o cual avance de la integración europea —el mercado único, el euro, el proyecto «Nueva Generación» de la UE— aporta beneficios, costos y riesgos. Pero con el aumento de la competencia intraeuropea, la financiarización de las economías, el auge de las redes sociales y la erosión de las formas tradicionales de intermediación política —partidos, sindicatos—, las percepciones y expectativas de los ciudadanos se han ido diferenciando e individualizando. En consecuencia, se ha vuelto especialmente difícil encontrar coaliciones sociopolíticas con cierta estabilidad que puedan apoyar una mayor integración europea. El futuro de la Unión Europea depende de la simultaneidad y duración de esos compromisos nacionales.
Una última preocupación es que, en un mundo de una complejidad sin precedentes, y por tanto plagado de incertidumbres, el cálculo racional que propone la teoría económica llega a su límite. En este contexto, triunfan la emoción, la narrativa, la comunicación política y las ideas simplistas, aunque sean falsas y peligrosas. Qué desventaja para el progreso de la integración europea, que en cambio exige pragmatismo y habilidad en la búsqueda de nuevos pactos, cimientos de un régimen socioeconómico original…
De hecho, este episodio ilustra y refuerza la gran contradicción que desgarra a las sociedades desde la década de 2000: se han vuelto extremadamente dependientes económica y financieramente en un mundo interconectado, pero una fracción creciente de la población aspira a recuperar todos los atributos de la soberanía nacional. La incapacidad de superar esta contradicción conduce a una dislocación de las relaciones internacionales y, en consecuencia, a la crisis de la mayoría de los regímenes socioeconómicos. Este mal también afecta a la Unión Europea, porque la persistente oposición entre distintas especializaciones, intereses económicos e ideologías conduce a una crisis en el sentido original del término, a saber, un momento crítico en el que está en juego la muerte o la mutación del euro y del mercado único. Más allá de la difícil reanimación de las economías nacionales, la cuestión no es sólo técnica: ¿cuáles son las coaliciones políticas y los compromisos institucionalizados que pueden surgir para superar las múltiples incertidumbres que persisten? De ello dependerá en gran medida el proyecto europeo posterior a la crisis.