Las imágenes de ciudadanos afganos exhaustos a quienes arrojan de los aviones militares estadounidenses al despegar son una metáfora perfecta de la determinación del gobierno de Biden de deshacerse de un legado engorroso y centrarse en los problemas del presente. La forma brutal en que arrojaban los cadáveres refleja la determinación del Presidente Biden de poner fin a las guerras eternas. Y que algunos se hayan enojado con él no sólo refleja la empatía por la tragedia humana de tantos afganos que ven cómo los talibanes destruyen sus oportunidades vitales. También están de luto por una época más optimista en la que Occidente quería construir un orden internacional liberal y pensaba que podía llevar la democracia a todos los rincones del mundo.
Hay que afrontar la realidad: el fin de las guerras eternas no traerá la paz eterna, sino todo lo contrario. Y para entender por qué, hay que analizar casos muy diferentes de los dos últimos años.
Empecemos por la crisis de Covid. Cuando se desató el virus, el gobierno chino hizo acopio de medicamentos, cubrebocas y equipos de protección. A medida que el SARS-Cov-2 se extendía, esos suministros se utilizaban para sobornar y chantajear. Los aliados de China —Brasil, Serbia e Italia— recibieron una lluvia de cubrebocas, y luego, de vacunas. Pero los Estados más críticos del país asiático —como Australia, Francia, Países Bajos, Suecia y Estados Unidos— fueron amenazados con no recibir suministros si sus gobiernos no cambiaban de políticas.
Estas relaciones tóxicas no se tratan sólo del comercio. En Estados Unidos, cuando arreciaron las protestas del movimiento Black Lives Matter tras el asesinato de George Floyd, una oleada de mensajes en las redes sociales africanas llamó a la violencia contra la «policía fascista». Parecía un despertar político global, pero en realidad fue orquestado por fábricas de trolls en Ghana y Nigeria, financiadas directamente por el Estado ruso.
Los conflictos sobre la tecnología misma afectan a las mayores empresas del mundo. Google y Huawei han colaborado estrechamente durante años, y así, se estableció una sociedad entre el fabricante de teléfonos más exitoso y el sistema operativo más utilizado. Fue entonces cuando entró en juego la geopolítica.
Incluso los Estados aliados a priori muchas veces traen la espada desenvainada. En diciembre de 2020, por ejemplo, los supermercados británicos se enfrentaron a la escasez de frutas y verduras cuando el gobierno francés decidió cerrar sus fronteras. La prohibición de los camiones británicos claramente pretendía controlar la propagación del virus, pero también ejercía presión sobre Downing Street en la partida final de la salida del Reino Unido de la Unión Europea.
Y mientras que las superpotencias mostraban sus músculos, los países más débiles recurrían a tácticas similares para contraatacar. Ese mismo año, la marina iraní utilizó unos buques petroleros para protestar contra las sanciones paralizantes, un acto de piratería que pretendía romper el apoyo al bloqueo financiero.
Unos meses antes, en la vecina Turquía, el presidente abrió la frontera de su país con Grecia, instando a millones de refugiados sirios a buscar una vida mejor en Europa. Su objetivo no era ayudarles a perseguir sus sueños, sino utilizar la amenaza de una ola de refugiados para obtener concesiones de la Unión Europea.
Las fotos de los incendios forestales en la selva amazónica han conmocionado a la creciente comunidad de personas preocupadas por el cambio climático en todo el mundo. Una comunidad a la que no pertenece el presidente brasileño Bolsonaro. En cambio, su gobierno utiliza las preocupaciones de los demás para extorsionar a la comunidad internacional. Su ministro de Medio Ambiente, Ricardo Salles, pidió a Europa y Estados Unidos un pago anual de mil millones de dólares, a cambio de que, dice, Brasil reduzca la tala de sus bosques en un 30-40%.
Entonces, ¿qué tienen en común la intimidación china, el trolling ruso, la regulación estadounidense, el bloqueo francés, la piratería iraní, la política fronteriza turca y el chantaje brasileño? No se trataba de accidentes aleatorios —como la caída del cielo de un asteroide o un terremoto— sino de avatares de un nuevo tipo de violencia política. Cada una de esas manifestaciones fue un arma perfecta para golpear un punto neurálgico de la red y explotar las debilidades de nuestro mundo conectado. Cada vez que un país utiliza un arma, otro le devuelve el gesto, y así, se crea una espiral de tensión mortal.
El libro que acabo de publicar es una obra breve con una idea sencilla: los lazos que mantienen unido al mundo son también los que lo dividen. En un mundo donde la guerra entre las potencias nucleares es demasiado peligrosa incluso para tenerla contemplada, los países se enzarzan en nuevos conflictos utilizando los mismos elementos que los unen.
Una doxa un tanto trillada dice que vivimos una época dorada de paz. Pero, ¿cómo podemos ignorar la tensión y la violencia que desgarran nuestro mundo todos los días? De hecho, hay una palabra que describe nuestro estado liminal, suspendido de cierta forma entre un estado de guerra y uno de paz. Académicos como Lucas Kello, que trabajan en la amenaza cibernética, intentaron describir la zona gris en la que estaba inmerso su mundo y en la que eran testigos de millones de ataques diarios que nada tenían que ver con la guerra convencional. Fue así como rehabilitaron una hermosa palabra anglosajona: unpeace, «a-paz ». Y cuando la violencia se propaga, desde el uso de internet como arma hasta cada una de las facetas de la globalización, la expresión resume perfectamente nuestra condición. Nos estamos familiarizando con un mundo inestable, sometido a crisis, a una competencia perpetua y a un sinfín de ataques entre potencias rivales.
Bienvenidos a la era de la a-paz
En la era de la a-paz, la política de las grandes potencias se ha convertido en un matrimonio sin amor en el que cada parte de la pareja no soporta la compañía del otro, pero es incapaz de divorciarse. Y como sucede en una pareja infeliz, las cosas que se compartían en los buenos tiempos se convierten en el método para perjudicar durante los malos. En un matrimonio que se desmorona, el vengativo de la pareja utilizará a los niños, al perro y la casa de vacaciones para hacerle daño al otro. En geopolítica, los actuales campos de batalla son todos los aspectos que deberían unirnos: el militar, el económico y financiero, el sanitario, el de la infraestructura, el tecnológico, el climático y el migratorio.
La instrumentalización de las conexiones no es nueva. Lo nuevo es la densa red de conexiones que constituye el cableado oculto de nuestro mundo globalizado. Y la forma en que se manipula confiere a las sanciones, a los bloqueos y a las campañas de relaciones públicas una dimensión viral y un carácter de mortal que no existían antes de que nuestro mundo fuera definido por esas mismas redes. El periodista Thomas Friedman tuvo a bien afirmar que nuestro mundo globalizado era plano, pero en realidad es todo lo contrario: es una red desigual y en relieve. Algunos países son más importantes para el sistema que otros. Pueden cortar el paso a las naciones rivales y utilizar el control de los ejes para afirmar su poder.
En mi libro, sostengo que en lugar de avanzar hacia un mundo bipolar o hacia el caos ingobernable de un mundo sin polos, estamos presenciando la aparición de un «orden tetramundial». Tres imperios de la conectividad tienen ideas fundamentalmente diferentes sobre cómo organizar el planeta, mientras que el resto de los países —que constituyen una cuarta parte del mundo— se ven obligados a navegar entre estos imperios.
La primera superpotencia es Estados Unidos, la potencia tutelar. Cuando Washington observa el mundo, ve nodos en el mapa de la red y examina dónde podría utilizarlos para vigilar o sancionar. Después del 11 de septiembre, los funcionarios del Tesoro de EUA comenzaron a considerar cómo Washington podría aprovechar la ubicuidad del dólar y del dominio estadounidense en el sistema financiero internacional para atacar la financiación del terrorismo. Desde entonces, el país ha utilizado las mismas tácticas y su posición privilegiada como eje para limitar o amenazar con penalizar a los demás. Para Estados Unidos, el principal indicador de poder es la capacidad y los recursos monetarios. Lo que importa es el nivel del PIB, la fuerza del ejército y la innovación del sector tecnológico, ya que esto le permite controlar más ejes.
La segunda es China: el poder relacional. Cuando Pekín mira al mundo, se fija en los vínculos: explora cómo puede conectar a otros países con su mercado y utilizar esos lazos de infraestructura para vincularlos a una esfera de influencia china. En el pasado, China pretendía acceder a las redes centradas en Occidente al tiempo que preservaba su soberanía. Pero hoy, su principal objetivo es construir nuevas redes donde ella misma sea el centro. Para China, el principal indicador de poder es el número de relaciones que se tienen y el lugar que se ocupa en el sistema. La iniciativa de la Franja y la Ruta es la encarnación perfecta de este pensamiento.
La tercera superpotencia es Europa, la potencia reguladora. Cuando Bruselas mira al mundo, examina los nodos individuales —o más exactamente, el bienestar de los consumidores y las empresas europeas— y piensa en las normas o reglas que servirán mejor a sus intereses. El acervo comunitario es el sistema operativo de la UE y, desde dentro, no sólo lo acatamos, sino que hemos procurado que todos los que entran en contacto con nuestra red sigan las mismas reglas. Europa usa su poder económico para imponer su idea de cómo debe organizarse la sociedad, amenazando con excluir a las empresas que no cumplan sus normas. Todos hemos oído hablar del efecto Bruselas. Pero también nos enfrentamos cada vez más a un «efecto anti-Bruselas», tanto dentro de nuestras sociedades como en la escena mundial, donde la gente está más interesada en recuperar el control que en seguir nuestras reglas.
Y esto me lleva al cuarto mundo. La mayoría de los habitantes del planeta no viven en Estados Unidos, en China ni en la Unión Europea. Y muchos son muy conscientes de los efectos ambivalentes de la conectividad. Su gran temor actual es tener que volver a seguir los dictados de los tres grandes imperios de la conectividad y verse obligados a elegir entre ellos en lugar de ser soberanos de su propio destino. Sin embargo, el nuevo mundo ofrece a las potencias intermedias más opciones geopolíticas de las que tenían con el equilibrio de poder clásico del siglo XX, en el que estaban desclasadas por la superioridad tecnológica y armamentística de las superpotencias. Esto ha dado lugar a diversas estrategias de nicho, como que Rusia se vuelva pionera de la disrupción social o que Turquía convierta la migración en un arma.
En el futuro, algunos de los mayores peligros vendrán del choque de los diferentes sistemas de los «cuatro mundos». De hecho, podríamos presenciar nuevos puntos de tensión en torno a la conectividad en algunos de los lugares que han dividido al mundo en épocas anteriores…
¿Qué hacer?
Cuando empecé a trabajar en este libro, mi intención inicial era hacer un apasionado alegato a favor de un «mundo abierto». Esperaba diseñar una nueva arquitectura para un planeta más solidario. Pero cuanto más avanzaba, más me daba cuenta de que el lado bueno y el malo de la conectividad están inextricablemente unidos, y que es imposible desligarlos sin destruir muchos de los mayores avances de nuestra civilización.
Fue durante uno de mis viajes a Pekín cuando tuve una revelación sobre el dilema al que se enfrenta nuestro mundo. Al recorrer mi librería favorita, la Book Worm, me encontré con un libro titulado Facing Codependence, de Pia Mellody, que parecía recoger todas las patologías que asedian a la política contemporánea y las relaciones internacionales. En lugar de hablar de la interdependencia como un fenómeno equilibrado, identifica un estado de «codependencia», en el que los vínculos entre los diferentes actores se vuelven tóxicos, pero también inevitables.
Su diagnóstico de nuestra condición no se basa en la patología de personas o países individuales, sino en la naturaleza de las relaciones entre ellos. Reconoce que las tensiones surgen tanto de la psicología como de la economía. Son intrínsecas al sistema global que hemos creado y se pueden gestionar y canalizar, pero no eliminarse. Tal vez lo más importante es que su análisis parte de la realidad vivida por sus pacientes, no de las teorías de los expertos, y trata de encontrar la manera de que el paciente se sienta seguro en lugar de decirle que está equivocado en sus temores.
Mi única sorpresa fue encontrar su libro en la sección de «desarrollo personal» de la librería, y no en la de «política internacional».
Fue entonces cuando me di cuenta de que el mundo necesita terapeutas, no arquitectos. En lugar de erradicar el lado oscuro de la conectividad mediante un gran diseño, necesitamos estrategias para moldear nuestra nueva realidad y sobrevivir a ella. Durante la Guerra Fría, la gente se dio cuenta de que la mayor amenaza para la humanidad era la carrera armamentística nuclear, que podía volverse incontrolable. Entonces, intentaron aprovechar la escalada para crear confianza y controlar gradualmente las armas que amenazaban con aniquilar a la humanidad. Nuestro dilema es mucho mayor, pues, en la era de la no-paz, toda la violencia pasa bajo el radar de la guerra y, por tanto, no está regulada. Y en lugar de ser prisioneros de unas cuantas tecnologías mortales que pueden ser identificadas, vigiladas y controladas, vivimos en una época en la que casi todo se puede convertir en arma.
Si las conexiones esenciales para nuestro bienestar también se están convirtiendo en armas mortales, debemos encontrar formas de volverlas menos peligrosas. En lugar de acabar con la conectividad, deberíamos intentar diseñar reglas y normas que la mitiguen o la desarmen. Si la Guerra Fría se atenuó con el control de armas, el equivalente en nuestra época es «desarmar la conectividad». Será una lucha sisífica similar a la terapia continua, necesaria para desintoxicar las relaciones personales. Aunque los psicólogos no creen que la codependencia pueda curarse por completo, han identificado cinco pasos para manejarla de manera que sus pacientes puedan seguir llevando una vida plena. He intentado adaptar estos tratamientos a un programa de cinco pasos para la época de la no-paz, basado en la idea de «desarmar la conectividad».
La línea divisoria debería estar entre una comunidad «gestionada» y una «no gestionada», no entre sociedades «abiertas» y «cerradas»; esto en todos los planos, desde el comercio y la migración hasta la tecnología y el cambio cultural.
Mi libro explica las múltiples formas en que la globalización —y en particular, la revolución digital— hace más probable el conflicto.
Si seguimos con la trayectoria actual de mayor conectividad, mayor comparación y mayor competencia, corremos el riesgo de entrar en una era de conflicto perpetuo —no oficialmente en guerra, pero nunca en paz— en la que nadie se acuerde del origen de los desacuerdos.
El escenario catastrófico sería una superposición de ciberataques, crisis financieras y depresión económica desencadenada por el colapso de las cadenas de suministro mundiales. Estos fenómenos podrían verse reforzados por la incapacidad de luchar contra la crisis climática, lo que a su vez podría provocar una crisis migratoria y otras pandemias.
En tiempos de grandes cambios, es más prestigioso señalar el camino hacia una nueva Jerusalén o diseñar la arquitectura de un nuevo orden mundial. Pero estoy convencido de que la terapia que se busca en Washington y en las capitales europeas será mejor.
Es hora de ver que la conectividad, nos guste o no, es un arma de doble filo. Una vez que aceptemos que significa tanto el conflicto como la cooperación, podremos poner en práctica estrategias que minimicen el descontento y limiten la violencia que trae consigo. Como en todas las enfermedades psicológicas, el primer paso hacia la salud es reconocer que existe un problema.