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El mundo que nos rodea se vuelve vertiginoso, parece incomprensible, pero no es inútil intentar describirlo y analizarlo. Para apoyar la primera redacción independiente de una revista europea, suscríbete al Grand Continent

A nuestro alrededor, las opiniones expresadas en las redes sociales —desde «desahogos» virales hasta videos repugnantes y alucinaciones generadas por inteligencia artificial procedentes de usuarios privados de todo el mundo— parecen determinar por completo el discurso político.

En las democracias liberales, los gobiernos se ven ahora obligados a recurrir a políticas miopes e ineficaces para intentar contener el torrente de opiniones forjadas por los afectos.

Las emociones han tomado el relevo de la realidad.

El problema no radica simplemente en la irracionalidad o la naturaleza intrínsecamente corrosiva de las redes sociales.

La desaparición de los espacios comunes que antes servían de mediadores de opiniones y daban poder al colectivo ha abierto una profunda brecha: la realidad se resquebraja.

Si no se repara, esta brecha podría provocar un colapso.

El ciclo de irrealidad en internet podría volverse incontrolable.

¿Cómo hemos llegado a esta situación?

Un nuevo mal del siglo: la nebulosa del resentimiento

La historia que vamos a contar comienza en Rusia.

Estamos en la década de 1860. El protagonista anónimo de Los cuadernos del subsuelo de Dostoievski, generalmente llamado de forma lapidaria «el hombre del subsuelo», es un antiguo funcionario de San Petersburgo, carcomido por el resentimiento.

Mezquino, autodestructivo y hostil a los proyectos de los utopistas racionalistas de su época —los socialistas que imaginan que sus recetas traerán la salvación a las masas—, elige vivir en un mundo interior, subterráneo, donde el afecto prima sobre la razón.

En su mundo, son las intensidades precognitivas de los sentimientos —la ira, el miedo, la humillación, la esperanza— las que prevalecen, las que moldean el pensamiento y la acción incluso antes de que se articulen plenamente como ideas.

El hombre del subsuelo, que se proclama «enfermo» y «rencoroso», 1 se complace así en un resentimiento mezquino.

Busca la pelea por cualquier cosa y se rebela furiosamente contra la realidad, llegando a exigir, en un esfuerzo de voluntad que triunfa sobre la razón, que dos más dos sean cinco: «¿Qué me importan las leyes de la naturaleza y la aritmética cuando, por alguna razón, no me gustan esas leyes o que «dos más dos sean cuatro»?».

Siempre que puede, elige la maldad en lugar de la racionalidad.

Pero por muy peligrosa y violenta que pueda parecer, la rebelión del hombre del subsuelo contra la modernidad nunca sale de su pequeño apartamento de San Petersburgo.

Su locura furiosa es ignorada en público: intenta vengarse de un insulto percibido vistiendo un abrigo sofisticado y empujando al supuesto transgresor, que ni siquiera se da cuenta. Su rebelión es insignificante fuera de su propia voluntad. Su malicia es corrosiva para su propia personalidad, pero sigue siendo limitada, confinada a los chismes, las disputas de taberna y, sobre todo, al monólogo privado.

El entorno digital actual ha trastocado el mundo del hombre del subsuelo.

Los pensamientos violentos, la rabia y el egoísmo, que antes se rumiaban en soledad, ahora pueden proyectarse instantáneamente en vastas redes globales que alimentan tanto la opinión pública como la política mundial.

Los afectos ya no están limitados, sino amplificados: se ponen inmediatamente en circulación, se retoman y se reflejan en el discurso mundial como si fueran de sentido común.

Nuestros regímenes políticos parecen enfrentarse hoy a una nueva ola de «hombres del subsuelo» malintencionados que, en la era de los teléfonos inteligentes, son capaces de ahogar el discurso público para configurar una política de la irracionalidad.

En un éter digital cada vez más caótico, no faltan ejemplos impactantes de este fenómeno.

Veamos uno.

En septiembre de 2025, el financiero y multimillonario Bill Ackman retuitea en X —el antiguo Twitter— un video viral de Shabana Mahmood, la nueva ministra del Interior británica. 2

El mensaje original, en el estilo retórico incendiario que se ha convertido en el lenguaje vehicular de la plataforma, insinúa que la ministra había pedido «globalizar la Intifada».

La «prueba» adjunta es un viejo video que no muestra nada por el estilo.

Recontextualizado, este video se suma a la serie de temores expresados por Ackman en su hilo de noticias sobre el conflicto entre Israel y Palestina.

Independientemente de la validez de este conflicto y de las opiniones políticas de Mahmood y Ackman, la prisa de este último por compartir un mensaje irracional, en el que las pruebas presentadas ni siquiera intentaban respaldar la afirmación que se acababa de hacer, parece encarnar lo que algunos podrían llamar una nueva era de lo que se ha denominado brainrot3 literalmente, «podredumbre», una nueva enfermedad del cerebro.

Este término se refiere a la idea de que la sobreexposición a «contenidos superficiales y repetitivos» en las redes sociales —amplificados por los tonos apocalípticos de la IA— habría acortado patológicamente nuestra capacidad de atención y reducido las capacidades de nuestro cerebro.

Sin embargo, el mensaje de Ackman en las redes sociales no parece ser una mentira en el sentido habitual del término. Tampoco es «desinformación» en sentido estricto.

A pesar de la evidente absurdidad del contenido, Ackman parece totalmente sincero en lo que comparte.

Diagnosticar esto como brainrot equivale a reciclar una obviedad perezosa 4 según la cual los votantes «mal informados» —los «deplorables» de Trump, atrapados en la caverna de Platón— son los responsables de los males de la política.

El entorno digital actual ha trastocado el mundo del hombre del subsuelo.

Vivimos en una simulación

Este diagnóstico nos parece erróneo.

Ackman es un hombre que ha tenido mucho éxito en la vida. No es estúpido. Su mente no está minada por las pantallas. Su cerebro no está enfermo. No es una víctima pasiva del brainrot.

Su tuit es más bien sintomático de una transformación más profunda del espacio político.

Esta transformación podría describirse de la siguiente manera: la frontera entre los sentimientos privados y el discurso público se ha derrumbado.

Los impulsos irracionales y maliciosos que antes existían en la soledad ahora circulan a gran escala, transformando rápidamente el campo político gracias a su viralidad.

En otra época, cuando las redes mediáticas estaban dominadas por árbitros centralizados del discurso, como los Estados y los conglomerados, el mensaje de Ackman habría permanecido «en el subsuelo».

Pero en la atmósfera malsana de las redes sociales, donde las reacciones instintivas, los comportamientos gregarios de odio y las emociones prevalecen sobre la razón —como si la maldad dostoievskiana precediera a la racionalidad—, solo hicieron falta dos semanas después de su publicación para que el mensaje fuera visto por 2,5 millones de personas.

Hoy en día, un hombre culto y próspero como Ackman —su fortuna ronda los 10.000 millones de dólares— no es el único que se presta al juego.

Si él publica un aluvión de mensajes con argumentos poco sólidos e irracionales, pero que inspiran gran confianza debido a sus supuestos vínculos con el poder, cualquiera puede hacerse con el megáfono de las redes sociales y, a diferencia del hombre del subsuelo cuyo resentimiento se limitaba a una sórdida buhardilla de San Petersburgo, difundir su rencor al mundo entero.

A su vez, los responsables políticos y los medios de comunicación reaccionan cada vez más a esta atmósfera malsana como si ocultara algo real, alimentando así la respuesta en línea en un ciclo sin fin de afectos.

Un discurso roto se renueva sin cesar.

Ian Garner

La realidad es sustituida por la emoción que responde a la emoción; en palabras de Dostoievski, el resentimiento da paso a más resentimiento.

La política se guía entonces por una forma prerracional de reproducción del texto: lo que parece una actuación para el público en línea se incorpora a la realidad de manera performativa. 5

En la década de 1980, Jean Baudrillard sugirió que la realidad se duplicaba progresivamente en capas, cuya erosión también se producía por etapas.

En primer lugar, un primer mapa podía reflejar el territorio real; luego, un nuevo mapa, basado en el primero, lo ocultaba y deformaba; después, otro mapa cortaba los vínculos con cualquier realidad subyacente.

Entonces solo quedaba el mapa sin el territorio, autorreferencial, flotando libremente, una copia sin original.

Hoy en día, retomando el vocabulario de Baudrillard, vivimos en la era de la simulación: 6 lo que decimos en el discurso político ya no hace referencia a ninguna realidad. Las narrativas superan y sustituyen a lo real.

Como ni el público ni los responsables políticos prestan atención a nada más que a la calidad afectiva de ambos lados de la ecuación, nos seduce una existencia en la que dos más dos realmente pueden ser cinco.

No es la aparición de una política del afecto lo que distingue al siglo XXI de los demás: ya en el siglo pasado fue la causa de los terribles excesos del totalitarismo.

Lo que cambia es que estamos asistiendo al nacimiento de una política moldeada por infinitas capas de irrealidad afectiva y que, a su vez, las moldea.

Todas las partes implicadas, gracias a la conectividad permanente y a la difusión mundial de las redes sociales, expresan su «rencor» dostoievskiano hacia los demás.

Lo que está en juego aquí no es tanto el brainrot, la «enfermedad» que padecen los cerebros, como una forma corrupta de la realidad: una putrefacción generalizada.

No se trata de una descomposición de las facultades, sino de una nueva forma de elaborar, compartir y cuestionar la realidad.

El colapso discursivo no se limita a corromper las condiciones del debate; su incesante reproducción de irrealidades que se responden entre sí nos hace ignorar cuestiones fundamentales sobre las condiciones materiales de ese debate.

Apaciguar a la multitud viral: la política sin la realidad

Infraestructuras, educación, sociedad: la realidad se resquebraja; un discurso roto se renueva sin cesar.

Para ilustrar el ciclo discursivo que alimenta esta política de simulación, tomemos otro ejemplo aterrador: la reciente ola de discursos antiinmigrantes en Inglaterra.

Se han organizado oleadas de pequeñas manifestaciones, amplificadas por las redes sociales. Un puñado de personas en pequeñas ciudades suburbanas alrededor de Londres —nombres como Epping o Croydon no dirán nada a la mayoría de las personas que no viven en el cinturón periurbano de la capital británica— se reunieron para manifestarse frente a los llamados «hoteles para migrantes» que alojan a solicitantes de asilo. 7

En sus ciudades letárgicas, estos pequeños grupos hacen eco del hombre del subsuelo que vive al margen.

Sin embargo, las imágenes y las interpretaciones de tales manifestaciones, llenas del rojo cegador de los bengalas, del choque de las multitudes enfurecidas que lanzaban insultos, de la ola ondulante de banderas británicas e inglesas, se propagaron rápidamente por todo el mundo occidental.

Los medios de comunicación nacionales e internacionales se apresuraron a cubrir el asunto, mientras que los políticos locales y nacionales reaccionaban en tiempo real en internet.

Este concierto de reacciones tenía una cosa en común. No se hablaba de lo que estaba pasando, sino de la representación viral de lo que estaba pasando.

Gracias a internet, pequeñas manifestaciones, alimentadas por un compromiso de proporciones virales y potenciadas por influencers de derecha, podían convertirse en levantamientos nacionales.

Lo que importaba era el valor afectivo de estos acontecimientos, no su realidad material.

El gobierno se sintió obligado a reaccionar: una reorganización ministerial, un lenguaje cada vez más duro hacia los solicitantes de asilo y escenificaciones simbólicas.

Entre estas últimas, se vieron discursos apelando al sentimiento nacional y entrevistas en los medios de comunicación; el punto culminante fue la declaración de la entonces ministra del Interior, Yvette Cooper, 8 un comentario tan desconectado de la realidad como los tuits dignos de un cerebro enfermo de Bill Ackman: «Tengo banderas, pancartas con la cruz de San Jorge. También tengo pancartas con la rosa blanca de York. Tengo banderas y manteles con la Union Jack, tenemos todo lo necesario».

Estos gestos, que cedían a la emoción, no reconocían la realidad de las manifestaciones ni respondían a las quejas subyacentes: no ha habido ningún debate significativo, ni en el Parlamento ni en los numerosos periódicos británicos, sobre el alcance real de la inmigración ilegal, las solicitudes de asilo y los sistemas que la limitan, ni sobre el costo, las restricciones o los impactos del alojamiento con fondos públicos.

Sin embargo, la agenda pública está cambiando, la frustración se intensifica y se celebran nuevas manifestaciones: a mediados de septiembre se organizó en Londres una marcha por «Unir el Reino Unido» (Unite the Kingdom) en Londres; 9 gracias a amplias redes de actores de todo el mundo y a la ayuda de imágenes generadas por IA, se amplificó inmediatamente hasta alcanzar proporciones excesivas y ser presentada como la mayor manifestación de la historia británica.

Lo que está en juego aquí no es la «enfermedad» que padecen los cerebros, sino una forma corrupta de la realidad: una podredumbre generalizada.

Este ciclo repetitivo ilustra cómo la realidad se destruye poco a poco.

El debate político se desvincula de la razón o la racionalidad, motivado por oleadas de demandas impulsadas por la emoción —por el clamor de los «hombres del subsuelo» que se agolpan en las redes sociales—, mientras que esas mismas respuestas políticas a menudo agravan los problemas que se supone que deben resolver, lo que provoca más indignación, frustración y violencia gregaria.

Así es como el ciclo vuelve a empezar.

Cuanto más fuerte es el clamor, más irracional es la indignación, más parecen fracasar las políticas. Los internautas piensan que al expresar su «resentimiento» en las redes sociales, están ejerciendo un poder. Por el contrario, los gobiernos piensan que son ellos quienes dirigen los asuntos. En realidad, unos y otros están atrapados en un palacio de espejos: cada uno reacciona a lo que el otro muestra de sus emociones.

La realidad no deja de existir por ello, solo que ya nadie la tiene en cuenta.

Y los autoritarios son los primeros en haber comprendido cómo explotar este ciclo de desintegración.

El día en que nos volvimos hipernormales

Esta historia también comienza en Rusia.

Pero esta vez es la de Vladimir Putin.

En la década de 2000, Vladislav Surkov, entonces jefe de propaganda y eminencia gris de Putin, diseñó un sofisticado sistema de política teatral, basado en los métodos modernos de entretenimiento y marketing que tomó prestados de la cultura popular occidental y del teatro de vanguardia: escenificaciones, relatos contradictorios y dramaturgia política.

Estas representaciones se difundieron primero a través de los medios de comunicación tradicionales controlados o dominados por el Estado, y luego a través de toda una gama de medios digitales.

Convertidas en un dispositivo a la medida de Rusia, acabaron saturando el campo de la percepción.

La política real y las decisiones racionales se reescribieron para adaptarse a la forma en que el Kremlin regula la información.

Esto condujo a resultados desastrosos. Contar una buena historia se convirtió a veces en algo más importante que salvar vidas.

Esta metamorfosis de la realidad a través del prisma de lo espectacular tuvo al menos un ejemplo dramático: la respuesta a la toma de rehenes en el teatro de Moscú, donde el asalto de las fuerzas especiales con gas incapacitante provocó la muerte de más de un centenar de personas inocentes, bajo la mirada ávida de las cámaras de televisión del Kremlin. 10

A su vez, el debate público giró en torno a las reacciones instintivas al terrorismo, alimentando el apoyo a la violenta guerra en curso en Chechenia, a 1.500 kilómetros al sur.

Estos espectáculos no eran «falsos» en el sentido de que fueran inverosímiles.

Al contrario, funcionaron porque separaron el discurso político de la realidad, sustituyéndola por una puesta en escena de emociones con efecto catártico: los telespectadores comunes podían ver sus propias emociones en la pantalla.

No importaba que el asalto fuera preciso y selectivo, siempre y cuando hubiera un asalto, siempre y cuando pasara algo.

Ante sus pantallas, los ciudadanos de la Federación Rusa eran testigos y consumidores de un espectáculo retransmitido en directo.

El desarrollo de la interactividad digital en la comunicación política proporcionó a los herederos de Surkov la receta para dar a la mayoría la ilusión de que formaban parte del drama.

Esta apariencia de participación se ha vuelto mucho más convincente que antes: hoy en día, las redes sociales dan a los usuarios rusos la impresión de que están moldeando su propio mundo al suscribirse, comentar, dar «me gusta» y compartir sus opiniones y gustos. 11

Por supuesto, no hacen nada de eso: la esfera de las redes sociales rusas es un mundo ficticio, cuidadosamente construido y alimentado por el Kremlin.

Al controlar las redes sociales gracias a la propiedad de las plataformas y los algoritmos, el Estado es capaz de dar a los rusos de a pie la sensación de que tienen el control de su vida privada.

De este modo, el Kremlin crea una apariencia de autonomía que, en este Estado neototalitario, no tiene ninguna realidad.

Mientras se celebraban manifestaciones contra la inmigración en Londres y el estadounidense Bill Ackman intervenía en el debate británico sobre la inmigración, se filmaba a fieles ortodoxos desfilando en Moscú. 12

El video se difundió ampliamente en línea, tanto en Rusia como en el extranjero.

A primera vista, la marcha parecía ser una verdadera movilización de fervor religioso por parte de los ciudadanos; esas pancartas y símbolos ocupaban un espacio performativo de apariencia espontánea, el de la devoción femenina por la tradición religiosa en apoyo a la guerra en curso contra Ucrania.

En realidad, este espacio está sometido a un estricto control.

Los ciudadanos rusos consumen estas imágenes en línea en un torbellino difuso de contenidos reciclados, difundidos sin control en cada hilo de noticias. Todo el mundo alimenta este flujo, desde los influencers hasta los comentaristas que se dirigen a la «base», pasando por los políticos y las vastas redes de bots y trolls.

El brainrot no está en nosotros, sino entre nosotros.

Ian Garner

En esta atmósfera malsana, en la que se reacciona por instinto, la marcha en sí y su recepción se vuelven «populares».

Lo importante no es tanto la manifestación en sí como sus repercusiones.

Las imágenes difundidas en las redes sociales suscitan debates, empatía e incluso indignación hacia quienes no participan: nuevos ciclos de afectos, cada uno creando su propio bucle.

Esta segunda vida del evento desencadena a su vez nuevas oleadas de reacciones a través de imágenes y memes.

Finalmente, se produce una acción política del Estado en favor de sus propios objetivos tradicionalistas, moralistas y militaristas.

La política y el discurso emanan de una realidad escenificada; la actuación produce las mismas reacciones que la sustentan.

Esto es lo que Vladislav Sourkov había comprendido intuitivamente: la política mediatizada no tiene por qué ser una cuestión de verdad o mentira; puede ser simplemente la orquestación de un ciclo sin fin de escenificaciones que parecen auténticas.

Si el ciclo es lo suficientemente creíble, la maquinaria lo suficientemente rodada y el dispositivo lo suficientemente ingenioso, el afecto acaba sustituyendo por completo a la racionalidad.

En nuestra época, el hombre del subsuelo tiene la impresión de que su voz no se limita a su buhardilla, sino que, por el contrario, adquiere un significado simbólico capaz de llegar a todo el mundo; esta apariencia de poder puede entonces empezar a despertar la imaginación de los dirigentes y los dirigidos.

La mediatización surkoviana tiene así su origen en el mundo «hipernormalizado» 13 del final de la era soviética, donde una fantasía abiertamente reconocida cubre la realidad, mientras que la gente común sigue con su vida cotidiana.

La realidad no ha dejado de existir, solo que ya nadie la tiene en cuenta.

Sin embargo, esta mediatización va más allá hoy en día, y ahí radica el punto crucial: en este simulacro, tanto los poderosos como las masas comienzan a perder de vista los límites, dónde comienza y dónde termina la realidad.

En Occidente, y aunque nuestro hemisferio se crea firmemente anclado en la racionalidad, los autoritarios en ciernes adoptan cada vez más esta estrategia para tomar el poder y mantenerlo.

La lógica surkoviana se ha banalizado en el funcionamiento de las plataformas, los medios de comunicación y los actores políticos de toda Europa y América del Norte, en particular entre los multimillonarios de extrema derecha que se han enriquecido gracias a las nuevas tecnologías. 14

Pero el fenómeno va más allá de los tecno-reaccionarios.

En un Occidente que, a diferencia de Rusia, disfruta de libertad de expresión, el problema surge del movimiento de «rencor» que sale de un espacio aislado; luego entra en la corriente de la política mundial y las propuestas concretas, y luego sale de ella.

Bill Ackman, el gobierno británico y los manifestantes antiinmigración del Reino Unido se imaginan a sí mismos participando en procesos políticos significativos; del mismo modo, los hombres en la sombra, los políticos poderosos y los comentaristas intelectuales se imaginan a sí mismos participando en una política significativa, pero sus propuestas circulan ante todo en línea.

De este modo, desempeñan un papel en un ciclo que es ante todo un espectáculo, en el sentido que le daba Surkov: también contribuyen a escribirlo.

Bajo la superficie, la realidad —que se descuida y sobre la que ya no se tiene control— sigue desmoronándose.

Todos estamos atrapados en este ciclo en el que ninguna etapa es posible sin la otra. Incluso aquellos de nosotros que nos consideramos ajenos y a salvo —intelectuales, expertos, responsables políticos— nos dejamos llevar por la corriente, sin siquiera darnos cuenta de que la realidad está en otra parte.

No se trata solo de individuos cuyo cerebro esté roto.

El brainrot no está en nosotros, sino entre nosotros.

No es simplemente un «problema de las redes sociales» que se pueda resolver tomando el control de los gigantes de Silicon Valley, si es que eso fuera posible.

En el origen del problema se encuentra la muy debatida cuestión de la creciente desconfianza hacia los centros de poder, aquellos que tradicionalmente impulsaban las políticas y dominaban el discurso sobre ellas.

En los países de la OCDE en 2023, solo el 39 % de los ciudadanos declaraba confiar en su gobierno nacional, 15 y solo el 41 % pensaba que los gobiernos se basaban en los mejores datos disponibles para tomar sus decisiones políticas. Las cifras relativas a la confianza en los medios de comunicación tradicionales —el espacio en el que se desarrolla el discurso político, que a su vez da forma a la política y a las formas de gobierno— son igualmente desastrosas. Por supuesto, la confianza no puede sino ser débil cuando los temas de la agenda se elaboran para responder a un torbellino de emociones.

Al mismo tiempo, y especialmente desde que la pandemia de COVID-19 aceleró la transición hacia una sociedad totalmente en línea, la alienación social se ha vuelto más palpable: según Ofcom, en el Reino Unido, los adultos pasan ahora más de cuatro horas al día en línea, lo que supone un aumento de más de 40 minutos con respecto a 2023. En el caso de los jóvenes, la cifra es aún mayor.

El intercambio de videos y la mensajería dominan la comunicación interpersonal diaria, la vida profesional y el consumo de información.

Es fácil señalar un brainrot que afectaría al cerebro de algunas personas y sugerir que todos nos estamos volviendo más vulnerables a la irrealidad. Invocada con la tediosa autoridad de los datos médicos, esta nueva enfermedad del siglo parece proporcionar tanto el diagnóstico como el tratamiento de los males de nuestra época, mientras legiones de periodistas publicados, expertos académicos y supuestos líderes de opinión —hombres y mujeres celebrados por su perspicacia— se entregan públicamente a fantasías y conspiraciones tan alejadas de la realidad empírica que la razón y el conocimiento parecen haberse vuelto —bajo el peso de la «máquina de escándalos» que es Twitter— totalmente accesorios. 16

Desde esta perspectiva, las personas comunes y corrientes que somos, con nuestro cerebro común y corriente, deberíamos sentirnos abrumadas por el peso de los algoritmos que utilizan las redes sociales.

Sin embargo, contrariamente a lo que algunos proponen, 17 la solución no es eliminar o limitar las redes sociales. Si nos basamos en la experiencia de los Estados autoritarios, esto resultaría imposible de implementar en Occidente. 18

Hombres sin lugar: la sociedad del subsuelo

¿Por qué la política que se desarrolla en línea se ha vuelto tan atractiva?

Aquí es donde resulta útil la parábola de Dostoievski sobre el hombre del subsuelo.

Hoy en día, el tiempo que pasamos en línea ha sustituido progresivamente a la vida cívica y social que se desarrolla en el mundo físico.

Al igual que el protagonista de Dostoievski, vivimos y trabajamos solos con nuestros pensamientos, en espacios vitales reducidos y con cada vez menos contactos sociales. Nuestros teléfonos inteligentes han sustituido los vínculos que teníamos con los lugares y las realidades que nos rodean.

Sin embargo, mientras que el hombre del subsuelo reconoce que los pensamientos irracionales que alberga son vanos, nuestra participación incesante en estos ciclos de emociones transmitidas en línea ha llegado a forjar un simulacro de acción política.

Disfrutamos de una sensación de poder que, por lo demás, está ausente en la política democrática moderna, que más bien nos da la impresión de estar marginados, de ser ignorantes e impotentes.

La realidad, ignorada por los responsables políticos y las políticas públicas, descuidada por las multitudes que viven en el torbellino de la socialización en línea, está a punto de resquebrajarse: ya no es más que una distracción que nos aleja de una existencia «en el subsuelo», que es la que parece tener sentido.

En este sentido, como sujetos políticos modernos, sufrimos inconscientemente la rabia maliciosa del hombre del subsuelo mientras nos imaginamos que somos los Quijotes de hoy.

No caemos en la locura por estupidez, sino porque hemos leído demasiado en una habitación solitaria.

Solo con sus novelas de caballerías, el Don Quijote de Cervantes se dejó seducir por un mundo fantástico a pocos pasos del mundo real: se puso a luchar contra molinos de viento mientras sus propias tierras quedaban abandonadas. A diferencia del sujeto político del final de la era soviética, e incluso del sujeto tal y como lo concibe Surkov, somos Quijotes que hemos perdido por completo el contacto con la realidad.

La decadencia de las instituciones y los espacios que antes estabilizaban la realidad —ofreciendo tanto a los «hombres del subsuelo» un medio para compartir sus pensamientos como a los demás para responder a ellos— es mucho más significativa para la corrosión generalizada que describo que la aparición de las redes sociales.

La estabilidad política de la posguerra occidental se mantenía gracias a lo que el sociólogo Ray Oldenburg denominaba «terceros lugares»: bibliotecas, clubes juveniles, bares, salas sindicales, campos deportivos.

Las bibliotecas, los parques, los centros juveniles y los espacios comunes forman parte de nuestra política de seguridad. Constituyen baluartes contra una forma de guerra no lineal y no cinética.

Ian Garner

En estos lugares, la gente común ponía a prueba sus ideas, revisaba sus desacuerdos o sus puntos de convergencia; también practicaba el arte de la ciudadanía apoyándose en la esfera pública burguesa, la que había surgido en Europa en el siglo XIX y legitimado la democracia.

Según la visión de Habermas, 19 estos lugares antiguos —cafés, salones, clubes— fomentaban la persuasión mediante la razón y la argumentación, en lugar de la coacción y el espectáculo.

Sin embargo, en los «terceros lugares» del siglo XX, se atribuyó a las emociones individuales un papel más amplio en la esfera pública; se reconocieron como una valiosa fuente de sentimientos legítimos, aunque fueran moderados.

El hombre del subsuelo podía comprometerse con una sociedad abierta, hacer oír su voz en las estructuras de poder —organizaciones políticas, comunidades, redes locales— que informaban claramente al poder nacional.

Así es como se configuraba colectivamente la realidad.

Desde la crisis financiera mundial, la austeridad y la privatización han despojado a gran parte de esta infraestructura.

Hasta el punto de ruptura.

En Gran Bretaña, la financiación gubernamental de las instituciones locales se redujo casi un 30 % entre 2010 y 2024. 20 Más de 800 bibliotecas públicas han cerrado sus puertas desde 2010, así como al menos un millar de centros juveniles e innumerables pubs y salas comunitarias. Los antiguos clubes de trabajadores han desaparecido prácticamente. 21 Solo queda un panorama social vaciado de su esencia, en el que los ciudadanos pasan más tiempo socializando y conversando con entidades ficticias en línea que con sus vecinos.

La pérdida de estos espacios cotidianos explica en parte el éxito de un sentimiento sordo, el de que «todo va mal», amplificado por los autoritarios en gran parte de Europa y América del Norte, en Francia, 22 Rumanía, 23 Polonia 24 y Canadá, 25 entre otros lugares. Para quienes desean librar una guerra informativa, se trata de un terreno fértil, 26 al igual que para quienes buscan orquestar, para sus propios fines, esta simulación de acción política.

Los usuarios de las redes sociales de hoy en día no son estúpidos. No son víctimas pasivas de un brainrot generalizado.

Están desorientados y privados de poder porque la arquitectura comunitaria que antes anclaba la realidad y la producción de poder en la realidad local se ha deteriorado.

En un mundo virtual, las cocinas, las salas de estar y los dormitorios, que antes eran los lugares privilegiados para el debate, se han convertido en los nuevos «terceros lugares».

La velocidad y la magnitud con la que se degrada la realidad son desalentadoras. El cinismo es barato; el apetito por el espectáculo parece inagotable.

En ausencia de laboratorios comunitarios donde se puedan desarrollar ideas privadas, las plataformas digitales siguen siendo la única ágora disponible.

La separación entre lo privado y lo público se difumina a medida que las redes digitales introducen al individuo en lo que a veces se denomina el «mercado mundial de ideas».

El «tercer lugar» digital puede proporcionar una conexión, pero no puede proporcionar estabilidad; sin un puente común entre las reacciones emocionales y el foro público, entre el individuo y el colectivo, entre los que carecen de poder y los que lo tienen, cada queja se convierte en existencial, general y fuente de divisiones.

El hombre del subsuelo prospera en internet porque nada puede frenarlo.

Por lo tanto, la tarea que incumbe a los gobiernos, independientemente de su escala, no es restaurar una edad de oro fantaseada en la que el debate fuera racional, ni retirarse de lo digital. Se trata de anclarlo en una vida comunitaria renovada: reconstruir los lugares y los rituales donde los afectos se enfrentan a resistencias, donde la realidad puede volver a construirse juntos y donde la gente común constituye una forma de poder político.

Sin estos anclajes, agravamos la tormenta.

Nos hundimos en el vórtice de la realidad rota.

Nos volvemos vulnerables a cada delirio, a cada manipulación.

El siglo XXI no estará determinado únicamente por algoritmos. Estará determinado por nuestra capacidad para inventar nuevas formas de anclaje, tan eficaces como lo son esos algoritmos.

Lo que está en juego no es solo cultural o accesorio.

La Europa de la posguerra cultivó en su día la propiedad colectiva del poder, gracias a su capacidad para mantener una visión común de la realidad, basada en instituciones que daban prioridad a las pruebas, la deliberación y un procedimiento fijo, sin negar las emociones individuales ni reducirlas a simple «basura». Hoy en día, las narrativas virales y los movimientos alimentados por memes superan a la deliberación burocrática, las operaciones de verificación de hechos, entre otros procesos. Los actores externos explotan fácilmente esta vulnerabilidad: las operaciones de información rusas y chinas prosperan en esta realidad fracturada.

Mientras tanto, nuestros propios políticos parecen incapaces de reconocer la farsa que están ayudando a construir.

Sufrimos inconscientemente la rabia maliciosa del hombre del subsuelo mientras nos imaginamos que somos los Quijotes de hoy.

Ian Garner

Reconstrucción o descomposición

El reto para Europa no es simplemente desacreditar más rápidamente las narrativas falsas o moderarlas mejor.

Se trata de tener en cuenta la transformación de las condiciones mismas en las que se puede mantener la realidad.

La inversión en infraestructuras sociales debería considerarse una estrategia tan vital para la supervivencia de la democracia como una alianza militar.

Las bibliotecas, los parques, los centros juveniles y los espacios comunes no son un bien costoso e inútil. Forman parte de nuestra política de seguridad. Son baluartes contra una forma de guerra no lineal y no cinética.

Ciertamente, la fantasía cuasi médica del brainrot tiene algo de tranquilizador, de reconfortante: preserva la fe en la soberanía del espíritu individual; la fe en que lo que está roto puede restaurarse, con suficiente disciplina o una desintoxicación de las pantallas.

Pero el problema es más profundo. Es evidente que vivimos en una realidad rota.

¿Cómo repararla?

Sin duda, no pensando con nostalgia en los buenos viejos tiempos ni rechazando toda existencia digital.

El genio ya ha salido de la lámpara y revolotea sobre nosotros. Y gran parte de lo que aporta —verdaderos vínculos sociales, 27 movilidad, nuevas solidaridades— no puede ni debe rechazarse en bloque.

Lo que más amenaza la era digital es la posibilidad de echar raíces: de ralentizar, de reunirnos, de poner a prueba las palabras y los sentimientos frente a la resistencia y la reacción de los demás, de recuperar la fricción que permite que los hechos tomen forma y que las ficciones cuenten un mundo en el que queremos vivir.

No hay ninguna razón para que los socialdemócratas no apoyen la construcción de «terceros lugares» digitales 28 en torno a las comunidades de proximidad como baluarte contra el declive democrático; ya existen modelos de redes sociales descentralizadas ampliamente disponibles. 29

Reconstruir estos espacios no será fácil. Sin duda, no resolverá todos los problemas que afligen a las democracias liberales en nuestros años veinte.

La velocidad y la magnitud con la que se degrada la realidad son desalentadoras.

El cinismo es barato; el apetito por el espectáculo parece inagotable; sin embargo, las consecuencias de esta opción deberían asustarnos aún más: una política a la deriva, vulnerable a todos los delirios y manipulaciones, incapaz de nombrar y afrontar la realidad, sumida en los ecos interminables del «rencor» dostoievskiano.

Al final del relato de Dostoievski, el antihéroe se descompone en su sórdida vivienda. El hombre del subsuelo deja que su propia persona se pudra: «Todos estamos desacostumbrados a la vida, todos cojeamos, en mayor o menor medida. Estamos tan desacostumbrados a ella que, a veces, sentimos una especie de repugnancia por la vida real, y por eso odiamos que nos la recuerden».

Aceptando su sombrío destino, permanece solo, «medio muerto por el sufrimiento moral», inclinado sobre un manuscrito inacabado e inacabable.

Es porque ignoramos el verdadero problema por lo que estamos amenazados. Un fenómeno ampliamente interpretado como polarización política y brainrot reproduce a gran escala el destino del hombre del subsuelo, agotado hasta la extenuación.

Un mundo de emociones maliciosas surge tanto desde la cima como desde la base, desde la periferia y desde el corazón del poder.

Los incesantes ataques que genera responden a los gritos de un adversario imaginario.

La política del vacío aleja cada vez más a la sociedad subterránea del mundo real.

La realidad aún no ha desaparecido por completo del horizonte, pero cada vez es más difícil de discernir.

Notas al pie
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  2. Bill Ackman sur X, 6 de septiembre de 2025.
  3. «Brain Rot Explained: How Digital Overload Affects Your Mind», Inspira Health, 10 de marzo de 2025.
  4. Michael Hannon, «Are knowledgeable voters better voters?», Politics, Philosophy & Economics, 2022, 21(1), 29-54.
  5. Andrew Parker y Eve Kosofsky Sedgwick, Performativity and Performance, Londres, Psychology Press, 1995.
  6. Jean Baudrillard, Simulacres et Simulation, París, Galilée, 1981.
  7. Shivani Chaudhari, «Rival groups stage protests at migrant hotel», BBC, 27 de julio de 2025.
  8. Laura Pollock, «Yvette Cooper boasts of owning Union Jack bunting and tablecloths», The National, 2 de septiembre de 2025.
  9. «Did police estimate three million people attended the ‘Unite the Kingdom’ march?», Full Fact, 15 de septiembre de 2025.
  10. Peter Pomerantsev, «Remembering the Nord-Ost Siege», London Review of Books, 25 de octubre de 2013.
  11. Andrew Hoskins, «The War Feed: Digital War in Plain Sight», American Behavioral Scientist, 21 de diciembre de 2022, 67(3), 449-463.
  12. Sergei Chapnin, «Orthodox Faith with Soviet Aesthetics : What a Rare Moscow Parade Says About Power in Russia», The Moscow Times, 11 de septiembre de 2025.
  13. Eoin Higgins, Owned: How Tech Billionaires on the Right Bought the Loudest Voices on the Left, Nueva York, Bold Type Books, 4 de febrero de 2025.
  14. Ibid.
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  16. Laura Miller, «How to Short-Circuit the Outrage Machine», Slate, 18 de julio de 2023.
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  19. Jürgen Habermas, L’Espace public, Lausanne, Payot, 1988.
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  21. Ruth Cherrington, «‘We Are Not Drinking Dens!’: Working Men’s Clubs And The Struggle For Respectability, 1862 – 1920s», The Brewery History Society, 2013.
  22. Kim Willsher, «Revolution 2.0: France’s political future could be won or lost by bots and memes», Observer, 7 de septiembre de 2025.
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