Mañana por la mañana, a partir de las 9:00 horas, se inaugura en Polonia una cita europea clave: el Warsaw Security Forum. Con más de 2.500 participantes de alto nivel, la revista es socia y estaremos presentes para llevar a cabo mesas redondas y entrevistas en profundidad.
English version available at this link
Europa se encuentra hoy en un punto de inflexión. Por un lado, una acción decisiva, una estrategia clara y un continente seguro. Por otro, la vacilación, la indecisión y el riesgo final de enfrentarse a una Rusia más fuerte y temeraria en condiciones mucho peores.
La guerra en Ucrania entra en su cuarto año.
Lo que comenzó como una invasión a gran escala se ha convertido en una agotadora guerra de desgaste. La resistencia de Ucrania ha sido extraordinaria; en una situación muy desfavorable, la resistencia ucraniana detuvo la primera carga del ejército ruso, recuperó territorios y protegió su capital.
Pero el heroísmo por sí solo no basta para ganar una guerra. Debe ir acompañado de una estrategia y de recursos que hagan que la victoria sea inevitable, y no simplemente posible.
Hoy en día, Europa está lejos de reunir estas condiciones. Se niega, con razón, a negociar con el Kremlin, que no respeta la ley de los tratados; pero sigue mostrándose reacia a tomar las medidas militares necesarias para poner fin a la guerra. Promete su solidaridad, pero con una especie de medias tintas: ayudas retrasadas, entregas de armas a cuentagotas y debates que se prolongan durante meses, mientras los soldados ucranianos racionan sus municiones.
La paradoja es evidente: Europa insiste en que Rusia no debe ganar, pero no logra definir claramente qué sería una victoria ucraniana, ni qué estaría dispuesta a hacer o arriesgar para garantizarla.
Si Europa realmente quiere ganar esta guerra antes de tener que librar la siguiente, debe comprender que la ayuda militar por sí sola no es suficiente.
Katarzyna Pisarska
Esta falta de claridad tiene un alto costo, tanto en el campo de batalla como en otros ámbitos.
En Washington, la indecisión europea ha acabado por erosionar su credibilidad. Las votaciones en las Naciones Unidas —especialmente las del Sur— están dibujando un nuevo mapa del mundo. Cada vez más países se abstienen o votan en contra de las resoluciones que condenan la agresión rusa, no porque los argumentos de Rusia sean convincentes —las reivindicaciones de «preocupaciones legítimas en materia de seguridad» suenan huecas cuando ocultan una agresión imperial—, sino porque el mensaje de Europa es confuso. Al no proponer una forma de poner fin al conflicto, la línea moral entre el agresor y la víctima se vuelve más fácil de difuminar para otros. Y lo que es más importante, el tiempo no juega a favor de Europa.
El Kremlin sabe cómo sacar provecho de las guerras largas. Cambia espacio por tiempo. Aguanta las sanciones, las absorbe, hasta que sus adversarios se cansan. Desde la retirada de Napoleón en 1812 hasta la normalización posterior a Crimea en 2014, pasando por la larga prueba de la Segunda Guerra Mundial, la estrategia de Rusia siempre ha sido aguantar en el tiempo. Hoy en día ocurre lo mismo. En el fondo, importa poco que no obtenga un éxito militar rotundo en Ucrania: tampoco pierde. Para Moscú, un estancamiento a su favor es tan valioso como una victoria en el campo de batalla.
Ucrania se encuentra en otra temporalidad. Cada mes de guerra significa más infraestructuras destruidas, más ciudadanos desplazados, más tensiones económicas y más soldados agotados. La economía del país solo sobrevive gracias a la ayuda exterior; su población está disminuyendo. El peligro no es que Ucrania se derrumbe de repente, sino que su resiliencia se debilite hasta que desaparezcan los medios o la voluntad de resistir.
Europa no puede permitirse dejar que la guerra derive hacia una situación así.
Cuanto más espere, mayor será el costo en términos de dinero, capital político y vidas humanas.
La ampliación de la Unión como medio para la victoria
Si Europa realmente quiere ganar esta guerra antes de tener que librar la siguiente, debe comprender que la ayuda militar por sí sola no es suficiente.
Ucrania debe integrarse de manera irreversible en el proyecto europeo, y cuanto antes mejor. Porque la herramienta más poderosa de la Unión nunca ha sido el tanque o el misil, sino la promesa de integración: la ampliación es el más importante de los compromisos estratégicos. Indica tanto a amigos como a enemigos que el futuro del país candidato es, sin lugar a dudas, encontrar su lugar en la familia europea.
Garantizar esto a Ucrania es tan vital como proporcionarle artillería.
Esta promesa destruye, mediante un acto institucional, el discurso ruso sobre la «zona gris»: asegura a los ucranianos que sus sacrificios contribuyen a construir algo duradero; también disuade a Moscú de apostar por el agotamiento de Europa.
El proceso de ampliación de la Unión se concibió para tiempos de paz. Los criterios de Copenhague, elaborados en 1993, exigen al candidato unas condiciones de estabilidad en las que se ajuste progresivamente a las normas de la Unión.
Ucrania no tiene ese lujo.
Lleva a cabo sus reformas bajo las bombas de Putin, en una guerra en la que lucha por su supervivencia y la de Europa. Exigir para la integración del país que este no esté en guerra no solo sería poco realista, sino también estratégicamente contraproducente. Equivaldría a conceder un derecho de veto a Rusia: manteniendo incluso una ocupación mínima de este inmenso territorio, Moscú podría bloquear indefinidamente la adhesión de Ucrania.
Existen precedentes en materia de flexibilidad.
Chipre se unió a la Unión en 2004 a pesar de un conflicto territorial sin resolver. Lo que importaba entonces era la decisión política: Chipre pertenecía a Europa.
Lo mismo debe ocurrir con Ucrania.
La adhesión debería adaptarse a los tiempos de guerra y dar prioridad a la alineación institucional y de seguridad de Ucrania, proporcionándole garantías para que ningún futuro gobierno de la Unión pueda optar por revertir fácilmente el proceso.
Acelerar la adhesión de Kiev no es en absoluto un «gesto simbólico»: este proceso supondría un golpe directo a los objetivos bélicos de Rusia.
Putin invadió Ucrania para intentar frenar su trayectoria europea; acelerarla sería la respuesta estratégica más devastadora que podríamos darle.
La herramienta más poderosa de la Unión nunca ha sido el tanque o el misil, sino la promesa de la integración: la ampliación es el más importante de los compromisos estratégicos.
Katarzyna Pisarska
Perder tiempo hace que Rusia lo gane
Algunos afirman que intensificar el apoyo ahora sería demasiado costoso o correría el riesgo de «provocar» a Rusia.
Sin embargo, diluir este apoyo no nos ahorraría recursos: al contrario, multiplicaría nuestras necesidades.
Si el ejército ruso alcanza sus objetivos, ya sea mediante una conquista pura y simple o transformando Ucrania en una «zona gris» perpetuamente inestable, las consecuencias no se detendrán en el Dniéper.
A las puertas de Europa se encontraría entonces una Rusia envalentonada por su victoria, reforzada militarmente, adaptada económicamente a las sanciones y lo suficientemente segura de sí misma como para poner a prueba la determinación de la OTAN. Países como Moldavia y Georgia se enfrentarían a un riesgo mayor; incluso los países bálticos, miembros de la Unión, estarían expuestos a él. Europa no tendría entonces más remedio que rearmarse a una velocidad vertiginosa, desplegar fuerzas a lo largo de una frontera mucho más extensa y hacer frente a un conflicto directo, todo ello en condiciones mucho peores que las actuales.
El impacto migratorio provocado por una derrota de Ucrania superaría con creces todo lo que ha vivido Europa en las últimas décadas.
Los mercados energéticos volverían a entrar en crisis.
El extremismo político en el continente, ya alimentado por las preocupaciones económicas y de seguridad, se vería considerablemente reforzado.
Por último, la unidad de Europa, fundamento mismo de su credibilidad mundial, sufriría un golpe del que tardaría mucho tiempo en recuperarse.
Porque toda la estrategia de Rusia se basa en la apuesta por la fragmentación de la unidad occidental. Espera que las elecciones lleven al poder a líderes menos comprometidos, que el desgaste económico debilite nuestra determinación y que los aliados quieran normalizar las relaciones con el Kremlin. Cada mes de vacilación refuerza esta hipótesis.
Nuestra respuesta debe adoptar la forma de medidas tangibles y, sobre todo, irreversibles: empezando por confiscar los activos congelados del Estado ruso —más de 300.000 millones de dólares en las reservas del banco central— para financiar la defensa y la reconstrucción de Ucrania. Una medida de este tipo no solo socavaría la estrategia de Rusia, sino que también cambiaría el discurso político nacional. En lugar de pedir a los contribuyentes europeos que soporten una pesada carga, los dirigentes podrían demostrar que Rusia paga por los daños que ha causado.
Cada mes que pasa sin una estrategia europea coherente es un mes en el que Rusia se adapta, en el que se derrama la sangre de los ucranianos y en el que aumentan los costos de la paz.
Katarzyna Pisarska
Este es un momento único en una generación.
Si Europa sigue vacilando y Ucrania cae, los jóvenes europeos de hoy vivirán mañana en un continente menos seguro, menos respetado y más dependiente de las potencias externas.
Las bonitas palabras de la Unión sobre los derechos humanos y el Estado de derecho sonarán entonces muy huecas.
El recuerdo de una Europa que se quedó de brazos cruzados mientras su vecino desmantelaba una democracia permanecerá grabado en la memoria durante décadas, al igual que lo hizo el de quienes abogaban por el apaciguamiento en la década de 1930.
Si, por el contrario, Europa ayuda a Ucrania a ganar y acelera su adhesión, habrá demostrado a sí misma y al mundo entero que es más que un bloque económico; habrá demostrado que, cuando se cuestionan sus valores, es capaz de actuar.
Habrá sentado las bases para una relación transatlántica más fuerte y equilibrada, en la que Europa no sea solo un socio menor, sino un actor estratégico por derecho propio.
La guerra en Ucrania tendrá, inevitablemente, un vencedor al final.
La única pregunta es si Europa estará de ese lado o si tendrá que afrontar las consecuencias de su propia indecisión.
Nuestra ventana de oportunidad para actuar se está cerrando.
Cada mes que pasa sin una estrategia europea coherente es un mes en el que Rusia se adapta, en el que la sangre de los ucranianos se derrama y en el que los costos de la paz aumentan.
Ayudando a Kiev a ganar ahora —militar y económicamente— e integrándola sin demora en la Unión, Europa se aseguraría una victoria estratégica y, sobre todo, se ahorraría un precio mucho más alto: el de una guerra contra Rusia en su propio territorio.