Europa en el espectáculo

Durante años, con sus 450 millones de consumidores, la Unión creyó que su dimensión económica iba acompañada de un poder geopolítico y una influencia en las relaciones comerciales internacionales 1.

Este año será recordado como aquel en el que se desvaneció esa ilusión.

Hemos tenido que resignarnos a los aranceles impuestos por nuestro mayor socio comercial y aliado de larga data, Estados Unidos.

Este mismo aliado nos ha empujado a aumentar nuestro gasto militar, una decisión que quizás deberíamos haber tomado de todos modos, pero en formas y modalidades que probablemente no reflejan los intereses de Europa. A pesar de haber aportado la mayor contribución financiera a la guerra en Ucrania y de tener el mayor interés en una paz justa, la Unión Europea sólo ha desempeñado hasta ahora un papel bastante marginal en las negociaciones de paz.

Al mismo tiempo, China ha podido apoyar abiertamente el esfuerzo de guerra de Rusia, al tiempo que ha desarrollado su capacidad industrial para verter su excedente de producción en Europa —ahora que el acceso al mercado estadounidense está limitado por las nuevas barreras impuestas por el gobierno de los Estados Unidos—.

Las protestas europeas han tenido poco efecto: China ha dejado claro que no considera a Europa un socio de su mismo nivel y está armando su control sobre las tierras raras para hacer nuestra dependencia cada vez más vinculante.

Mientras se bombardeaban las instalaciones nucleares iraníes y se intensificaba la masacre de Gaza, la Unión también se ha limitado a observar.

Estos acontecimientos han acabado con cualquier ilusión de que la dimensión económica por sí sola pueda garantizar algún tipo de poder geopolítico.

Por lo tanto, no es de extrañar que el escepticismo hacia Europa haya alcanzado nuevos niveles. Pero es importante preguntarse en qué se basa realmente este escepticismo.

En mi opinión, no se centra en los valores sobre los que se fundó la Unión Europea: democracia, paz, libertad, independencia, soberanía, prosperidad, equidad. Incluso aquellos que sostienen que Ucrania debería ceder a las exigencias de Rusia nunca aceptarían el mismo destino para su país; ellos también valoran la libertad, la independencia y la paz, la solidaridad —aunque sólo sea para sí mismos—.

Me parece más bien que este escepticismo se refiere a la capacidad de la Unión para defender estos valores.

En parte es comprensible. Los modelos de organización política, en particular los que trascienden los Estados, también surgen para responder a los problemas de su tiempo. Cuando estos problemas evolucionan hasta el punto de hacer frágil y vulnerable la organización existente, esta debe transformarse.

Mientras se bombardeaban las instalaciones nucleares iraníes y se intensificaba la masacre de Gaza, la Unión se ha limitado a observar.

Mario Draghi

La Unión se creó por esta razón: en la primera mitad del siglo XX, los modelos de organización política anteriores —los Estados-nación— habían fracasado por completo en muchos países a la hora de defender estos valores. Muchas democracias habían rechazado cualquier norma en favor de la fuerza bruta y Europa se había sumido en la Segunda Guerra Mundial.

Por lo tanto, para los europeos de la época, era casi natural desarrollar una forma de defensa colectiva de la democracia y la paz. La Unión Europea representó una evolución que respondía al problema más urgente del momento: la tendencia de Europa a sumirse en los conflictos.

Afirmar que estaríamos mejor sin ella sería absurdo.

La Unión volvió a transformarse en los años posteriores a la guerra, adaptándose progresivamente a la fase neoliberal, entre 1980 y principios de la década de 2000. Este periodo se caracterizó por la fe en el libre comercio y la apertura de los mercados, por el respeto compartido de las normas multilaterales y por una reducción consciente del poder de los Estados, que delegaron funciones y más autonomía a organismos independientes.

Europa prosperó en este mundo: transformó su mercado común en un mercado único, se convirtió en un actor clave de la Organización Mundial del Comercio y creó autoridades independientes encargadas de la competencia y la política monetaria.

Pero ese mundo ha muerto. Y muchas de sus características han desaparecido.

Las amenazas existenciales del nuevo mundo

Mientras que antes se confiaba, con o sin razón, en los mercados para orientar la economía, ahora las políticas industriales a gran escala se han convertido en la nueva norma.

Mientras que antes se respetaban las normas, ahora se recurre a la fuerza militar y a la coacción económica para proteger los intereses nacionales.

Mientras que antes se reducían los poderes del Estado, hoy se movilizan todos los instrumentos en su nombre.

Europa está mal equipada en un mundo en el que la geoeconomía, la seguridad y la estabilidad de las fuentes de suministro inspiran más las relaciones comerciales internacionales que la eficiencia.

Nuestra organización política debe adaptarse a las exigencias de su tiempo cuando estas son existenciales: los europeos debemos llegar a un consenso sobre lo que esto implica.

Ahora bien, si bien es evidente que destruir la integración europea para volver a la soberanía nacional sólo nos expondría aún más a la voluntad de las grandes potencias, también es cierto que, para defender a Europa contra el escepticismo creciente, no debemos tratar de extrapolar los logros del pasado al futuro que nos espera: los éxitos que hemos logrado en las últimas décadas fueron, en realidad, respuestas a los retos específicos de la época y nos dicen poco sobre nuestra capacidad para afrontar los que se nos presentan hoy. 

Reconocer que el poder económico es una condición necesaria, pero no suficiente, para disponer de poder geopolítico puede ser un punto de partida para una reflexión política sobre el futuro de la Unión.

Podemos sentir cierto consuelo al saber que la Unión Europea ha sido capaz de transformarse en el pasado. Pero adaptarse al orden neoliberal fue, en comparación, una tarea relativamente fácil. El objetivo principal en aquel momento era abrir los mercados y limitar la intervención del Estado. La Unión podía entonces actuar principalmente como regulador y árbitro, evitando abordar la cuestión más difícil de la integración política.

Para hacer frente a los retos actuales, debe pasar de ser un espectador —o, como mucho, un actor secundario— a ser un actor principal. También debe modificar su organización política, que es indisociable de su capacidad para alcanzar sus objetivos económicos y estratégicos. Y las reformas económicas siguen siendo una condición necesaria en este proceso de toma de conciencia. 

Casi ochenta años después del final de la Segunda Guerra Mundial, la defensa colectiva de la democracia se da por sentada por generaciones que no vivieron esa época. Su adhesión convencida a la construcción política europea depende también, en gran medida, de su capacidad para ofrecer a los ciudadanos perspectivas de futuro, y por lo tanto también del crecimiento económico, que en Europa ha sido más débil que en el resto del mundo durante los últimos treinta años.

Para defender a Europa contra el escepticismo creciente, no debemos tratar de extrapolar los logros del pasado al futuro que nos espera.

Mario Draghi

Dos palancas: el mercado y la tecnología

El informe sobre la competitividad europea ha puesto de relieve los numerosos ámbitos en los que Europa está perdiendo terreno y en los que las reformas son más urgentes. Pero hay un tema que se repite a lo largo de todo el informe: la necesidad de aprovechar plenamente la escala europea en dos direcciones.

La primera es la del mercado interior.

El Acta Única Europea se adoptó hace casi cuarenta años. Sin embargo, siguen existiendo obstáculos importantes al comercio intraeuropeo. Su eliminación tendría un impacto considerable en el crecimiento europeo. 

El Fondo Monetario Internacional estima que si nuestras barreras internas se redujeran al nivel de las existentes, por ejemplo, en los Estados Unidos, la productividad del trabajo en la Unión podría ser aproximadamente un 7% más alta al cabo de siete años.

Por el contrario, en los últimos siete años, aquí el crecimiento total de la productividad sólo ha sido del 2%.

El coste de estas barreras ya es visible. Los Estados europeos se disponen a lanzar una gigantesca empresa militar con 2 billones de euros —de los cuales una cuarta parte corresponderá a Alemania— de gasto adicional previsto en el ámbito de la defensa entre hoy y 2031. Sin embargo, seguimos imponiéndonos barreras internas equivalentes a un arancel del 64% sobre los equipos industriales y del 95% sobre los metales.

El resultado es claro: licitaciones más lentas, costes más elevados y más compras a proveedores fuera de la Unión, sin que ello estimule nuestra economía. Todo ello debido a los obstáculos que nos imponemos a nosotros mismos.

La segunda dimensión se refiere a las tecnologías.

A la luz de la evolución de la economía mundial, una cosa está clara: ningún país que aspire a la prosperidad y la soberanía puede permitirse quedar excluido de la carrera por las tecnologías críticas. Estados Unidos y China utilizan abiertamente su control sobre los recursos y las tecnologías estratégicas para obtener concesiones en otros ámbitos: cualquier dependencia excesiva se vuelve así incompatible con un futuro en el que seamos soberanos.

Sin embargo, ningún país europeo dispone por sí solo de los recursos necesarios para desarrollar la capacidad industrial requerida para estas tecnologías.

La industria de los semiconductores ilustra bien este reto.

Los chips son esenciales para la transformación digital en curso, pero las fábricas que los producen requieren inversiones considerables.

En Estados Unidos, las inversiones públicas y privadas se concentran en un pequeño número de grandes fábricas, con proyectos que oscilan entre 30.000 y 65.000 millones de dólares. En Europa, la mayor parte del gasto sigue siendo nacional, principalmente en forma de ayudas estatales. Los proyectos son mucho más modestos, por lo general entre 2.000 y 3.000 millones de dólares —y están dispersos entre nuestros países, con prioridades divergentes—.

El Tribunal de Cuentas Europeo ya ha advertido de que es poco probable que la Unión Europea alcance su objetivo de aumentar su cuota de mercado mundial en este sector al 20% para 2030 —frente al menos del 10% actual—.

Hoy, sólo las formas de deuda común pueden sostener proyectos europeos a gran escala.

Mario Draghi

Ya se trate de la dimensión del mercado interior o de la de las tecnologías, volvemos al punto fundamental: para alcanzar estos objetivos, la Unión Europea deberá avanzar hacia nuevas formas de integración.

Tenemos la posibilidad de hacerlo: por ejemplo, gracias al «régimen del 28», que funciona más allá de la dimensión nacional, mediante un acuerdo sobre proyectos de interés común europeo y su financiación conjunta, condición esencial para que alcancen un tamaño tecnológicamente adecuado y económicamente autosuficiente.

La necesidad de una deuda común

Existe una deuda buena y una deuda mala: la mala financia el consumo corriente, dejando su peso a las generaciones futuras; la buena sirve para financiar inversiones en prioridades estratégicas y en el aumento de la productividad. Genera el crecimiento necesario para pagar su reembolso.

Hoy, en algunos sectores, la deuda buena ya no es viable a nivel nacional, ya que estas inversiones, realizadas de forma aislada, no pueden alcanzar el tamaño necesario para aumentar la productividad y justificar la deuda.

Sólo las formas de deuda común pueden sostener proyectos europeos de gran envergadura, que los esfuerzos nacionales fragmentados e insuficientes nunca podrían llevar a cabo.

Esto se aplica, por ejemplo, a la defensa, en particular en lo que se refiere a la investigación y el desarrollo; a la energía, a las inversiones necesarias en las redes e infraestructuras europeas; a las tecnologías disruptivas, un ámbito en el que los riesgos son muy elevados, pero en el que los posibles éxitos son esenciales para transformar nuestras economías.

Transformar el escepticismo en acción

El escepticismo es a veces útil: nos ayuda a ver mejor a través de la niebla retórica.

Pero también hay que tener esperanza en el cambio y confianza en la capacidad de lograrlo.

A los ciudadanos europeos les diría lo siguiente: todos ustedes han crecido en una Europa en la que los Estados nacionales han perdido parte de su importancia relativa; han crecido como europeos en un mundo en el que es natural viajar, trabajar y estudiar en otros países. Muchos de ustedes aceptan ser a la vez italianos y europeos; muchos reconocen que Europa ayuda a los países pequeños a alcanzar juntos objetivos que no podrían alcanzar por sí solos, sobre todo en un mundo dominado por superpotencias como Estados Unidos y China. Por lo tanto, es natural que aspiren a un cambio en Europa.

A lo largo de los años, la Unión ha sabido adaptarse a situaciones de emergencia, a veces más allá de lo esperado.

Hemos sido capaces de romper tabúes históricos, como la deuda común en el marco del plan de recuperación, y de ayudarnos mutuamente durante la pandemia.

Hemos llevado a cabo una amplia campaña de vacunación en un tiempo récord.

Hemos demostrado una unidad y una participación sin precedentes en nuestra respuesta a la invasión rusa de Ucrania.

Pero se trataba de responder a situaciones de emergencia.

El verdadero reto es ahora muy diferente: actuar con la misma determinación, pero en tiempos normales, para hacer frente a las nuevas realidades del mundo en el que estamos entrando.

El mundo no nos mira con benevolencia: no espera la lentitud de nuestros rituales comunitarios para imponernos su fuerza. Es un mundo que nos exige una discontinuidad en nuestros objetivos, nuestros plazos y nuestros métodos de trabajo.

Podemos cambiar el rumbo de nuestro continente.

Mario Draghi

La presencia de los cinco jefes de Estado europeos y de los presidentes de la Comisión y del Consejo Europeo en la última reunión en la Casa Blanca fue una muestra de unidad que, a los ojos de los ciudadanos, vale mucho más que muchas reuniones en Bruselas.

Hasta ahora, gran parte del esfuerzo de adaptación ha venido del sector privado, que ha demostrado su solidez a pesar de la gran inestabilidad de las nuevas relaciones comerciales. Las empresas europeas están adoptando tecnologías digitales punteras, incluida la inteligencia artificial, a un ritmo comparable al de Estados Unidos. Y la sólida base manufacturera europea podrá responder a una mayor demanda reforzando la producción interna.

El retraso proviene más bien del sector público. Y es ahí donde más se necesitan cambios decisivos.

Los gobiernos deben determinar a qué sectores orientar su política industrial. Deben eliminar las barreras innecesarias y revisar la estructura de las autorizaciones en el ámbito de la energía. Deben ponerse de acuerdo sobre la financiación de las colosales inversiones necesarias en el futuro, estimadas por la Comisión Europea en alrededor de 1,2 billones de euros al año. Y deben diseñar una política comercial adaptada a un mundo que se aleja de las normas multilaterales.

En resumen, deben recuperar la unidad de acción.

Y no se trata de hacerlo cuando las circunstancias se vuelvan insostenibles, sino ahora, mientras aún tenemos el poder de configurar nuestro futuro.

Podemos cambiar el rumbo de nuestro continente.

Conviertan su escepticismo en acción, hagan oír su voz.

La Unión Europea es, ante todo, un mecanismo para alcanzar los objetivos compartidos por sus ciudadanos.

Es nuestra mejor oportunidad para un futuro de paz, seguridad, independencia y solidaridad: es una democracia, y somos nosotros, ustedes, sus ciudadanos, los europeos, quienes decidimos sus prioridades.

Notas al pie
  1. Este texto inédito en español fue pronunciado por Mario Draghi en Rímini el 22 de agosto de 2025.