La dificultad de los responsables políticos europeos para comprender el cambio de cultura diplomática estadounidense es evidente. Su reticencia a entrar en contacto con Donald Trump en el marco de la guerra comercial que ha desencadenado, así como su falta de reacción política ante la convergencia cada vez más evidente entre la Casa Blanca y el Kremlin en torno a Ucrania, son prueba de ello.

Esta debilidad se debe a varios factores: el temor a las reacciones impredecibles y brutales del presidente estadounidense, la inestabilidad institucional a nivel nacional y la persistencia de prioridades divergentes dentro de la Unión dificultan la proyección de una potencia común.

Sin embargo, en el nuevo entorno internacional que se perfila, esta posición ya no es una opción estratégica, sino la condición misma para la supervivencia geopolítica del continente.

Si los dirigentes europeos son tan pusilánimes, ¿no es acaso debido, ante todo, a una mala apuesta frente a la historia y al futuro? La mayoría de nuestros dirigentes nacieron después de 1945 y se formaron en la administración, la economía, las maniobras del aparato y la política electoral. 

La comprensión de los fenómenos a largo plazo parece ser su punto débil. Y si cuentan con asesores en comunicación, estrategia y economía, ¿no deberían también dotarse de asesores históricos?

Foto de Guilong Charles Cheng

La historia larga de Trump

Donald Trump destaca en el arte de ocupar la escena internacional. Lo hemos vuelto a ver esta semana, cuando obligó a todos los líderes europeos a desempeñar, de forma más o menos pasiva, el papel de espectadores de su encuentro con Vladimir Putin en Alaska.

Sin embargo, si nos centramos únicamente en sus salidas diarias y en el corto plazo, corremos el riesgo de pasar por alto los cambios estructurales que se están produciendo actualmente en Estados Unidos.

Un enfoque atento al largo plazo muestra claramente que estas transformaciones no comenzaron con Trump y no terminarán con él —ni en las elecciones de mitad de mandato de 2026, ni después—.

Se ha producido un cambio profundo. Repetir dogmas gastados como un mantra no los hará volver. Estados Unidos ya no será un aliado incondicional, ni siquiera el protector de Europa.

Basta con mirar al pasado, mucho antes de 1945, para darse cuenta de que este catecismo atlántico no tiene sentido. El examen de la historia larga no es una simple curiosidad académica: en este caso concreto, ofrece una clave esencial para comprender las dinámicas actuales y extraer lecciones estratégicas.

Estados Unidos ha dado la espalda a Europa durante la mayor parte de su historia.

Ludovic Tournès

En lo que respecta a las relaciones entre Estados Unidos y Europa, hay que recordar que hubo un tiempo en que los primeros no se interesaban mucho por la segunda. Tras su independencia en 1783 y a lo largo del siglo XIX, su prioridad fue ampliar su territorio y consolidar su nación. Washington daba decididamente la espalda a Europa, percibida como un conjunto de regímenes monárquicos —«tiranías» en el vocabulario estadounidense—, de persecuciones políticas o religiosas y de conflictos incesantes en los que se negaban a verse envueltos.

Sólo con la Primera Guerra Mundial rompieron provisionalmente los Estados Unidos con esta postura, que recuperaron rápidamente después de 1918 y del fracaso del Tratado de Garantías. Sólo la Segunda Guerra Mundial ancló a los Estados Unidos a Europa, hasta el final de la Guerra Fría.

Se tiende a olvidar un hecho esencial: durante la mayor parte de su historia, Estados Unidos le dio la espalda al Viejo Continente.

El vínculo forjado por las dos guerras mundiales y la función de protector de Europa occidental asumida por la OTAN desde 1949 no son tanto un dato inmutable como un accidente histórico, algo que muchos europeos siguen considerando, erróneamente, como una especie de hecho eterno.

Foto de Guilong Charles Cheng

La indexación estadounidense: Estados Unidos a escala mundial

En el fondo, Estados Unidos sólo empieza a preocuparse por Europa cuando considera que sus convulsiones representan una amenaza directa para su seguridad y su comercio exterior.

Las dos guerras mundiales introdujeron entonces en la cultura política estadounidense una idea decisiva: el destino de Estados Unidos es indisociable del destino del mundo, en particular del de Europa. Woodrow Wilson, y más tarde Franklin D. Roosevelt, inculcaron en la mente de la clase política y de la opinión pública que la seguridad estadounidense depende de la del mundo, y viceversa.

Esta indexación entre Estados Unidos y el mundo llevó a Washington a dejar de centrarse en el continente americano para involucrarse en los asuntos de Europa, que eran también los asuntos mundiales en una época en la que las potencias europeas poseían imperios coloniales repartidos por todos los continentes.

En esta perspectiva hay que leer el discurso de las «cuatro libertades» pronunciado por Roosevelt ante el Congreso el 6 de enero de 1941: oficialmente dedicado al estado de la Unión, en realidad se centra casi por completo en la guerra iniciada unos meses antes y concluye con la ambición de defender las libertades fundamentales no sólo en Estados Unidos, sino «everywhere in the world». Si hay que identificar un acto fundacional del compromiso estadounidense como potencia mundial, es precisamente este discurso.

Las dos guerras mundiales introdujeron entonces en la cultura política estadounidense una idea decisiva: el destino de los Estados Unidos es indisociable del destino del mundo, en particular del de Europa.

Ludovic Tournès

El orden internacional de 1945, ampliamente configurado por Estados Unidos, se basa en esta lógica de indexación: al garantizar la seguridad de Europa occidental a través de la OTAN, Washington aseguraba la suya propia al contener la expansión de la URSS, adversario tanto geopolítico como ideológico. Al apoyar la reconstrucción europea a través del Plan Marshall, abrió nuevas oportunidades para su poderosa industria y se ganó la fidelidad de un cliente cautivo, ya que las capacidades industriales de Europa estaban entonces muy mermadas. Este «matrimonio» sellado en 1945 era tanto una unión circunstancial como una convergencia de valores.

Sin embargo, el contexto que lo había hecho posible desapareció a partir de los años ochenta y, aún más, en los noventa. A partir de Ronald Reagan, los dirigentes estadounidenses dejaron progresivamente de considerar que existía un vínculo orgánico entre la seguridad de su país y la de Europa. El multilateralismo y las organizaciones internacionales que lo encarnan son objeto de críticas cada vez mayores, consideradas demasiado costosas y restrictivas para la libertad de acción de Estados Unidos.

Foto de Guilong Charles Cheng

La larga historia del desprecio estadounidense hacia Europa

En este clima surge la idea, retomada y amplificada por Donald Trump, de que Europa, y con ella el mundo, «están estafando» a Estados Unidos.

Los hechos lo confirman: en 1984, la administración Reagan abandona la UNESCO; diez años más tarde, la de Clinton pone fin a la participación estadounidense en las operaciones de mantenimiento de la paz de la ONU y reduce su contribución financiera; su sucesor, George W. Bush, se niega a ratificar el Protocolo de Kioto (1997) y a adherirse a la Corte Penal Internacional (1998).

El giro estadounidense hacia el unilateralismo —que no debe asimilarse con el aislacionismo, con el que a veces se confunde— también se ilustra con el auge del movimiento neoconservador.

A ojos de los responsables estadounidenses, la indexación de los destinos de Estados Unidos y Europa pertenece al pasado.

Ludovic Tournès

Nacido durante la presidencia de Reagan, se impuso en la cúpula del Estado con la administración de George W. Bush y orquestó la desastrosa intervención en Irak en 2003. Sus figuras más destacadas, Paul Wolfowitz y Donald Rumsfeld, se caracterizan por sus comentarios condescendientes hacia la «vieja Europa», reveladores de la brecha estratégica y política que se abre entonces entre las dos orillas del Atlántico.

Esta brecha no se cierra con Barack Obama, ni mucho menos, y se amplía aún más con la primera presidencia de Trump, alcanzando hoy una profundidad sin precedentes. A ojos de los responsables estadounidenses, la indexación de los destinos de Estados Unidos y Europa pertenece al pasado.

Sin embargo, la mayoría de los dirigentes europeos siguen creyendo en ello, como demuestran todas sus declaraciones, a riesgo de parecer cada vez más alejados de la realidad estratégica.

Foto de Guilong Charles Cheng

El fin del modelo estadounidense

Otro cambio estructural a largo plazo que aún escapa a los dirigentes europeos es el papel de modelo internacional que reivindican los Estados Unidos.

En el siglo XIX, los dirigentes estadounidenses ya estaban convencidos de haber concebido un régimen perfecto: en 1796, los miembros de la Cámara de Representantes otorgaron a su país el título de «nación más libre e ilustrada del mundo».

Sin embargo, como Estados Unidos aún no jugaba en la liga de las grandes potencias, se cuidaba mucho de proclamarlo ante el mundo. Fue a finales del siglo XIX, y en particular gracias a su excepcional expansión económica, basada en inmensos recursos naturales, cuando Washington comenzó a percibirse como un modelo para el mundo.

En la primera década del siglo XX, la revolución fordista, al multiplicar por diez la potencia industrial del país, le permitió suplantar a Europa como referencia mundial y símbolo de la modernidad. El ascenso estadounidense va acompañado de la autodestrucción del Viejo Continente, inmerso en dos guerras fratricidas entre 1914 y 1945, que debilitan su poder geopolítico, minan su liderazgo económico y arruinan su pretensión de encarnar la civilización, el progreso y la modernidad.

Un punto esencial: los Estados Unidos, que no cayeron en el totalitarismo, pueden reivindicar en 1945 el estatus de modelo democrático, reforzado a sus ojos por las exitosas reconstrucciones políticas de Japón y Alemania, a las que contribuyeron directamente.

Este es un punto al que Europa seguramente no ha prestado toda la atención necesaria: desde finales de la década de 1990, Estados Unidos aparentemente ha dejado de percibirse como un modelo para el resto del mundo.

Ludovic Tournès

Es sobre estos conceptos de modelo democrático y símbolo de modernidad que Estados Unidos construyó, después de 1945, la mayor parte de su prestigio ante los europeos. En las dos décadas posteriores a la guerra, una palabra dominó su horizonte político: modernización. Procedente de las ciencias sociales estadounidenses, designaba entonces el camino a seguir para convertirse en una democracia liberal, pacífica y próspera, siguiendo el modelo que Washington pretendía encarnar.

A pesar del aparente triunfo en la Guerra Fría, esta base ideológica se fue erosionando discretamente entre los años 1980 y 2000. La economía estadounidense, envejecida, se ve cada vez más amenazada por la competencia de potencias industriales eficaces, tanto europeas como no europeas (Alemania, Japón, los «dragones» asiáticos…). 

A ello se suma el desgaste del mesianismo democrático, ya sacudido por el trauma vietnamita y definitivamente desacreditado por los fracasos de Afganistán e Irak. En estas dos intervenciones, la democratización de Oriente Medio no es tanto un objetivo estratégico central como un disfraz retórico, muy posterior al deseo de vengar los atentados del 11 de septiembre y estabilizar la región para salvaguardar los intereses directos de Estados Unidos.

Este es un punto al que Europa seguramente no ha prestado toda la atención necesaria: desde finales de la década de 1990, Estados Unidos aparentemente ha dejado de percibirse como un modelo para el resto del mundo.

Este cambio ha provocado una profunda transformación de los principios que guían su política exterior, ahora marcada por una cultura política hostil al multilateralismo. Se trata, en cierto sentido, de un retorno a las raíces de su doctrina del siglo XIX de non entanglement, basada en el rechazo de cualquier alianza vinculante.

Sin embargo, en Europa seguimos sin renunciar al multilateralismo y a la «alianza inquebrantable» con Estados Unidos, dos conceptos fundamentales del proyecto que condujo a la construcción de la Unión Europea.

Dominar la Tierra: el peligro planetario del American Way of Life

Estas dos profundas transformaciones —el fin de la indexación de los destinos estadounidense y europeo, y el abandono por parte de Estados Unidos de su papel de modelo para el mundo— se inscriben en un tercer elemento estructural, que se ha mantenido inalterado desde la fundación del país: el proyecto de construir un «paraíso en la tierra».

Esta «búsqueda de la felicidad», consagrada en la Declaración de Independencia de 1776, forma parte del acervo cultural estadounidense. Se ha traducido en la explotación de recursos naturales excepcionales, en una fe ilimitada en la capacidad de la tecnología para dominar la naturaleza y en la instauración de una sociedad de consumo que garantiza tanto el bienestar material como la integración política de los ciudadanos en la nación estadounidense. Todos estos elementos son indispensables para comprender no sólo la historia interna de Estados Unidos, sino también los fundamentos de su política internacional.

En el siglo XVIII, esta «búsqueda de la felicidad» se basaba en la certeza del carácter ilimitado de los recursos naturales disponibles en un territorio en plena conquista y que también parecía ilimitado y sin fronteras aparentes.

En 1787, los Estados Unidos —entonces limitados a las trece antiguas colonias— contaban con 4 millones de habitantes, en un mundo con menos de mil millones. Hoy, suman 340 millones en un planeta poblado por ocho mil millones de personas.

No es exagerado decir que los Estados Unidos han declarado la guerra a la tierra.

Ludovic Tournès

Mientras tanto, la ciencia ha demostrado que los recursos terrestres son finitos y que su explotación intensiva altera el ecosistema hasta el punto de hacerlo cada vez más inhabitable para la humanidad.

A pesar de esta ruptura, la cultura estadounidense permanece inalterable.

George H. W. Bush lo expresó sin rodeos en la Cumbre de la Tierra de Río de Janeiro en 1992: «El estilo de vida de los estadounidenses no es negociable». Su hijo George W. Bush lo reafirmó, y Donald Trump lo relanza con una visión extractivista radical resumida en el eslogan «Drill, baby, drill».

Nadie parece capaz de obligar a la primera potencia mundial a cambiar su modo de vida, salvo ella misma. En el contexto actual de desvinculación de Estados Unidos del mundo, este rasgo cultural se ha convertido en potencialmente devastador para el resto del planeta.

Las inversiones masivas en un ecosistema tecnológico centrado en la inteligencia artificial, en gran medida indiferente a las exigencias climáticas, no hacen más que acentuar esta dinámica. Se puede decir, sin exagerar, que Estados Unidos ha declarado la guerra a la Tierra, comprometiendo todo su poder industrial, toda su capacidad de innovación y su fe histórica en la construcción de un mundo mejor.

¿Qué podemos hacer?

Debemos dejar de engañarnos.

El país que tenemos ante nosotros hoy ya no se corresponde con las representaciones forjadas durante la segunda mitad del siglo XX.

Las élites políticas deben dejar de alimentar la nostalgia y las ilusiones sobre el orden internacional multilateral nacido en 1945, que constituye el alfa y el omega de la cultura diplomática europea. Ese orden tuvo un comienzo y ahora estamos viviendo su fin.

Se trata de considerar la historia como el presente con realismo. Estados Unidos siempre ha perseguido sus objetivos de política exterior con brutalidad —desde la conquista del Oeste hasta la guerra de Filipinas (1899-1902) y Vietnam—. 

Estados Unidos ha cambiado de bando: no sólo su forma de hacer política se ha vuelto peligrosa, sino también su modo de vida

Ludovic Tournès

Si, después de 1945, esta brutalidad se contuvo en parte al vincular su seguridad a la del mundo, lo que reducía el riesgo de que surgiera un actor poderoso totalmente incontrolable, esta lógica también llevó a Estados Unidos a aceptar ciertos límites a su dominio al integrar el multilateralismo, del que durante mucho tiempo obtuvo importantes beneficios, tanto en términos de prosperidad económica como de influencia geopolítica y cultural.

Y es precisamente esta idea, que era consensuada en la clase política estadounidense hasta la década de 1980, la que hoy se ha hecho añicos.

Con la desaparición de la indexación de Estados Unidos al mundo sólo queda el poder bruto —que bajo Donald Trump se ha vuelto cada vez más espectacular y desprovisto de todo freno—.

Estados Unidos ha cambiado de bando: su forma de hacer política, al igual que su modo de vida, constituyen ahora un riesgo existencial.

Ante este peligro sin precedentes, la reacción debe ser rápida y enérgica.Una parte, sin duda mayoritaria, de los pueblos europeos parece estar preparada. ¿Quién de entre nuestros dirigentes será capaz de iniciar este movimiento histórico?