Cuentas al principio de El loco de Dios en el fin del mundo cómo surgió la idea del propio libro: una llamada desde el Vaticano para invitarte a ir a ver el papa con otros «creadores» a la Capilla Sixtina. Dos semanas después, en el Salone del Libro de Turín, Lorenzo Fazzini, responsable de la Libreria Editrice Vaticana, te propone acompañar al papa en su viaje a Mongolia y escribir un libro sobre ello. Sin esa intervención y circunstancias divinas por así decirlo, ¿se te hubiera ocurrido escribir un libro así, sobre el Vaticano, sobre el papa?
Sobre el Vaticano y sobre el papa seguro que no.
Porque para escribir un libro así tienes que contar con la colaboración, es decir, con la ayuda del Vaticano y del papa. Ellos te lo tienen que facilitar. Y nunca se me hubiese ocurrido por un motivo muy sencillo: nunca el Vaticano y el papa habían facilitado un libro así.
No existe un libro parecido.
Me siento un privilegiado por haber podido escribirlo. Es imposible hacerlo si no puedes entrar en el Vaticano, hablar con la gente que acompaña al papa.
La única pregunta que no hice —y que no voy a hacer— en estos dos años es por qué me eligieron a mí entre todos los escritores posibles.

Pero tu pregunta es muy pertinente porque sí es verdad, en cambio, que yo tenía en la cabeza una pregunta: ¿qué hacemos con el cristianismo que ha sido determinante durante 2000 años y que ahora está en retirada en Europa? Europa ya no es el centro del cristianismo como lo ha sido siempre.
El centro se ha desplazado a América, África —a otros continentes—. Europa es un continente secularizado, laico. La mayoría de los europeos son como yo —laicos, ex culturalmente cristianos, pero ateos o agnósticos, como mínimo—. Son gente sin Dios, como el protagonista del libro.
¿Qué pasa entonces con la religión? ¿Y con el Vaticano? ¿Qué hacemos con eso? Esas son las preguntas que subyacen en este libro —y me podía hacer otras preguntas que nunca hubiese imaginado que me podía hacer—.
Entonces la respuesta es no, nunca se me habría ocurrido escribir un libro así. Pero por otra parte, sí me preguntaba qué ocurre con la religión, con eso que llaman la espiritualidad —palabra que no me gusta demasiado—.
Todas tus novelas suelen tener como punto de partida una pregunta —y sueles contar cómo surgió la idea del libro—. En esta novela hay muchas preguntas. El capítulo 7 se abre incluso con un «Más preguntas:». ¿Tenías más interrogaciones en esta por su tema, por las circunstancias?
Este libro, efectivamente, surge de interrogaciones, sobre todo de una interrogación central que a veces se ramifica en otras interrogaciones. Todos mis libros —tú lo has dicho muy bien—, tienen una interrogación central, un corazón. Y no es porque yo lo busque, sino que surge de manera natural.
Es lo que intenté explicar en El punto ciego: además, todas las novelas que a mí me importa contienen esa interrogación. Ahí hablaba de Cervantes, de Kafka, de Melville, de autores importantes para mí —y para la tradición occidental—.
Aquí, en este libro, la pregunta es muy sencilla. Todos mis libros plantean preguntas muy sencillas —que a la vez son muy complejas—. Son las preguntas de los niños: ¿por qué un soldado no mata a otro soldado enemigo en un momento determinado? ¿Por qué tres personas no se tiran al suelo cuando todo conspira para que lo hagan? ¿Por qué un hombre miente acerca del crimen más atroz de la historia de la humanidad?
Y en este caso, es la pregunta elemental, la pregunta que le haría un niño al papa: ¿verá mi madre a mi padre después de la muerte, como ella dice? Esta pregunta, tan elemental y tan personal, en el fondo es el centro del cristianismo: la resurrección de la carne y la vida eterna.
Ahora bien, tienes razón: esta pregunta central se ramifica en muchas otras preguntas. Es completamente cierto, más que en otros de mis libros. Porque el principal ejercicio que yo he hecho antes de escribir este libro —y el más difícil—, era prescindir de todos mis prejuicios —negativos o positivos— sobre la Iglesia y sobre el cristianismo. Y eso, créeme, es difícil. Sobre todo para mí, porque yo soy español, vengo de un país católico, de una familia muy católica —y mi educación ha sido católica—.
Tengo más prejuicios que todo el mundo, casi todos desfavorables. Entonces el ejercicio era borrar todos mis prejuicios, limpiar mi mirada y llegar al Vaticano a hacer preguntas e intentar entender. Esa es, al fin y al cabo, la misión del novelista —y de cualquiera que intente usar la inteligencia de la mejor manera posible—.
¿Verá mi madre a mi padre después de la muerte, como ella dice? Esta pregunta, tan elemental y tan personal, en el fondo es el centro del cristianismo.
JAVIER CERCAS
Al final del capítulo 11 se le ofrece al lector una larga enumeración sobre lo que será el libro, un «libro distinto, tan extravagante como fuera posible, una mezcla de crónica y ensayo y biografía y autobiografía, un experimento friki». Un poco más lejos se dice que será «un batiburrillo de géneros». ¿Cómo calificarías este libro?
Este libro es muchas cosas pero para mí es una novela. Y antes que nada una novela porque el narrador experimenta una cierta evolución.
Es diferente de lo que había hecho antes en el tema, pero en la forma tiene que ver con muchos libros míos; por ejemplo, en el sentido de que es una novela policial. Por lo que mencionamos antes sobre todas esas preguntas que confluyen en la pregunta central, este libro se organiza —como todos mis libros y como todos los libros que a mí me importan— igual que si fuera una novela policial.
Todas mis novelas son policiales porque en el corazón de todas hay un enigma —y alguien que intenta descifrarlo—. Esa es la esencia de la novela policial. Y probablemente en este libro había aún más preguntas y enigmas porque el tema al que me enfrento a partir de la primera pregunta es enorme —es descomunal—.
Este libro tiene 500 páginas, pero podría tener muchas más. Los interrogantes eran prácticamente infinitos y yo abordo los que puedo abordar —en fin, los que me interesaba realmente abordar—.
Obviamente este libro participa de muchos géneros: en parte es una crónica, en parte es un ensayo —acerca de qué ocurre hoy en la Iglesia—, en parte es una biografía o un ensayo biográfico —acerca del papa que está en el centro del libro, que está en el centro de la Iglesia—, en parte es una autobiografía de un español, de un europeo normal y corriente.
La novela es el único género que yo conozco capaz de integrar a todos los demás géneros —y de trascenderlos—. Así la inventa Cervantes, como un género de géneros, como un banquete con muchos platos, y así es como intento practicarla yo.
Todas mis novelas son policiales porque en el corazón de todas hay un enigma —y alguien que intenta descifrarlo—.
JAVIER CERCAS
Es un libro singular en muchas dimensiones pero sobre todo porque te lanzas en un proyecto de escritura que está condicionado por la decisión de otra persona, y no cualquiera ya que se trata del papa: quieres que Francisco acepte hablar unos minutos a solas contigo. ¿Es la primera vez que te lanzas en la escritura de un libro que dependía de una decisión arbitraria de otra persona y podía por tanto «carecer de sentido» como dice el narrador en un momento?
Como en muchos de mis libros, como lo has dicho hace un momento, yo explico el propio proceso de hacerse el libro. Ese proceso forma parte de la narración, porque me parece obligatorio y necesario.
Es una muy buena pregunta. No sé si es la primera vez que me ocurre. Quizá me pasó con El Impostor: sin Enric Marco nunca hubiese podido escribir ese libro. Cuando yo escribo novelas sin ficción, hay una dependencia de las decisiones y actuaciones de otras personas. Con las novelas sin ficción te enfrentas a problemas con los que no te enfrentas en las novelas con ficción.
Esto no lo he dicho estos días pero te lo digo a ti: las novelas sin ficción presentan unas dificultades que pueden convertirse en ventajas. El ejemplo es este libro. Cuando me ofrecieron esta posibilidad, lo primero que pensé era que quería hablar con el papa, hacerle una entrevista y hablar sobre todos los temas que se me ocurrirían.
Pero inmediatamente, en cuanto empecé a sumergirme en la bibliografía —que es inmensa—, en la vida del papa, en las biografías, en los textos que ha escrito, etc. me sorprendió la cantidad de entrevistas que había dado este hombre. Los papas no suelen conceder entrevistas, no escriben autobiografías. Esto estaba fuera por completo de lo que es un papa —y dice mucho de él—.
Entonces, en un momento determinado, me di cuenta de que no era interesante hacerle otra entrevista. Cuando llegué al Vaticano por primera vez y hablé allí con los más altos responsables, ellos me preguntaban sobre qué quería hablar con el papa. Yo les decía: sobre la resurrección de la carne y la vida eterna.
Quiero preguntarle si mi madre verá a mi padre después de la muerte.

Todos se quedaban perplejos y me decían que de esto nadie le había preguntado. Me parece asombroso, porque si el papa es el papa es porque tiene una autoridad espiritual. Por eso la gente le escucha —no porque sea un político—. El papa no tiene ninguna capacidad para arreglar los problemas múltiples que tiene Europa o el mundo.
Esto no lo he dicho estos días pero te lo digo a ti: las novelas sin ficción presentan unas dificultades que pueden convertirse en ventajas.
JAVIER CERCAS
Y cuentas en el libro que al principio el papa se niega a ofrecerte unos minutos a solas.
En aquel momento el papa sale de una enfermedad y no le parece muy propicio que yo hable con él. Pero eso que era un inconveniente al principio, se transforma en una ventaja —creo que el libro lo transforma en una ventaja—. El libro se convierte aún más en una novela policial, en una persecución del loco sin Dios tras el loco de Dios para hacerle la pregunta fundamental. Pero me doy cuenta de eso sólo a medida que transcurre el libro.
Estos días de promoción no he hablado de esto: de los problemas, que son también ventajas, que te plantea la novela sin ficción. Te obliga a hacer contorsiones y unos experimentos muy singulares a los que no te obliga la novela con ficción. Es un terreno mucho más difícil, en cierto sentido, mucho más lleno de trampas.
En el caso de la novela con ficción nos enfrentamos a una realidad caótica; el mundo no tiene orden.
It is a tale
Told by an idiot, full of sound and fury
Signifying nothing.
Eso es un caos absoluto.
Lo que hace la literatura es dotar a ese caos de un orden. La ficción puede hacerlo.
¿Cómo? Manipulando la realidad.
Al principio de Anna Karenina, cuando ella llega a la ciudad de San Petersburgo, un hombre se tira a un tren. El tren lo arrolla —y lo mata—. Al final de la novela, Anna Karenina se tira al tren y muere atropellada por el tren. Ahí tienes una simetría, un orden creado en el caos por Tolstói en las novelas.
En las novelas sin ficción no puedes hacer eso —porque no puedes inventar nada—. Es la primera regla que te pones. Entonces tienes que hacer el ejercicio extrañísimo de encontrar un orden en el caos. Y para eso hay que ser paciente y estar muy atento, hasta que de repente la realidad te parece cobrar un sentido.
Cuando se lee el final de la novela, sin contarlo quizás, parece que la realidad terminó por cobrar sentido, ¿no?
Sí, claro. De hecho, ese final yo no podría haberlo inventado. Es imposible. Si lo hubiese inventado, tú me dirías que no te lo crees. Pues yo tampoco me lo creería. En realidad hay dos finales, pero el primer final —antes del epílogo— para mí es totalmente sorprendente. Creo que Aristóteles lo celebraría porque es como le gustaban los finales —inevitable y sorprendente a la vez—.
El segundo final es otra cosa. Si yo fuera creyente, diría que es un pequeño milagro. Pero eso me lo entregó la realidad; yo no fui a buscarlo y, de hecho, me lo entregó en el último momento.
No vamos a contarlo. Pero hay un ejemplo parecido en otro de mis libros: el final de Anatomía de un instante. Ese libro trata sobre Adolfo Suárez, el presidente y arquitecto de la transición española pero, en el fondo, trata sobre mi padre.
En el Vaticano los más altos responsables me preguntaban sobre qué quería hablar con el papa. Yo les decía: sobre la resurrección de la carne y la vida eterna.
JAVIER CERCAS
Como este libro trata sobre el papa pero, en el fondo, trata sobre tu madre.
Claro. Cuando yo estoy acabando las últimas páginas de Anatomía de un instante, aparece la última fotografía de Adolfo Suárez el mismo día que entierro a mi padre. Hacía muchos años que Suárez no era fotografiado porque tenía Alzheimer. Aparece acompañado por el rey. Ahí supe de golpe que ese era el final del libro.
Los dos protagonistas se cruzaban en un día, en un momento. Ahí la realidad me dio un orden. Y en el caso de este nuevo libro es todavía peor —porque el orden es todavía mucho más extraño—.
Un tema omnipresente en el libro es el de la locura. Dada tu relación con Cervantes y el Quijote —que también se menciona en el libro— no es sorprendente. Lorenzo Fazzini se refiere al narrador en un momento como «el loco» y escribes que el libro «iba a tratar sobre un loco que persigue a otro loco hasta el fin del mundo». ¿El título no hubiera podido ser también «el loco de la literatura y el loco de Dios» o incluso «Los locos»?
Sí, totalmente. De hecho, aunque el protagonista secreto es mi madre, los dos personajes principales son el loco de Dios y el loco sin Dios. El loco de Dios fue casi lo primero que tuve en la cabeza, ese título.
El papa Francisco es el primero en muchas cosas. Es el primer papa jesuita, es el primer papa latinoamericano y también es el primer papa que se llama a sí mismo Francisco —como Francisco de Asís—. Y Francisco de Asís se llamaba a sí mismo il folle di Dio, el loco de Dios.
Por lo tanto, Francisco es el loco de Dios por antonomasia. Luego el libro está lleno de locos de Dios, con los misioneros, etc; en el fondo, todos los que creen de verdad, los que tienen esa cosa extraña que es la fe, la creencia enloquecida, extraordinaria, insensata, de que hay una otra vida, de que después de la muerte hay otra vida, de que después de la muerte llega la resurrección de la carne y la vida eterna.
El cristiano cree en ello. No lo digo yo, lo dice San Pablo, que es quien inventa el cristianismo.
Entonces, por un lado está el loco de Dios y por otro lado, está el loco sin Dios, que soy yo —o mejor dicho, una versión o declinación de mí mismo—.
Una locura sin Dios que alude a Nietzsche.
Claro, Nietzsche está muy presente en este libro porque estuvo muy presente en mi vida. Y el loco sin Dios alude obviamente al fragmento de La gaya ciencia —que ha tenido numerosas interpretaciones y que es central en nuestra visión de las cosas—.
La historia es la de un loco que sale a la calle con un farol encendido en pleno día y que va por las plazas, por los mercados, por las calles gritando «Dios ha muerto y nosotros lo hemos matado». La gente, que ha olvidado o no ha leído el fragmento, cree que el loco está feliz y eufórico porque Dios ha muerto —y porque lo hemos matado—. Pues nos hemos librado de Dios.
No es verdad. Nietzsche es muy ambiguo pero a mi modo de ver, es evidente que el loco no está contento: está muy triste, está completamente desolado. Y es lógico, porque si Dios no existe, como dice Iván Karamazov, todo está permitido.
Por eso, a medida que avanza el libro, este loco sin Dios siente una nostalgia de Dios, una nostalgia de un mundo ordenado.
El papa Francisco es el loco de Dios por antonomasia.
JAVIER CERCAS
No es extraño que gran parte del arte, de la literatura, del cine en el siglo XX, si lo lees bien, lo que se pregunta de manera evidente es qué hacemos ahora que no tenemos a Dios. Podemos pensar por supuesto en Kafka, por ejemplo —que es muy importante para mí—, en Bergman, en Heidegger.
El Quijote también establece una relación con la locura, incluso de una manera quizás aún más compleja: Alonso Quijano se muere cuando deja de ser el Quijote. ¿Cómo se puede resolver esa paradoja —o tensión—, con justamente esa ficción que es locura y a pesar de todo que permite también vivir de cierto modo?
Eso está muy presente en algunos de mis libros. En El Impostor, por ejemplo. Esa es una gran pregunta. En el caso de este libro, alguien ha dicho que se podría leer como un elogio de la locura.
Aquí los verdaderos locos de Dios son aquellos que encarnan el ideal cristiano para Bergoglio y para cualquiera que los conozca como los he conocido yo. Es decir, son los misioneros —es decir, gente que hace locuras—. Obviamente, hay que estar loco para hacer eso.
En esos misioneros, hay una asunción radical de la propia vocación que a mí me recuerda la asunción radical de la propia vocación que tiene que tener cualquier escritor. Un escritor que no asume radicalmente su vocación, que no lo sacrifica todo a ella, que no va hasta el fondo de lo desconocido para encontrar lo nuevo, como decía Baudelaire, no es un escritor de verdad.
Hay una similitud entre ambas cosas. Y hay que estar un poco loco también para ser escritor. Yo, como persona, intento ser una persona razonable y educada, incluso cuando escribo artículos, ensayos, y algunos de vosotros me tenéis por una persona seria —pero no lo soy, créeme—.
Yo soy un loco reprimido.
El narrador dice en un momento que es un «tipo peligroso».
Eso es lo que yo realmente soy. Pero luego, me reprimo e intento ser razonable porque si yo sacase mi locura en la vida cotidiana, acabaría haciendo barbaridades y estaría encerrado en una cárcel, casi seguro. Pero la locura la puedo meter en los libros. Y este es el libro más loco que he escrito.
Este es el libro más chiflado —pero también el más humorístico, probablemente—. Tengo que decir que siempre ha habido ironía y humor en mis libros; yo no concibo la novela sin humor o sin ironía. Lo que pasa es que los temas tan graves que a veces he tocado, tan importantes como la guerra civil, han hecho que me tomen demasiado en serio. Es curioso, creo que a Milán Kundera le ocurría lo mismo. La gente olvidaba que sus novelas eran esencialmente humorísticas, aunque tratase temas fundamentales. Y él lo decía, pero nadie le hacía caso.
Yo creo que en todo novelista hay un humorista. Si no hay un humorista, no es un buen novelista.
Kafka es supuestamente un escritor serio —y es verdad—; pero si es uno de los grandes novelistas del siglo XX es porque es también un escritor profundamente humorístico.
El escritor es el que se sale de la norma. Mi ambición es escribir libros extravagantes, aunque el lector no necesariamente lo note. Ese es el ideal. Ese es El Quijote, que es el libro más raro que se ha escrito nunca. Sin embargo, la gente lo leía como una cosa seria.
Algunos de vosotros me tenéis por una persona seria —pero no lo soy, créeme—. Yo soy un loco reprimido.
JAVIER CERCAS
Este es un libro bastante quijotesco. Me ha hecho pensar por momentos en Jacques le fataliste, con ese narrador que repite sin parar al lector y todos sus interlocutores que va encontrándose que él lo que quiere es preguntarle al papa sobre la vida después de la muerte —lo repite e incluso está listo a ir hasta el fin del mundo para lograrlo—. ¿Es el libro más quijotesco que has escrito hasta ahora?
Ojalá, y ojalá se pareciera a Jacques le fataliste, que es una de las mejores novelas que he leído en mi vida —y que es, efectivamente, quijotesca—. Gracias en gran parte a ese libro de Diderot existe la novela moderna. Forma parte de los que realmente entendieron a Cervantes, porque los españoles no lo entendimos.
Cervantes para mí siempre está presente. Siempre están la locura, el sentido del humor, la ironía para entender que el humor es lo más serio que existe. Eso es una actitud ética. El humor y la ironía son un instrumento de conocimiento; toda forma de solemnidad es odiosa.
Efectivamente, tú tienes toda la razón, se van repitiendo los mismos temas, como en Jacques le fataliste. Mis novelas precedentes siempre han funcionado a base de leitmotivs. Quizá en este caso es más evidente porque los mismos temas se van planteando a diferentes interlocutores. Pero mis novelas desde el principio funcionaron así. No sé por qué motivo. Creo que tiene que ver con la música, con el rock and roll, por ejemplo, que está muy presente en este libro. Tiene que ver también con Bach —que es el primer gran rockero—.
Uno de los leitmotivs del libro es de Cioran que dice, en uno de sus aforismos, que toda religión es una cruzada contra el sentido del humor. El cristianismo, la religión, lo asociamos a la seriedad. Nietzsche le dice a los cristianos: vuestras caras tan tristes, tan severas, son el principal argumento contra vosotros.
Y me he encontrado, para mi sorpresa, con un papa que hace una reivindicación seria y radical del sentido del humor. Es capaz de ver ironías hasta en la Biblia, donde yo no soy capaz de verlas. En algún momento del libro cuento que el papa le dice a uno de sus amigos más cercanos, Lucio Brunelli, que lo más próximo a la gracia divina, es el sentido del humor. Eso es fantástico, porque en español una persona graciosa es una persona que tiene sentido del humor —y tener gracia es tener sentido del humor—. Bueno, esto es lo que me he encontrado.
Y cuentas que al papa le gusta mucho Chesterton.
Sí, absolutamente, es un gran admirador de Chesterton —que es uno de los grandes humoristas de todos los tiempos—. Kafka decía de Chesterton: ¡es tan gracioso que parece que haya visto a Dios!
La cantidad de sorpresas ha sido muy grande escribiendo el libro. Mongolia es un lugar muy exótico pero el Vaticano es más exótico todavía.
Mis novelas siempre han funcionado a base de leitmotivs. Creo que tiene que ver también con Bach —que es el primer gran rockero—.
JAVIER CERCAS
Se nos ofrece en el libro reflexiones sobre la ironía pero hay un elemento bastante inocente, tierno casi infantil en esa interrogación que anima el narrador: decirle a su madre si hay una vida después de la muerte en la que se reunirá con su esposo. Hay un capítulo muy bonito, el 16, sobre tu madre. ¿Está hecho a propósito ese desfase entre la mirada digamos crítica sobre la Iglesia y al mismo tiempo esa linda voluntad de querer satisfacer a tu madre? Es como si el narrador se comportara como escritor frente a la religión; y en religioso frente a su madre.
Tienes razón. El narrador cuando habla sobre —o con— su madre tiene un tono casi infantil. Se comporta como un hijo.
Cuando se trata de la Iglesia, en realidad lo que yo he intentado hacer sobre todo, como hago en todos mis libros, es comprender. Hay en francés una frase que todo el mundo conoce: «comprendre, c’est pardonner». Yo estoy totalmente en contra de esa frase, creo que es un gran error.
Comprender no es justificar, ni es perdonar. Al contrario, comprender es darnos los instrumentos para no volver a cometer los mismos errores. Sólo puedes combatir a un terrorista, por poner un ejemplo, si lo comprendes.
Por eso, en contra de nuestro tiempo —pero sé que yo tengo la razón—, defiendo y defenderé siempre la utilidad de la literatura. Creo que hay un gran malentendido sobre la utilidad de la literatura que surge de una mala interpretación de los grandes escritores de la modernidad —como Flaubert, Oscar Wilde—, que nunca hablaban en serio de la inutilidad de la literatura. Era una forma de sarcasmo, era una forma de ataque al utilitarismo rastrero de su época. Pero, por supuesto, la literatura es útil —siempre y cuando no se proponga serlo—. Si se propone ser útil, se convierte en propaganda o pedagogía; deja de ser literatura y deja de ser útil.
La literatura es extremadamente útil, entre otras cosas porque nos permite comprender la realidad. La literatura es placer y es conocimiento. Esto es obvio, lo sabemos desde Horacio.
Y es verdad que se crea esa combinación extraña de la que tú hablas con la inocencia de la pregunta central. Inocencia porque es elemental —porque es la pregunta de un niño—. Para mí, las preguntas más importantes son las preguntas que se hacen los niños. Esto lo he descubierto ya cuando soy un viejo, pero es así. Esa mezcla de inocencia es necesaria para entender. Esa inocencia es la de la mirada limpia.
¿Cómo es posible que le hayan hecho cientos de entrevistas al papa y nunca le hayan preguntado por lo esencial? Eso es una observación de niño.
Mongolia es un lugar muy exótico pero el Vaticano es más exótico todavía.
JAVIER CERCAS
Pero la mirada crítica nunca está muy lejos.
Sí, por otro lado, hay una mirada crítica —pero no la de un juez—. Los escritores no nos dedicamos a juzgar. Esto es un error.
Yo no voy al Vaticano a decir lo que está bien y lo que está mal. Eso no impide que cuando el loco sin Dios oye alguna cosa que le parece extraña, lo diga.
Pero la actitud del narrador, es decir, del loco sin Dios, es más interrogativa: intenta comprender más que juzgar. Como ocurre en todas las novelas, luego el lector saca sus propias conclusiones. Al final, la última palabra, en todos los libros que realmente valen la pena, la tiene el lector.
Hay un excelente pasaje sobre la periferia al principio del libro; sobre su importancia, y de cierto modo, su relativismo. ¿Dirías que escogerte a ti para escribir este libro ha sido de parte del Vaticano del papa Francisco una nueva confirmación de la importancia que le otorga a la periferia? ¿Se podría decir que formas parte de la periferia de la Iglesia o incluso de su territorio más remoto, más aún que Mongolia —en aquel «fin del mundo» que podría ser tanto espacial como temporal—?
No sé si más que Mongolia, pero creo que lo que dices es exacto. Yo no he preguntado por qué me eligieron a mí —ni pienso preguntarlo, no me interesa—. Me basta con el privilegio que he tenido.
Yo soy una persona común y corriente. Alguien que conoce las claves del cristianismo porque me he educado en él, porque soy español, porque soy europeo. Pero, efectivamente, una persona que está en la periferia, que ha abandonado, que ya no es creyente.
El papa insiste en la periferia —social y geográfica— que son los excluidos, los pobres, los que no tienen dónde caerse muertos. Él piensa que ahí, en el fin del mundo, es donde está la energía que puede renovar el cristianismo. Pero también, como tú dices, en la periferia, digamos, ideológica —en la periferia religiosa—.
De ahí su interés por dialogar con todos, incluso con los ateos. En el fondo, Bergoglio es un revolucionario en la Iglesia —es un hijo de Vaticano segundo que predica volver a la Iglesia primitiva—.
Cuento en el libro que voy al Vaticano porque el papa invita a una serie de creadores de todo el mundo a un acto que se repite desde Pablo VI que inauguró esta tradición de dirigirse en una ocasión, durante su papado, a los creadores. Pablo VI dijo la primera vez que la cultura y la Iglesia tenían que hacer las paces. Sin duda Bergoglio va en el mismo sentido. Y de ahí su interés por una mirada periférica a la Iglesia.

¿Por qué dice el narrador en ese momento que le sorprendió la analogía que hace el papa durante ese acto «entre el artista y el Creador» que hacen en parte lo mismo —es decir, crear—?
Viniendo de un Papa es sorprendente. El creador es el Todopoderoso, el artista es sólo un hombre. Es verdad que hay una analogía en el sentido de que el Todopoderoso, desde la perspectiva de la Iglesia, crea el mundo, y el novelista, por ejemplo, también crea un mundo y en ese mundo crea sus criaturas. Como decía Flaubert, el narrador en la obra está presente en todas partes y visible en ninguna parte —finalmente como Dios en la naturaleza—.
Pero si el autor hace bien su trabajo de creación de un mundo y sus criaturas, a estas las dota de autonomía.
Es obvio que en la segunda parte del Quijote, Cervantes ya no gobierna a sus personajes, sino que tienen una suerte de libre albedrío. Son ellos más bien los que lo controlan a él. Y todo novelista sabe que si su mundo funciona, no es que los personajes hagan lo que quieran, pero sí piden hacer cosas, porque se ha creado una lógica autónoma.
Dentro de mí mismo van apareciendo escritores distintos —que siempre son yo— pero que escriben cosas distintas.
JAVIER CERCAS
Siguiendo el paralelismo entre literatura y religión, el narrador reflexiona en un momento sobre la necesidad de la religión y de un dios para satisfacer el deseo de inmortalidad del hombre. ¿No es lo que busca también de cierto modo el escritor con la literatura, a través de sus obras?
Eso lo han pensado muchos. Era uno de los temas, por ejemplo, de Unamuno.
Yo creo que la literatura es un combate contra la muerte. Me acuerdo de la necrológica que escribió Faulkner sobre Camus que decía que el escritor lo que hace es dejar en el mundo, una vez muerto, algo que antes de que él existiera no existía. Eso es una forma de inmortalidad.
Pero a mí no se me ocurriría decir que escribo en busca de la inmortalidad. Yo sólo puedo responder una cosa con certeza: en mi caso sustituí la religión por la literatura. Para mí, la literatura a los 14 años fue un sucedáneo de la fe. Perdí la fe por culpa de —o gracias a— la literatura. Y a partir de ese momento quizá la literatura se convirtió en mi religión. Una extraña religión hecha de humor y de autocrítica.
Mi combate es contra la angustia. Yo escribo para combatir la angustia. La escritura es lo que me libra de ella.
¿Y la angustia qué es? Es miedo. ¿Miedo a qué? Miedo a la muerte…
Has dicho que este es el «libro más loco» que has escrito. ¿Tienes otras ideas aún pendientes de libros que quisieras escribir, temas que te gustaría explorar —más locos aún quizás—?
A ver hasta dónde llega mi locura. La verdad es que tengo muchas cosas.
Es sorprendente. Acabo de cumplir 63 años y tengo muchos libros en diversos estados de elaboración, muy distintos —y algunos muchos más locos de lo que yo podía imaginar—.
Algunos están casi acabados, otros están a medio, algunos tal vez no los publique.
¿Escribes varios libros a la vez?
Escribir es siempre una aventura. Normalmente no, pero he estado escribiendo un libro a la vez que otro. Eso nunca me había ocurrido.
Lo que pasa es que son de géneros distintos, son cosas distintas que salen como de escritores distintos. Dentro de mí mismo van apareciendo escritores distintos —que siempre son yo— pero que escriben cosas distintas.
No te voy a contar más —¡porque es un poco un secreto!—.