El poder es un movimiento perpetuo. Sus equilibrios cambian constantemente. Las reglas, las relaciones de poder, el sistema de control, el equilibrio de intereses, las mayorías y las minorías, la violencia y las limitaciones cambian. Todos los días, o casi todos los días. Sin embargo, hay fases de la historia en las que este movimiento, esta gran danza del poder, es especialmente acelerada y arremolinada. Los tiempos que corren son uno de esos momentos.
La pandemia ha hecho que el poder sea más físico. Más cerca de los ciudadanos, más protector y, al mismo tiempo, más preocupante. El poder ha vuelto a delimitar un espacio físico que parecía no tener fronteras inmediatas. Las casas se cerraron por decreto, con las personas encerradas dentro. Suspendidas las actividades económicas, se liberó dinero público para frenar las pérdidas. Y luego vinieron los dispositivos médicos obligatorios, el distanciamiento social, las cuarentenas, las reservas obligatorias, las vacunaciones masivas, los tampones. Los individuos se encontraron aislados de los demás seres humanos, pero expuestos como juncos al viento a la acción del poder administrativo. El ser humano, y no sólo el Estado, se vio obligado a ser más disciplinado, más planificador, más burocrático.
Autocertificarse, dar fe, comunicar, certificar, codificar. La tecnología, que ya se inmiscuía en nuestra vida cotidiana, ha pasado a estar íntimamente ligada a la administración. El agarre de las pinzas tecno-administrativas se ha estrechado a la sombra de la máscara paternalista del Estado. Seguimiento, reservas, aplicaciones, códigos QR. El automatismo de la máquina al servicio de la salud pública y del nuevo orden público. Un dispositivo útil para erradicar la enfermedad y un mecanismo organizativo impersonal. Terminal sin rostro, puro espíritu de la función. Una nueva ciencia del mantenimiento del orden, si se entiende en su antigua acepción alemana, como poder de gestión, regulador de los asuntos internos y de la economía. Poder disciplinario y paternalista que limita el comportamiento de los individuos mediante órdenes y decretos.
El poder, se ha dicho, se ha vuelto más físico, pero también más intangible. El procedimiento ha superado a la política, el algoritmo guía la organización social, las prácticas y los decretos sustituyen al legislador. Los rostros que aparecen en la televisión son vacíos e impotentes; hay mucho más poder en la estructura que en el liderazgo. Ha quedado claro cuánto la comunicación y el personalismo político siguen siendo el humo flotante mientras sea la complejidad de las estructuras interrelacionadas el carbón utilizado para asar la carne. Nuestra vida cotidiana en este prolongado estado de excepción depende mucho más del funcionario, ya sea médico, ingeniero o informático, o del trabajador de los servicios sanitarios, que de los impotentes o tremendamente asustados políticos. La extraordinaria revolución digital de la información de los últimos años había fomentado la ilusión, ya derrocada, de que la política seguiría siendo capaz de tomar decisiones fundamentales sobre el destino humano y de dejar de lado, o al menos controlar, los gigantescos dispositivos que rigen nuestras vidas. Sistemas tecno-burocráticos capaces de condicionar hasta la más política de las actividades humanas: la guerra. Una tendencia que quedó clara recientemente con la « cuestión afgana » y con los errores informativos, organizativos y logísticos atribuibles al sistema estadounidense, más que a la propia política, en la retirada. ¿Es posible retroceder sin ser traumatizados por una burocracia y un ejército de tamaño imperial? Una cuestión central para el futuro de los Estados Unidos de América y del resto del mundo. Pero volvamos al grano.
La pandemia nos ha recordado que ser gobernados es también, y sobre todo, estar encerrados, vigilados, controlados, certificados, distanciados, aislados. La demanda de seguridad ha ajustado los últimos tornillos del Leviatán. Ha barrido todas las membranas, como la familia, la escuela, el trabajo, las asociaciones, las iglesias, que separaban al ser humano del gobierno. La administración de las cosas se ha superpuesto a la administración de las personas. Nunca en las últimas décadas se ha estado tan cerca del Estado en guerra, de un nivel tan penetrante de intervencionismo del poder público en la vida privada. El poder duro, que interviene, regula, dispone, autoriza, encierra y aísla. Pero también un poder que confunde y esconde. Cada vez es más difícil responder a la pregunta « ¿quién nos gobierna? ». Cualquiera intuye que la política es sólo una pieza, y ni siquiera la más evidente, de un sistema de poder en movimiento.
Desde los territorios hasta más allá del Estado, pasando por múltiples burocracias, comités técnicos y científicos, grupos de trabajo, agencias, institutos y otros muchos organismos administrativos. La política termina reducida a una mera actividad de regulación del riesgo, o que más bien anda a tientas buscando un inalcanzable riesgo cero. En esa carrera desenfrenada, empuja las estructuras hacia la máxima planificación. Pretende anular el error, minimizar los daños, controlar lo incontrolable, obtener de la ciencia respuestas que a menudo la propia ciencia no puede proporcionar. Pero la cobertura siempre es acotada: si intentamos reducir los daños sanitarios, nos exponemos a los económicos y viceversa; si contenemos el riesgo de una pandemia, nos exponemos al riesgo social; si adoptamos una política científica, nos encontramos desprovistos de los técnicos, mientras que que si nos guiamos por el puro instinto político, somos como navegantes aficionados expuestos a la tormenta. En cada escenario, se debilita aún más una legitimidad política ya precaria dentro del régimen que aún llamamos democracia. La gente le encomienda sus plegarias al técnico, a la ciencia, al administrador, a los militares.
Este nuevo poder endurecido, del que la clase política sólo pudo echar mano de forma indecisa para hacer frente a la emergencia, ha hecho añicos las ilusiones de un hipotético retorno de la política. La idea de que el debate público y la representación puedan volver a las primeras planas es una idea romántica. Demasiado romántica. De la misma forma que parece excesivamente apocalíptica la idea de una guerra civil, real o imaginaria, que pueda revolucionar las instituciones. Los regímenes políticos del futuro próximo se fundamentarán cada vez más en la administración, en el aparato científico-tecnológico, en la imbricación del capitalismo público y privado, en los centros de producción de competencias, y cada vez menos en la representación política tal como se ha concebido y experimentado en las últimas décadas. En ese sentido, la pandemia no ha hecho más que acelerar y hacer evidente una tendencia a largo plazo.
De hecho, en lo concreto del poder cotidiano, regímenes en el apogeo de su autosatisfacción liberal y democrática han llevado a cabo la mayor operación de disciplina demográfica desde el final de la Segunda Guerra Mundial. En nombre de la urgencia se activaron las impresoras de los bancos centrales, se liberaron los presupuestos de la disciplina económica, se puso en marcha el complejo científico-industrial, se paralizaron las actividades económicas, se aspiraron informaciones personales, se recortaron las libertades y se subvirtió el modo de vida en común. Ciertamente por necesidad, para contener el contagio, pero también por la enorme dificultad que enfrentan ahora las grandes comunidades para gobernarse. Una sofisticación, acompañada de una inflación burocrática y normativa cada vez más disfuncional, que exige soluciones cada vez más radicales para hacer frente a los imprevistos, y deposita en la comunidad gran parte de la responsabilidad del liderazgo político-administrativo. El individuo occidental pensaba que vivía en sistemas líquidos y flexibles, pero con el cisne negro de la pandemia se dio cuenta de que vivía en regímenes sólidos, muy rígidos y, por tanto, tan frágiles como el cristal. El precio a pagar para dar una respuesta a la emergencia sigue siendo la inevitable coacción del Estado sobre el individuo.
¿Cuál es el límite del poder en caso de emergencia? ¿Y cuánto tiempo puede justificarse el estado de emergencia antes de que se transforme en algo más preocupante? Esta parece ser la cuestión fundamental a la hora de analizar la nueva cara del poder. Hasta hace dos años, la gente creía con razón que vivía en sociedades libres. La amenaza de la pandemia obligó a aceptar restricciones temporales a la libertad de circular, producir y consumir. Frente a la enfermedad y la muerte estaban la culpa, el control mutuo, la responsabilidad, aunque la organización de la atención sanitaria y de la esfera pública dejara mucho que desear, no por causa de gran parte de los ciudadanos. Asustada por el regreso de los contagios, gran parte de la población ha diligentemente hecho la fila para vacunarse y ha mantenido distancias y precauciones. El miedo a las franjas minoritarias de indisciplinados ha hecho que se aceptara el pasaporte digital, el certificado, el control ejercido por las entidades públicas y privadas. Los derechos y libertades constitucionales han sido recortados o, para ser menos dramáticos, fuertemente reequilibrados. El Estado, especialmente en Europa, ha ejercido un poder constituyente de facto. Más adelante veremos lo precaria y temporal que es esa situación.
La legitimidad de todo esto se ha fundamentado en nombre de un estado de excepción momentáneo. Momentáneo. ¿Pero hasta cuándo? ¿Hasta qué punto? No hay ser humano acostumbrado al uso de la duda y la razón que no esté atormentado por esta pregunta en estos días: ¿volverá todo a la « normalidad » de antes? Pero es casi imposible volver atrás ahora que la « normalidad » ha sido superada por los hechos. Se ha hablado mucho de las transformaciones a largo plazo de la economía tras la pandemia. Se ha pensado mucho menos en las posibles transformaciones de la política. Casi que parece que la actual clase dirigente occidental ha optado por ignorar, quizá para exorcizar el posible caos o la deriva despótica, las consecuencias políticas que puede producir la nueva cara del poder. A menudo se habla de un renacimiento pospandémico en referencia a la prosperidad económica y social de la posguerra. Sin embargo, en ese entonces, tras años de muerte y devastación aun peores, se derrocaron regímenes políticos enteros y acuerdos sociales establecidos. La reconstrucción comenzó tomando lo bueno de lo que había antes de la guerra y desechando todo lo demás, refundando la sociedad y redactando nuevas constituciones. Pero para entonces la destrucción había sido tal como para justificar empezar casi desde cero. El escenario pospandémico, excluyendo el cambio de paradigma económico, parece mucho menos innovador. No se vislumbran en el horizonte nuevos contratos, ni nuevos pactos sociales, ni constitución europea.
En el plano social, no tiene sentido darle muchas vueltas: los que tenían un currículum, ingresos y una posición de prestigio antes de la pandemia saldrán aún más fortalecidos de este periodo excepcional. La impresión es que la brecha creciente entre grupos sociales ha sido reforzada en lugar de haber sido reducida por la pandemia y las soluciones políticas que ha conllevado. Las subvenciones no alcanzarán para que nuestras sociedades sean más justas o menos problemáticas.
Si el Estado es el « más frío de todos los monstruos fríos », el aparato técnico y productivo, el « capitalismo inmaterial » de nuestro tiempo, es aún más tácitamente frío. Una totalidad en la que las habilidades individuales están dispuestas y ordenadas de tal manera que incluso la especialización del conocimiento no salva al individuo, sino que lo conduce y lo encierra en esa unidad. El trabajo inteligente, acelerado por la expansión viral, responde a la lógica de la funcionalidad más rígida: la distancia física exalta la objetividad del aparato, que no necesita ningún lugar, ya que es capaz de llegar a cualquier parte o, mejor, de superponer lo real y lo virtual. Mientras el Estado pandémico traza fronteras físicas más estrechas, el aparato tecno-productivo aprovecha la emergencia para abolir la dimensión material del espacio. Uno muestra y delimita, el otro desaparece y penetra.
Casi dos años de pandemia han revelado paradojas que no se creían posibles. Tanto si el origen del virus fuese una casualidad como si se tratara de un Chernóbil biológico, resulta sorprendente que el país más indirectamente responsable de la pandemia haya salido reforzado en términos de imagen, liderazgo y economía. Lo cierto es que China utilizó la pandemia para reestructurar su economía e intentar desplegar su política de poder. La « paradoja china » emerge con mayor claridad. Es verdad, como lo señaló Henry Kissinger en 2019, que estamos en el inicio de una nueva Guerra Fría, pero los regímenes políticos occidentales parecen acercarse a los de Pekín en términos políticos y económicos. Dos modelos contrastados acaban asemejándose. Los estadounidenses han estado obsesionados durante mucho tiempo con el síndrome osmótico de que una guerra, real o fría, con otras potencias convertiría a Estados Unidos en un régimen similar al derrotado.
Durante la Guerra Fría, un tema recurrente en los análisis de progresistas y conservadores por igual era que estaba madurando una especie de convergencia que hacía que Estados Unidos, al menos en algunos aspectos, se pareciera a su antagonista soviético. George Orwell predijo que todas las superpotencias nucleares se convertirían en estados totalitarios, en el mismo artículo en el que acuñó el término « Guerra Fría ». Ese riesgo se volvió a denunciar posteriormente en la famosa novela 1984. Pero una preocupación similar había inspirado también a un presidente pragmático como Dwight Eisenhower, que advirtió a sus conciudadanos al final de su presidencia del peligro del poder del « complejo militar-industrial ». Por otra parte, en The New Industrial State (1967), John Kenneth Galbraith sostenía que la planificación sustituiría inexorablemente al mercado libre en el mundo occidental, como lo había hecho en la Unión Soviética, debido a las exigencias de la « producción moderna a gran escala ». No hace falta decir que los temores y sugerencias de la clase intelectual estadounidense resultaron ser muy erróneos o que sólo se realizaron parcialmente. Estados Unidos no se ha convertido en un país colectivista o políticamente antiliberal. Las diferencias entre los sistemas económicos estadounidense y soviético no han hecho más que acentuarse con el tiempo, no sólo en términos de organización, sino también de rendimiento. Tampoco se materializó la pesadilla de Orwell: Estados Unidos y sus aliados no degeneraron en Oceanía, un estado totalitario indistinto de Eurasia y Asia.
Así y todo, la gestión de la crisis pandémica por parte de los dirigentes estadounidenses no ha logrado trazar una clara línea de demarcación política con China, con quien las fricciones geopolíticas han ido incrementándose durante la última década. Principios como el libre mercado, la libertad de expresión, el imperio de la ley y la separación de poderes no se han reafirmado para reforzar la distancia entre el sistema estadounidense y el de la República Popular China, que se basa en el poder irrestricto e indiscutible del partido comunista sobre todos los aspectos de la vida individual. Por el contrario, en el plano económico, Estados Unidos ha seguido el camino del autoritarismo de Xi, basado en el impulso del consumo interno y el aumento del estímulo fiscal (1 billón de dólares). El gobierno de Biden lanzó primero el American Rescue Plan (1,9 billones de dólares), luego el American Jobs Plan para impulsar las infraestructuras (2,2 billones de dólares) y finalmente el American Families Plan (1,8 billones de dólares). El coste total de estos planes es de algo menos de 6 billones de dólares, lo que equivale a más de una cuarta parte del PIB de Estados Unidos (aunque el gasto en los planes Jobs y Families se reparte en varios años). Planificar, planificar, planificar como a mediados de los sesenta, lo que condujo a la desastrosa crisis de la década siguiente de estancamiento e inflación.
Pero los republicanos están bien situados para atacar la elección de estas alternativas de política económica, al haber legitimado imprudentemente tanto la renta básica universal como la teoría monetaria moderna con las medidas de emergencia aprobadas el año pasado. Por último, existen sin duda argumentos razonables para los certificados digitales de vacunación (green pass) adoptados por muchos países occidentales, así como hay precedentes históricos de documentos similares. Sin embargo, existe un claro riesgo de que esos certificados se conviertan en una especie de documento de identidad digital, un sistema que China comenzó a utilizar en 2018 y que ha reforzado aún más el control del partido sobre la vida de los ciudadanos y restringido el resto de las libertades de las personas « no conformes ».
Todo ello para decir que tanto las soluciones sanitarias (confinamiento, distanciamiento social, registros de vacunación) como las económicas, basadas en el nuevo impulso del intervencionismo estatal, han acercado a Occidente al Oriente y al modelo de Pekín en particular. Sin embargo, si para la naturaleza genética, autoritaria y monopólica del régimen chino tal evolución puede leerse como expresión de la voluntad de poder y como ejercicio de la política por medios técnicos, por el contrario, para las democracias pluralistas, esa dinámica corre el riesgo de secar aún más « lo político » en beneficio de una imparable racionalidad tecnocrática capaz de florecer sobre la anomia de los individuos, anomia colmada precisamente por el aislamiento producido por la pandemia. Emmanuel Mounier advirtió en ¿Qué es el personalismo? (1948) que « la organización es un progreso hacia el orden, pero por debajo del punto en que el hombre se reduce a una función ». Más allá de ese punto, es la alienación del ser humano y la inanición de la sociedad civil.
En esta proliferación de paradojas, una que llama la atención más que las otras es la homogeneidad de las soluciones adoptadas a nivel mundial en la era pandémica, independientemente de las constituciones políticas y las tradiciones culturales nacionales o regionales. La globalización no se encuentra en absoluto en retroceso; los últimos años nos han engañado. Los paradigmas técnicos y políticos son cada vez más similares y se extienden espacialmente. Esto se aplica a la salud, la economía, la tecnología y la relación entre el Estado y el ciudadano. Aunque los más avispados podían ver las premisas de las opciones políticas y económicas de los últimos años, nadie habría apostado por una convergencia mundial tan rápida y decisiva en torno a nuevos paradigmas sin la pandemia.
La diferencia en la coloración de la misma solución entre Occidente y Oriente radica en el verde, las políticas green, propuesta de la clase política occidental para gestionar otro estado de emergencia que llegará después, o que parece más bien ir de la mano, del de la pandemia. Una opción que quizá puede ofrecer un horizonte escatológico, el deseo de una tierra más habitable, sana y sostenible, ya sea con matices de derecha o de izquierda, menos « presentista » que el simple intervencionismo económico, y que quizá garantiza a la clase política el pretexto de un estado de excepción permanente, funcional a la infusión top-down, con una especie de « modernización desde arriba », de las reformas y el mantenimiento del dominio de las palancas de control. Sin embargo, la operación no parece estar exenta de riesgos políticos.
El primero es que la aspiración ecologista es, por naturaleza, global y, como es sabido, sólo una parte del mundo, Occidente, está dispuesta a plegarse a una diversificación del consumo y a avanzar hacia las nuevas tecnologías verdes. El riesgo es que algunos países sigan un camino que se vea frustrado por la falta de compromiso de otros para afrontar el cambio global. El segundo riesgo es el de una deriva tecnocrática, con la combinación letal de la construcción de un complejo tecnológico-industrial-ambiental y de políticas restrictivas y costosas para la parte más periférica y socioeconómicamente vulnerable de la población. En ese caso, lo que se teme es, por un lado, contar con medidas que beneficien ampliamente a los grandes actores del capitalismo público y privado y, por otro, imponer una vulgata pedantemente pedagógica y medidas reguladoras paternalistas a una población mayoritariamente inerte e insensible. Esto probablemente socavaría la legitimidad política del nuevo ecologismo y correría el riesgo de no aplicar ninguna acción concreta para redistribuir la renta, las cargas fiscales y las oportunidades de empleo, o para abrir nuevos espacios de mercado para las pequeñas empresas.
La reconstrucción de un nuevo orden político según diferentes coordenadas podría no ser tan simple y sencilla después de todo. El escritor Michel Houellebecq quizá intuyó el peligro mejor que ningún otro intelectual, al señalar que « no nos despertaremos, tras el distanciamiento, en un mundo nuevo; será el mismo, pero un poco peor ».
Efectivamente es bien sabido que el poder en perpetuo y arremolinado movimiento puede destruir un determinado orden o reforzarlo. Por el momento, el mundo post-Covid entra en esta última categoría. Sin embargo, al igual que los límites de la emergencia no son claros, sólo se pueden formular múltiples escenarios para la política pospandémica. Tres parecen los más probables.
El primero es el fortalecimiento de la clase política y burocrática actualmente al gobierno, con un poder más vertical, dirigista e intervencionista. De ser la consolidación frágil e ilusoria, se abrirán otros escenarios, pero si, por el contrario, resulta más fuerte de lo esperado, no se puede descartar la hipótesis de un despotismo tecnocrático. Esto no significa necesariamente dictaduras y totalitarismos como los del siglo XX, sino un vaciado progresivo de las instituciones representativas en favor de las burocráticas, judiciales, económicas y tecnocráticas. El resultado será entonces una menor movilidad social, unos círculos de élite más cerrados, un mandarinato impolítico que gestiona el poder a nivel nacional y supranacional, y la impotencia de las nuevas fuerzas políticas para desviarse de los paradigmas elegidos en estas altas esferas ejecutivas. En este escenario, los regímenes políticos occidentales se acercarían a los asiáticos. Sin embargo, el peligro de nuestro tiempo –denunciado por un lúcido y clarividente Emmanuel Mounier en 1948 – « no lo busquemos sólo en los fascismos difuntos. Los tecnócratas de todos los partidos nos preparan un fascismo enfriado, […] una barbarie limpia y ordenada, una locura lúcida e impalpable, hacia la que sería mejor mirar ahora que conformarse con condenas baratas sobre un cadáver ». El mayor peligro es entonces el de los regímenes occidentales transformados en un mandarinato burocrático y centralista, en el que el espíritu de iniciativa individual y colectiva, la sociedad civil, el bien común y las libertades positivas son mortificados y sacrificados en el altar del nuevo dirigismo.
El segundo es, por el contrario, un inesperado retorno del populismo (también se le podría denominar « extremismo »), con matices de derecha o izquierda según el caso nacional. El establishment político, burocrático y científico está debilitado por la pandemia y deslegitimado ante una gran parte de la opinión pública. Hoy en día, este escenario podría ocultarse tras la careta del poder pandémico. Las coaliciones amplias, el endurecimiento del poder público y la mayor vigilancia del orden público impiden el crecimiento de la ira política y social. A una reabsorción momentánea del populismo le sigue una explosión que, en pocos años, podría arrastrar a los regímenes políticos occidentales a la crisis. En este caso, el orden reforzado por la pandemia se vería seriamente cuestionado, pero no está claro hasta qué punto. Esto podría allanar el camino hacia una guerra civil metafórica, un conflicto de todos contra todos. O simplemente los populistas pospandémicos al poder podrían aprovechar y apropiarse de los nuevos controles y el estado de excepción desplegados por la actual élite política durante la pandemia, aprovechando la brecha abierta por quienes han gobernado en los últimos años. Hasta la fecha, sólo hay especulaciones sobre el resurgimiento de la fiebre populista. Sin embargo, sabemos que podría suceder y que no sería prudente desechar este escenario, por muy improbable que hoy parezca.
El tercer escenario es aquel en el que la política consigue tirar del freno de emergencia. La clase dirigente se da cuenta de lo delicado y frágil que es el sistema de libertades y de lo potencialmente peligrosos que son el estado de excepción permanente y la trampa del « desplazamiento monocrático », con regímenes en su mayoría en manos de mandarines públicos y privados. Se reconoce que hay que contener la polarización y la fragmentación social para evitar el despotismo o el caos, y por ello se acepta la convivencia con múltiples minorías sin demonizarlas ni discriminarlas. La política decide trazar límites menos estrictos que los de hoy para la legitimación del adversario y consigue mantener formas de reconocimiento mutuo, incluso en la oposición facciosa. Esto significa abandonar el nacionalismo reaccionario de la derecha, pero también los excesos del progresismo cientificista y pedagógico de la izquierda. Significa aceptar que ya no podemos considerar la felicidad como la consecuencia infalible de la ciencia porque hay otras fuerzas que actúan bajo el barniz del orden civilizado, inexplorado y salvaje. Por eso hay que huir del puerto tranquilizador del racionalismo, redescubrir al hombre en todas sus dimensiones y recomponerlo en toda su amplitud.
Al mismo tiempo, se debe evitar la reductio ad nationem, que es imposible y destructiva en un sistema político desbordante, interdependiente, en red y con múltiples niveles. El poder está, por tanto, destinado a crear nuevas ficciones legitimadoras, ideas o incluso ideologías en torno a las cuales rediseñar la escena política y formalizar e implicar nuevos momentos constitutivos y nuevas realidades, vinculadas al cambiante escenario internacional. Nuestro precario estado de excepción seguiría siendo ligero, sin evoluciones despóticas ni rupturas constitucionales. La sociedad avanzaría hacia un New Deal económico y político, no exento de problemas y con consecuencias indelebles para las instituciones, en lugar de hacia un pesado régimen tecnocrático. El poder evitaría la despersonalización total hacia la que parece encaminarse. Las administraciones nacionales y supranacionales se verían obligadas a ser más abiertas y responsables ante los ciudadanos. Hoy disponemos de tecnologías y técnicas de gestión de datos que permiten dominar situaciones extremadamente complejas y, sobre todo, acercar a los ciudadanos a la administración y viceversa. Esto no sólo seguirá funcionando para las empresas y las relaciones sociales, sino que también será decisivo para llevar las medidas administrativas « a domicilio », fomentando la participación activa de los ciudadanos. Las formas políticas seguirán siendo diferentes a las del pasado, pero las democracias liberales conservarán su sustancia política, jurídica e institucional. La Unión Europea puede volver a la esperanza de un espejismo constitucional que la consolide y reorganice.