Creado el 19 de octubre de 1939 por dos personalidades excepcionales, el físico Jean Perrin, Premio Nobel en 1926, y el ministro Jean Zay, ambos en el Panteón, el CNRS (Centro Nacional de Investigación Científica de Francia) emplea hoy a más de 32 mil personas, con un presupuesto anual de unos 4 mil millones de euros.
Como organismo público, nuestro cometido es llevar a cabo investigación fundamental y ponerla al servicio de la sociedad. Una de las grandes fortalezas del CNRS es que abarca todos los campos del saber y es capaz de movilizar competencias complementarias para abordar un problema de sociedad. Por poner un ejemplo, la salud hoy en día no se limita a la biología para comprender los organismos vivos o a la química para encontrar nuevos fármacos. En este campo se necesitan modelos matemáticos, procesar volúmenes de datos cada vez mayores, desarrollar sensores fiables y económicos y nuevas técnicas de imagen. Por supuesto, las ciencias humanas y sociales para la atención al paciente son igualmente esenciales. Todas esas competencias están presentes en las unidades del CNRS y en nuestros socios académicos.
No siempre es bien sabido, pero trabajamos mucho con el mundo económico. Nuestras interacciones se expresan esencialmente a través de dos «herramientas»: las start-ups y los laboratorios conjuntos.
Cada año creamos entre 80 y 100 start-ups, apoyándonos en gran medida en nuestra filial CNRS Innovation. Por construcción, esas start-ups pueden calificarse de «deeptech» en el sentido de que se basan sobre todo en tecnologías, hardware o software, fruto de una investigación del más alto nivel internacional. Cuanto mejor sea la investigación, más probabilidades tendrá la start-up de ofrecer un producto «único» y de ser competitiva en la escena mundial.
Hoy en día también tenemos más de 250 laboratorios conjuntos con socios industriales, en los que hacemos nuestro trabajo -investigación fundamental- sobre hojas de ruta que se han definido conjuntamente con nuestro socio, que puede implicar a sus investigadores o ingenieros en la consecución de los objetivos. Es interesante observar que sólo un tercio de esos laboratorios conjuntos se establecen con grandes grupos: casi la mitad son con PYMES, o incluso, microempresas; se trata, no obstante, de microempresas con un nivel muy alto de conocimientos técnicos, que necesitan mantener estrechos vínculos con los laboratorios del CNRS en su campo.
También en ese caso, la capacidad del CNRS para movilizar conocimientos variados es esencial, ya que los problemas planteados por la industria no pueden abordarse eficazmente con un enfoque monodisciplinar.
Nuestro terreno de juego es el mundo. Esto se refleja de varias maneras complementarias. En Francia, en primer lugar, casi paradójicamente. Cerca del 30% de los investigadores permanentes que contratamos cada año son de nacionalidad distinta de la francesa; esta proporción es mucho mayor en el caso de los doctorandos y posdoctorandos. Además, casi dos tercios de todas las publicaciones del CNRS son en coautoría con una institución extranjera.
También contamos con 10 oficinas en todo el mundo, la mayoría situadas en embajadas francesas, que nos ayudan a establecer una cooperación que se materializa en numerosas colaboraciones, en particular a través de unos 80 laboratorios internacionales y más de un centenar de proyectos internacionales con las mejores universidades y organismos de investigación del mundo.
Nuestras asociaciones con el mundo económico y nuestra fuerte presencia internacional nos llevan a estar especialmente atentos a las cuestiones de soberanía. Se suele decir que la investigación no tiene fronteras o las traspasa; y es cierto que trabajamos con científicos de casi todos los países. Este noble principio tiene sus límites: por ejemplo, hemos puesto en suspenso toda nuestra colaboración institucional con Rusia desde la agresión en Ucrania. Pero la universalidad de la investigación básica, a pesar de algunas excepciones en casos extremos, no puede ponerse en tela de juicio. No puede haber una ciencia europea, una ciencia china… La investigación es una inteligente mezcla de cooperación y competencia, y los mejores deben trabajar con los mejores, estén donde estén. China, por ejemplo, tiene científicos de un nivel excepcional, y sería contraproducente para la investigación francesa o europea cortar cualquier cooperación. Trabajar con otros también es enriquecedor.
Sin embargo, no debemos ser ingenuos. Como ya se ha explicado, las innovaciones realmente revolucionarias suelen ser el resultado de descubrimientos excepcionales de la investigación fundamental. Y esas innovaciones revolucionarias suelen estar en el centro de las cuestiones de soberanía, a escala nacional o europea.
Conciliar estos dos imperativos, garantizar la universalidad de la investigación fundamental y preservar la soberanía de un país o un grupo de países, es un peligroso ejercicio de equilibrismo. Y, evidentemente, no hay receta ni algoritmo milagroso; ante todo hay que ser pragmático teniendo en cuenta los temas tratados y su proximidad estimada a las aplicaciones potenciales.
Por ejemplo, comprender el origen de Covid-19 o anticipar las consecuencias del cambio climático sólo tiene sentido en un enfoque global que implique a todos los actores. Sólo tenemos un planeta y no lo salvaremos por partes de una pandemia o una catástrofe medioambiental.
La cuántica es otro tema que tiene menos posibilidades de ser objeto de consenso. Seguimos necesitando investigación fundamental, tanto desde el punto de vista material como informático; para ello, la cooperación internacional sigue siendo esencial. ¿Acaso Alain Aspect, Premio Nobel de 2022, no compartió su premio con un estadounidense, John Clauser, y un austriaco, Anton Zeilinger?
Pero al mismo tiempo, cuanto más maduros somos tecnológicamente, cuanto más nos acercamos a la creación de valor y empleo, más se agudiza la cuestión de con quién seguimos colaborando.
Las comunidades científicas deben estar alerta. No deben proporcionar sus conocimientos y su saber hacer a actores, países o empresas que puedan poner en peligro nuestra soberanía. En particular, deben velar por la protección jurídica de sus resultados, mediante la presentación de patentes o la protección de programas informáticos.
Sin embargo, sería especialmente simplista pensar que esta cuestión esencial de la soberanía depende únicamente del comportamiento de los científicos. Es mucho más compleja y global. La reciente crisis sanitaria nos ha demostrado que deslocalizar una planta de producción a la otra punta del mundo puede poner en entredicho nuestra soberanía, incluso si detrás de la decisión había beneficios económicos a corto plazo: es difícil reprochar a las start-ups más prometedoras que busquen fondos de inversión para desarrollarse, aunque tales fondos no existan, o sean demasiado prudentes, en su país de origen.
Para abordar de fondo esas cuestiones de soberanía, hay que pensar en la escala adecuada. Ninguno de los países europeos es lo suficientemente poderoso ni tiene el peso suficiente para hacerlo solo. Por tanto, es muy probablemente a escala europea donde debe llevarse a cabo la reflexión, aunque hoy en día, en muchos temas, se está lejos de alcanzar una posición europea única.
¿La construcción de una política europea de innovación y de soberanía común no debería ser una prioridad para todos aquellos que creen que una Europa fuerte es esencial para el mundo y para la democracia? Europa se ha demostrado a sí misma su capacidad, año tras año, para tener una política agrícola común sabiendo encontrar compromisos entre los intereses y las especificidades de los distintos países. ¿Es realmente más difícil construir una política común de innovación y soberanía? La reciente creación del Consejo Europeo de Innovación es algo positivo, pero hay que ir mucho más lejos e implicar a todos los actores, tanto públicos como privados.
Una política de ese tipo debe, en particular, permitir a Europa ser un actor importante en el desarrollo de start-ups y empresas de alta tecnología, que muy a menudo tienen su origen en la investigación de punta a nivel internacional. En particular, debe proporcionar a las start-ups resultantes de la investigación europea los medios para desarrollarse gracias a los fondos europeos. No tener esa ambición conduce a un doble absurdo: por un lado, significa no aprovechar la inversión pública realizada para financiar un sistema educativo y una investigación fundamental europea cuya calidad es reconocida por todos. Por otra parte, se correría el riesgo de permitir que otros actores tomaran el control de las tecnologías del futuro, poniendo así en entredicho nuestra soberanía en los ámbitos en cuestión.
La reflexión a escala europea es tanto más indispensable cuanto que el panorama mundial se ha visto trastornado por la llegada de un pequeño número de nuevos actores, empresas asiáticas o estadounidenses muy grandes y poderosas. Esas empresas están muy interesadas en los talentos formados en Europa y no dudan en abrir allí centros de investigación. Evidentemente, Europa no debe tratar de encerrarse en sí misma, pero debe definir las reglas de colaboración con los nuevos actores, manteniéndose firme en las reglas de ética y soberanía que garantizan la democracia y la prosperidad del continente.
En términos generales, Europa debe reforzar su capacidad de producir investigación de alto nivel, fomentar y facilitar la cooperación público-privada, para que las invenciones de hoy sean las innovaciones de mañana, creadoras de empleo y de valor en Europa. Esta es sin duda una condición necesaria, si no suficiente, para garantizar nuestra soberanía.