Hace diez años, el mundo fue capaz de alcanzar una unidad extraordinaria. En París, 196 países reconocieron una verdad simple pero poderosa: la crisis climática no puede ser resuelta por una sola nación, requiere una humanidad unida.

El Acuerdo de París se ha convertido en una de las expresiones más duraderas de la cooperación multilateral de la historia moderna.

Junto con la adopción de los Objetivos de Desarrollo Sostenible y el Programa de Acción de Addis Abeba, marcó un punto de inflexión mundial: hacia la responsabilidad climática y hacia un nuevo modelo de progreso basado en la justicia, la resiliencia y la prosperidad compartida.

Diez años después, el mundo es muy diferente.

El Acuerdo de París nunca fue una meta. Era un punto de partida.

TERESA RIBERA

Hemos enfrentado una pandemia mundial, guerras devastadoras, crisis económicas y una creciente fragmentación geopolítica, sin olvidar los impactos cada vez más destructivos del cambio climático. En muchos lugares, el multilateralismo ha sido recibido con recelo. La acción climática se ha convertido en blanco de reacciones políticas.

Sin embargo, a pesar de estas turbulencias, el Acuerdo de París ha resistido y ha dado sus frutos.

Antes de 2015, el mundo se encaminaba hacia un calentamiento superior a 4 grados centígrados. Hoy, gracias al Acuerdo y a la cooperación internacional, estamos cambiando esa trayectoria. Con las políticas y los compromisos actuales, nos estamos acercando a los 2,3 grados.

No es suficiente, pero no es nada desdeñable.

En un mundo marcado por las divisiones, el simple hecho de que los países se hayan mantenido en la mesa de negociaciones, incluso en momentos de angustia mundial, ya es una victoria.

Cumplir las promesas de la COP21

El Acuerdo de París es un compromiso político y moral con las generaciones presentes y futuras.

Es una señal de esperanza: incluso en una época de políticas fragmentadas y presiones populistas, la acción colectiva sigue siendo posible.

Pero la segunda década crítica que se avecina dirá si cumplimos esta promesa —o si la traicionamos—.

Al observar los avances de las energías renovables y las tecnologías limpias, se podría pensar que la batalla entre el antiguo orden fósil y la nueva vía planetaria ya está ganada. Sin embargo, no debemos subestimar la magnitud de la resistencia del régimen fósil ni el peso de las potencias geopolíticas que dependen de la continuación de esta economía.

La transición climática no puede tener éxito si quienes están más cerca del desafío siguen siendo los más alejados de los recursos. 

TERESA RIBERA

Europa, en particular, no debe vacilar.

Nuestra ambición climática siempre ha sido más que una elección política; refleja nuestros valores y también, con un poco de clarividencia, nuestros intereses económicos.

Si bien la descarbonización de nuestro sistema energético de aquí a 2050 requerirá inversiones adicionales que representarán 1,5 puntos porcentuales del PIB durante el período 2031-2050, permitirá ahorros casi equivalentes en las importaciones de energías fósiles y aportará otros beneficios significativos en términos de empleo y reducción de la contaminación.

El aumento de las necesidades de inversión para una descarbonización acelerada sigue siendo controlable y nos devolvería a niveles de inversión, en porcentaje del PIB, que eran habituales en Europa hace sólo unas décadas. A finales de los años setenta y principios de los ochenta, la inversión representaba alrededor del 25% del PIB, frente al 20-21% actual.

Ampliar la coalición climática

Mientras el mundo observa con preocupación el aumento del escepticismo y los vientos electorales contrarios que amenazan la transición verde, es más importante que nunca que Europa mantenga el rumbo.

Para convencer a las mentes y los corazones de que elijan la transición verde en lugar de la economía fósil en esta década crítica, Europa debe tener éxito en tres aspectos.

En primer lugar, debemos seguir plenamente alineados con el objetivo de limitar el calentamiento a 1,5 grados centígrados.

Esto implica ser claros y coherentes sobre nuestros objetivos a largo plazo y sobre cómo pretendemos alcanzarlos. La ambición no debe ser abstracta: debe traducirse en políticas que den confianza a los inversores, los trabajadores y las comunidades.

El Acuerdo de París se ha convertido en una de las expresiones más duraderas de la cooperación multilateral de la historia moderna.

TERESA RIBERA

En segundo lugar, debemos demostrar nuestra capacidad para obtener resultados tangibles y medibles sobre el terreno.

Los ciudadanos deben sentir los beneficios de la acción climática en su vida cotidiana. Esto significa invertir en energía limpia, transporte sostenible, renovación de edificios y eliminación gradual de los combustibles fósiles, de manera justa e inclusiva. También significa reforzar la resiliencia en sectores como la agricultura, la vivienda y las infraestructuras locales, en particular para los más vulnerables. La justicia climática no puede separarse de la justicia social.

Para lograrlo, también debemos movilizar financiación a gran escala. En Europa, sólo para las industrias más consumidoras de energía, las necesidades de inversión para la descarbonización ascienden a 500.000 millones de euros entre 2025 y 2040. Pero más allá de la industria, también hay que financiar las ciudades y las comunidades.

Por último, este esfuerzo debe replicarse a nivel mundial.

Las instituciones financieras multilaterales y los bancos de desarrollo desempeñan un papel clave a la hora de reducir los riesgos de las inversiones, mejorar el diseño de los proyectos y ampliar la financiación de las comunidades locales. La transición climática no puede tener éxito si quienes están más cerca del reto siguen estando más lejos de los recursos.

Fieles al compromiso del Acuerdo de París, debemos encontrar formas de alinear urgentemente los flujos financieros con los objetivos climáticos.

Aerogeneradores en funcionamiento en un parque eólico cerca de Aschersleben, Alemania, el lunes 26 de mayo de 2025. © AP Foto/Matthias Schrader

Hacia una cultura común

En el centro de este programa se encuentra un imperativo único: poner a los ciudadanos en el centro.

La transición verde no es algo que deba imponerse, sino que debe construirse con los ciudadanos.

Lo conseguiremos si generamos confianza, garantizamos la equidad y demostramos que la ambición climática puede ir de la mano de facturas energéticas más bajas, mejores empleos y comunidades más fuertes.

Nuestra ambición climática siempre ha sido más que una elección política; refleja nuestros valores.

TERESA RIBERA

Esto también significa reforzar nuestra resiliencia frente a los impactos climáticos, presentes y futuros.

Debemos instaurar una cultura de preparación y resiliencia integrada en todas las inversiones y políticas futuras; también debemos tomarnos en serio la financiación necesaria para apoyar a los más vulnerables en los países en desarrollo.

El Acuerdo de París nunca fue una meta final.

Era un punto de partida, un acuerdo vivo destinado a evolucionar con la ciencia, la tecnología y la experiencia adquirida. Lo que hagamos ahora determinará si legamos un planeta habitable y más justo, o un planeta profundamente inestable.

Europa sigue creyendo que nuestra promesa de París es nuestra deuda con las generaciones futuras y con el planeta; que puede y debe seguir siendo nuestro objetivo colectivo.

No demos marcha atrás.