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La revolución digital no es nueva. Su historia comenzó hace poco más de 75 años, pero su ritmo ha cambiado y se ha acelerado. La magnitud de las innovaciones tecnológicas, así como el alcance de sus repercusiones, han acabado por transformar la estructura del orden internacional, desarticulando su piedra angular: el Estado-nación.
No basta con constatar este colapso. Se vislumbran los primeros indicios de un nuevo orden. Para comprender este cambio, hay dos elementos determinantes. En primer lugar, hay que identificar los indicadores ya visibles y, a continuación, analizar la dinámica de estas transformaciones a la luz de transiciones análogas en el pasado para comprender las que aún no lo son.
Como resumió Mark Twain, «la historia no se repite, pero rima». Incluso en períodos de cambios radicales, las fuerzas profundas que actúan suelen presentar una sorprendente continuidad de una revolución a otra.
Entre la guerra y la paz
Este momento presenta, en efecto, un parecido sorprendente con los acontecimientos que siguieron a otra revolución técnica y mediática, correspondiente al auge de la imprenta entre los siglos XVI y XVII.
Para comprender cómo estas innovaciones mediáticas trastornaron el orden internacional, hay que fijarse en una figura: Hugo Grocio.
Nacido en Delft en 1582 y fallecido en Rostock en 1645, Hugo de Groot —conocido como Grocio— vivió un periodo histórico de vertiginosas transformaciones que recuerda al que estamos viviendo actualmente.
A lo largo de su larga vida, este humanista y jurista neerlandés fue testigo de la revolución de la imprenta, la revolución copernicana, la Guerra de los Treinta Años y, sobre todo, la Paz de Westfalia, el tratado fundacional del orden internacional basado en el Estado-nación moderno.
Grocio es considerado, con razón, el padre del derecho internacional público. Al constatar la erosión —alimentada por la imprenta y el comercio— del orden monárquico, elaboró una teoría del Estado y sentó las bases de un sistema destinado a organizar sus relaciones.
El profesor estadounidense de derecho internacional Richard Falk habló de un «momento grociano» para describir un período de cambios paradigmáticos, en el que nuevas normas y doctrinas del derecho internacional consuetudinario surgen con una rapidez inusual.
Podemos considerar que hoy estamos viviendo un nuevo momento Grocio, impulsado por la aparición de los medios digitales, al igual que la imprenta revolucionó Europa en el siglo XVI. Las similitudes entre estas dos revoluciones son sorprendentes. Sin embargo, lo que caracteriza este nuevo momento es un factor decisivo que, por sí solo, explica la erosión del orden internacional actual.
En internet, la distancia entre dos puntos se reduce a cero. Puedes estar al otro lado del mundo con respecto a otra persona, pero, digitalmente, solo te separa un clic. Dos interlocutores pueden compartir el mismo espacio virtual, independientemente de que se encuentren muy lejos o muy cerca. El fin del concepto de distancia es crucial. Altera de mil maneras directas e indirectas conceptos que antes eran estables: la soberanía, la seguridad, la ciudadanía, la identidad nacional, así como la frontera entre la esfera interna y la internacional.
Las telecomunicaciones han dejado de ser solo un medio para conectar lugares físicos y se han convertido en un destino en sí mismas. Este espacio es ahora aquel en el que pasamos una parte cada vez mayor de nuestra existencia, ya sea para trabajar, jugar o soñar. Se trata de un espacio social en constante expansión, sin fronteras ni distancias, en el que los intentos de los gobiernos por controlar las interacciones parecen menos límites reales que obstáculos destinados a ser sorteados.
El resultado es que, al igual que la Europa del siglo XVI reorganizó el orden internacional en torno a la difusión de la imprenta y el comercio, hoy estamos reorganizando el mundo en torno a la expansión de este espacio digital.
Y podemos suponer que, en las rupturas de nuestros años veinte, nos estamos acercando rápidamente a un momento de profunda transformación, en el que el consenso actual de las relaciones internacionales entre Estados-nación se verá trastocado, al igual que en la época de Hugo Grocio, que vio nacer las teorías fundacionales del derecho internacional aún vigentes hoy en día.

Un mundo poblado por nuevos actores sintéticos
Los humanos ya no estamos solos en este espacio digital: lo compartimos constantemente con «daemons»: fragmentos de software autoejecutables que van desde simples programas autónomos que realizan tareas domésticas hasta inteligencias artificiales cada vez más sofisticadas que interactúan directamente con los internautas.
En la mitología griega, el daimón designa un espíritu intermedio, a veces útil, a menudo caprichoso y ambiguo, capaz tanto de servir a los designios de los humanos como de jugarles malas pasadas. Es este término, anglicanizado como daemon, el que los ingenieros de Unix retoman en la década de 1960 para designar una categoría de programas en segundo plano encargados de garantizar funciones esenciales del sistema.
Dejando a un lado las metáforas, ya convivimos en el espacio digital con estos «daemons», que hoy en día han adquirido una nueva dimensión. Los rápidos avances de la inteligencia artificial han transformado estos antiguos programas en una proliferación de entidades cada vez más brillantes y autónomas: auténticos habitantes nativos del ciberespacio, cada vez más numerosos.
La cuestión de si algún día superarán la inteligencia humana sigue abierta, pero al ritmo actual, su omnipresencia en todos nuestros sistemas parece asegurada mucho antes de mediados de siglo. Estos agentes autónomos operan en su mayoría en la sombra, hasta que, al exceder su autoridad, provocan un error que llama la atención de los operadores humanos.
La explosión demográfica de los agentes autónomos constituye un riesgo importante. La historia de los conflictos demuestra que las guerras pueden surgir de un error de interpretación o de protocolo. No se puede descartar que la próxima sea desencadenada por un error cometido por un agente de IA, lo que provocaría una cascada de catástrofes a velocidad digital.
El espejo de la contemporaneidad
Grocio vivió en una época marcada por la revolución de la imprenta, la aparición de complejos sistemas financieros y los espectaculares avances de las tecnologías marítimas, que permitieron el auge de las redes oceánicas. Haciendo eco de la predicción de Séneca en Medea, los océanos aflojaron los lazos del mundo, pasando de ser simples barreras a vastas autopistas comerciales y culturales. Las ideas florecieron, el comercio se disparó, surgieron nuevas instituciones y las antiguas se tambalearon. No es de extrañar que Grocio dedicara gran parte de su obra al derecho del mar, estableciendo el principio fundamental del Mare Liberum, la libertad de los mares.
Todo esto nos recuerda extrañamente a nuestra época. El ciberespacio es la nueva autopista oceánica, y las finanzas digitales ofrecen instrumentos comerciales sin precedentes, para bien o para mal.
Donde ellos tenían la construcción naval, nosotros tenemos la robótica, la IA y la exploración espacial. Donde ellos tejían nuevas redes, nosotros construimos las nuestras. Donde la difusión de la imprenta desencadenó disturbios sociales, los medios digitales catalizan hoy cambios profundos y rápidos.
En aquella época, la imprenta, en forma de las primeras indulgencias papales y luego de los panfletos de Lutero, provocó la Reforma protestante. Roma perdió su monopolio cuando el cristianismo se diversificó en innumerables nuevas formas religiosas. Hoy en día, los medios digitales —y ahora la IA— se han convertido en una poderosa herramienta de proselitismo religioso, pero esto es solo el principio.
Grocio fue testigo del declive de las monarquías y de los cambios en la soberanía.
Hoy en día, de forma paradójica, asistimos al declive del Estado-nación en su forma westfaliana, pero el debate sobre lo que vendrá después apenas está empezando.
Aún debe surgir un nuevo Grocio para nuestra época, pero al igual que las monarquías perdieron en su día el monopolio del poder estatal, los Estados-nación están experimentando hoy, paradójicamente, un declive similar de la exclusividad de su poder.
En realidad, el declive del Estado-nación comenzó hace ocho décadas.
El Estado-nación clásico se define ante todo por dos cualidades: la exclusividad y la integridad territorial.
Antes de la Segunda Guerra Mundial, la exclusividad de que gozaban los Estados-nación como «personas» a los ojos del derecho internacional era evidente. Sin embargo, esta exclusividad llegó a su fin en 1948 con la Declaración Universal de Derechos Humanos, que abrió la puerta al reconocimiento de entidades no estatales en el derecho internacional. Desde entonces, su importancia no ha hecho más que crecer.
La integridad territorial real llegó a su fin menos de una década después, con la llegada de los primeros misiles balísticos intercontinentales y las armas termonucleares. La capacidad de un misil balístico con ojiva nuclear para alcanzar cualquier lugar del planeta en cuestión de minutos hacía imposible que los Estados reclamaran la soberanía territorial total, y mucho menos la seguridad absoluta.
Esta erosión del orden mundial clásico se ha visto acentuada por la omnipresencia sin fronteras de los medios de comunicación digitales.
Pero hay más: la aparición del ciberespacio como destino virtual por derecho propio crea una nueva y extraña dinámica territorial. ¿Puede existir realmente una entidad soberana nacional en el espacio digital?
La pregunta se plantea con mayor urgencia aún, ya que el ciberespacio está a punto de convertirse en el punto de partida para la formación de las nuevas entidades soberanas del futuro.
Esta es la esencia del nuevo momento «grociano»: el antiguo orden se disuelve mientras su sucesor emerge del hervidero de las tecnologías exponenciales y la difusión continua de los medios digitales en el corazón de la sociedad mundial. Se trata de un momento multiforme, cuya forma final sigue siendo indeterminada, que se irá configurando a lo largo de la próxima década, al igual que el orden que elaboraron Grocio y sus contemporáneos en el siglo XVII.

Reconocer los lugares de poder
El camino que nos lleva desde la época de Grocio hasta nuestros días está marcado por una sucesión de cambios de poder. Y cada uno de estos cambios se lee con bastante claridad: basta con mirar cuál es el edificio más grande del centro de la ciudad.
En el siglo XIII, la catedral sustituye al castillo. El cambio continúa en el siglo XV. A finales de siglo, la catedral comparte el centro con los edificios del poder civil y del comercio. Así, en Venecia, el Palacio Ducal ocupa la plaza de San Marcos junto a la basílica. El sacerdote, el príncipe y el comerciante coexisten en una simbiosis productiva, pero frágil.
A principios del siglo XVI, justo antes del nacimiento de Grocio, esta nueva estructura administrativa sigue evolucionando, entrelazando más estrechamente el comercio y el gobierno. Un buen ejemplo de ello es el Stadhuis de Middelburg, en los Países Bajos, que adquiere toda su importancia después de la década de 1520. Subrayando el vínculo entre el gobierno y el comercio, originalmente incluía un mercado de carne dentro de sus muros.
A finales del siglo XVI, un nuevo edificio ocupaba el lugar central: el parlamento. En los Países Bajos, fue el Binnenhof que, en 1584, se convirtió en la sede del poder de la República Neerlandesa.
Demos un salto hasta el siglo XX: el poder vuelve a cambiar de manos. Las capitales nacionales se adornan con grandes edificios como símbolos de poder, pero un nuevo actor viene a disputar esta supremacía: la sede social de las empresas.
Símbolo de este cambio: el Union Carbide Building, el primer rascacielos diseñado como sede de una multinacional, construido en Manhattan en 1960. Había nacido la multinacional y, con ella, una nueva simbiosis, frágil pero duradera, entre el poder nacional y el poder privado. Charles Wilson, director general de General Motors, ya lo formuló ante el Congreso en 1953, poco antes del inicio de las obras: «Lo que es bueno para General Motors es bueno para el país».
La escala urbana y el modelo de la ciudad-Estado
Hemos asistido a una evolución secular, desde el castillo a la corporación y luego al Capitolio, pasando por fases sucesivas religiosas, cívicas, políticas y económicas. La pregunta ahora es: ¿cuál será la próxima forma dominante?
Una hipótesis obvia es el auge de las ciudades-Estado, una forma de «desevolución» casi natural del orden westfaliano de los Estados-nación. La idea no es nueva: Kenichi Ohmae ya la planteó en la década de 1990 y, de hecho, las ciudades-Estado, como modelo de gobernanza, precedieron a la llegada de los Estados-nación.
Las ciudades-Estado que existen hoy en día se dividen en dos categorías: las ciudades-Estado soberanas de jure, como Singapur, que tiene un puesto en la ONU; y las ciudades-Estado de facto, entidades que existen dentro de un Estado-nación sin estatus internacional independiente, pero que, no obstante, ejercen un considerable poder económico, cultural y político. Así, si la región de la bahía de San Francisco fuera un país independiente, sería la decimoctava economía mundial.
Pero el poder de las ciudades-Estado no reside únicamente en su fuerza económica, sino sobre todo en su tamaño. Son eficaces porque son lo suficientemente poderosas como para ejercer una influencia económica y cultural a escala mundial, al tiempo que siguen siendo lo suficientemente compactas como para que su población conserve una identidad social coherente. Por lo tanto, no es de extrañar que las ciudades-Estado de facto sean hoy en día los principales motores económicos de las naciones.
Las regiones urbanas —las famosas «megarregiones»— son ahora importantes contribuyentes al poder y la identidad nacional. Pero también son una fuente de tensiones, ya que su creciente influencia debilita la estabilidad del orden estatal a medida que buscan aumentar su peso político y económico dentro del propio Estado.
En Estados Unidos, gran parte de las fracturas actuales enfrentan a las poblaciones urbanas, liberales y concentradas en megarregiones altamente productivas, con las poblaciones rurales más dispersas, pero dotadas de un gran poder político debido a las particularidades del sistema bicameral y del colegio electoral.
Las megarregiones de Estados Unidos llevan mucho tiempo tratando de aumentar su independencia de Washington.
El reciente protocolo de acuerdo firmado entre el estado de Illinois y el Reino Unido, impulsado por el gobernador Pritzker, es un excelente ejemplo de ello. También podrían considerarse las iniciativas emprendidas por el gobernador de California, Gavin Newsom, para celebrar acuerdos con otras naciones extranjeras. No se trata de una novedad ni de un acto de rebelión política. Hace más de 15 años, el gobernador republicano de California, Arnold Schwarzenegger, ya había firmado acuerdos con Japón y otros países, en oposición directa al presidente Bush.
California es reveladora en otro sentido: se han llevado a cabo más de 200 intentos de dividir este estado en dos o incluso en varias entidades distintas. Todos fracasaron rápidamente, excepto uno en 1915, que estuvo a punto de prosperar antes de ser frustrado por la finalización de la Ridge Route, que conectaba el norte y el sur del estado. Sin embargo, estos intentos de partición no han desaparecido. En el clima político actual, algunos grupos descontentos, tanto en California como en otros estados, llegan incluso a plantearse la secesión pura y simple de Estados Unidos.
Ninguna de estas iniciativas tiene posibilidades de éxito a corto plazo, pero la tecnología digital refuerza la credibilidad de la idea. Independientemente de que se conviertan o no en el modelo de un nuevo orden internacional, las ciudades-Estado contribuyen indudablemente a la erosión de la coherencia de los Estados-nación.
El paradigma del «network state» en el nuevo orden mundial
Trabajo sobre el futuro y he aprendido a prestar especial atención a las curiosidades aparentemente insignificantes, a las anomalías que, por parecer fuera de lugar, pueden indicar profundos cambios en el horizonte.
Por ejemplo, nadie lee nunca las cláusulas de los contratos impresos en letra pequeña en las cajas de software o las que se aceptan al comprar un nuevo teléfono móvil.
Sin embargo, aunque no utilices el servicio Starlink de Elon Musk, leer la letra pequeña es revelador.
Este es el artículo 11 de un contrato tipo de Starlink, válido en Francia:
DERECHOS APLICABLES Y LITIGIOS
Para los Servicios prestados en, sobre o en órbita alrededor del planeta Tierra o la Luna, el presente Contrato y cualquier litigio relacionado con el mismo (los «Litigios») se regirán e interpretarán de conformidad con las leyes francesas y se someterán a la jurisdicción exclusiva de los tribunales franceses. Para los Servicios prestados en Marte o en tránsito hacia Marte a través de Starship u otra nave espacial, las partes reconocen a Marte como un planeta libre y acuerdan que ningún gobierno terrestre tiene autoridad o soberanía sobre las actividades marcianas. En consecuencia, los litigios se resolverán mediante principios autónomos, establecidos de buena fe, en el momento del establecimiento de la colonia marciana.
Esto constituye, por supuesto, una clara señal de que Musk se toma en serio su proyecto de colonizar Marte. Pero esto es solo una faceta de la historia y, para el futuro del orden internacional, sin duda la menos determinante. Porque Elon Musk también tiene grandes ambiciones en materia de gobernanza terrestre, y no es el único.
El concepto de «network sate»,o Estado en red, un híbrido entre el ciberespacio y el territorio físico, lleva casi veinte años circulando.
Sus defensores lo definen de la siguiente manera: «Un network state es una entidad geográficamente descentralizada, conectada por internet, concebida como un archipiélago mundial de territorios físicos. Su crecimiento se basa en un plebiscito permanente, que atrae a migrantes unidos por una comunidad de ideas y valores».
En otras palabras, un «network state» existe simultáneamente como entidad unitaria en el espacio digital y como presencia física en la superficie del planeta en forma de múltiples territorios físicos no contiguos.
Cabe destacar que no se trata de una visión única: podría haber decenas o incluso cientos de network states, cada uno centrado en un tema u objetivo común.
Así, un network state podría federar a los partidarios de la vida eterna, otro a los apasionados de las criptomonedas, otro a los aficionados al cine de Disney, o cualquier otro centro de interés imaginable.
Dado que el ciberespacio es potencialmente infinito y que algunos promotores de los «network states» ya están pensando en poblar estaciones espaciales, explorar la Luna o colonizar Marte, en teoría habría espacio suficiente para hacer realidad los sueños de todos.
Esta idea ha parecido durante mucho tiempo tan descabellada que ha suscitado poca o ninguna atención fuera de una pequeña comunidad de adeptos. Sin embargo, cuenta desde hace tiempo con el apoyo de personalidades ricas e influyentes de Silicon Valley, en particular Elon Musk y Peter Thiel. Este último ha dedicado importantes recursos al desarrollo del concepto de network state y a su promoción como propuesta seria.
En particular, Thiel ha apoyado a Curtis Yarvin, un filósofo autodidacta de mirada oscura, cuyas ideas radicales seducen sorprendentemente a los libertarios tecnófilos que invierten masivamente en Silicon Valley. Entre sus convicciones, Yarvin cree que la democracia está condenada por su ineficacia y que debería ser sustituida por una «monarquía ilustrada» profundamente antidemocrática.
Elon Musk y Peter Thiel tienen una larga historia en común, marcada por la cofundación de PayPal a principios de la década de 2000. Hoy en día, el servicio parece una herramienta anodina, que permite, entre otras cosas, comprar fácilmente artículos de segunda mano en eBay. Pero, en un principio, la ambición declarada de Musk y Thiel era mucho más radical: «crear una moneda de internet para sustituir al dólar».
Si analizamos sus actividades recientes, vemos que proyectos aparentemente dispares y sin relación entre sí forman en realidad un rompecabezas radical, orientado a la creación de un network state.
Musk, por ejemplo, ha trabajado para que Estados Unidos se retire de todos los tratados espaciales a los que se ha adherido, incluidos el Tratado sobre el Espacio Extraterrestre y los tratados relativos a los misiles balísticos. También quiere que Estados Unidos se retire de la Convención de las Naciones Unidas sobre el Derecho del Mar.
La idea es sustituir el orden internacional institucional por un orden libertario radical, centrado en los individuos y las entidades privadas. Se trata de un cambio profundo, que apunta nada menos que a la desaparición completa del orden internacional de la posguerra tal y como se concibió en Bretton Woods.
Peter Thiel tiene visiones igualmente radicales, que ya ha intentado llevar a la práctica con resultados dispares. Hace dos décadas, financió el Seasteading Institute, que proponía crear un paraíso libertario para programadores en un crucero situado fuera de cualquier jurisdicción nacional, frente a las costas de California. Los experimentadores descubrieron rápidamente que incluso los libertarios sufren mareos. No obstante, el Seasteading Institute sigue activo y ahora se centra en buscar asociaciones legales con pequeños Estados del Pacífico. Si este enfoque tiene éxito, estos enclaves físicos podrían convertirse en componentes de un network state.
Por otra parte, no hay que olvidar el mayor éxito de Thiel, la empresa de vigilancia y explotación de datos Palantir. Con su ambición declarada de convertirse en «el sistema operativo de Estados Unidos» y sus estrechos vínculos con la administración de Trump, no es difícil imaginar dónde podría encajar en un intento de construir un nuevo orden mundial basado en el network state.
La larga duración del network state
No es la primera vez que pequeños grupos intentan fundar micronaciones independientes de los Estados-nación dominantes.
Podemos citar algunos de los intentos más famosos:
— La República de Minerva
Proclamada en 1971 como nación independiente en una zona remota del Pacífico, sus fundadores intentaron establecer una presencia en los arrecifes Minerva, en el suroeste del Pacífico, pero fueron rápidamente detenidos por Tonga, cuyo ejército expulsó a los colonos potenciales. Los arrecifes Minerva han desaparecido casi por completo, víctimas del aumento del nivel del mar.
— El Principado de Sealand
Micronación no reconocida establecida en un antiguo fuerte marítimo de la Segunda Guerra Mundial frente a las costas de Inglaterra, ha sobrevivido más tiempo que la República de Minerva, sobre todo como emisora de radio pirata con un público fiel. Sigue existiendo como micronación autoproclamada, pero es más una curiosidad que una verdadera entidad pública.
— La Monarquía Constitucional de Abalonía
Fue uno de los dos intentos de establecer una micronación independiente en Cortes Bank, un banco de arena sumergido a 2,5 metros bajo el nivel del mar frente a la costa de California, a 150 kilómetros al oeste de San Diego. Las condiciones meteorológicas extremas y las fuertes olas de la zona destruyeron todos los intentos de construir una estructura permanente —una barcaza de hormigón hoy hundida— en el banco.
A la luz de estos intentos fallidos —y de tantos otros— de crear micronaciones, la idea de construir un network state con un territorio físico podría parecer quimérica.
Pero esta vez la situación parece diferente: la aceleración digital podría cambiar las reglas del juego. Las redes digitales ofrecen la base potencial para un network state, y Starlink —la infraestructura clave para las comunicaciones globales, construida y controlada por Elon Musk— podría convertirse en una pieza clave. En términos más generales, la tecnología digital abre la posibilidad de un amplificador de poder sin precedentes para pequeños grupos decididos a separarse del resto.

Las «freedom cities»: ¿el caballo de batalla de Trump para el network state?
Los ciudadanos de un Estado en red pueden dejar su corazón en el ciberespacio, pero aún así tienen que dormir en algún sitio, al menos hasta que Musk colonice Marte o construya una estación espacial. Esto implica tener bienes inmuebles en algún lugar de la superficie de la Tierra.
Ahí es donde entran en juego las «freedom cities», una idea defendida por el presidente Trump durante su campaña del año pasado.
La idea es crear zonas semiautónomas libres de regulaciones estatales y federales que, según sus promotores, se convertirían en centros de creatividad e innovación.
Resulta que varios intentos de crear estas zonas autónomas ya estaban en marcha varios años antes de que Trump mostrara interés por el concepto.
En California, justo al norte de San Francisco, un enigmático grupo que se hace llamar «California Forever», respaldado por multimillonarios de Silicon Valley, ha comprado 80.000 acres en el condado rural de Solano. El proyecto consiste en construir una nueva y extensa comunidad que, leyendo entre líneas sus documentos promocionales, se parece mucho a una «freedom city».
En otros lugares, la administración de Trump ha propuesto retirar el Presidio de San Francisco del sistema de parques nacionales y entregarlo a inversores privados para crear una nueva ciudad al borde del Golden Gate.
Pero el candidato más obvio para convertirse en una Trump Freedom City sigue siendo la propia Washington, el Distrito de Columbia, que, debido a su estatus especial de distrito gobernado por el Congreso, es particularmente susceptible de ver modificado su estatus de forma unilateral para convertirse en una entidad cuasi independiente.
En realidad, cuando se examina a través del prisma del network state/freedom city, gran parte de lo que parecen ser acciones aleatorias de la administración de Trump encaja en un patrón inquietante.
Para crear con éxito un nuevo orden mundial de network states, la primera tarea debe ser debilitar a las naciones más poderosas, aquellas que son más susceptibles de obstaculizar la creación de estos network states.
En este sentido, la derecha conservadora estadounidense lleva mucho tiempo alineada con este objetivo. En 2001, el activista conservador Grover Norquist ya declaraba: «No quiero abolir el gobierno. Solo quiero reducirlo a un tamaño que pueda arrastrar al cuarto de baño y ahogarlo en la tina».
Los network states no son una fatalidad, sino una tendencia y un síntoma
Los defensores de los network states, como Yarvin, Thiel o Musk, tratan de convencernos de que su visión es la única vía posible.
Pero nada es más peligroso que alguien capaz de detectar con precisión las tendencias, al tiempo que deja que su entusiasmo personal nuble su percepción del abanico completo de posibilidades.
La visión del network state solo es posible gracias a la brutalidad de la convulsión de un orden internacional centrado en los Estados-nación y anteriormente estabilizado por la revolución digital y sus consecuencias, desde la creación del ciberespacio hasta los efectos de las tecnologías exponenciales aceleradas. El resultado es una secuencia multiforme en la que todas las partes del antiguo orden persisten, pero la matriz que conecta estos elementos en un orden coherente se disuelve.
Hugo Grocio habría reconocido inmediatamente este momento como análogo al que él mismo vivió cuando replanteó la organización del mundo, mientras la revolución de la imprenta y la miríada de innovaciones tecnológicas y comerciales de finales del siglo XVI transformaban el rostro de Europa y, pronto, el del mundo entero.
Debemos considerar la perspectiva de un futuro network state no como una fatalidad, sino como un indicador de la magnitud de las transformaciones en curso. Es un momento en el que debemos reflexionar de manera sistemática sobre todos los mundos posibles que pueden surgir de estas incertidumbres. A continuación, se trata de identificar y defender el nuevo marco internacional que permita a la humanidad realizar sus más altas aspiraciones y construir un mundo que queramos legar a nuestros hijos y nietos.
Quizás veamos surgir a un nuevo Grocio del siglo XXI, capaz de guiarnos a través de las brumas de este nuevo territorio cibernético, al igual que lo hizo Hugo de Groot, humanista, erudito y jurista, hace cuatro siglos.