Doctrinas de la Rusia de Putin

Para la élite pro-Putin, la «guerra mundial» de Rusia contra Occidente será larga

«Lo que está en juego para nosotros no es el estatus de Ucrania, sino la propia existencia de Rusia».

En los círculos estratégicos cercanos al Kremlin, cada vez se expresa más abiertamente: la guerra de Ucrania es sólo una etapa; Trump seguirá siendo el enemigo de Moscú; y Europa es el próximo objetivo a derribar en la lista.

Traducción comentada línea por línea del último artículo radical de Dmitri Trenin, uno de los miembros más influyentes y visibles de la élite estratégica de la Rusia de Putin.

Autor
Guillaume Lancereau
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Vladimir Putin inspecciona nuevas armas durante el foro «Todo por la victoria», organizado por el Frente Popular Ruso en el Centro Nacional Ruso. © Artyom Geodakyan/ZUMA Press

Dmitri Trenin es un experto en asuntos militares. Se graduó en el Instituto Militar del Ministerio de Defensa de la URSS en 1977 con especialización en traducción, donde impartió clases durante diez años, de 1983 a 1993, tras haber sido oficial de enlace en las fuerzas soviéticas en Alemania.

Doctor en Historia Diplomática, Trenin se ha impuesto desde el colapso de la URSS como un reconocido experto en estrategia militar, relaciones internacionales y seguridad. Su experiencia le llevó incluso a dirigir el Carnegie Moscow Center en 2008.

En 2022, como muchos miembros de la élite rusa, Trenin tuvo que tomar una decisión.

Por un lado, las autoridades cerraban el Carnegie Center de Moscú, acusado de simpatías liberales y prooccidentales. Por otro, se hacían con el control de algunas instituciones de enseñanza superior, como la prestigiosa Escuela de Altos Estudios Económicos, despidiendo a varios profesores o obligándolos al exilio, censurando algunas enseñanzas y colocando a la institución bajo una dirección sometida al Kremlin, dispuesta a formar expertos en estrategia militar, a apoyar la guerra por todos los medios y a organizar recaudaciones de fondos para el ejército ruso. Si Trenin perdió entonces su puesto en Carnegie, fue para asumir la dirección del Instituto de Economía Mundial y Estrategia de la Escuela de Altos Estudios Económicos.

Hoy marginado en los círculos de expertos internacionales, como lo demuestra su expulsión de la Real Academia Sueca de Guerra en octubre de 2022 por sus declaraciones públicas a favor de la invasión de Ucrania, sigue siendo una de las figuras más visibles en Rusia en el ámbito de la seguridad y la geoestrategia.

En este artículo publicado en Kommersant el pasado 9 de julio, del que ofrecemos la primera traducción al español, Dmitri Trenin se une al coro belicista de los miembros de la élite putinista para quienes la guerra en Ucrania es sobre todo una etapa, un episodio aislado de una «guerra mundial» de otra magnitud, en la que Occidente y Rusia, enemigos eternos, se juegan su supervivencia.

Los constantes giros y vacilaciones en el discurso del actual presidente estadounidense se han convertido en una verdadera marca registrada de Donald Trump. Hay que seguir de cerca estos cambios de rumbo sin darles una importancia excesiva, ya sea que nos beneficien o nos perjudiquen. No hay que perder de vista que Trump no es el «zar» de Estados Unidos y que la «revolución trumpiana» que todo el mundo anunciaba a principios de año se parece más bien a una evolución personal de Donald Trump, que se está acercando a la élite política del país.

El martes 8 de julio, víspera de la publicación de este artículo, Donald Trump criticó duramente la política de la Federación de Rusia, afirmando que «no está contento con Putin».

Sin embargo, aún es demasiado pronto para anunciar un verdadero punto de inflexión en las relaciones entre Estados Unidos, Rusia y Ucrania: Trump tampoco parece tener intención de comprometerse más activamente con la resistencia ucraniana ni de revisar su postura sobre Zelenski, a quien sigue considerando el principal obstáculo para la paz, a diferencia de Putin, que sigue siendo, para el presidente de los Estados Unidos, el principal interlocutor y socio para alcanzar un acuerdo.

En resumen, Donald Trump se contenta, por el momento, con dejar entrever a su homólogo ruso que sus manipulaciones terminan irritándolo, sin que ello se traduzca de inmediato en sanciones drásticas contra Rusia o en un mayor apoyo a Ucrania.

Desde esta perspectiva hay que hacer un balance provisional de nuestra «operación diplomática especial»: seis conversaciones telefónicas entre los presidentes, negociaciones entre ministros de Asuntos Exteriores y asesores diplomáticos de los jefes de Estado, junto con una serie de intercambios entre las más altas autoridades.

Según los recuentos de los medios de comunicación rusos, se han producido seis conversaciones telefónicas entre Vladimir Putin y Donald Trump desde el regreso de este último a la Casa Blanca, mientras que una serie de encuentros en Estambul, Kuala Lumpur y Riad han permitido continuar las conversaciones entre Serguéi Lavrov, Yuri Ushakov, Marco Rubio y Steve Witkoff.

El lado positivo de este balance reside sobre todo en el restablecimiento del diálogo entre Rusia y Estados Unidos, interrumpido anteriormente por la administración Biden. 

Más allá de las conversaciones directas entre Trump y Putin, los primeros meses de Trump han supuesto un punto de inflexión en las relaciones entre Rusia y Estados Unidos. Ya el 18 de febrero, Washington señaló su intención de «tomar las medidas necesarias para normalizar el funcionamiento de nuestras respectivas misiones diplomáticas».

Otro resultado esencial y muy positivo es que este diálogo no se limita únicamente a las cuestiones relacionadas con la guerra en Ucrania, sino que también incluye perspectivas de cooperación en numerosos ámbitos, desde la geopolítica hasta el deporte, pasando por las políticas de transporte. Por el momento, nada de esto es muy concreto, pero estas conversaciones podrían resultar útiles en el futuro, sobre todo porque este diálogo, que por fin se ha reanudado, tiene pocas posibilidades de volver a suspenderse bajo la presidencia de Donald Trump, aunque su intensidad y tono general puedan cambiar.

Las «perspectivas de cooperación en numerosos ámbitos, desde la geopolítica hasta el deporte, pasando por las políticas de transporte» mencionadas por Trenin se basan, en realidad, menos en una posición articulada de Estados Unidos que en la voluntad de Trump, al inicio de las negociaciones, de querer llegar a un acuerdo rápido, un intento que fracasó ante la negativa de Vladimir Putin.

Entre los elementos más sorprendentes de esta diplomacia errática, en su llamada con Vladimir Putin el martes 18 de marzo, el presidente estadounidense había hablado en particular de la futura organización de partidos de hockey ruso-estadounidenses en los que participarían jugadores de la NHL (la liga norteamericana, que agrupa a Canadá y Estados Unidos) y de la KHL (la liga euroasiática).

El diálogo con Estados Unidos también permitió la reanudación de las negociaciones con la parte ucraniana en Estambul. En sí mismas, estas negociaciones aún carecen de alcance político: el intercambio de prisioneros, que es su único resultado tangible, ya se había producido al margen de las negociaciones. Desde este punto de vista, lo esencial es sin duda el hecho de que los contactos directos con Kiev hayan reforzado la tesis central de nuestra diplomacia: la disposición de Rusia a encontrar una solución política que permita resolver el conflicto.

Naturalmente, estos avances plantean retos tanto técnicos como tácticos. 

Desde el principio era evidente que no lograríamos ponernos de acuerdo con Trump sobre la cuestión ucraniana en condiciones que satisfacieran las exigencias de seguridad de Rusia.

Trenin retoma aquí un punto también destacado por Serguéi Karaganov, quien declaraba a la revista en junio: «En este momento, la Administración Trump no tiene ningún motivo para negociar con nosotros en las condiciones que hemos fijado, por lo que este acercamiento será difícil». Si bien los partidarios de Putin se alegran a corto plazo de un acercamiento con Trump, el consenso de las élites belicistas refleja la actitud de Putin durante las conversaciones de Estambul: una negociación de fachada, sin voluntad real de poner fin a los combates. Este último punto es precisamente la conclusión a la que llega Trenin en la continuación del texto.

Pero nadie tiene intención de llegar a un acuerdo con Trump a costa de la seguridad de Rusia. Por el contrario, sería igualmente ingenuo imaginar que Trump estaría dispuesto a «abandonar» completamente Ucrania, a unir sus fuerzas a las del Kremlin para volcarlas contra la Unión Europea y a inaugurar un «nuevo Yalta», una versión revisada de los Tres Grandes de la Segunda Guerra Mundial, esta vez en torno a Estados Unidos, Rusia y China.

Sigue habiendo importantes divisiones dentro de la Administración estadounidense sobre Ucrania. Si bien la decisión de suspender las entregas de armas, impulsada por la facción dominada por Elbridge Colby, parece haber sido revocada —al menos provisionalmente— por Donald Trump, el Pentágono aún no ha publicado su Global Posture Review, un documento estratégico que podría dar pistas sobre la continuidad del apoyo estadounidense a Kiev.

El antiguo asesor de Pete Hegseth, Dan Caldwell, y la experta Jennifer Kavanagh han querido aportar información a este debate publicando su propuesta de «revisión global», que consiste en una retirada militar casi total, desde Ucrania hasta Taiwán, pasando por Oriente Medio.

Se ha pasado página. ¿Qué nos espera?

Trenin toma nota de lo que es, objetivamente, el fracaso del proceso de negociación, en primer lugar, y luego del acercamiento iniciado por Trump con Rusia. Para Putin, esta secuencia no ha sido más que un intento maximalista de utilizar al presidente estadounidense contra Ucrania y Europa. La conclusión que saca el autor de este texto es evidente: la guerra entre Rusia y Occidente se haría aún más explícita.

Lo más probable es que Trump firme una ley que imponga nuevas sanciones, dejándose la posibilidad de aplicarlas a su antojo. Estas medidas supondrían una nueva fuente de inestabilidad para el comercio mundial, sin cambiar en nada la política rusa.

En Washington se están debatiendo un proyecto de ley, a iniciativa de Lindsey Graham y Richard Blumenthal, que prevé sanciones contra varias entidades rusas y, en particular, la imposición de aranceles del 500% a los países que compren petróleo, gas, uranio u otros recursos energéticos rusos.

Más allá de la dificultad de aplicar esta medida en un país que importa alrededor del 20% de su uranio de Rusia, sigue sin resolverse la cuestión de un posible veto de Trump.

Se trata sólo de un nuevo episodio del pulso comercial entre Rusia y Estados Unidos, al que hay que añadir la decisión del tribunal de arbitraje ruso que, el viernes 11 de julio, transfirió al Estado los activos del grupo Glavprodukt (fabricante de productos alimenticios en conserva), propiedad, entre otros, de Leonid Smirnov (emigrado a Estados Unidos en la década de 1970) y de la empresa estadounidense Universal Beverage Company. Vladimir Putin ha optado por ignorar a sabiendas las declaraciones estadounidenses, empezando por las de Marco Rubio, que advirtió de que esta expropiación tendría repercusiones en las relaciones ruso-estadounidenses.

Trump entregará a Ucrania los restos de los «paquetes» de armas prometidos por Biden; quizá se vea incluso obligado a añadir algún equipo «de su bolsillo», pero está claro que, en los próximos tiempos, la mayor parte de la ayuda militar concedida a Ucrania procederá de Europa, o pasará por ella, cuando Berlín y otros compren sistemas de armas estadounidenses para entregarlos a los ucranianos.

Cada semana, Rusia bate un nuevo récord en el envío de misiles y drones al territorio ucraniano: 740 drones y misiles en la noche del martes 8 al miércoles 9 de julio.

Las muertes y los daños materiales registrados sobre el terreno son consecuencia directa de este aumento de los ataques, en un contexto de agotamiento de las municiones antiaéreas. Las fluctuaciones en la postura de la Administración Trump sobre los suministros de armas —empezando por los misiles Patriot, necesarios para la defensa antiaérea— se dejan sentir inmediatamente cada noche en las ciudades de Ucrania.

Estados Unidos no va a dejar de proporcionar a Ucrania la información militar que sigue siendo absolutamente vital, en particular para los ataques en profundidad contra el territorio ruso.

La guerra no terminará en 2025. Y, sobre todo, no terminará con el cese de las operaciones militares en Ucrania.

El autor resume aquí en pocas palabras una posición que es clave para comprender la actitud de Rusia en las «negociaciones» con Ucrania: los combates en este territorio se inscriben en un contexto más amplio de «guerra mundial ya en curso».

Cuanto antes se reconozca esta realidad, mejor para Rusia. Sin embargo, unas líneas más adelante, precisa que el enfrentamiento con Occidente es todavía indirecto, pero que será largo.

El objeto de este conflicto no es Ucrania como tal, y debemos ser muy conscientes de ello.

Se trata de una guerra —por ahora— indirecta librada por Occidente contra Rusia. Además, este enfrentamiento no es más que una variante de una guerra mundial ya en curso, en la que Occidente lucha en todos los frentes para mantener su hegemonía global.

Esta guerra será larga y Estados Unidos, con Trump o sin él, seguirá siendo nuestro adversario. 

Al presentar a Volodímir Zelenski como un «dictador», al llamar a «descolonizar» el mundo sometido al yugo de Occidente, al calificar las acciones occidentales en Ucrania de amenaza «existencial» para Rusia, el Kremlin lleva varios años esforzándose por volver contra sus adversarios los elementos clave de su retórica política, que aún goza de una fuerza y una persuasión considerables en Europa y Estados Unidos. 

Lo que está en juego para nosotros en el centro de esta lucha no es el estatus de Ucrania, sino la propia existencia de Rusia.

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