Las similitudes entre las políticas autoritarias y reaccionarias de la Rusia de Vladimir Putin y de los Estados Unidos de Donald Trump se extienden continuamente a nuevos ámbitos. En ambos países ya existían prácticas similares de censura —especialmente en las escuelas— de obras políticamente indeseables, principalmente aquellas relacionadas con las personas LGBT y otras formas de «relaciones sexuales no tradicionales», como las designa la legislación rusa desde 2013.

Más recientemente, y al igual que en los estados del «cinturón bíblico», se han adoptado medidas para restringir el acceso al aborto en varias regiones rusas, entre ellas Kursk y la Crimea ocupada, y el gobernador de Vólogda, Georgi Filimonov, llegó incluso a pedir en febrero pasado la prohibición del aborto en los hospitales públicos y las clínicas privadas.

La actualidad ofrece un nuevo terreno de comparación. 

Las redadas contra los inmigrantes, cada vez más frecuentes en Estados Unidos, han acaparado la atención de los medios de comunicación europeos, sobre todo cuando la Guardia Nacional y los marines fueron desplegados en las calles de Los Ángeles para hacer frente a las protestas. Del mismo modo, el mundo se ha indignado con razón ante los vídeos de expulsiones de inmigrantes en situación irregular, esposados de pies y manos, publicados por la Casa Blanca a principios de año. Por el contrario, las decenas de vídeos de las redadas policiales rusas en los hogares de trabajadores inmigrantes parecen confinados al espacio de las redes sociales de Rusia, y quizás aún más de Asia Central y el Cáucaso, donde causan escándalo con regularidad. El ejemplo más reciente es un vídeo publicado el 11 de junio, en el que se ve a las OMON, fuerzas especiales del Ministerio del Interior, vaciando un centro de acogida de migrantes de origen uzbeko, que aparentemente trabajan en la construcción militar, al grito de: «putos macacos» y «tchernožopyj» —un insulto racista que significa literalmente «culo negro»—. 

Este episodio no es ni mucho menos un caso aislado, ya que las autoridades rusas han endurecido su política migratoria y sus prácticas de control y represión en los últimos años, especialmente tras el atentado terrorista del Crocus City Hall.

En general, la sociedad rusa no parece haber reaccionado de forma tan negativa a los actos ostentosos de tortura de ciudadanos de antiguos países soviéticos.

GUILLAUME LANCEREAU

¿Giro nacionalista o giro imperial?

Este atentado tuvo lugar el 22 de marzo de 2024 en una sala de conciertos en las afueras de Moscú

El ataque, reivindicado por el Estado Islámico en Khorasan, causó 145 muertos —más que en el atentado del Bataclan en París— y más de 500 heridos. El juicio de los presuntos autores, originarios de Kirguistán, fue una oportunidad para que el poder ruso diera ejemplo, mostrando su total intransigencia frente al terrorismo, hasta llegar a la barbarie. Mientras que hasta entonces la tortura practicada en las comisarías y los sótanos del FSB se ocultaba hábilmente, los acusados aparecieron ante las cámaras, uno con la oreja cortada —los agentes del FSB le habrían obligado a comérsela—, otro en silla de ruedas, mientras que un tercero aún llevaba alrededor del cuello los restos de una bolsa de plástico que se habría utilizado para estrangularlo durante los interrogatorios. 

Hace ya un cuarto de siglo, Vladimir Putin anunciaba, refiriéndose a los autores de atentados, su intención de «matarlos hasta en los baños».

En general, la sociedad rusa no parece haber reaccionado de forma tan negativa a estos actos ostentosos de tortura de ciudadanos de antiguos países soviéticos. Este atentado incluso ha servido de pretexto para radicalizar las medidas hostiles hacia los inmigrantes y para una «liberación de la palabra» racista en los medios de comunicación rusos.

Tras el atentado del Crocus City Hall, Vladimir Putin calificó la inmigración ilegal de «caldo de cultivo para todo tipo de actividades extremistas, e incluso para la delincuencia pura y dura». El exsecretario del Consejo de Seguridad, Nikolái Patrushev, fue más allá y señaló que los «flujos migratorios provocados por crisis artificiales» eran la causa de un posible «colapso del país». En las semanas posteriores al atentado, se llevaron a cabo redadas contra inmigrantes en situación irregular en 68 regiones, lo que dio lugar a la apertura de 161 causas penales y a la expulsión de más de 1.700 personas.

Esta oleada sin precedentes de xenofobia contrasta notablemente con el discurso oficial del Estado ruso.

Vladimir Putin quiere inscribir la Rusia contemporánea en la estela imperial de la Rusia zarista y la URSS, convirtiendo a su país en una especie de modelo de armonía multinacional, un país abierto a todas las etnias y culturas, que encontraría precisamente en esta diversidad una de las fuentes de su poder. Así lo declaraba, por ejemplo, en mayo de 2023, ante el Consejo para las Relaciones Interétnicas de la Federación de Rusia: 

«Nuestros adversarios han decidido que el carácter multinacional de Rusia es su punto débil y están haciendo todo lo posible para dividirnos. […]

Al hacerlo, hablan su propio idioma, ya que se trata de países que en el pasado tuvieron colonias y que hoy se distinguen por su política neocolonial. Así, cuando hablan de nosotros, se refieren a sí mismos, pensando que somos como ellos. Por eso tienen el proyecto de disolver nuestro país en una decena de pequeñas formaciones estatales, para luego someterlas a su voluntad, explotarlas y utilizarlas para sus propios fines egoístas. […]

Sin embargo, la experiencia y los retos a los que nos hemos enfrentado han demostrado lo contrario: esta diversidad es nuestra fuerza, la fuerza específica, la fuerza invencible de Rusia. […]

Nuestros antepasados trabajaron codo con codo, de generación en generación, por el futuro de nuestra gran patria común, y fue gracias a la diversidad de sus lenguas y tradiciones que enriquecieron el legado espiritual de nuestro Estado indivisible, forjando una cultura multinacional y multiconfesional absolutamente única. […]

Nuestros adversarios no comprenden que, ante las agresiones y presiones externas, nuestro pueblo multinacional no hace más que fortalecerse».

Los millones de tayikos, buriatos, kazajos, armenios, chukchis, ingushes y uzbekos de Rusia viven a diario el contraste entre estas grandilocuentes declaraciones y la realidad del racismo que se extiende en la sociedad rusa contemporánea. La Federación de Rusia sigue siendo uno de los Estados más diversos del mundo, con 190 pueblos que hablan más de 150 idiomas. Sigue figurando en las estadísticas de las Naciones Unidas entre las cinco zonas que atraen más flujos migratorios. Pero los tiempos en que la Unión Soviética podía presumir de sus políticas de apertura, amistad entre los pueblos y discriminación positiva frente a los Estados Unidos, que practicaban la segregación legal —si es que la retórica soviética se correspondía con una realidad palpable—, han quedado atrás.

Como explicaba recientemente el filólogo Gassan Gousseïnov, profesor de la Brīvā Universitāte de Letonia, la política rusa bajo Putin no está emprendiendo tanto un «giro imperial» como un giro puramente nacionalista. La Federación de Rusia, al igual que la Unión Soviética, funcionaba según un principio supranacional que abarcaba diversas nacionalidades o etnias cívicamente rusas. En la década de 2000, las campañas nacionalistas, pronto respaldadas por el concepto de «mundo ruso», sugirieron a los rusos étnicos que había llegado el momento de construir un verdadero Estado-nación en el que gozarían de un predominio de derecho, y no sólo de hecho, sobre las innumerables minorías del país.

Al igual que los «pequeños blancos» de Estados Unidos —esa white working class a la que se ha convencido de que su desgracia se debe a los privilegios de que disfrutan las minorías—, muchos rusos étnicos comenzaron a atribuir a los inmigrantes su marginación social y política, que, evidentemente, a la política del propio Estado ruso— y a dar a su identificación como «rusos» un significado político que justificaba la relegación material o simbólica de los inmigrantes.

En la década de 2000, las campañas nacionalistas, pronto respaldadas por el concepto de «mundo ruso», sugirieron a los rusos étnicos que había llegado el momento de construir un verdadero Estado-nación.

GUILLAUME LANCEREAU

La campaña contra la inmigración de 2024

Hasta hace poco, consignas como «Rusia para los rusos» se limitaban a los círculos nacionalistas más radicales. 

En 2019, las autoridades prohibieron a los movimientos nacionalistas desfilar con pancartas en las que se pedía el respeto de «los derechos y libertades del pueblo ruso» y deportaciones para poner fin a la «inmigración sustitutiva».

Desde 2024, el clima ha cambiado radicalmente. Sólo en ese año, Rusia deportó a 80.000 personas, el doble que el año anterior.

El nuevo paradigma antimigrante ha tomado la forma de una serie de proyectos de ley discriminatorios. Detrás de casi todos ellos se encuentra un hombre: Viatcheslav Volodine, presidente de la Duma.

Entre las medidas adoptadas por el Parlamento ruso en 2024, cabe citar la reducción a la mitad de la duración de la estancia temporal en Rusia para los extranjeros sin permiso de residencia, la posibilidad de que el Ministerio del Interior expulse a los extranjeros por determinadas infracciones administrativas con inscripción en un registro específico del Ministerio, o la posibilidad de que las fuerzas del orden entren libremente en los lugares de residencia supuestos de inmigrantes ilegales y exijan información sobre ellos a las administraciones, bancos y operadores telefónicos, incluso cuando se trate de datos protegidos por el secreto comercial, bancario o fiscal.

En octubre de 2024, la Duma también aprobó una ley destinada a luchar contra «los matrimonios, la paternidad y la maternidad ficticios entre los migrantes», que fija en tres años la duración de un matrimonio con un ciudadano ruso para obtener un permiso de residencia temporal, que quedará invalidado en caso de divorcio o anulación del matrimonio por decisión judicial. Ese mismo mes, los diputados aprobaron cuatro proyectos de ley que endurecen las sanciones por organizar migraciones ilegales, con penas de hasta 15 años de prisión y multas de 5 millones de rublos (55.000 euros). También en octubre, el Gobierno redujo a la mitad las cuotas de permisos de residencia temporal para los inmigrantes en Rusia, que pasan a 5.500 para el año 2025, frente a los 10.595 del año anterior; la ciudad de San Petersburgo, por ejemplo, sólo tiene oficialmente 200 permisos de residencia para distribuir al año.

Paralelamente, un reciente decreto gubernamental prevé reducir la cuota autorizada de trabajadores extranjeros en 21 regiones.

En 2024, Rusia deportó a 80.000 personas, el doble que el año anterior.

GUILLAUME LANCEREAU

Esta disposición se sumará a las prohibiciones totales o parciales de empleo en una serie de sectores, como la industria agroalimentaria, el transporte de pasajeros o el comercio minorista, ya vigentes en una serie de regiones entre las que destacan por su severidad el krai de Krasnodar, la Crimea ocupada y Yakutia. Por último, una de las últimas medidas ha sido condicionar la matriculación de los niños en las escuelas al control de sus conocimientos de ruso y a la regularidad de su presencia en el país.

En este contexto, las autoridades multiplican los procedimientos de control y las expulsiones. El ministro del Interior, Vladimir Kolokoltsev, indicó el pasado mes de marzo que 685.000 extranjeros habían sido inscritos en el registro de «personas vigiladas», cuyo objetivo es reducir el número de extranjeros en situación irregular en el territorio. Como testimonio de este cambio de atmósfera, las autoridades parecen incluso decididas a inflar las cifras de expulsiones para manifestar su resolución xenófoba.

Así, mientras que el Servicio Federal de Alguaciles de la Federación de Rusia, órgano encargado de la ejecución de las decisiones judiciales, indica que 80.000 extranjeros han sido expulsados de Rusia por infringir las normas migratorias —frente a los 44.200 de 2023 y los 26.600 de 2022, lo que ya supone el doble que el año anterior—, el Ministerio del Interior comunica por su parte la cifra de 150.000 decisiones de expulsión de extranjeros para 2024. Si a esta cifra se suman las 210.000 solicitudes de prohibición de entrada remitidas por el Ministerio a los servicios fronterizos, y se compara con el flujo migratorio medio anual hacia Rusia, de aproximadamente 620.000 personas al año, se llega a la poco creíble situación de que las autoridades rechazarían o expulsarían a uno de cada dos migrantes.

Una de las tendencias más destacadas de los últimos meses es la tolerancia mostrada por las autoridades ante las prácticas ilegales de los militantes nacionalistas que organizan redadas violentas en los hogares de inmigrantes, así como campañas de acoso y control de los documentos de los extranjeros, en particular de los taxistas y los vendedores de frutas y verduras en los mercados, como han demostrado numerosos vídeos recientes. El principal grupo responsable es la «Comunidad Rusa» (russkaja obščina), actualmente la principal organización de extrema derecha del país.

Este movimiento, creado en 2020 por un antiguo militante «provida», un presentador de un canal religioso y el exvicepresidente del Consejo Municipal de Omsk, ha multiplicado los ataques violentos contra ingushes, tayikos o armenios en todo el país, llegando incluso al secuestro, la tortura y el asesinato. La policía ha encubierto sistemáticamente sus acciones, cuando no ha recurrido ella misma a miembros de la «Comunidad Rusa» para que actúen como brazo armado en redadas contra los migrantes.

Las contradicciones de un sistema empantanado en la guerra

Esta política demuestra que las autoridades rusas anteponen sus cálculos políticos al interés económico del país.

Si Rusia sigue siendo una opción privilegiada para millones de trabajadores inmigrantes es porque el país sufre una grave escasez de mano de obra, agravada por la guerra en Ucrania, que ha movilizado a alrededor de un millón de personas, ha creado la necesidad de unos 600.000 nuevos puestos de trabajo y ha obligado a medio millón de rusos a emigrar. En 2024, alrededor de 200.000 puestos de trabajo quedaron vacantes. Las restricciones contra los inmigrantes en las regiones rusas han creado así escaseces artificiales, como en el complejo militar-industrial de los Urales o en el sector agrícola de Krasnodar, primera región rusa en producción de trigo, maíz, girasol y arroz.

Cuando se pregunta a las autoridades regionales, ya no de forma abstracta sobre la conveniencia de los flujos migratorios, sino sobre el papel de estos en el desarrollo económico de su región, la inmensa mayoría coincide en destacar el carácter indispensable de los trabajadores inmigrantes. Por último, las autoridades rusas no dudan en recurrir a este vivero para completar los efectivos de las fuerzas armadas. Como subrayó el pasado mes de mayo Aleksandr Bastrykine, presidente del Comité de Investigación de la Federación de Rusia: 

«Nuestra dirección de investigación militar organiza redadas. Ya hemos localizado a 80.000 ciudadanos rusos de este tipo [nacidos en el extranjero] que se niegan no sólo a ir al frente, sino también a presentarse en la oficina de reclutamiento militar. Hemos identificado a 80.000, los hemos inscrito en el registro militar y, en estos momentos, 20.000 de estos ciudadanos rusos ‘recién llegados’, que por una u otra razón no se encontraban a gusto en Uzbekistán, Tayikistán o Kirguistán, se encuentran en el frente».

En los países afectados, las señales enviadas por Rusia han sido bien recibidas.

Los ministros de Asuntos Exteriores de Tayikistán y Kirguistán han advertido a sus ciudadanos que eviten viajar a Rusia, salvo en caso de absoluta necesidad. Tras la publicación del vídeo de la redada de la OMON mencionado anteriormente, algunos responsables uzbekos han dado consejos similares a su población.

Las autoridades parecen incluso decididas a inflar las cifras de expulsiones para demostrar su resolución xenófoba.

GUILLAUME LANCEREAU

Estos llamamientos señalan una verdadera ruptura.

Durante décadas, los Estados de Asia Central se han plegado a las políticas imperiales y discriminatorias de Rusia, debido en particular a la importancia vital de las remesas para sus economías nacionales: los ingresos enviados por los trabajadores emigrados representan alrededor del 20% del PIB de Kirguistán y Uzbekistán, y hasta el 40% del de Tayikistán.

Por ello, estos países se han esforzado por encontrar alternativas a Rusia, con cierto éxito.

Se han puesto en marcha varias iniciativas para acercar a los países de Asia Central en función de sus respectivas necesidades: Uzbekistán acoge cada vez a más trabajadores turcomanos, mientras que Kazajistán se impone como alternativa al mercado ruso para los inmigrantes uzbekos, kirguisos y kazajos. Se están desarrollando nuevas asociaciones, en particular con Turquía, que cuenta con 200.000 ciudadanos de Asia Central, pero también con los países del Golfo y hasta Corea del Sur, que ha aumentado su cuota de trabajadores uzbekos a 100.000 personas en 2024 y ha firmado con Kirguistán un acuerdo que ofrece mayores oportunidades de empleo a sus ciudadanos.

Otra novedad destacable es la creciente acogida de trabajadores de Asia Central en los países europeos, empezando por el Reino Unido (donde el Brexit ha multiplicado los obstáculos para la contratación de europeos), pero también en Eslovaquia, la República Checa, Polonia, Bulgaria y Lituania. El desplazamiento de estos flujos hacia Europa —que explica, por ejemplo, la presencia de 1.500 inmigrantes uzbekos en la fábrica de Volkswagen Slovakia en Bratislava— sigue siendo relativamente modesto. No obstante, este desplazamiento era impensable hace diez años.

Rusia alimenta una situación eminentemente paradójica, que recuerda a la de Estados Unidos y varios países europeos, donde la extrema derecha domina el panorama o el debate político.Esta configuración pone de manifiesto todas las contradicciones de un sistema en el que los trabajadores blancos prefieren delegar ciertos sectores de actividad a los inmigrantes, mientras votan en contra de los flujos migratorios, y el Estado hace malabarismos entre estas reivindicaciones xenófobas y los intereses de los círculos económicos, que se conforman tanto con trabajadores uzbekos como con trabajadores eslovacos en las fábricas de Bratislava.