Un momento revolucionario en la historia del mundo es tiempo para cambios, no para parches. La frase es de Beveridge, y figura en el emblemático informe que sentó las bases universalistas del sistema sanitario británico. Hoy es habitual leer análisis sobre la multiplicación de amenazas y la incertidumbre que marca el tiempo geopolítico en que vivimos. Tal vez lo sea menos concebir que la única salida, la única fórmula alternativa de estabilización del mundo pasa, de nuevo, por el aseguramiento colectivo de las trayectorias de vida; por la profundización de la redistribución de la riqueza y de la justicia social. Y que esa tarea no requiere de instintos conservacionistas o defensivos, sino, por el contrario, de una acción decidida para mejorar las condiciones y expectativas de vida de las clases trabajadoras.

Más allá del ruido y la furia y de la multiplicación de amenazas, el arranque de la nueva administración norteamericana expone todas las costuras de un sistema socioeconómico en el que unos pocos acaparan ingentes masas de riqueza y, por ende, de poder.

En los últimos años los ultrarricos, al calor del empuje oligopolístico de los grandes gigantes tecnológicos, han dado un salto cualitativo en el ejercicio de su fuerza social: acumulan masas de dinero equiparables al producto interior bruto de algunos países, controlan y dirigen la difusión de información, rediseñan relaciones sociales y, últimamente, pretenden controlar también el resultado de los procesos electorales a ambos lados del océano.

La utopía tecnolibertaria se ha revelado en última instancia como un digno resultado de su linaje neoliberal: lo que la define es su lógica extractivista y el parasitismo del Estado.

Pablo Bustinduy

Ya pasaron los tiempos en que los grandes magnates y oligarcas de la tecnología se decían descreídos del poder político. No se trata sólo de resaltar cómo todos y cada uno de ellos se han servido de las ventajosas condiciones que los poderes públicos les ofrecieron para construir sus negocios. Hoy, esta clase de ultrarricos han puesto sus ojos en el Estado como la herramienta imprescindible para mantener y seguir ampliando su riqueza de forma desbocada, para transformarla incluso en delirantes procesos de ingeniería social, o para ponerla obscenamente al servicio de proyectos políticos reaccionarios y autoritarios. 

Claro que lo hacen bajo formas en ocasiones llamativas: el llamado a desmantelar la maquinaria del Estado por “innecesaria”, “ineficiente” y “excesivamente burocrática” es compatible con el afán de controlar infraestructuras y servicios críticos para modular a partir de ellos regímenes de acumulación y formas de control social nuevos y completamente desprovistos de fiscalización y control público. 

La utopía tecnolibertaria se ha revelado en última instancia como un digno resultado de su linaje neoliberal: lo que la define es su lógica extractivista y el parasitismo del Estado. Los mismos que dicen que el aparato del Estado es innecesario y que no funciona precisan de él para subsistir o para reproducir su posición de poder y sus proyectos políticos.

Aquello que se está viviendo en estos días puede ser mirado con extrañeza, pero nunca con apartamiento. Si queremos evitar que Europa, y España, se conviertan en una pieza más del dominó reaccionario que sacude el planeta —y no faltan embajadores y aliados de ese propósito en cada uno de los países europeos— debemos actuar no sólo para resistir estos embates contra lo público, sino para avanzar decididamente en una dirección contraria. 

Miremos los datos de España: en nuestro país hay 30 milmillonarios que en el año 2024 se hicieron un 20 % más ricos; el 10 % de las personas más ricas concentra más de la mitad de la riqueza nacional. En contraposición, el 50 % de los hogares más pobres no alcanzan siquiera el 8 % de la riqueza total. Las grandes empresas repartieron el año pasado 40.000 millones de euros en dividendos. El 1 % de contribuyentes más ricos pagó proporcionalmente menos impuestos que el 20 % más pobre. 

Lo que estos datos desvelan es que España no escapa a las lógicas de la acumulación desbocada que están detrás del nuevo proyecto político de los ultrarricos. Claro que este no es un proceso enteramente nuevo. Como sugiere Wendy Brown, entender esta tendencia nos obliga a remitirnos a cómo las políticas neoliberales han erosionado, en los últimos 50 años, las bases democráticas y los fundamentos socioeconómicos del estado de bienestar. Pero la quiebra de los últimos consensos geopolíticos heredados de la posguerra fría, y con ellos del sistema informal de checks and balances que contenía la furia política neoliberal dentro de los márgenes de la globalización, han hecho que la posición de fuerza social cristalizada en torno a la figura de estos magnates desencadenados se haya hecho incontrolable. Que hayan pasado a la ofensiva, amenazando con hacer pedazos las bases mismas de nuestro Estado social y democrático, es una consecuencia, y no una causa, de la falta de capacidad democrática para contener sus ambiciones. Dado el carácter global y estructural de estas tendencias, no faltarán quienes repliquen ese impulso —por imitación, por alianza, por servilismo— en cada una de las periferias y eslabones de la cadena de mando que heredamos de la globalización.

¿Qué hacer ante esta invectiva? 

Richard Titmuss, importante investigador social británico del estado de bienestar, describió cómo la guerra impulsó la solidaridad social y la convicción de que el Estado debía suministrar un bienestar universal y de calidad a su ciudadanía: «La experiencia de la guerra trajo consigo una transfiguración moral en la que el estado de ánimo del pueblo cambió y, a modo de respuesta empática, los valores también cambiaron». Sobre ese estado de ánimo mutado fraguó la configuración de los estados de bienestar, como una rebelión del cuerpo social contra las lógicas irrestrictas del militarismo y el mercado, construyendo en su lugar un consenso radicalmente nuevo según el cual los poderes públicos debían a sus trabajadores, como primera y máxima prioridad, la garantía de condiciones de vida dignas y por tanto de derechos sociales con vocación de un alcance universal. 

Igual que el contexto de posguerra fue la condición en que emergió la idea del Estado como garante necesario del bienestar social, el momento de concatenación de crisis en que nos encontramos quizás sea la coyuntura idónea para darle una forma nueva a ese mandato, para volver a articular las ideas democráticas del bienestar colectivo y la protección social como fundamento y obligación primera de la comunidad política. Dicho de otra manera: las amenazas de época a las que nos enfrentamos no llaman a la resistencia, sino a emprender una gran transformación que redibuje el pacto social desde abajo en aras de una vida mejor para las grandes mayorías

Hay que repolitizar la cuestión misma de la distribución de la riqueza como una de las cuestiones existenciales sin las cuales es imposible el desarrollo de una democracia.

Pablo Bustinduy

Es un hecho puesto de relieve una y otra vez que la globalización, para las clases medias y trabajadoras europeas, ha supuesto décadas de estancamiento en las condiciones materiales de vida. Ese es el contexto en el que se dan los fenómenos actuales de incertidumbre, angustia e inseguridad que parecen marcar el ethos de la época y que tan hábilmente utiliza la extrema derecha. La desigualdad y la acumulación de poder y riqueza en unas pocas manos, unida a la cronificación de importantes bolsas de exclusión social y de pobreza, es uno de los marcadores principales de esa deriva que ha hecho perder la fe en la capacidad redistributiva de oportunidades, tiempo y recursos por parte de la política democrática y del Estado social. Y esa pérdida de fe, esa crisis de expectativas, es una amenaza tan material y concreta para las democracias europeas como las riadas torrenciales que trae la crisis climática o como una hilera de tanques desfilando en la frontera europea.

La pregunta entonces es qué queremos asentar hoy y cómo hacerlo. A mi entender, la única manera de romper el tablero trucado en el que juega la ultraderecha pasa por renovar radicalmente la idea de justicia social. Es decir, repolitizar la cuestión misma de la distribución de la riqueza como una de las cuestiones existenciales sin las cuales es imposible el desarrollo de una democracia. Algo que el asalto organizado a las democracias por parte de los ultrarricos no hace más que poner en evidencia.

El terreno, es evidente, está claramente cuesta arriba. Ya desde los años 60, tanto en las políticas públicas como en las ciencias sociales, la noción misma de justicia social empezó a vincularse cada vez menos con un imperativo igualitario indisociable de la democracia, y cada vez más con actuaciones puntuales para atajar situaciones consideradas indeseables, como es el caso de la lucha contra la pobreza 1. En consonancia con ese cambio de marco, los programas de «política social» fueron adquiriendo un carácter cada vez más sectorial, cada vez más orientados a establecer mecanismos coyunturales de intervención sobre circunstancias o grupos puntuales, y alejándose cada vez más del espíritu universalizante que animaba propuestas anteriores como la construcción de los sistemas públicos de salud, educación o seguridad social. Con este viraje, los movimientos de desmercantilización de sectores sociales fueron orillados en beneficio de los mecanismos de mercado, cuyos efectos nocivos debían ser solventados a través de transferencias monetarias, y no con una intervención estatal decidida por la redistribución de la riqueza o por la garantía de mejores condiciones de vida como elemento sine qua non de la ciudadanía democrática. 

Cuando la coalición entre los ultrarricos y fuerzas autoritarias de todo cuño proyecta sobre el mundo entero un porvenir caótico, incierto y violento, la defensa instintiva de la democracia no puede consistir en defender lo que ya hay.

Pablo Bustinduy

Detrás del clamor político y teórico contra la desigualdad que ha recorrido el siglo XXI—desde Occupy Wall Street a El Capital en el siglo XXI, desde las embestidas del populismo de izquierdas a la lucha quijotesca de la sociedad civil contra los paraísos fiscales—está precisamente la sublevación contra décadas de asimilación y neutralización de la justicia social como eje imprescindible de la construcción democrática. Por eso hoy, cuando la coalición entre los ultrarricos y fuerzas autoritarias de todo cuño proyecta sobre el mundo entero un porvenir caótico, incierto y violento, la defensa instintiva de la democracia no puede consistir en defender lo que ya hay. No se puede ignorar por más tiempo que la desigualdad—esa gran trituradora de un futuro colectivo—, el extractivismo y la acumulación desmedida son la condición que hace posibles los ataques de los que la democracia debe ser defendida.

Con su claridad habitual, Gabriel Zucman ilustró el camino a seguir a propósito de la venidera guerra arancelaria 2. Ese camino consiste en recuperar la soberanía fiscal sobre las grandes corporaciones y las fortunas milmillonarias que, habiéndose liberado de cualquier control por las democracias, ahora pretenden decidir sobre sus destinos. Consiste en recuperar los recursos necesarios para abordar las grandes transiciones socioeconómicas que tenemos por delante, y hacerlo de una forma que sea justa: mejorando la posición del trabajo en las relaciones productivas, garantizando una red de bienestar social universal, volviendo a democratizar el tiempo, el poder y la riqueza, construyendo el Estado democrático del siglo XXI. 

Esta no sólo es la única fórmula viable para afrontar los desafíos propios de nuestra era, también es la última línea de defensa democrática frente a los oligarcas que hoy quieren someterla.

Notas al pie
  1.  Fue en 1962 cuando Michael Harrington apuntó al importante problema de pobreza de los Estados Unidos de la época en su libro La Cultura de la Pobreza en los Estados Unidos, descripción que inspirara los programas de Kennedy y Johnson que formularon diversas estrategias de combate contra la pobreza.
  2. Trump threatens a global trade war. Europe must unleash a radical alternative | Gabriel Zucman | The Guardian