Sobre la libertad recurre principalmente a pensadores europeos, lo que puede parecer paradójico, dado que Estados Unidos se considera desde hace mucho tiempo la «tierra de la libertad». ¿Cree que estas perspectivas europeas pueden seguir enriqueciendo los debates estadounidenses sobre esta cuestión y, más aún, que pueden seguir siendo escuchadas en Estados Unidos?

La última pregunta es la más sencilla: evidentemente, sí, ya que el libro se lee en Estados Unidos. Por lo tanto, estos autores no son inaudibles.

Dicho esto, tiene razón al subrayar que la cultura europea, como tal, es cada vez menos significativa en el contexto estadounidense. El hecho de que una idea sea de origen europeo ya no le confiere un prestigio especial en Estados Unidos. Si en esta obra recurro a pensadores europeos, no es en absoluto por su notoriedad. Al contrario, he elegido autores que no son ni especialmente prestigiosos ni muy conocidos.

Lo que me interesa sobre todo es introducir una concepción diferente de la libertad. Y, para ello, es útil desconcertar al lector, sorprenderlo, llevarlo a explorar caminos inesperados. También es valioso partir de nociones fundamentales como la empatía o la corporeidad, terrenos en los que los pensadores europeos suelen sentirse más cómodos que sus homólogos estadounidenses. En la tradición estadounidense de la libertad, tendemos a abstraerlo todo, incluida la existencia individual, incluido el cuerpo, en una búsqueda de claridad y pureza conceptual. Por el contrario, los pensadores que utilizo, como Edith Stein o Simone Weil, siguen anclados en la experiencia del cuerpo. Este enfoque me ha sido sumamente valioso.

El hecho de que una idea sea de origen europeo ya no le confiere un prestigio especial en Estados Unidos.

Timothy Snyder

¿Cómo explica este declive relativo del prestigio de la cultura europea en Estados Unidos?

Las causas son, en primer lugar, demográficas. Estados Unidos está compuesto cada vez menos por poblaciones de origen europeo. E incluso para aquellos que sí lo son, estas poblaciones han vivido en Estados Unidos durante un gran número de generaciones: por lo tanto, sus vínculos concretos con Europa son, en la mayoría de los casos, bastante frágiles, incluso tenues.

Otro factor determinante es el final de la Guerra Fría. Durante este periodo, Estados Unidos se comprometió de manera reflexiva con Europa. Se trataba de un verdadero enfrentamiento de ideas, en el que los europeos participaban activamente. E incluso a menudo desempeñaban un papel destacado en estas discusiones. En aquella época, saber francés, alemán o ruso era, por tanto, esencial para participar en el conflicto.

Sin embargo, ese período terminó hace 35 años. Desde entonces, Estados Unidos se ha embarcado en un proyecto global mucho más confuso que, según su propia percepción, no requiere un compromiso profundo con una cultura en particular. Por ejemplo, Estados Unidos puede considerar a China como un rival, pero eso no los impulsa a aprender mandarín. Del mismo modo, pueden considerar Medio Oriente como una región importante, sin que eso fomente el aprendizaje del árabe. Todo esto ha llevado a una especie de fragmentación de las prioridades. Ya no existe esa atención específica a una región o cultura concreta, ni siquiera por parte del gobierno, y esto no mejorará con la nueva administración.

Su obra aboga por la integración de la libertad negativa y la libertad positiva. ¿Cuándo empezaron a divergir estos dos conceptos en Estados Unidos y cómo se explica esta divergencia?

La libertad negativa se define como la resistencia a una coacción externa: es la libertad que se adquiere cuando se está oprimido y se rebela, o cuando se está encarcelado y se escapa. Obviamente, es esencial, pero no puede entenderse sin la libertad positiva. Esta última se basa en la idea de que lo que hace inaceptable la opresión o el encarcelamiento es que se ejerce sobre un ser humano dotado de ciertas capacidades y potencialidades. No es el alambre de púas en sí mismo lo que es un problema, sino el hecho de que obstaculiza a un individuo. Pero, precisamente, cortar el alambre no es suficiente: queda por determinar qué se necesita para hacer de esa persona un ser realmente libre.

Y en ese caso, la ausencia de opresión no basta para definir la libertad. Se necesita un compromiso moral con la libertad, pero también la creación concreta y política de las condiciones que permitan a los individuos convertirse en seres libres. En otras palabras, la libertad negativa es un componente de la libertad positiva, pero solo una parte de ella.

Desde un punto de vista filosófico o psicológico, defender la libertad negativa equivale a no preguntarse nunca qué se defiende, sino solo a qué se opone. En el plano político, esto se traduce a menudo en una hostilidad hacia el Estado, percibido como la principal fuente de opresión. Se llega entonces a pensar que reducir el tamaño del Estado aumenta la libertad, lo cual es un error. La cuestión no es la cantidad, sino la calidad: ¿contribuye o no el Estado a hacer más libres a los individuos? Puede hacerlo, por supuesto, absteniéndose de oprimirlos, pero también proporcionándoles bienes y servicios que no pueden obtener por sí mismos, como educación, infraestructura o acceso a la atención médica. Por lo tanto, considerar solo la libertad negativa conduce a una forma de irresponsabilidad moral, porque evita la cuestión esencial de la identidad y los valores que uno defiende. Políticamente, esto a menudo conduce a un debilitamiento excesivo del Estado, que lo vuelve disfuncional, y una vez que se deslegitima, es la propia cohesión social la que se ve amenazada, y eso abre el camino a desigualdades extremas y a una polarización política destructiva.

 La ausencia de opresión no basta para definir la libertad. Se necesita un compromiso moral con la libertad, pero también la creación concreta y política de las condiciones que permitan a los individuos convertirse en seres libres.

Timothy Snyder

Esta divergencia entre libertades negativas y positivas tiene sus raíces en nuestra historia política. En el mundo angloamericano, somos herederos de una tradición imperial británica de libertad, que presenta el defecto común a todas las tradiciones imperiales: tiende a ocultar las estructuras de poder que permiten a algunos ser libres. En los relatos británicos del siglo XIX, la libertad se describe a menudo como un ideal elegante y noble, en el que el Estado deja en paz al individuo, en su dignidad, para hacer su vida. Lo que esos relatos no cuestionan es cómo este individuo, a menudo un gentleman británico, se convirtió en propietario, se enriqueció y adquirió la capacidad de filosofar sobre la libertad. La respuesta está en la posesión de tierras, el control del trabajo de otros y la dominación sobre otros países.

De manera similar, en Estados Unidos, la concepción negativa de la libertad se deriva en gran medida de la historia de la esclavitud. Un propietario de plantaciones, que poseía esclavos y prosperaba gracias a este sistema, percibía naturalmente su propia condición como una forma de libertad. No consideraba la situación de los esclavos, ni la de las mujeres u otras personas excluidas del sistema. Se contentaba con definirse a sí mismo como un hombre libre.

Son estas tradiciones históricas las que han arraigado la concepción de la libertad negativa en la mentalidad. Quienes la defienden ocultan las condiciones históricas y sociales que la han hecho posible. Lo que nos lleva a dos cuestiones esenciales: ¿cómo se crea un individuo libre y cómo se consigue la libertad sin oprimir a los demás? En mi opinión, este es el punto de partida de una discusión seria sobre la libertad.

La libertad negativa funciona bien en un contexto imperial. Prosperó en la Grecia y la Roma antiguas, al igual que en Estados Unidos en un contexto esclavista. E incluso después de la desaparición de los imperios y la abolición de la esclavitud, esta concepción se mantuvo. En Estados Unidos, en particular, la historia desempeña un papel clave. Si eres dueño de esclavos, la única entidad capaz de poner fin a tu poder es el Estado: por lo tanto, es natural que lo definas como un enemigo y la libertad como la ausencia de Estado, ya que era el único que podía liberar a tus esclavos. Esta visión persistió después de la abolición de la esclavitud.

En los años ochenta y noventa se cometió un gran error, tanto en Estados Unidos como en el Reino Unido: se interpretó la caída del comunismo como la prueba de que la libertad negativa siempre había sido el mejor concepto. En mi opinión, se trata de una total incomprensión. En realidad, el comunismo no tiene mucho que ver con la distinción entre libertad positiva y negativa. Pero es interesante ver que, en los años ochenta, el Estado de bienestar estadounidense se debilitó y siguió decayendo en los años noventa. Mientras tanto, en Canadá y Europa, esta dinámica fue mucho menos marcada.

Se interpretó la caída del comunismo como la prueba de que la libertad negativa siempre había sido el mejor concepto. En mi opinión, se trata de una total incomprensión.

Timothy Snyder

Dicho esto, Europa comete otro error: no trata estas cuestiones en términos de libertad. Por mi parte, afirmo que las infraestructuras, la educación o la salud son esenciales para la libertad, ya que permiten a las personas convertirse en seres autónomos, imprevisibles y capaces de ejercer plenamente su libre albedrío. Pero en Francia, Alemania o Europa continental en general, estas cuestiones se abordan más bien desde el punto de vista de la solidaridad, la justicia o la igualdad. No cuestiono este enfoque, pero creo que se basa en un malentendido conceptual: no reconoce estos elementos como componentes de la libertad misma.

Por lo tanto, no ha habido, en sentido estricto, una divergencia fundamental entre las tradiciones europeas y anglosajonas. Existe una fuerte tradición angloamericana de la libertad, pero basada en una concepción errónea. Y, paralelamente, Europa está poniendo en práctica medidas que garantizan la libertad, sin designarlas como tales.

La distinción propuesta por Edith Stein entre Leib y Körper constituye uno de los pasajes clave de De la libertad. ¿De qué manera el énfasis en el cuerpo vivido permite contrarrestar los efectos deshumanizadores de la cultura digital sobre el compromiso cívico?

El mundo de la libertad negativa se basa en un modelo derivado de la física clásica. Es un marco conceptual atractivo porque es simple y elegante. Desde esta perspectiva, el individuo se asimila a un objeto físico predecible: sus intereses son cuantificables, sus deseos medibles y su libertad se define por la ausencia de restricciones externas. Se puede representar como una bola de billar: está limitada por los obstáculos que encuentra y se libera cuando se eliminan esas barreras. Este concepto es atractivo porque es a la vez comprensible e intuitivo.

Pero lo que ignora es precisamente lo que nos hace humanos. Nuestros intereses no están determinados por una racionalidad abstracta; están moldeados por lo que valoramos en el mundo. Sin embargo, estos valores no son cuantificables. Son propios de cada uno y nos hacen fundamentalmente impredecibles. Precisamente por esta razón, la libertad debe concebirse también en términos positivos: no se trata solo de eliminar obstáculos, sino de crear las condiciones que permitan a las personas desarrollarse y ser plenamente ellas mismas. La libertad no puede limitarse a un juego de fuerzas mecánicas; supone un desarrollo, una realización que se despliega en el tiempo.

El vínculo con el universo mecánico es aquí directo. En un mundo regido por una lógica puramente instrumental, el individuo se reduce a un módulo intercambiable, integrado en una red donde no tiene nada de único. La idea subyacente es que no posee ninguna singularidad esencial y que, en la medida en que la tenga, debe tender hacia la versión más probable, es decir, la más banal, de sí mismo. Como dijo Václav Havel, el individuo se convierte así en una versión predecible y convencional de sí mismo. Las redes sociales exacerban esta tendencia al resaltar lo menos interesante de nosotros: nuestra edad, nuestro género, nuestros ingresos, algunos impulsos superficiales. A partir de estos elementos, fabrican una caricatura de nosotros mismos, a la que nuestras pandillas terminan conformándose.

La libertad no puede limitarse a un juego de fuerzas mecánicas; supone un desarrollo, una realización que se despliega en el tiempo.

Timothy Snyder

Así, poco a poco, nos volvemos más predecibles y, por tanto, más manipulables. Y ahí está el quid de la cuestión: cuanto más predecibles somos, más fácil es que la publicidad nos tenga como objetivo, que dirija nuestro comportamiento de consumo y que influya en nuestras decisiones. Por eso evito utilizar el término tecnología para hablar de las redes sociales. Una tecnología, por definición, es una herramienta que nos permite actuar, que aumenta nuestras capacidades humanas. Pero si un dispositivo nos debilita, nos hace menos aptos, menos humanos, entonces ya no es una tecnología en el sentido estricto, sino otra cosa.

¿Cómo contrarrestar esta dinámica?

Quienes defienden una visión mecanicista del mundo ya han tomado el control del discurso sobre la libertad. Por lo tanto, es esencial redefinirla desde una perspectiva más rica, que integre al ser humano, los valores, la vida e incluso la muerte.

Para ello, es necesario actuar de manera concreta. Es imprescindible crear espacios donde los jóvenes no estén pegados a las pantallas, y esto requiere una acción educativa o política. Un ejemplo clave es el uso de teléfonos celulares en las escuelas: debemos liberar a los niños de este control digital y permitirles vivir plenamente su infancia. En casa, cada vez es más difícil sustraer a los jóvenes de las pantallas, ya que estas son omnipresentes. La escuela debe convertirse en un espacio preservado, donde los niños puedan interactuar directamente con otros seres humanos y aprender como seres humanos de verdad.

Como profesor, llevo casi veinte años poniendo en práctica estos principios. Desde 2006, no permito computadoras en mis clases. Esta regla ha tenido efectos profundamente beneficiosos: mis estudiantes aprenden mejor y, sobre todo, retienen más. Uno de los grandes problemas de las pantallas es que modifican nuestra relación con la memoria. Cuando una persona utiliza una pantalla, su cerebro tiende a externalizar la información: considera que, dado que esta puede recuperarse fácilmente en un dispositivo, no necesita grabarla él mismo. Esta ilusión de aprendizaje es engañosa: lo que parece adquirido en el momento desaparece rápidamente, a veces en cuestión de minutos, y casi con toda seguridad en unos años.

En resumen, si queremos restaurar una forma de civismo, debemos empezar por restaurar una libertad tanto física como intelectual, una libertad encarnada en una relación directa con el mundo y con los demás, y no en una existencia reducida a interacciones virtuales y predecibles.

En los últimos años, hemos asistido a una extraña fusión tecno-cesarista, que se ha nutrido de ideas libertarias. Parece que el libertarismo ha pasado de una defensa absoluta de la libertad negativa a una negación misma de la libertad, hasta el punto de transformar el significado de la palabra. ¿Cómo explica este cambio, tanto en el plano filosófico como en el léxico?

Si nos situamos a la izquierda, en el centro-izquierda, en el centro, en el movimiento ecologista o incluso en el campo conservador tradicional, hay motivos para preocuparse por esta evolución. Si perdemos la palabra «libertad», también perdemos el concepto. Y si perdemos el concepto, perdemos la cosa misma. Por lo tanto, no se trata solo de un simple malentendido, sino de la posibilidad de una pérdida mayor.

En mi opinión, hay libertarios «inocentes», es decir, personas que creen sinceramente que la única amenaza para la libertad es el Estado, sin haber profundizado en su reflexión. He conocido a algunos, algunos son o eran amigos míos. Pero también hay libertarios que no son inocentes, y esto de dos maneras.

En primer lugar, están aquellos que, como Elon Musk, buscan deliberadamente desmantelar el Estado porque lo perciben como un obstáculo para su propio bienestar y poder. No les preocupa en absoluto si el Estado obstaculiza o no la libertad de los demás. Lo que les interesa es que constituye un freno a sus propias ambiciones. Su compromiso libertario se basa, por tanto, en un interés personal directo. Luego están los libertarios que, con el tiempo, han pasado de un error intelectual relativamente elegante a una posición en la que la libertad significa en realidad oponerse a los demás. Este cambio es explicable tanto psicológica como filosóficamente.

Cuando se adopta una visión estrictamente negativa de la libertad y se considera que el único problema es el Estado, nunca se plantea la cuestión fundamental de su propio ser. Ahí está el quid de la cuestión: no se puede ser verdaderamente libre si uno se define únicamente por su oposición al Estado. Esta postura conduce a una actitud refleja y estéril en la que uno se conforma con repetir, como un algoritmo simplista: «el Estado es malo, el Estado es malo, el Estado es malo». Pero eso no dice nada positivo sobre uno mismo. No ofrece ninguna visión constructiva de la libertad, ningún proyecto de emancipación. Nunca se plantea la pregunta esencial: ¿qué me hace libre? ¿Cómo se manifiesta esta libertad en el mundo? Estas preguntas quedan sin respuesta, porque se proyectan sistemáticamente hacia el exterior, hacia un enemigo designado.

No se puede ser verdaderamente libre si uno se define únicamente por su oposición al Estado.

Timothy Snyder

Así, no hay ninguna responsabilidad que asumir para convertirse en un ser libre, ya que toda la acción se reduce a oponerse a algo. Por lo tanto, si no concebimos la libertad como un proceso de desarrollo, de realización, de superación de uno mismo, inevitablemente terminamos limitándonos a una postura puramente reaccionaria. Este vacío conceptual conduce a una deriva preocupante. Si concebimos la libertad como una simple oposición, ¿por qué limitarla al Estado? ¿Por qué no oponerse también a los migrantes, a las personas de color, a las mujeres o a cualquier otra minoría? En ambos casos, se trata de una política de ellos contra nosotros. El Estado se percibe como una amenaza, pero mi vecino también lo es, porque el Estado lo subvencionaría o habría permitido su llegada a mi país. Este tipo de discurso se desliza fácilmente de una crítica al poder público a una hostilidad hacia los individuos percibidos como otros. Por lo tanto, existe un verdadero puente ideológico y político entre el libertarismo y el fascismo, y somos testigos directos de ello: el más famoso de los libertarios estadounidenses acaba de retomar referencias a Hitler.

Con la proliferación de la desinformación que socava el debate público, ¿qué estrategias concretas propone para restablecer una base fáctica compartida, que en su opinión es esencial para la libertad? ¿Cree que la historia, como disciplina, puede desempeñar un papel en este proceso?

Nos enfrentamos a un intento concertado de sustituir la realidad basada en nuestros sentidos y nuestra memoria por una realidad impuesta por relatos modelados por aquellos que tienen el poder de difundirlos. En este mundo de desinformación, las reglas habituales —coherencia lógica, integridad de la memoria— ya no tienen vigencia. No importa que estas cosas no sean ciertas, lo que importa es que creemos en ellas.

Pongamos un ejemplo: la idea de que Estados Unidos va a invadir Gaza y expulsar a todos sus habitantes. Es falso, no va a suceder. Sin embargo, esta idea forma parte de una imaginación que se repite a diario. Del mismo modo, la afirmación de que Donald Trump habría ganado las elecciones de 2020 es objetivamente falsa. Pero esta mentira no es una simple contra-verdad: es un elemento de un marco narrativo más amplio que Trump quiere imponer a sus partidarios.

A esto se suman los algoritmos que no funcionan según un principio de verdad, sino según lo que queremos oír. Sin embargo, lo que queremos oír es a menudo lo más predecible y, a veces, lo peor de nosotros. Al dejarnos absorber por estas narraciones construidas a medida, perdemos nuestra autonomía. Creemos que seguimos nuestro propio camino, cuando en realidad nos dejamos guiar por historias que otros han inventado para nosotros.

Lo primero que hay que hacer para contrarrestar esta dinámica es reafirmar una idea que, hoy en día, puede parecer ingenua: creer en la verdad. Lo digo a menudo ante grandes audiencias y siempre noto cierta perplejidad. Después de décadas de «French Theory», afirmar que la verdad existe puede parecer casi infantil. Sin embargo, abandonar esta idea, incluso admitiendo que la verdad es una construcción humana, equivale a entregarse a los manipuladores de emociones. Y al hacerlo, se alimenta una dinámica propiamente fascista, en la que la emoción prevalece sobre la razón y el impulso reemplaza a la acción reflexiva.

Por lo tanto, primero hay que afirmar que algunas cosas son ciertas y otras no. Después, hay que presentar hechos. Hemos asistido a un doble proceso: primero, la erosión de la objetividad en el espacio público, y luego la desaparición de referencias objetivas que permiten interrumpir el flujo de discursos impuestos. Los hechos desempeñan la misma función que los adoquines en una carretera accidentada: nos obligan a reducir la velocidad y a prestar atención a nuestro entorno.

El más famoso de los libertarios estadounidenses acaba de retomar referencias a Hitler.

Timothy Snyder

Sin embargo, los hechos no surgen espontáneamente. Requieren un inmenso trabajo de producción y verificación. Quienes los destruyen lo saben muy bien, lo que explica su desconfianza hacia la prensa y la ciencia. Eliminar estas fuentes de objetividad es eliminar esta «fricción útil» que nos permite ver la realidad tal como es. Si queremos preservar la democracia y garantizar la libertad, debemos recrear hechos constantemente. Esto implica apoyar el periodismo, que debe ser tratado como una profesión honorable y remunerada en su justo valor. También afecta a la investigación científica y, por supuesto, a la educación.

Aquí es donde la historia desempeña un papel central. Aprender historia es aprender a ser un árbitro de los hechos. Contrariamente a una visión simplista, la historia no consiste en leer un documento y tomarlo como verdad. El método histórico es un proceso de reconstrucción riguroso que nos permite descubrir una verdad cruzando fuentes, analizando intenciones y reconstruyendo una narración plausible. Esto es lo que la inteligencia artificial no puede hacer: se limita a yuxtaponer afirmaciones opuestas y a concluir que «la verdad probablemente se encuentra en el medio», lo cual es absurdo y profundamente simplista.

La historia también nos enseña a distinguir lo que es posible de lo que no lo es. El discurso libertario y el de los gigantes tecnológicos se basan en una promesa engañosa: «todo es posible». Pero es falso. No todo es posible, aunque solo sea porque algunas cosas son contradictorias. Y cuando nos damos cuenta de que esas promesas eran ilusorias —que no viviremos eternamente, que nuestro bienestar no mejora—, nos sirven con un nuevo discurso: «nada más era posible».

Hoy nos encontramos en esta fase: la de la ausencia de alternativas. Es un momento que recuerda a la Unión Soviética bajo Brezhnev. Nos prometían una gran revolución tecnológica y, al final, la gente se quedaba aislada, viviendo en pequeños y tristes departamentos. Pero se les repite que la revolución tuvo lugar y que viven en el mejor de los mundos posibles. La historia permite romper este relato. Nos muestra que algunas cosas son posibles, que el cambio es factible. Decir que «todo es posible» es una ilusión. Decir que «nada es posible» es una trampa. Pero afirmar que algunas cosas son posibles, basándose en el pasado para iluminar el futuro, es un acto profundamente liberador.

Es un momento que recuerda a la Unión Soviética bajo Brezhnev. Nos prometieron una gran revolución tecnológica y, al final, la gente se quedó aislada, viviendo en pequeños y tristes departamentos.

Timothy Snyder

Como historiador de la Europa de mediados del siglo XX, ¿los acontecimientos actuales lo hacen reconsiderar o comprender mejor ciertos aspectos del período en el que trabaja? ¿Hay procesos o dinámicas que reconsidera a la luz del presente?

Hay una interacción en ambos sentidos: los ejemplos del pasado ayudan a iluminar el presente, pero la actualidad también puede refinar nuestra comprensión de las dinámicas históricas. Sin embargo, me gustaría no confundirlos demasiado. Dicho esto, me asombran algunas similitudes entre los multimillonarios de Silicon Valley y los bolcheviques más radicalizados.

Lo que me llama especialmente la atención es la creencia casi mesiánica de que existiría un momento de ruptura absoluta en el que podríamos escapar de las limitaciones del tiempo y de las estructuras existentes y empezar de cero. Esta postura de fanático exaltado me ayuda a comprender mejor la mentalidad revolucionaria de los bolcheviques, sobre todo porque existe una similitud fundamental: en ambos casos, se observa un determinismo tecnológico, una fe ciega en la idea de que el progreso técnico puede, por sí solo, garantizar la libertad.

Para los bolcheviques, la tecnología salvadora era la producción en masa. Pensaban que, industrializándose como los estadounidenses y produciendo a gran escala, podrían abolir la propiedad privada e igualar a los individuos. Para los líderes tecnológicos, la ilusión se basa en la velocidad y el poder de lo digital: gracias a los transistores y a la informática, podríamos crear un mundo alternativo en el que todos fueran libres. Pero en ambos casos se trata de una excesiva dependencia intelectual de una transformación tecnológica, percibida como una solución mágica.

En el fondo, lo que comparten estas dos ideologías es una concepción puramente negativa de la libertad. La idea es liberarnos —del derecho de propiedad para los bolcheviques, de la realidad física para los tecnófilos— sin una visión real de lo que sucede después. En mi opinión, una de las principales deficiencias del bolchevismo radica precisamente en este vacío conceptual: una vez suprimida la propiedad privada, ¿qué ocurre? No basta con decretar que todos serán iguales; eso no corresponde a la naturaleza humana. Del mismo modo, para algunos magnates de la tecnología (me refiero a Musk y compañía), la emancipación digital supone que nos desprendamos de la realidad física. Sin embargo, una vez que se produce esta transición, resulta que no somos libres, sino que quedamos reducidos a consumidores pasivos, uniformizados y vulnerables, dispuestos a cederles nuestro dinero y nuestra atención.

En torno a Trump, los que realmente tienen el poder forman una nueva oligarquía, una especie de Politburó invisible, cuyos miembros no deben ser identificados como tales.

Timothy Snyder

Otra inquietante analogía es la idea del «declive del Estado». La revolución bolchevique prometía un Estado transitorio, dirigido por una vanguardia, que desaparecería una vez que el comunismo se hubiera hecho realidad. Sin embargo, en la práctica, cuando el Estado se derrumba, siempre es reemplazado por otra cosa: en este caso, por un comité restringido de líderes, el Politburó, que centraliza todos los poderes. Esto es precisamente lo que estamos observando hoy en día. En Estados Unidos, el Estado se está debilitando deliberadamente. Pero los que realmente tienen el poder forman una nueva oligarquía, una especie de Politburó invisible, cuyos miembros no deben ser identificados como tales.

No se trata de una desaparición del poder, sino de su desplazamiento hacia un círculo aún más restringido y opaco.

Desde la victoria de Donald Trump, el Partido Demócrata parece desorientado, incluso desamparado. ¿Cree que tiene los recursos necesarios para apropiarse plenamente de la causa de la libertad tal como usted la define?

En primer lugar, hay que precisar que la oposición no se reduce al Partido Demócrata. Otras instituciones pueden desempeñar un papel crucial para resistir al trumpismo, como los sindicatos, aunque hoy en día son mucho más débiles de lo que deberían ser.

También me parece esencial distinguir dos períodos: noviembre de 2024 y la primavera de 2025. En mi opinión, son dos momentos históricos muy diferentes. En 2024, el objetivo de los demócratas era ganar para evitar una catástrofe, pero hacer campaña para evitar un desastre no es lo mismo que organizar la oposición. Además, aunque no es una opinión muy extendida, no estoy convencido de que su campaña fuera tan mala. Es cierto que habría habido que hacer ajustes, pero se enfrentaban a obstáculos considerables: el hecho de ser candidatos salientes, lo que en 2024 jugó sistemáticamente en contra de todos los candidatos en el cargo, y un entorno mediático muy sesgado a favor de la derecha. A pesar de ello, obtuvieron un resultado muy ajustado, ya que Trump ni siquiera superó el umbral del 50 %.

La primavera de 2025 abre una secuencia completamente diferente. No creo que lo esencial sea volver una y otra vez sobre las razones de la derrota. Lo que importa es que la situación ha cambiado radicalmente: la magnitud de la amenaza que representan Musk y Trump crea nuevas oportunidades políticas que antes no existían. Ahora, Trump ya no es un candidato que se opone al sistema: es el sistema, y está tratando de desmantelarlo. Esta dinámica crea nuevas líneas de ataque. Es posible explotar la preocupación colectiva ante el colapso de las instituciones, ante la fragilidad de un Estado debilitado, ante un Estados Unidos que, lejos de ser «restaurado», se convierte en el hazmerreír del mundo. También hay preocupaciones más inmediatas: a nadie le gusta ver caer aviones del cielo o constatar el colapso de infraestructuras esenciales.

La verdadera pregunta es, por tanto, la siguiente: ¿serán capaces los demócratas y otros actores políticos de adaptarse a esta nueva situación? Paradójicamente, es un momento prometedor para ellos: pueden atacar en todos los frentes. ¿Quién ha elegido a Elon Musk? ¿Por qué ejerce un poder tan desmesurado cuando es tan impopular? ¿Por qué destruye elementos fundamentales de la vida cotidiana cuando los ciudadanos los aprecian?

Ahora, Trump ya no es un candidato que se opone al sistema: es el sistema, y está tratando de desmantelarlo.

Timothy Snyder

Dicho esto, creo que no basta con conformarse con una oposición reactiva. Hay que proponer una alternativa positiva. Y para mí, esta alternativa pasa por una verdadera reapropiación del concepto de libertad. Si bien Sobre la libertad es una obra filosófica, tiene implicaciones políticas: la libertad puede ser la base que una las ideas de la izquierda tradicional, el conservadurismo moderado y el liberalismo para construir un proyecto institucional ambicioso y coherente.

No se trata simplemente de retomar el concepto de libertad como un eslogan táctico, que es lo que han intentado hacer los demócratas. Hay que redefinirlo en profundidad, devolverle toda su riqueza conceptual. Esto permitiría, por ejemplo, articular en un mismo discurso la idea de que es inaceptable que la tecnología esclavice nuestras vidas y que el acceso universal a la salud es una verdadera liberación. La libertad debe volver a ser un concepto global, un principio estructurador capaz de sustentar un proyecto de sociedad.