Thomas Mann: «La noche de Navidad se acercaba». Nochebuena con Hans Castorp

Imagínese. Afuera está nevando. Lleva varias semanas en este hotel —¿cuántas?—. De repente, se acerca Nochevieja.

Para Navidad, le proponemos releer la obra maestra de Thomas Mann, cien años después de su publicación.

Algunas páginas de La montaña mágica para prepararse para las fiestas.

Portada
Federico Fellini, 8 ½, 1963

La noche de Navidad se acercaba; un buen día se hizo inminente y, al siguiente, había llegado… Seis semanas habían transcurrido desde el día en que Hans Castorp se había extrañado de que ya se hablase de Navidad; por consiguiente, tanto tiempo -si eso se quiere expresar en cifras- como había durado su permanencia prevista de antemano y luego las tres semanas que había pasado en la cama. Y, sin embargo, esas primeras seis semanas le habían parecido un lapso de tiempo considerable, sobre todo la primera parte, según juzgaba ahora, mientras que una cantidad igual hoy no tenía casi importancia. Ahora vería que la gente del comedor había tenido razón al hacer tan poco caso de ese tiempo. Seis semanas, no tantas como días tiene cada semana, no tenían importancia desde el momento en que se planteaba la cuestión de saber lo que era una de esas semanas, uno de esos pequeños circuitos de lunes a domingo, y de nuevo de otro lunes al siguiente domingo. Bastaba considerar el valor y la importancia de la unidad más pequeña y cercana, para comprender que el total no podía sumar gran cosa; ese total que, además, sufría una abreviación, un encogimiento y un aniquilamiento muy sensibles. ¿Qué era un día contado, por ejemplo, a partir del instante en que uno se sentaba a la mesa para almorzar hasta la vuelta de ese instante después de veinticuatro horas? Nada, ¡a pesar de que fuesen veinticuatro horas! ¿Y que era una hora pasada en la cura de reposo, en el paseo o en la comida, cuya enumeración agotaba casi todas las posibilidades de hacer pesar esa unidad de tiempo?

¡Nada! El total de esos «nada» no valía la pena de ser tenido en cuenta. La cosa no tenía importancia hasta que la escala descendía hacia las más pequeñas medidas: esas siete veces sesenta segundos, durante los cuales se tenía el termómetro entre los labios, a fin de poder prolongar la gráfica de la temperatura, hacían la vida dura y eran de un peso poco ordinario; se dilataban hasta formar una pequeña unidad, insertaban períodos de la más firme solidez en la fuga rápida y en el juego de sombras de amplio tiempo…

Las fiestas apenas turbaron el régimen habitual de los habitantes del Berghof. Algunos días antes se había elevado a la derecha del comedor, cerca de la mesa de los rusos ordinarios, un esbelto pino, y su aroma, que a través del olor de los platos abundantes llegaba a veces hasta los comensales, encendía reflejos pensativos en los ojos de algunas personas en torno de las siete mesas. En la comida del veinticuatro de diciembre el pino apareció decorado con hilos dorados, bolas de vidrio, pinas de oro, pequeñas manzanas suspendidas de hilos y toda clase de bombones, y las velas de ceras de colores brillaron durante y después de la comida. Según se decía, en las habitaciones de los enfermos que se hallaban en la cama habían sido colocados pequeños árboles también iluminados; cada uno tenía el suyo. El correo era abundante desde hacía algunos días; Joachim Ziemssen y Hans Castorp habían recibido también envíos de su lejano país, regalos cuidadosamente empaquetados que se hallaban ahora dispersos por el cuarto; vestidos cuidadosamente elegidos, corbatas, chucherías lujosas de cuero y níquel, pasteles de Navidad, nueces y pasteles de almendra, provisiones que los primeros contemplaban con un aire incierto, preguntándose cuándo llegaría el instante en que podrían comer de ellas. Schalleen era quien había confeccionado el paquete de Hans Castorp, él lo sabía perfectamente, y era ella también quien había hecho las compras de los regalos después de haber consultado seriamente con los tíos. Llegó, con los paquetes, una carta de James Tienappel, en grueso papel pero escrita a máquina. El tío transmitía las felicitaciones del tío-abuelo y hacía votos por una rápida curación y con mucho sentido práctico había unido a las felicitaciones de Navidad las de Año Nuevo, como por otra parte también había hecho Hans Castorp cuando, tendido sobre la cama, había escrito oportunamente al cónsul Tienappel su carta de felicitación y los detalles sobre su estado de salud.

En el comedor, el árbol crujía, perfumaba y mantenía en los corazones y los espíritus la conciencia de la hora. La gente se había compuesto, los señores llevaban sus trajes de etiqueta, las señoras lucían las alhajas que las manos amantes de los esposos les habían enviado del país llano. Clawdia Chauchat había sustituido la blusa de lana, corriente en esos lugares, por un vestido de gala, pero el corte tenía algo de arbitrario, más bien de nacional; era un conjunto claro bordado, provisto de un cinturón de un carácter rústico, ruso, al menos balcánico, tal vez búlgaro, decorado con lentejuelas de oro, y cuyos pliegues profusos daban a su silueta una plenitud particularmente suave, correspondiendo a lo que Settembrini llamaba «su fisonomía tártara», especialmente a sus ojos de «lobo de las estepas».

Reinaba una gran alegría en la mesa de los rusos distinguidos; allí saltó el primer tapón de champán, y todas las demás mesas comenzaron entonces a descorchar las botellas.

En la mesa de los primos, la vieja encargó champán para su sobrina y para Marusja, y luego invitó a todo el mundo. El menú fue selecto y terminó con los pasteles de queso y los bollos; luego se completó con café y licores y, de vez en cuando, una rama de pino que se quemaba y debía ser rápidamente apagada provocaba un pánico estridente y exagerado.

Settembrini, vestido como de costumbre, se sentó un instante, al terminar la comida, a la mesa de los primos; bromeó con la señora Stoehr y conmemoró, con algunas palabras, al Hijo del Carpintero y al Rabino de la humanidad, cuyo aniversario se celebraba hoy. ¿Había vivido verdaderamente? Eso no se sabía con certeza. Pero lo que había nacido en aquellos tiempos y lo que había comenzado su marcha victoriosa, ininterrumpida, era la idea del valor del alma individual, al mismo tiempo que la idea de igualdad: en una palabra, era la democracia individualista. Desde este punto de vista consentía en vaciar el vaso que había sido colocado delante de él. La señora Stoehr juzgó esa manera de expresarse como «equívoca y sin alma». Se puso en pie para protestar y, como había comenzado ya el desfile del comedor, sus compañeros de mesa la imitaron.

La reunión de la tarde tenía su importancia y animación a causa de la entrega de los regalos al doctor Behrens, que permaneció durante media hora con Knut y la señorita Mylendonk. La ceremonia se verificó en el salón donde se hallaban los aparatos ópticos. El regalo de los rusos consistía en un objeto de plata, un enorme plato redondo, en el centro del cual se había grabado el monograma del doctor y que, eso saltaba a la vista, era completamente inútil. En cambio, el consejero se podría al menos tumbar sobre la chaise- longue que los demás pensionistas le habían ofrecido, aunque no tenía ni colchón ni almohadones y se hallaba sencillamente cubierta de tela. Pero su respaldo era móvil, y Behrens pudo comprobar su comodidad tendiéndose con su inútil plato bajo el brazo, cerrando los ojos y poniéndose a roncar estrepitosamente, mientras pretendía ser el dragón Fafnir guardando su tesoro. Esto provocó una alegría general. Madame Chauchat también se rió de aquella escena, sus ojos se plegaron y su boca permaneció abierta, exactamente, pensó Hans Castorp, como cuando Pribislav Hippe reía.

Inmediatamente después de la marcha del doctor comenzó el juego. La sociedad rusa ocupó, como siempre, el pequeño salón. Algunos huéspedes permanecieron de pie, en el comedor, en torno al árbol de Navidad, contemplando cómo se iban extinguiendo las velas en sus pequeñas cápsulas de metal, y comiéndose los bombones colgados de las ramas. En las mesas, que se hallaban ya puestas para la cena, algunas personas permanecían sentadas, alejadas de otras apoyándose en los codos, ensimismadas.

El primer día de Navidad fue húmedo y brumoso. Se hallaban rodeados de nubes, según dijo Behrens. Nunca había niebla aquí arriba. Pero nubes o niebla, la cuestión era que la humedad se hacía penetrante. La nieve se iba deshelando en la superficie, se hacía porosa y rezumante. La cara y las manos, durante la cena, se entumecían de un modo mucho más penoso que en los días de hielo y sol.

El día se distinguió por una velada musical, un verdadero concierto, con programas impresos ofrecidos a todo el mundo por los de la dirección del Berghof. Fue un recital de canciones dado por una cantante profesional que se hallaba establecida en Davos e impartía lecciones. Llevaba la cantante una especie de medallas de encaje en el escote de su vestido de gala, tenía unos brazos que parecían palos y una voz cuyo timbre, singularmente sordo, informaba de un modo deprimente sobre las razones de su estancia en aquellos lugares. Cantaba:

«Je porte avec moi

Mon amour…»

La pianista que la acompañaba era también habitante de Davos. Madame Chauchat estaba sentada en la primera fila, pero aprovechó el primer descanso para retirarse, de manera que Hans Castorp, a partir de aquel momento, pudo escuchar con el corazón tranquilo la música (de todos modos se trataba de música), siguiendo el texto de las canciones impreso en los programas.

Por algún tiempo, Settembrini permaneció sentado a su lado, luego el italiano también desapareció después de haber hecho algunas observaciones elásticas y plásticas sobre el bel canto de la cantante y después de haber manifestado satíricamente su satisfacción por la reunión que se celebraba en esa velada. A decir verdad, Hans Castorp se sintió aliviado cuando los dos se hubieron marchado, la mujer de los ojos oblicuos y el pedagogo, y pudo con toda libertad conceder su atención a las canciones. Juzgó acertado que en todo el mundo, aun en las circunstancias más especiales, se hiciese música, incluso durante las expediciones polares. El segundo día de Navidad no se distinguió en nada de un domingo, ni casi de un día ordinario de la semana; se diferenció tan sólo por la ligera conciencia que de su presencia se tenía, y cuando hubo transcurrido la fiesta de Navidad se encontró relegada al pasado, o más exactamente, en un lejano porvenir, a una distancia de un año: doce meses transcurrirían de nuevo, al terminar los cuales Navidad se renovaría, es decir, contando bien, sólo siete meses más que los que Hans Castorp había pasado aquí.

Créditos
Thomas Mann, "La montaña mágica", traducción de Mario Verdaguer
El Grand Continent logo