Si habría que encontrar una analogía para describir a Daniel Cohen, tal vez sería la de un médico generalista. Un médico porque, bajo su apariencia a veces áspera, siempre se preocupó por poner su experiencia y rigor al servicio de los más vulnerables, y por determinar qué podía hacer la teoría económica para comprender mejor la vida de los más pobres y hacerla menos difícil. Era un generalista porque, aunque era macroeconomista hasta la médula, recurría a los vastos horizontes de las ciencias sociales, las matemáticas y todas las ramas de la economía. Lector insaciable, podía hablar durante horas de las últimas cifras de consumo de los hogares, de los orígenes del socialismo o de la inteligencia artificial. También era un médico generalista, porque detrás del científico nunca desaparecía del todo un hombre lleno de empatía, que ofrecía consejos sólidos y precisos.
Era un hombre de izquierdas, que veía en la disciplina económica un medio para comprender mejor por qué, en un siglo de prosperidad, la pobreza persistía tanto en los países avanzados como en los países en desarrollo. Sin el menor atisbo de cinismo, trabajó incansablemente, en el PSE, el CEPREMAP y la Fundación Jean-Jaurès, para dar respuestas concretas a la pregunta que le acuciaba, y que daba título a uno de sus artículos fundamentales: «Why are poor countries poor?». Más allá de la mera cuestión del desarrollo, comprender las frustraciones y los temores de los más pobres, en Francia y en Europa, fue un programa que le impulsó desde sus primeros trabajos sobre el desempleo hasta su reciente investigación sobre Les Origines du Populisme, obra capital para comprender la crisis de los Chalecos Amarillos.
Daniel Cohen se tomaba en serio los modelos matemáticos, no como tótems museificados que pasar bajo una campana a las generaciones futuras, sino como herramientas de diagnóstico vivas y flexibles, estetoscopios que se ponía para examinar el mundo. ¿Cuántas veces hemos tenido la experiencia, al someter un problema muy concreto a Daniel, de ver cómo su mente brillante se activaba, se ponía en marcha, y de repente trazaba entre una situación particular y un modelo esotérico, aparentemente sin relación directa, una relación que a menudo llevaba al estudiante varios días o semanas digerir y reconocer? Como era un matemático brillante, nunca le asustó la complejidad de un razonamiento, sino que siempre que era posible optaba por la simplificación, por delinear los elementos fundamentales de un problema a grandes trazos de pluma. Uno de sus buenos conocidos dijo una vez que seguía siendo de los que no se resistían a la dialéctica y a la disertación, un sesgo muy francés y muy europeo, como él mismo. Con sus alumnos, Daniel Cohen se empeñaba en confrontar constantemente las ideas con los hechos, y en maravillarse ante las dificultades y contradicciones que el ejercicio sacaba a la luz.
Todos los que tuvieron la suerte de tenerle como profesor recordarán a Daniel por su entusiasmo contagioso. Muchos recordarán su manera única de expresar un entusiasmo sin límites por un dato estadístico nuevo, aparentemente anecdótico, o por el resultado contraintuitivo de un modelo macroeconómico. Recuerdos de nuestros primeros años en la École Normale, cuando nos enseñaba, en pequeños grupos, a razonar y pensar como economistas, a leer artículos de investigación, a tomarnos en serio un problema sin ceder a la salida fácil de una opinión preconcebida o politizada. Recuerdos, por supuesto, de sus clases de macroeconomía a nivel de máster, espectáculos del pensamiento en acción. Enseñaba sólo lo que le gustaba, y en un orden que dependía enteramente de él, al igual que había hecho con la investigación durante toda su vida. Evocaba los trabajos de Diamond, Mortensen y Pissarides sobre el emparejamiento de la mano de obra para explicar, con un peine fino, las diferencias de tasas de desempleo entre Europa y Estados Unidos, sin idealizar nunca uno u otro de los dos modelos económicos. Enseñaba el crecimiento según Solow, sin mencionar nunca que con Marcelo Soto, y en el espacio de apenas veinte páginas inéditas pero increíblemente innovadoras, había resuelto la famosa paradoja de Lucas («por qué el capital no fluye de los países ricos a los pobres») explicando la variación del precio del capital entre países, la infrainversión en educación en los países en desarrollo explicando las diferencias de esperanza de vida, y la baja productividad observada por un problema de medición de las paridades de poder adquisitivo. Luego pasábamos a los modelos de generaciones superpuestas de Samuelson, Weil y Blanchard-Yaari, que él disfrutaba demostrando a los alumnos, incrédulos cada año ante sus conclusiones contraintuitivas.
Por supuesto, el año terminaba con el tema de la deuda pública, la gran pasión de la vida de Daniel Cohen. En 1982, siete años antes del seminal artículo de Bulow y Rogoff, él y Jeffrey Sachs demostraron la paradoja fundamental de la deuda soberana (por qué prestar a un Estado que puede decidir arbitrariamente no devolver el dinero en el futuro), y ofrecieron una posible solución. Cohen se tomó estos modelos de repudio de la deuda soberana lo bastante en serio como para utilizarlos a diario en países en dificultades, trabajando junto al Grupo de Asesoría Soberana del banco Lazard o la Agence Française de Développement, a los que asesoraba y a los que aportaba su preocupación por la seriedad, su sentido inmediato de los órdenes de magnitud y su capacidad para distinguir lo accesorio de lo esencial. La mente de Daniel tamizaba la situación presupuestaria de Egipto o Grecia, las reservas de divisas de Venezuela o Argentina, y extraía lo esencial, olvidando los detalles en favor de una visión de conjunto siempre fresca y a menudo certera. Recientemente continuaba esta labor esencial creando el Finance Development Lab en su casa de toda la vida, la École normale supérieure del bulevar Jourdan.
Daniel era un profesor excepcional. No se dejaba llevar por los tópicos y era capaz de explicar economía, con su característico lenguaje entrecortado, tanto a una mesa de veraneantes como a Jefes de Estado y de Gobierno, a estudiantes de doctorado de la ENS y el CEPREMAP o a su inmensa audiencia de lectores y oyentes, algunos de ellos menos versados en la disciplina. Creía en el poder de la enseñanza, que nunca dejó de promover, en el Boulevard Jourdan, a través de la fundación y la extraordinaria aventura de la Escuela de Economía de París, joya de la disciplina en Francia. Sus alumnos y discípulos se han extendido por todo el mundo, convirtiéndose en economistas de primera fila de su época, como Esther Duflo y Emmanuel Farhi, así como ministros, diputados, diplomáticos, directores de empresa y líderes asociativos, todos marcados por sus encuentros con él, y todos preocupados hoy por preservar el legado de uno de los últimos maestros.
Por último, el futuro estaba sin duda en la mente de Daniel Cohen, y era un tema constante en sus pensamientos y preocupaciones. Así lo demuestra su último libro, en el que expone sus reflexiones sobre el advenimiento de la era del capitalismo digital y sus implicaciones para las sociedades humanas formadas por estos nuevos «homo numericus» –recurriendo en gran medida a autores de fuera del ámbito económico y completando así sus análisis sobre las consecuencias de la «nueva economía» digital y sus rendimientos crecientes en la economía mundial y las desigualdades–. Especialista en crecimiento económico, no dudaba en plantear e historizar en una de sus obras la contradicción entre nuestro «mundo cerrado» y el «deseo infinito» materializado por el crecimiento económico, «religión del mundo moderno». Siempre quiso explorar y exponer las contradicciones y paradojas, tanto concretas como teóricas, ya sean las que plantea la transición digital o las que plantea la transición ecológica. Verdadero constructor de puentes, traductor a menudo del pensamiento universal para el público francés, dotado de una sed insaciable de análisis y transmisión a la que siempre se mantuvo fiel, deja como legado este impulso esencial del que muchos seguirán inspirándose a su vez.