Treinta y tres años de espera es un tiempo infinitamente largo, más que el transcurrido entre el White Album de los Beatles y el 11 de septiembre de 2001. Pero cuando, a las 22.37 horas del 4 de mayo, el Napoli1 ganó su tercer campeonato italiano y un millón de personas se echaron a la calle, no se produjo el apocalipsis urbano que muchos esperaban. Los cerca de 2.000 policías llegados especialmente desde Roma y los campamentos de socorro instalados en puntos estratégicos de la ciudad se encontraron casi paralizados, a pesar del «incendio» del Vesubio en los Quartieri Spagnoli2, las raves improvisadas y las toneladas de fuegos artificiales lanzados. ¿Qué son un par de centenares de heridos en los hospitales de una ciudad de casi tres millones de habitantes? Al fin y al cabo, estas cifras son comparables a las de todas las fiestas locales de Nochevieja.
En la época de la crisis de los residuos de Campania de 2008, en pleno éxito del bestseller Gomorra, el crítico de cine Peter Bradshaw escribía en The Guardian que era difícil escapar a la idea «de que toda esta región -todo Nápoles, todo el sur de Italia- sólo merece una lluvia de fuego caída del cielo, o quizá una cuarentena de 1.000 años, como un Chernóbil ético o literal». Y sin embargo, esta ciudad, descrita en innumerables informes como ingobernable, mostró su júbilo sin anarquía violenta, volviendo a casa en buen orden y sin dejar rastro de conflicto reprimido, bajo la mirada benévola de las autoridades.
Si las celebraciones fueron relativamente discretas, quizá también se debieron a que eran muy esperadas: la ventaja del club napolitano sobre sus rivales directos en la clasificación ya era evidente al final de la primera mitad del campeonato. Superando su legendaria superstición, los napolitanos decoraron las calles, edificios y callejones con el azul y blanco del equipo y sus héroes desde el final del invierno. Las colectas de los responsables de la iniciativa eran irresistibles cuando pidieron a los comerciantes y residentes de la llanura que pagaran la decoración. A principios de marzo aparecieron en las pastelerías los «pasteles Osimhen», dedicados al delantero centro del mismo nombre. Muchos napolitanos emigrados al norte o al extranjero ya habían empezado a reservar billetes de avión para una posible fecha fatídica –varias semanas antes del final del campeonato–.
El Nápoles, cuyo símbolo es Maradona, una figura incongruente en el mundo del fútbol –adorado a pesar de que no quería ser un ídolo y sólo se culpaba de sus tropiezos–, es un equipo con las cuentas y la cabeza en orden. Sobre el terreno de juego, son implacables, trabajadores y nunca se dejan abatir por la adversidad. Fuera de casa, se comportan como teóricamente desearía la UEFA. Sabe fichar a los jugadores antes de que sean demasiado caros –Khvicha Kvaratskhelia, fichado por 10 millones, es uno de los fichajes de los que se enorgullece la directiva– y no gasta más de lo que ingresa. Si los jugadores exigen contratos que el club no se puede permitir, son despedidos, aunque sean ídolos como Dries Mertens o Lorenzo Insigne. Los salarios de los fichajes de verano añaden 25 millones de euros al año al presupuesto del club, frente a los 40 millones de euros de los jugadores que se han marchado. La masa salarial ha bajado de 94 a 79 millones, un 16%, en línea con el objetivo del 15%. Las cuentas están en orden, como lo exige Europa.
El Nápoles ganó su primer título de liga desde 1990 bajo un gobierno de derechas en Roma cuyo principal partido, Fratelli d’Italia, es heredero de un partido postfascista, el Movimento Sociale Italiano. Este, en 1993, dio la sorpresa al enviar por primera vez a uno de sus candidatos a las elecciones municipales de Nápoles: la sobrina de Mussolini, Alessandra, de 29 años, que se enfrentó y perdió contra el poscomunista Antonio Bassolino.
Alessandra Mussolini habló de luchar contra el «liberal-comunismo» y atacó el mundo de Hollywood «dominado por la izquierda judía». Treinta años después, abrazó las causas LGBT, pidiendo pasaportes «más inclusivos» para las identidades no binarias. Aunque no siguió esta parábola, otra mujer de derechas, Giorgia Meloni, encarna una derecha que, basándose en eslóganes ultranacionalistas, opta por transigir con el nuevo orden geopolítico. En un momento en el que Nápoles está de fiesta, el gobierno italiano busca una síntesis entre la integración de las lógicas tecnocráticas, la aceptación de la Alianza Atlántica y Bruselas: «un laboratorio para toda Europa», como lo escribe Gilles Gressani, que pretende institucionalizar más que normalizar una línea populista y conservadora.
Lo que desde el principio parece ser la mayor concentración humana en Italia de los últimos tres años llega justo cuando la Organización Mundial de la Salud declara oficialmente el fin de la pandemia. La ciudad, cuya tasa de desempleo oscila entre el 40% y el 30% desde mediados de los años 1980, ha resistido estoicamente las restricciones sanitarias, encerrándose en sí misma y aceptando que innumerables comercios sufran los efectos secundarios de los cierres. En septiembre de 2020, unas decenas de comerciantes, restauradores y organizaciones neofascistas lanzaron una pequeña guerrilla urbana en Nápoles para protestar contra el toque de queda, pero no lograron encontrar una organización capaz de transformar esta intolerancia en un movimiento político, y la insurrección no tuvo eco. Nápoles pasó así de ser el potencial polvorín antiseguridad de Europa al destino preferido de muchos trabajadores a distancia que, durante la pandemia, aprovecharon la ocasión para volver a la pequeña habitación de su infancia, en un entorno que no podía ser más sereno.
Esta atracción también se está extendiendo; el éxito del equipo del productor de cine Aurelio De Laurentiis es el último paso hacia la superación del estigma; estamos asistiendo a un «Renacimiento de Nápoles» –como lo llama el escritor Enrico Veronese– que «desplaza el centro de gravedad de lo cool hacia el sur, en comparación con la Milán post-Expo»3.
Desde el cine, donde se proyecta la historia de los falsificadores Mixed by Erry, hasta la televisión, donde la serie Mare fuori es tema de discusión en las redes sociales gracias a innumerables memes; desde Bob Sinclar, que mezcla temas vistiendo una camiseta de Maradona, hasta el cantante sin rostro Liberato, que rueda sus videoclips en las playas de Marechiaro –devueltas a la clase media tras años invadidas por la basura y antes destinadas a los bañistas proletarios–, todo coincide para justificar el boom turístico de los últimos diez años. A partir de mayo, no hay habitaciones individuales por menos de 50 euros, y han proliferado los puestos de trabajo vinculados a la actividad, desde el «fratamme» –o factotum– que guía a los turistas por las callejuelas y hace el check-in –hasta las agencias que gestionan cada fase de la estancia, sin olvidar a los vendedores de limonada en las calles y las degustaciones de ragú en la Nápoles subterránea–.
Elegido como independiente en el vacío de poder creado por un centro-izquierda y un centro-derecha en crisis, el alcalde De Magistris, a diferencia de otros populistas contemporáneos, nunca se ha definido como euroescéptico: «Soy partidario de ir más allá de las fronteras, por eso abogo por lo glocal«, declara. A pesar de sus proclamas visionarias («Creo que el estadio más avanzado de la democracia es la anarquía», «Sueño con comunidades autónomas que vivan sin poderes, ¡sólo con amor!»), su ayuntamiento se ha rendido al capitalismo de plataforma y al laissez-faire: las calles del centro se han llenado de olor a fritanga, las librerías de Port’Alba y las tiendas de instrumentos musicales de San Sebastiano han sido sustituidas por kebabs, tarallerias4, sprizerie5 y minimercados abiertos 24 horas. El alcalde posa en las redes sociales en callejones abarrotados de visitantes –sin preocuparse demasiado por la claustrofobia–.
De Magistris tuvo la suerte de gobernar durante una coincidencia histórica en la que la expansión de los vuelos de bajo coste coincidió con una tregua entre clanes y atentados terroristas en destinos rivales como Niza, París, Estambul y Berlín. Fue un periodo muy apreciado por una clase media que, gracias al turismo, pudo quedarse en la ciudad, poniendo en Airbnb las casas de sus abuelos en palacios fascistas como en Materdei o invirtiendo los ahorros familiares en la compra de pisos bajos en Pendino, Sanità o Montesanto; siempre que pudo, redescubrió un cierto orgullo identitario.
La ciudad aún no presenta los rasgos típicos de la gentrificación occidental: muchos proletarios siguen viviendo en el centro histórico y se ganan la vida con los productos derivados del turismo; pero los empleos vinculados al renacimiento de Nápoles tienen escaso valor añadido, y el sector terciario de alta tecnología es incapaz de frenar el flujo constante de licenciados hacia el norte. El tren de alta velocidad a Roma, por ejemplo, es una especie de salón desvinculado de la ciudad, una zona de referencia donde intentar labrarse una carrera, hacer contactos y acceder a puestos directivos que Nápoles ya no tiene.
El sucesor de De Magistris, Gaetano Manfredi, es su enemigo acérrimo: ingeniero y ex rector de la Universidad Federico II, elegido gracias a un acuerdo entre el Partido Democrático, que ha vuelto al centro de la escena, y un Movimiento 5 Estrellas en crisis tras su experiencia de gobierno, destaca por su total falta de carisma. Su mandato representa el regreso de la tecnocracia tras la década populista: Manfredi habla poco y sin convicción; en el estadio Maradona, fue abucheado cuando De Laurentiis le llamó al escenario. Mientras tanto, el alcalde planea la venta de bienes públicos para enjugar el déficit, sus hombres proponen la reurbanización de espacios ocupados por antagonistas de la izquierda, pero sin forzar ni ofender, y la explotación del oleoturismo sigue con iniciativas llamadas «Ver Nápoles y luego morir». La fiesta del campeonato se planifica hasta el último detalle, dejando mucho espacio para el amor. Poco espacio para la anarquía
Es una confirmación más de una tendencia que viene de lejos en Nápoles, desde hace casi medio siglo, alternando el dominio de partidos alejados de las masas y de hombres fuertes: entre 1975 y 1983, fue la época de Maurizio Valenzi, un comunista pragmático que supo hacer frente a las consecuencias de la epidemia de cólera, de un terremoto que mató a casi mil personas y de la especulación inmobiliaria; luego llegó el regreso de la Democracia Cristiana, con sus burócratas grises y su red clientelar, repartiendo puestos de trabajo en una economía keynesiana que ya estaba en crisis; volvimos a ver el cesarismo democrático de Bassolino a principios de los años 90, con el optimismo globalista y el G7 –encarnado en símbolos como Bill Clinton comiendo una pizza en Brandi–. Al mismo tiempo, el centro-izquierda hacía su primer intento de «renacimiento».
Históricamente, fue la política sin rostro la que trajo cosas buenas al Nápoles, permitiéndole ganar sus dos primeros campeonatos a finales de los años 1980; ello a pesar de la compra de Maradona por una suma récord, de un estadio napolitano ya ruinoso y de un club lleno de deudas. Pero hay una diferencia importante entre entonces y ahora: era un Nápoles en vías de desindustrialización, que veía cómo sus empresas públicas eran desmanteladas por la deuda y la corrupción. Era una Nápoles consciente de su propia decadencia, descrita y experimentada por los visitantes como ingobernable, plagada de delitos menores, con los «lazzari«6 en control total del centro y un cuerpo proletario aberrante a los ojos de los forasteros.
En cambio, el Nápoles del tercer Scudetto es una ciudad que parece haber regresado a los confines de una Europa «normal», tecnocrática, reconectada a los procesos de transformación del capital financiero; un Nápoles que se está convirtiendo en un atractivo lienzo para la burguesía autosatisfecha, liberada del conflicto social, que utiliza como hashtags en Instagram «ser napolitano es maravilloso» y «haz turismo en tu ciudad». Esta pacificación, al menos aparente, está creando una nueva profesionalidad específica y nuevas formas de evitar el fin de cualquier capitalismo político o política industrial. Al dejar de ser una ciudad aberrante, Nápoles ya no viola las expectativas de la vida social normal y encuentra su lugar en la escala de valores de una clase media en busca de sentido, donde lo «popular» se valora en formas comercializables e inofensivas. La victoria del Napoli en el campeonato, acompañada de estilos de vida y pautas de consumo más acordes con las normas internacionales, tiene un aire de liberación.
Notas al pie
- Equipo de fútbol del Nápoles.
- El día de la victoria, se prendió fuego a un Vesubio de cartón piedra en un callejón de esa parte de la ciudad.
- En alusión a la organización de la Exposición Universal de 2015 en Milán.
- Los taralli se elaboran en Nápoles con masa de pimiento trenzada en forma de rosquilla con almendras incrustadas.
- Un restaurante donde se puede tomar un spritz, un cóctel a base de Aperol.
- El término «lazzari» (o «lazzaroni«) designa a los jóvenes de las clases trabajadoras del Nápoles de los siglos XVII y XIX.