Al inicio de Algo va mal 1, Tony Judt afirmaba lacónicamente que “ya no sabemos hablar sobre lo que está mal, ni mucho menos solucionarlo”. Recordé las palabras del británico tres años atrás, en marzo de 2020, cuando vi desplomarse 800.000 puestos de trabajo y no pude evitar echarme a llorar en la soledad de mi despacho. Poco después, fuimos capaces, esa vez sí, de nombrar los problemas y darles solución, y los ERTE son ya una historia de éxito en nuestro país. Demostramos que era posible salir de la parálisis, que las cosas se podían hacer de forma diferente para mejorar la vida de la gente, que las vías que funcionan han permanecido demasiado tiempo inexploradas.

Europa ha sido, quizá, el mejor ejemplo de la impotencia reflexiva y política de la que hablaba Judt. A su vez, Europa ha sido, y sigue siendo, el mejor espacio disponible para mejorar la vida de la gente, por la escala de sus políticas y el amplio apoyo que mantiene entre la ciudadanía —apoyo que, lejos de ser un mero elemento simbólico, produce efectos materiales—. 

Hemos vivido, durante demasiado tiempo, bajo la premisa de que Europa era irreformable. Tras el giro neoliberal de los años ochenta, consolidado en las décadas siguientes, gran parte de las fuerzas progresistas se replegaron en dos sentidos diferentes. Por un lado, una parte importante de la socialdemocracia se hizo inconfundible con las lógicas de desregulación de los mercados y desprotección social. Claudicó. Por el otro, algunas izquierdas concluyeron que no había espacio ni posibilidad de cambiar Europa, que el viraje neoliberal y tecnocrático era, en realidad, una decisión predeterminada, la condición irrenunciable de una arquitectura europea escasamente democrática y poco o nada social. Fueron forzadas a claudicar. Ahora, inmersos en un cambio de época, es el momento de llevar la democracia a Europa, de que tengamos voz propia en un mundo cada vez más complejo. 

Ahora, inmersos en un cambio de época, es el momento de llevar la democracia a Europa, de que tengamos voz propia en un mundo cada vez más complejo. 

yolanda díaz

Han sido muchos los proyectos e ideas que las fuerzas progresistas han puesto en marcha durante décadas para alcanzar la Europa social. Sindicatos y movimientos sociales y feministas, de la mano de las izquierdas europeas, imaginaron y promovieron una dirección transformadora para el proyecto europeo en los años de la posguerra, una dirección que, como recuerda Aurélie Dianara en Social Europe: the Road not Taken 2, parecía posible hasta la década de los ochenta. Aquel movimiento a favor de una Europa social no era cosa de ingenuos: la ventana de oportunidad estaba, sin duda, abierta. 

Los setenta constituyeron un tiempo de incertidumbres, un momento en el que predominaba la sensación de que todo podía pasar. Como prueba de ello, el premio Nobel de Economía de 1974 fue concedido a dos pensadores muy dispares entre sí: Friedrich von Hayek y Gunnar Myrdal. El primero, impulsor del neoliberalismo más cruento; el segundo, un postkeynesiano que quería ahondar en el consenso social de posguerra. Hayek venció y la ventana, simbólicamente y en consecuencia, se cerró. 

Hoy, inmersos en un nuevo contexto de incertidumbre global, esa ventana vuelve a estar abierta. Nos encontramos en un momento de bifurcación similar, en el que hemos de escoger entre darle una nueva e inmerecida oportunidad —la enésima— al caos neoliberal o, por el contrario, apostar por la planificación económica y ecológica de nuestras democracias. Ambas salidas son posibles, pero una ya se ha mostrado ineficaz, capaz solamente de infringir dolor a la ciudadanía. La pandemia nos reveló la muerte intelectual del neoliberalismo. Ahora, la única forma de enterrarlo políticamente es con un proyecto de europeísmo transformador.

En ese sentido, la hegemonía neoliberal en Europa nada tiene que ver con un sustrato histórico e inamovible en las raíces del proyecto, con un ADN tecnocrático o una supremacía irrevocable. Esta hegemonía tiene que ver, en realidad, con las transformaciones internas que muchos Estados miembros vivieron en los años ochenta y noventa —el programa antisocial de Thatcher o el giro de Mitterrand hacia la rigueur como principales ejemplos—, tras las cuales las élites de dichos países se coordinaron para rehacer Europa en defensa de los intereses de unos pocos. Esto es: la deriva neoliberal a nivel supranacional es resultado de ese mismo giro a nivel local, de los cambios a nivel estatal experimentados tras la victoria de Hayek y sus acólitos. Así, fue el pacto intergubernamental que ponía el interés de los mercados por delante de la vida de la gente común lo que derivó en la formulación del Tratado de Maastricht y del de Lisboa. Fue ese mismo pacto intergubernamental a favor de la austeridad el que, veinte años más tarde, doblegó la voluntad del pueblo griego e impuso recortes en los servicios públicos y en los sistemas de cuidados en toda Europa. La buena noticia es que con un nuevo pacto podemos reformar la arquitectura de la Unión Europea, poniendo, esta vez sí, la protección de las personas primero.

En resumen: Europa es un pacto intergubernamental que debe convertirse en un proyecto democrático, social y federal. Hemos de romper la falsa alternativa entre democracias nacionales y democracia europea, pues las primeras han de ser el motor de la segunda.

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Con ese objetivo en mente, me propuse, desde mis primeros días como ministra, transformar Europa porque, como escribió Bertolt Brecht, “la fuerza de la razón solo será el triunfo de los que razonan”. Porque Europa es demasiado importante en nuestras vidas como para renunciar a ella. Porque las ideas se miden por sus efectos. Porque se necesita un ejercicio continuo de pequeños avances hoy para hacer posibles reformas más ambiciosas mañana.

Europa es un pacto intergubernamental que debe convertirse en un proyecto democrático, social y federal. Hemos de romper la falsa alternativa entre democracias nacionales y democracia europea, pues las primeras han de ser el motor de la segunda.

yolanda díaz

Durante los últimos tres años de gestión, mi proyecto europeo ha sido unívoco: profundizar el giro hacia una Europa más social, diversa y feminista, hacerlo estructural. Lo he enunciado cada vez que he viajado a Luxemburgo o Bruselas y lo intento demostrar con un papel de coordinación en expedientes legislativos clave. Hace diez años, Luis de Guindos se jactaba en el Eurogrupo de que su reforma laboral era “extremadamente agresiva”. Es decir: extremadamente lesiva para los derechos de todas. España jugaba entonces un papel subordinado en una UE que apostaba por la austeridad, desprotegiendo a las mayorías sociales de todo el continente. Hoy, la nueva reforma laboral española es objeto de estudio en una Europa que apuesta por una respuesta social y expansiva a una crisis sin precedentes. La España del pasado y la España que abre paso al futuro.

Nuestro país ha tenido un papel protagonista en directivas tan importantes como las de transparencia retributiva y salarios mínimos, que afectan positivamente y de forma especial a muchas mujeres europeas. Una década atrás, en plena era de la austeridad, parecía imposible contar con una directiva sobre salarios mínimos decentes. Si hoy existe un marco legal común que favorece incrementos salariales en un tercio de Estados miembros —y afecta a más de 25 millones de trabajadores— es gracias a la insistencia española.

A su vez, nuestro país ha propuesto, de manera conjunta con Bélgica, la creación de un Mecanismo de Alerta de Desequilibrios Sociales; un sistema para identificar los desajustes en materia de derechos sociales, con enfoque feminista, que pueda articular respuestas rápidas y eficaces, y que, además, lo haga con el mismo rigor y antelación con el que se detectan los desequilibrios económicos. Este Mecanismo, que continúa su desarrollo en los comités técnicos, es un primer paso necesario para reforzar el papel del Consejo EPSCO y así reconfigurar el Semestre Europeo. Europa no puede seguir siendo lo que el ECOFIN quiera y decida. En este sentido, lo social no es un mero apéndice o adjetivo; es una perspectiva transversal a través de la cual construimos una UE que proteja a sus mayorías sociales, que ponga a las personas por delante. Se trata, así, de reconciliar la justicia social con la solvencia económica, desde la convicción de que la gobernanza es eficaz sólo cuando es socialmente justa y ecológicamente sostenible.

Además, hay otros expedientes clave, todavía en curso, en los que nuestro país ha liderado los esfuerzos por dar respuestas más sociales y protectoras. Es el caso de la directiva de trabajadores de plataformas, inspirada en la ley Rider española. Esta directiva protegía, en su versión inicial, el principio de laboralidad y el derecho de transparencia algorítmica, pero fue progresivamente devaluada en el Consejo. España fue capaz de conformar y coordinar una amplia alianza que impidió que prosperase un texto que recortaba derechos y consolidaba un modelo de inestabilidad. Ahora, aspiramos a darle la vuelta a la directiva, recuperar el espíritu de la ley Rider y sacar adelante una legislación progresista que mejore la vida de las personas trabajadoras en toda Europa. 

Hace diez años, nos hubiésemos conformado. Hoy tenemos la capacidad y responsabilidad de exigir más y mejor. Hemos llegado tan lejos como hemos podido con las fuerzas que tenemos. Está en juego el futuro del trabajo y la posibilidad de una transformación tecnológica con derechos.

Además, estos avances y reformas han contado con el papel protagonista del sur de Europa, siempre de la mano de Portugal y del anterior gobierno italiano. Si en plena debacle austericida se hizo patente la división forzosa entre norte y sur, entre Alemania y el resto, ahora los antiguos PIIGS juegan un rol de vanguardia y dirección histórica en la reconfiguración del proyecto europeo. Nuestro país ha pasado de recibir las políticas de Bruselas a proponerlas, marcando el camino de la protección social y del ensanchamiento democrático. 

Nuestro país ha pasado de recibir las políticas de Bruselas a proponerlas, marcando el camino de la protección social y del ensanchamiento democrático. 

yolanda díaz

Todavía queda mucho por hacer. La presidencia española del Consejo de la UE, en el segundo semestre de este año, será una buena ocasión para continuar nuestra labor y visibilizar que hay una forma diferente de hacer las cosas en Europa. Durante esos seis meses, aspiramos a profundizar el diálogo social en la Unión, tal y como lo hemos profundizado en nuestro país; a otorgarle a la economía social el protagonismo que se merece; a darle un nuevo recorrido a debates cruciales como el impacto de la precariedad en la salud mental, la democracia en el trabajo o la posibilidad de una negociación colectiva verde.

Así, frente a la persistencia de la incertidumbre, espíritu de nuestro tiempo, tenemos tres caminos posibles para Europa, en función de a quién y qué decidamos proteger.

El primero, el de la reconfiguración neoliberal, promueve la protección de los privilegios de las élites europeas. Esta vía contempla la vuelta, más pronto que tarde, a los recortes, a una consolidación fiscal apresurada, a una desafección social rampante. Un dèja vu de 2008 sería claramente disfuncional, pero no es inimaginable. No todo lo insostenible cesa a tiempo. Como sabemos, Europa nos ha malacostumbrado a, en demasiadas ocasiones, huir hacia adelante, no hacer nada o, incluso peor, tropezar dos veces con la misma piedra. Esta primera alternativa es muy peligrosa, no solo para las mayorías sociales europeas, sino para el propio futuro de la UE. 

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Una segunda alternativa, todavía más preocupante, es la protección de una minoría nativista y excluyente que dice hablar en nombre de muchos. Es la declinación de Europa en clave reaccionaria. Una salida neo-iliberal protagonizada por la extrema derecha europea, la principal interesada en que la UE nunca cambie, en que continúe siendo su gran Otro al que confrontar. El triunfo de los Orban, Meloni y Duda es, también, la derrota de la Europa realmente existente. El triunfo de la desafección social y, al mismo tiempo, la derrota de las clases populares europeas y, de forma especial, los jóvenes, las mujeres, las personas LGTB y racializadas.

Esta alternativa es peligrosa, además, porque gana terreno más allá de los confines de la ultraderecha, por ejemplo, cuando las últimas conclusiones del Consejo Europeo apoyan la financiación de proyectos para construir y equipar muros antiinmigración. En demasiadas ocasiones estas dos primeras vías se han hecho inconfundibles entre sí. Así, en tan solo ocho años, la UE ha pasado de tener 300 kilómetros de muros a más de 2.000. Las lógicas de la externalización fronteriza y la criminalización de las personas migrantes son los caballos de Troya de esta alternativa reaccionaria, que propaga una narrativa de miedo y control en Europa. 

Frente a estas dos opciones, hay una salida diferente. Una salida tan europeísta como emancipadora, una combinación ganadora que nos ha mostrado —y protagonizado— la juventud de toda Europa. Una alternativa al juego anquilosado del bipartidismo europeo. Una vía que se vislumbró en la gestión solidaria y expansiva de la pandemia. Una vía, por tanto, posible. Esta tercera alternativa entiende que el futuro de la UE depende de que Europa sea capaz de proteger a la gente, de que los planes y mecanismos de recuperación sean permanentes. Que, siguiendo la idea de Monnet de que Europa se forja en las crisis, debemos consolidar el punto de inflexión que supuso la respuesta a la crisis del coronavirus. Que debemos abandonar, de una vez por todas, el fracaso del austericidio, y apostar por arraigar los planes de inversión pública, estímulo fiscal y herramientas de probado éxito como el mecanismo SURE o el Fondo de Recuperación. Hemos de ser coherentes: es en tiempo de incertidumbre cuando más sentido tiene apostar por lo que sabemos que funciona. 

Ya no hay business as usual que valga. Ahora, el whatever it takes de Mario Draghi toma otro significado: Europa tiene que hacer todo lo que haga falta para proteger a la gente. Precisamente porque shocks como la pandemia o el estallido de la guerra son difíciles de predecir, debemos trabajar para que el nuevo sentido común que se está abriendo paso se materialice en unas reglas de juego estables y permanentes para Europa. Lo que Mariana Mazzucato denomina el Consenso de Cornualles condensa esta realidad a consolidar en Europa: pasar de reparar —intervenir sólo cuando el daño ya fue hecho— a preparar —actuar anticipadamente para proteger a la ciudadanía y posibilitar el futuro en tiempos de inestabilidad, guerra y crisis climática—. 

Para lograr todo esto, para hacer frente a la incertidumbre de nuestro tiempo, necesitamos un nuevo contrato social a escala europea, que solo será posible si logramos poner en marcha un programa de reformas gradual y ambicioso, un programa que lleve el sello de un nuevo europeísmo transformador.

Para hacer frente a la incertidumbre de nuestro tiempo, necesitamos un nuevo contrato social a escala europea, que solo será posible si logramos poner en marcha un programa de reformas gradual y ambicioso, un programa que lleve el sello de un nuevo europeísmo transformador.

yolanda díaz

Un europeísmo laborista

Es el momento de reformar los Tratados para ponerlos al servicio de las personas trabajadoras y codificar los principios del Pilar Europeo de Derechos Sociales para hacerlos vinculantes. Es el momento de reformar los Tratados para proteger a la gente, para incluir, como nos pide el sindicalismo europeo, un Protocolo de progreso social que garantice que los derechos sociales prevalezcan sobre los privilegios de unos pocos. 

Esta reforma de los Tratados es importante, pues los dos principales obstáculos para avanzar hacia una Europa social, verde y feminista están escritos en piedra: la primacía de las libertades económicas sobre los derechos fundamentales y el limitado margen competencial de la Unión Europea para legislar en materia sociolaboral. Es hora de reconstruir la arquitectura institucional de Europa para priorizar el bienestar de las personas.

Una primera reforma, con el objetivo de corregir este desequilibrio, podría ser la realización de un test de proporcionalidad doble, donde se estime no solo la limitación de las libertades económicas, sino también la de los derechos humanos. Asimismo, es necesario terminar, de una vez por todas, con la pugna actual entre los Estados miembros por ofrecer el sistema social y fiscal más económicamente ventajoso para las empresas, siempre a expensas de reducir derechos y prestaciones a los trabajadores y trabajadoras. Un compromiso en esta dirección requerirá traspasar ciertas competencias en materia social a la UE. Solo así lograremos tener, por ejemplo, un verdadero salario mínimo europeo, una política de vivienda justa y una renta mínima garantizada en todo el continente. 

El proyecto europeo puede ofrecer las respuestas que buscan todas aquellas personas que hoy salen a las calles de Francia y otros países europeos. Una Europa laborista es posible, un antídoto contra nuevos inviernos del descontento, la Europa que Altiero Spinelli y Ernesto Rossi esbozaron, allá por 1941, en el Manifiesto de Ventotene: un proyecto federal cuya razón de ser sea la “emancipación de las personas trabajadoras y la garantía de condiciones de vida más humanas”.

Situar los derechos laborales en el centro será aún más esencial en una época que redescubre las virtudes de la planificación económica. Que cada vez más gobiernos apuesten por el sector público como un agente dinámico —en la lucha contra la pandemia, la desigualdad, o el cambio climático— es una gran noticia. Pero será necesario diseñar con esmero este nuevo intervencionismo económico, de manera que redunde en beneficio de las mayorías sociales y la sostenibilidad del medio ambiente.

Esta reflexión es especialmente importante para la UE. Las bases de una política industrial europea no solo deben dotar a la Unión de una mayor autonomía —en el plano energético, frente a autocracias ricas en combustibles fósiles, como Rusia y los Estados del Golfo; en el plano tecnológico, frente al duopolio EEUU-China—. También deben ser capaces de asentar relaciones laborales más justas y duraderas; empleos de calidad en sectores que no dependan de la especulación ni el trabajo precario; y capacidad de adaptación ante nuevas crisis o shocks inesperados. Son estas consideraciones —y no el beneficio de grandes empresas europeas, o la competición frente a Pekín y Washington— las que deben orientar la reforma de las reglas de inversión pública y el diseño de políticas industriales a escala europea. Por encima de todo, la transformación energética y la transición ecológica de nuestras sociedades, realizada con criterios que no dejen a nadie atrás, deben guiar esta nueva época de iniciativa en una política industrial que sea también laborista.

Un europeísmo verde

Hoy en día, como se ha descrito con anterioridad, toda política es política climática, especialmente la europea. Una política climática que impulse la democracia económica y que entienda que la justicia social y la justicia climática son las dos caras de una misma moneda. La UE tiene, en ese sentido, la capacidad de ser el acicate de la planificación ecológica en clave democrática a escala global: por su potencia normativa, su tamaño, su defensa de la diplomacia climática y su capacidad de evitar competencias a la baja entre Estados miembros.

Estos últimos meses, mientras el foco mediático apunta a la guerra en Ucrania, asistimos a un preocupante desmantelamiento del Pacto Verde Europeo. Precisamente, en el contexto actual, alcanzar los objetivos de este pacto es más acuciante que nunca. Un Pacto Verde Europeo expandido, con ambiciones renovadas y objetivos adelantados, ha de ser nuestra principal brújula política para la próxima década.

Ahondar en una transición energética justa es también la mejor sanción posible contra Putin: la agenda legislativa del Fitfor55 debe impulsar con mayor ambición las energías renovables y la descarbonización de sectores clave como la industria o la vivienda. Los poderes públicos tienen el deber de facilitar que la inversión pública y privada acelere la transición climática justa, sin que esto suponga dar cheques en blanco a las empresas, que deberán respetar unos nuevos estándares sociales y medioambientales a la altura de los desafíos. Además, es necesario reforzar instrumentos como el Fondo de Transición Justa o el Fondo Social Climático, así como estudiar la posibilidad de crear una herramienta financiera que mitigue el impacto sociolaboral de las grandes transformaciones por venir. 

Un Pacto Verde Europeo expandido, con ambiciones renovadas y objetivos adelantados, ha de ser nuestra principal brújula política para la próxima década.

yolanda díaz

El Pacto Verde Europeo no es una propuesta acabada, concreta y cerrada. Es un nuevo paradigma transversal y feminista en el que insertar toda acción política, económica y fiscal, las decisiones de inversiones y regulaciones para alcanzar una descarbonización socialmente justa. Es una oportunidad para innovar en el plano fiscal —mediante un impuesto de emergencia climática al patrimonio de las grandes fortunas, por ejemplo—, una reforma verde de la contabilidad nacional, una apuesta por una planificación industrial verde que corrija las desigualdades territoriales en el seno de la UE y por un modelo de democracia energética que aprenda de los peligros de las dependencias previas y ponga por delante los intereses de la ciudadanía europea. La Europa social será verde o no será realmente social. Para ello, necesitamos una planificación ecológica que tenga a las personas trabajadoras dentro.

Un europeísmo feminista

La UE debe ejercer como impulsora de nuevos derechos feministas y garante de que no se den retrocesos, de evitar la orbanización del proyecto europeo, de que no haya pasos atrás la erradicacion de las violencias machistas y de todas las formas de discriminación. La igualdad de género ha sido, históricamente, una vieja aspiración de Europa, consagrada en los Tratados fundacionales a través del principio de igualdad retributiva y ampliada a posteriori a otros ámbitos y luchas. 

Sabemos que el proceso de integración europea ha guardado una relación positiva con la difusión de políticas feministas. Sabemos, también y por desgracia, que esta ambición de igualdad fue, a su vez, la principal víctima de una austeridad que desplazó la carga de los cuidados desde el Estado a los hombros de las mujeres, y por cómo los recortes presupuestarios que adelgazaron la estructura administrativa europea se ensañaron, de forma especialmente cruenta, con los presupuestos, instituciones y comités de igualdad.  

Así, a pesar de algunos avances legislativos registrados en las últimas décadas, todavía persisten en toda Europa enormes brechas de género en los ámbitos económico y laboral y en el terreno de la participación política; todavía tenemos pendiente una auténtica transición de los cuidados que ha de tener, necesariamente, una escala europea.

Ahora, tanto las conquistas que creíamos consolidadas como la posibilidad de las reformas pendientes están siendo puestas en cuestión por el auge de la extrema derecha. Frente a estas amenazas, la Unión ha de redoblar su apuesta por una política exterior e interior realmente feminista, una política de los derechos humanos que proteja a las personas trans y LGTB, una política que nos haga mejores como europeos y europeas. Lo que está en juego es la igualdad de género y, en consecuencia, la posibilidad de un horizonte democrático para Europa.

Un europeísmo democrático

No podemos transformar Europa con el déficit democrático de sus instituciones. No es sostenible que persista el carácter intergubernamental del proyecto europeo, carácter que solo favorece a unas minorías. Hay que generalizar el procedimiento legislativo ordinario para que el Parlamento Europeo pueda decidir sobre el conjunto de políticas de la Unión, dotándolo también de capacidad de iniciativa legislativa. No podemos permitir que el Consejo legisle de manera unilateral sin la participación del Parlamento, ni siquiera en momentos de crisis. Necesitamos que Europa sea un espacio de pugna política, el lugar por excelencia del ensanchamiento de lo posible. Necesitamos que se refleje, de forma fiel y directa, la voluntad democrática y el interés general de la ciudadanía europea. Necesitamos, pues, abrir un proceso de refundación de la arquitectura institucional de la UE, para dotar de plena capacidad legislativa al Parlamento Europeo y poder elegir la Comisión mediante procedimientos más democráticos. 

Necesitamos instituciones rápidas, eficaces y sensibles al sentir mayoritario de la ciudadanía, que no abusen, como hasta ahora, de los procedimientos de urgencia. Instituciones que entiendan ejercicios de interés como la Conferencia sobre el Futuro de Europa con garantías y de forma vinculante. Siguiendo esta lógica, la necesidad de unanimidad en el Consejo es una regla obsoleta que ralentiza la toma de decisiones y hace de la UE un gigante burocrático que llega tarde en demasiados asuntos, supeditado a la voluntad minoritaria de liderazgos iliberales. La firmeza europea mostrada ante la crisis abierta por la invasión de Ucrania ha constituído una excepción honrosa a esta lógica. Debemos convertir este destello de unidad en una dinámica permanente. De esta forma, democratizar Europa pasa por superar la unanimidad en cuestiones esenciales como la fiscalidad o la política exterior.

Un europeísmo fiscalmente justo

Europa necesita otras reglas fiscales. Que las actuales no dan más de sí quedó de manifiesto en marzo de 2020. La pandemia hizo que, gracias a la activación de la cláusula de salvaguarda, pudiéramos abandonar el corsé del Pacto de Estabilidad y Crecimiento. No cometamos el grave error de imponernos reglas contracíclicas, que no sirven para gestionar los tiempos de bonanza ni nos protegen en tiempos de crisis. Así, en 2024 la UE deberá haberse dotado de un marco legal que garantice tanto estabilidad macroeconómica como la justicia social.

Las reglas fiscales antiguas se diseñaron para una época que ya no existe. Su propósito principal era consagrar la disciplina fiscal de los Estados pero su efecto fue dejar a Europa a merced de los mercados. En 2010, en plena Gran Recesión, tanto las instituciones europeas como sus Estados miembros más austeros promovieron una política de recortes sociales que empeoró los destrozos causados por la crisis de 2008. Aquella década perdida desprestigió y fragmentó a la Unión. En 2020 no cometimos ese error. Europa promovió una respuesta coordinada y solidaria, con la compra conjunta de vacunas y el programa Next Generation. Hoy sabemos cómo reforzar estos compromisos: necesitamos una UE mejor integrada, con una capacidad fiscal común, autónoma y perpetua, así como los medios para garantizar bienes públicos —salud, medio ambiente, energía, seguridad— a escala europea.

Esta visión es tan exigente como pragmática. Supone un paso imprescindible para convertir al euro en una unión monetaria plena. Permite a los Estados miembros equilibrar sus presupuestos sin recurrir a recortes sociales, la amenaza de sanciones o la intervención de ninguna troika, un vestigio inadmisible de una época que nunca tuvo que darse. Esto, además, asienta las bases de una autonomía estratégica en el plano económico: para terminar con los paraísos fiscales dentro y fuera de la UE; para avanzar en la lucha contra la emergencia ecológica; o para desarrollar una base industrial propia en sectores clave, como semiconductores, energías renovables e infraestructura digital.

En vez de poner trabas, las reglas fiscales europeas deben facilitar la consecución de estos objetivos. La propuesta de la Comisión, publicada a finales de 2022, debe servir como punto de partida para diseñar una arquitectura más ambiciosa, eficaz y duradera, poniendo, siempre, a las personas en el centro. El principal peligro que debe conjurar la gobernanza económica de la Unión, tanto hoy como en 2020, es el miedo a ser más audaz para proteger a la gente.

En 2010, en plena Gran Recesión, tanto las instituciones europeas como sus Estados miembros más austeros promovieron una política de recortes sociales que empeoró los destrozos causados por la crisis de 2008. Aquella década perdida desprestigió y fragmentó a la Unión.

yolanda díaz

En ese sentido, la política monetaria es otro ámbito pendiente de reforma. Mientras escribo estas líneas, el Banco Central Europeo aplica subidas bruscas de tipos de interés para atajar la inflación. Se trata de una decisión temeraria, que podría truncar el crecimiento económico. Lo que nos muestran estas acciones es que el BCE dispone de un mandato —mantener la estabilidad de precios— y herramientas —los tipos de interés— muy limitadas para hacer frente a los retos que acumula la gobernanza económica europea. Esto no debería sorprendernos: se trata de una institución creada en la década de 1990, cuando las prioridades de la política macroeconómica eran diametralmente opuestas a las actuales.

Si queremos que el BCE se mantenga a la altura de los desafíos actuales, necesitaremos una reinvención más ambiciosa. La política monetaria deberá ampliar sus objetivos, incorporando a su mandato consideraciones de cohesión social, sostenibilidad climática y, por qué no, la búsqueda del pleno empleo. Al mismo tiempo, y como ha demostrado el éxito de la excepción ibérica, deberá considerar que los tipos de interés no son la única herramienta —ni la más indicada— para lidiar con un shock de precios energéticos. Así, una reforma urgente del mercado europeo de la energía, en la línea propuesta recientemente por España, además de una aceleración de la transición energética, son recetas más urgentes y adecuadas para combatir la inflación que la temeraria subida de tipos decidida en Frankfurt.

En resumen, reformular las reglas fiscales europeas no tendría sentido sin actualizar nuestra política monetaria. Debemos adaptarla a una época que requiere un mayor activismo de los poderes públicos, así como nuevos mecanismos de legitimación ante la ciudadanía, más exigentes que la noción tradicional de independencia de los bancos centrales, con la que el BCE se puede blindar ante las presiones de políticos elegidos en las urnas, pero no necesariamente de las de las oligarquías económicas ni los mercados financieros.

Un europeísmo multilateral y por los derechos humanos

Estos días se cumple un año desde la invasión criminal de Ucrania por parte del régimen de Moscú, una guerra de agresión contraria al derecho internacional y a la Carta de las Naciones Unidas. El principal objetivo de apoyar a la resistencia ucraniana ha sido el de posibilitar una negociación justa, siempre bajo la firme creencia de que, precisamente, una paz justa y duradera, tal y como reclaman el papa Francisco y Antonio Gutérres, y tal y como es definida por la Asamblea General de las Naciones Unidas, no es lo mismo que la destrucción de un país y la represión de su pueblo.  

Ahora, Europa debe abanderar un nuevo esfuerzo diplomático alineado con las aspiraciones de la ciudadanía ucraniana. A su vez, es necesario reforzar la ayuda humanitaria e idear un plan de reconstrucción para el país basado en ayudas y no en préstamos, que piense en el bienestar del pueblo ucraniano y no en los beneficios de las grandes multinacionales. 

Europa debe, también, ser la impulsora de una arquitectura internacional diferente, pues la actual se ha mostrado incapaz de navegar la complejidad del mundo contemporáneo, con la construcción de un multilateralismo democrático y de una autonomía estratégica al servicio de la ciudadanía europea y no de los balances de la industria armamentística del continente. 

La ciudadanía europea no debe ni puede confiar ad eternum en las garantías de seguridad estadounidenses. Necesita, necesitamos, una lectura autónoma del mundo. Mientras dependamos de los Estados Unidos para nuestra seguridad, no tendremos autonomía para decidir y organizar nuestro propio papel en relación a, por ejemplo, China. Esto va más allá de la posible reelección de Donald Trump en 2024, pues el expresidente representa una corriente política de fondo, contraria a las alianzas estables, que puede producir más presidencias en el futuro. 

Necesitamos desplazar estas responsabilidades de una OTAN inestable a un espacio europeo de seguridad que esté sujeto a control democrático, que desarrolle las garantías derivadas del artículo 42(7) del TUE y que vele por la tranquilidad —militar, social y medioambiental— de los europeos y europeas. Esta autonomía estratégica al servicio de la gente debe desarrollarse en sus tres dimensiones: capacidades, industria y toma de decisiones. Un esfuerzo centrado sólo en aumentar las capacidades no serviría más que para poder hacer una contribución más relevante a la Alianza Atlántica. Sin industria propia no es posible tomar decisiones que no cuenten con el beneplácito de terceros países. Sin compartir decisiones no es posible una verdadera emancipación estratégica de Europa. 

Para ello, no necesitamos gastar más en defensa. Necesitamos, por el contrario, una mayor coordinación en el gasto, programas compartidos de compra e inversión. Las dificultades políticas y burocráticas son grandes, pero las alternativas son peores: depender de quien no quieres ni puedes depender, hipotecar la voluntad democrática de la ciudadanía europea a la confrontación entre Estados Unidos y China, a las decisiones que otros hagan por nosotras.

Así, en un contexto global de crisis que se solapan, Europa debe reducir la brecha entre políticas y prácticas, entre palabras y hechos. En la actual coyuntura desglobalizadora, ha de impulsar un nuevo multilateralismo democrático en el que cuente con voz propia y una lectura autónoma del mundo. Con ese objetivo, debe ver aumentadas sus competencias en materia de política exterior. 

Este multilateralismo democrático debe traducirse en una relación diferente con otras regiones del mundo, una relación que evalúe de forma crítica y honesta los errores del pasado, dispuesta a crear vínculos basados en los derechos humanos. De este modo, es necesario renovar los lazos con América Latina para promover agendas progresistas compartidas, así como con el Magreb, dejando atrás la instrumentalización de las migraciones y la asimetría de poder en las dos orillas del Mediterráneo. Al mismo tiempo, la UE tiene ante sí la oportunidad de dar una vuelta de tuerca a su política comercial, para que los acuerdos comerciales contribuyan a la implementación del Acuerdo de París o la ratificación de los estándares de la OIT en todo el mundo, favoreciendo, ahora sí, una redirección social y climáticamente justa de las crisis actuales.

***

La salida descrita con anterioridad, la del europeísmo transformador, necesita, además, de que los espacios progresistas, en un sentido muy amplio del término, tomen conciencia de su carácter de bloque histórico. Tenemos el deber, ahora sí, de construir, de manera gradual, un nuevo movimiento político de escala europea y vocación transversal que una e ilusione a verdes, izquierdas y progresistas de muy diversas tradiciones y procedencias, a los feminismos, a movimientos ciudadanos y al mundo sindical, capaz de articular amplios bloques y consensos que secunden la transformación de Europa en clave ecológica y social. Convertir la pulsión eurocrítica en vocación transformadora. Solo la extrema derecha ha tenido cierto éxito en la construcción de un sujeto político de escala continental, una internacional reaccionaria que, pese a sus diferencias internas y a su división en diversas familias, es percibida como un bloque compacto, produciendo efectos materiales de calado, siempre en perjuicio de las clases populares, las mujeres, las personas migrantes y el colectivo LGTB.

Estamos ante un cambio de época, no una mera época de cambios, y no podemos darnos el lujo de ser tan solo espectadores. De una situación de crisis y cambio se sale mejor o peor, pero nunca igual. La posibilidad de avanzar en un sentido positivo y feminista depende de nuestra capacidad de asumirnos como un bloque amplio y transversal, como parte de esa internacional democrática convocada por el presidente Lula.

Necesitamos un nuevo sujeto para el que Europa no suponga un problema ni una incomodidad. Un bloque histórico progresista que comprenda la magnitud de los retos a los que se enfrenta la ciudadanía europea, que entienda que los principales desafíos, hoy, son cuidar la democracia, luchar contra la crisis climática y proteger a las personas trabajadoras, y que, para poder acometerlos de forma efectiva, se necesita una acción conjunta consciente y coordinada. Desafíos que no son ni de derechas ni de izquierdas; son, sencillamente, de sentido común. La gente no nos pide que seamos iguales, que dejemos de pensar de forma diferente; nos piden que caminemos juntas para poder avanzar y mejorar el día a día de las personas. 

En The Triumph of Broken Promises 3, Fritz Bartel afirma que el modelo de posguerra, en Europa y Estados Unidos, fue el de la construcción de promesas a sus ciudadanos con el objetivo de expandir el contrato social. Según su relato, la crisis del petróleo de 1973 supuso un punto de inflexión, una ruptura de esas promesas hechas durante los Treinta Gloriosos, ruptura que dura hasta nuestros días. Hemos vivido, durante todos estos años, en el mundo de las promesas rotas. Creo que 2020 nos presentó la posibilidad de hacer nuevas promesas que puedan ser cumplidas, de construir el nuevo contrato social europeo postergado durante tanto tiempo gracias al empuje del europeísmo transformador.

Hemos demostrado que hay una forma diferente —y eficaz— de hacer las cosas. Ahora, queremos seguir haciendo en Europa lo que hemos comenzado en España.

yolanda díaz

Hemos asumido, quizá con excesiva facilidad, que la historia de la Unión Europea era la historia de sus crisis: la económica y financiera del 2008, la fiscal del 2010, la del Brexit en 2016. En realidad, la historia de Europa es la de la tensión entre crisis y esperanza, y no está escrita de antemano. De lo que hagamos nosotros dependerá que las energías del euroescepticismo se puedan derivar hacia la convicción de que otra Europa es posible y necesaria. Una Europa que proteja a las personas trabajadoras, en toda su pluralidad y diversidad, es el mejor antídoto contra la doble secesión que caracteriza el mundo contemporáneo: la de unas élites, cada vez más desconectadas de sus obligaciones y del compromiso democrático, y la de la gente común, que rechaza a una clase política que, sienten, les ha dado la espalda.  

Hemos demostrado que hay una forma diferente —y eficaz— de hacer las cosas. Ahora, queremos seguir haciendo en Europa lo que hemos comenzado en España. Estamos ante la oportunidad histórica de unir fuerzas para que la reconstrucción de Europa se acerque a las demandas de su juventud y a la realidad de las mujeres europeas y se aleje, de una vez por todas, de la teología de tiempos pasados. El europeísmo transformador se abre paso entre la promesa eternamente postergada y la resignación conformista, sabedor de que reconstruir Europa es dar estabilidad a sus mayorías sociales, la seguridad de un futuro posible. Para proteger a la ciudadanía europea hay que proponer, ampliar y avanzar, porque ser europeísta, ayer y hoy, es aspirar a transformar Europa. En esas tareas me seguirán encontrando. 

Notas al pie
  1. Tony Judt, Algo va mal, Taurus, 2010.
  2. Aurélie Dianara Andry, Social Europe, the Road not Taken. The Left and European Integration in the Long 1970s, Oxford University Press, 2022.
  3. Fritz Bartel, The Triumph of Broken Promises : The End of the Cold War and the Rise of Neoliberalism, Harvard University Press, 2022.