La secuencia parece sacada de una comedia de enredos. A mediodía, cuando los peruanos encienden la televisión para acompañar el almuerzo, el todavía presidente Pedro Castillo declara que disuelve el congreso y decreta un gobierno de excepción. De inmediato, las familias recuerdan el autogolpe, treinta años antes, de Alberto Fujimori que desencadenó una larga dictadura.
Al margen de la validez de la comparación, la cual me parece tendenciosa, las imágenes siguen desfilando en las pantallas: el Congreso de mayoría opositora se reúne para contraatacar. España, uno de los primeros países en pronunciarse, “condena la ruptura del orden constitucional”. Por su parte las Fuerzas Armadas no avalan la decisión de Castillo, quien sale de Palacio en un vehículo. Entretanto, los peruanos apagan la tele, regresan al trabajo, pero no todos, sino que uno se queda atorado en la avenida Alfonso Ugarte.
Es Pedro Castillo quien se dirigía a la Embajada de México para pedir asilo político, pero sin éxito por culpa del caos vehicular. Su escolta aprovecha para cambiar de rumbo y llevarlo donde las autoridades como un delincuente cualquiera. Así termina un gobierno que duró diecisiete meses. El quinto gobierno peruano en poco menos de cinco años. El dramaturgo Eduardo Adrianzén lo resumió muy bien: “Netflix, mira, los peruanos en seis horas de realidad hacemos más que en seis capítulos de ficción”.
¿Qué está pasando en Perú para que la lista de presidentes del último quinquenio parezca competir con la de los Incas que debíamos memorizar en el colegio? ¿Cómo entender la caída de un presidente como Castillo llamado a reunir a todas las sangres? La fórmula originalmente es un título de José María Arguedas, escritor peruano que se suicidó en la universidad donde trabajaba, después de haber formulado la pregunta “¿he vivido en vano?”.
Al margen de la adecuación o no del sentido con lo que el autor quiso decir, dicha fórmula se ha convertido en el ideal de conciliación que la sociedad peruana, heredera de numerosas taras coloniales, necesita para salir adelante. Y el año pasado Pedro Castillo, originario de una de las regiones más pobres, de padres analfabetos, profesor rural, sindicalista asociado con grupos identificados como extrema izquierda, apareció de la nada para encarnar ese Perú de todas las sangres. En otras palabras, una nueva democracia de verdad representativa en un país marcado por las desigualdades.
El contexto en el cual fue elegido Pedro Castillo no pudo ser más desesperado. Desde la renuncia de Pedro Pablo Kuczynski, la democracia peruana cayó en una espiral de inestabilidad. No solo se han sucedido diversos presidentes —todos de centro o derecha—, sino que también hemos atravesado el largo desierto de una pandemia que hizo de Perú uno de los países más afectados a nivel mundial. Todo esto sin contar la manera en que la recisión mundial repercute en las exportaciones nacionales. Cuando dejé Perú, en el año 2004, la moneda peruana había cambiado al nuevo sol. Uno cambiaba cuatro soles por un euro. Casi veinte años después, el tipo de cambio ha caído a los mismos abismos. En el 2007, cuando iniciaba el auge de la economía peruana, el entonces presidente Alan García declaró que Perú sería un país de primer mundo en el año 2021. Ya pasó un año del vaticinio y Perú no puede compararse con los países nórdicos, sino que se ha convertido en la caricatura del país que dejé. Por si acaso, Alan García se suicidó en el año 2019 para no ser detenido por culpa del caso de corrupción Odebrecht.
Precisamente, a la inestabilidad política y economía, hay que añadir otro elemento valioso para entender la elección de Pedro Castillo como presidente: la corrupción política. Desde que se recuperó la democracia, todos los presidentes han sido acusados o condenados por casos de corrupción: sin contar al suicidado Alan García, pienso en Alejandro Toledo, Ollanta Humala y Pedro Pablo Kuczynski. Esto se traduce en una legítima desconfianza de la población hacia los partidos tradicionales o los políticos de carrera. La democracia peruana desde hace mucho tiempo no traduce las inquietudes nacionales en política concreta. Problemas actuales como la seguridad, el desempleo, la infraestructura y, desde luego, la fiscalización, no fueron resueltos ni siquiera un mínimo. Todo esto tenía que explotar en la mínima ocasión; es decir con la pandemia. De hecho, ahora que escribo esto me parece que la pandemia fue algo así como el despertar de un borracho. Después de haber pasado la madrugada en sueños delirantes, la resaca no pudo ser peor, una cachetada de regreso a la realidad y todo lo precario que hay en ella.
Así, era el momento adecuado para que ese maestro rural surgido de la nada para derrotar a Keiko Fujimori en segunda vuelta. Un tipo venido de abajo, sin pasivo político, que representaba a un pueblo concebido doblemente como ignorado y sin voz. A muchos les duró poco el sueño de todas las sangres. Los meses de Pedro Castillo en el poder se traducen en un ejercicio improvisado de la política. Muchos peruanos expresaron ayer en redes su apoyo a lo que consideran una nueva injusticia cometida por los poderes establecidos contra alguien que viene de afuera, un outsider. Razón no les falta, pero es necesario ser claro, el peor enemigo de Pedro Castillo fue…Pedro Castillo. Las malas alianzas, las decisiones equivocadas, los negociados familiares fueron alimento para los medios carroñeros. Todo esto sin olvidar el hecho de que, con perspectiva, su política parezca haberse orientado a acentuar la inestabilidad: más de ochenta ministros en cinco gabinetes, sin olvidar los intentos congresales por vacarlos a los que respondió sin energía, poniéndose a su mismo partido contra él. Si la clase política peruana tiene una larga tradición de corruptelas, Pedro Castillo inauguró una nueva línea, la del tonto útil, la del bribón que delinque y hace todo lo posible para ser apresado.
Es necesario añadir que Pedro Castillo ha jugado contra poderes establecidos que no le dejaron tregua. No olvidemos que Perú es un país con un obsceno monopolio de prensa, lo cual fue señalado por la OEA hace unos días. La familia Miro Quesada, dueña del decano de la prensa “El Comercio” desde hace unos años compró medios televisivos e impresos. Además, cuenta con una gran presencia en internet y redes. Uno de sus miembros, Martha Meier Miro Quesada es popular en Twitter por declaraciones como que solo tengan derecho a votar en elecciones quienes paguen impuestos. Son conocidos los vínculos de la prensa con la CONFIEP, el gremio empresarial. Por otro lado, el Congreso y el Poder Judicial, poderes cooptados por una oposición conservadora, incluso de extrema derecha, no han dejado un solo segundo de respiro al ahora caído presidente. La ironía y la lección de todo esto radica en el hecho de que Dina Boluarte, primera vicepresidenta de Castillo, la cual hace unos meses anunció que renunciaría si éste se iba, juró ayer como nueva presidenta. Así, doscientos años después de haber iniciado la vida republicana, por fin tenemos nuestra primera presidenta. Por desgracia, el momento no es para celebraciones por avances sociales, sino de franca expectativa. Todo apunta a que su asunción de mando es una nueva etapa en la afirmación derechista que ya cuenta en la Municipalidad de Lima con un ultraconservador católico conocido por frases como que los pobres de los cerros podrían entrar en la ciudad si pagaban un monto de cinco soles. La ciudadanía a dos velocidades, peor aún, la ciudadanía que se posee solo cuando uno tiene dinero.
A comienzos de milenio, América Latina orientaba su cursor político hacia la derecha. En México, fue elegido presidente Carlos Salinas de Gortari; en Argentina, Carlos Saúl Menem; en Brasil, Fernando Collor de Mello; y en Perú, Alberto Fujimori, solo por dar algunos ejemplos de gobernantes que reconfigurarán las sociedades. Todos fueron presidentes de diferentes estilos, aunque con marcada tendencia neoliberal. Se puede decir que la América Latina de hoy día es en gran parte consecuencia de ese periodo de privatizaciones, precarizaciones laborales, disminución de la presencia estatal en salud, educación y telecomunicaciones. Para muchos especialistas, el escenario actual parecía reconfigurarse en algo opuesto. No obstante, creo que la actualidad es distinta pues la izquierda de Morales no es la misma que la de Lula o la de Boric poco tiene que ver con Maduro, si no es cierto ethos, una forma de mística que no excluye el latinoamericanismo. Eso explicaría que el único país que concretamente quiso ayudar a Pedro Castillo fuera el México de Manuel López Obrador. Pero, ya lo dije, el vehículo de Pedro Castillo no llegó a la embajada mexicana sino a una dependencia policial. Y tal parece que tomará mucho tiempo en salir, sin nadie que lo espere, tanto es el daño de su imagen.
Con la caída de Pedro Castillo y el desgaste de la izquierda en Perú, todo parece anunciar un ascenso de una derecha cada vez más recalcitrante. Se trata de una derecha que promueve un énfasis en el ultraliberalismo, incluso cuando éste ya demostró sus límites socioeconómicos, así como su incapacidad para adaptarse a la emergencia climática. También es una derecha que no duda en acentuar las tensiones con una actitud prepotente en su racismo, el rechazo a las comunidades LGBQT y su oposición a la modernización social (el aborto, por ejemplo). Si bien esta derecha todavía no ha logrado llegar a la presidencia, en parte por su falta de calado en el electorado extraurbano, ahora la situación podría cambiar. Los populismos oportunistas tienen olfato para seducir a una ciudadanía sin capacidad de proyección política, atada a las necesidades cotidianas; por eso, muchas veces acostumbrada a las limosnas, tal y como hacía Alberto Fujimori con sus programas sociales.
¿Y la literatura en todo esto? Hace unos meses el escritor peruano Paul Baudry publicó la novela La república de las chispas (Seix Barral) en la que valiéndose de la imagen del fuego ficcionaliza la historia peruana reciente, pero también la republicana. Así, el Perú no sería esa tierra prometida emblematizada en una interpretación del título Todas las sangres, sino una hoguera permanente y ritual en la que combustionan todos nuestros demonios nacionales: el racismo, la corrupción, las taras de clase, incluso la actitud triunfal y, desde luego, el machismo. Estoy convencido de que mientras los peruanos encienden la televisión o abren un periódico donde las mentiras abundan, la literatura peruana se propone como un espacio no tanto de verdades históricas, pero por eso mismo literarias, un territorio donde podemos entender que el presente no es la coyuntura sino la triste realidad que nos acompaña desde nuestra andadura republicana. Que no saquemos las debidas lecciones puede ser achacado a la falta de memoria, la poca conciencia ciudadana, pero nunca a la literatura, quizá lo más genuino y radical que la incandescente historia peruana pueda enarbolar. Por eso si el Perú actual no es de todas las sangres, su literatura sí que lo es. Sin duda alguna.