La crisis peruana entró en una espiral de aceleración imparable y en solo dos horas el presidente Pedro Castillo, que había intentado cerrar el Congreso, se quedó absolutamente solo, fue destituido por ese mismo Congreso y terminó detenido en medio de rumores de que se dirigía a la embajada de México.
Al medio día de Perú, Castillo anunció en un mensaje a la nación el cierre del Congreso -que buscaba nuevamente conseguir los votos para alejarlo del poder- y la convocatoria “en el más breve plazo a elecciones para un nuevo Congreso con facultades constituyentes para elaborar una nueva Constitución en un plazo no mayor de nueve meses”. A partir de ese momento, todo se desbarrancó. Sus ministros renunciaron en masa, las Fuerzas Armadas no lo apoyaron e incluso su abogado personal lo abandonó públicamente. Nadie quiso cargar con el mote de “golpista”. Aunque el Congreso cuenta con índices bajísimos de popularidad, su cierre fue visto como un golpe de Estado puro y duro. “No hubo tiempo ni para hacer memes”, ironizó un analista.
Dirigente sindical del magisterio rural oriundo de Cajamarca, Castillo llegó sorpresivamente a la segunda vuelta del 6 de junio de 2021 en un contexto de elevadísima fragmentación: entre los dos primeros candidatos (él y Keiko Fujimori) solo sumaron el 32% de los votos. La crisis de los partidos era tan profunda que, con un lápiz gigante como símbolo, consiguió votos en las regiones postergadas y llegó a disputarle el poder a la hija del expresidente y exdictador Alberto Fujimori.
Castillo intentó primero armar un partido de maestros, pero finalmente no lo logró y postuló por Perú Libre, un partido que combina un “marxismo-leninismo” sui génesis con posiciones antiprogresistas en cuestiones sociales. Ganó por escasísimo margen gracias al rechazo que producía en la mitad del país el apellido Fujimori. El líder de Perú Libre, Vladimir Cerrón, que se define como “izquierda provinciana”, llegó a decir que la “izquierda caviar” era el enemigo principal, incluso por encima de la extrema derecha.
Sin embargo, en un principio, Castillo armó un gobierno con diferentes sectores de la izquierda, inclusive los “caviares”: convenció, por ejemplo, a Pedro Francke de ocupar la cartera económica. Pero el caos en el interior del gobierno, y las dificultades para interactuar con el presidente, fueron alejando a varios de sus colaboradores, en beneficio de políticos y dirigentes oportunistas que buscaron beneficios personales a partir de su gestión, especialmente de la obra pública. Todo ello le fue generando cada vez más problemas con la justicia. Incluso terminó en una crisis con Perú Libre.
Sin experiencia política, y sin capacidad para formar equipos, Castillo no logró encontrar una dinámica de gobierno. En febrero pasado, como un esfuerzo de normalización, Castillo abandonó el sombrero que marcó su imagen en la campaña y la primera etapa de gobierno. Muchos de sus colaboradores sostendrían que tomaba sus decisiones dependiendo de la última persona con el que hablaba. Y así se llegó al frustrado cierre del Congreso.
Desde la derecha hasta la izquierda se la leyó como un quiebre constitucional que traía a la memoria el autogolpe de Alberto Fujimori el 5 de abril de 1992. Pero si Fujimori tenía apoyo militar, en la época de una lucha antiinsurgente que no ahorró violaciones a los derechos humanos, Castillo carecía de la fuerza para un golpe. Más que transformarse en dictador, el exdirigente del magisterio intentó torpemente sobrevivir en el Palacio.
“Primero traicionó la promesa de cambio por la que el pueblo votó y ahora perpetra un golpe emulando al fujimorismo”, posteó en sus redes la excandidata presidencial de izquierda Verónika Mendoza. “Nunca debió dar ese paso”, declaró el congresista Guido Bellido (ex Perú Libre), que culpó a los malos asesores. Y varios de sus ministros salieron en los medios para desmarcarse del último discurso del presidente. Vladimir Cerrón tuiteó: “Pedro Castillo se ha precipitado, no habían votos para la vacancia”. El alcalde electo de Lima, Rafael Bernardo López-Aliaga (de extrema derecha), declaró que “Nadie debe obediencia a un gobierno usurpador, ni a quienes asumen funciones públicas en violación de la Constitución y de las leyes”.
Sin base de apoyo en las instituciones, ni gente dispuesta a defenderlo en las calles, la última iniciativa de Castillo fue un salto al vacío. El Congreso, que antes de su “cierre” no sumaba los votos necesarios para vacar al mandatario por “incapacidad moral permanente”, terminó reuniéndose de urgencia en la mitad de la tarde y, en un voto a voz alzada, un sí sucedió a otro y el presidente fue destituido.
Asumió Dina Boluarte, su vicepresidenta, expulsada de Perú Libre, por sucesión constitucional.
La oposición contra Castillo combinó razones vinculadas a su impericia gubernamental, que tuvo como resultado la caída de un gabinete tras otro, con un rechazo clasista a un presidente proveniente del Perú remoto y rural. Pero al final terminó por no satisfacer ni a la derecha, que lo rechazó desde el comienzo de su mandato y conspiró desde el Congreso, ni a la izquierda, que no vio cambios reales en su gestión.
Luego de la vacancia y la detención de Castillo, la maquinaria del Estado se puso en marcha a toda velocidad y a las tres de la tarde, la alfombra roja estaba preparada para que la transitara Boluarte rumbo a la presidencia. La nueva mandataria lo hizo, con aire tranquilo, pasadas las 15.15 horas.
Sin representación en el Congreso, Boluarte enfrentará un país enfrentado a una fuerte sequía en los Andes, que ha caldeado el ánimo social, una situación económica complicada y un amplio rechazo a los políticos. Por ahora, la nueva presidenta, la primera en la historia peruana, tiene un cheque condicional de la elite política y económica.
Una muestra de la crónica crisis de la política peruana, que vio implosionar a su sistema de partidos, es que esta es la tercera vez que se aplica la sucesión constitucional en cinco años. Casi todos sus últimos presidentes fueron detenidos y, en el caso más trágico, Alan García se suicidó con un disparo en la cabeza, en abril de 2019, cuando iba a ser arrestado.
El mandato de Boluarte termina, tal como lo señaló en su juramento, el 28 de julio de 2026. Pero muchos dudan de que tanto el Ejecutivo como el Congreso tengan una vida tan larga. Según una encuesta de la firma IPSOS, 66% de los consultados eligieron la opción “que se vayan todos”.
Ayer, todas las miradas estaban puestas en la “alta política” de Lima. Habrá que ver qué pasa por abajo, donde las cámaras tardan más en llegar.