Esta entrevista también está disponible en inglés en el sitio web del Groupe d’études géopolitiques.
La secuencia afgana está generando un intenso debate en todo el continente. ¿Su resultado da peso a la posición adoptada por el presidente Macron tras sus declaraciones sobre una Alianza Atlántica en estado de « muerte cerebral »?
Antes que nada, debemos ser lúcidos. Durante veinte años nos hemos movilizado a nivel militar y político, pero también a nivel civil, humanitario y de desarrollo. Tuve la oportunidad de vivir este periodo en mis diversas funciones anteriores, primero como Ministro federal de Cooperación al Desarrollo y luego como Primer Ministro de Bélgica. Los acontecimientos de los últimos días presentan un balance trágico. Tenemos que reconocer que, a pesar de todos nuestros esfuerzos, se trata de un fracaso para la comunidad internacional.
La mayoría de los países europeos que han intervenido en Afganistán, ya sea en el marco de la OTAN o en el marco de misiones de desarrollo, han decidido solidarizarse con Estados Unidos en virtud del artículo 5 del Tratado del Atlántico Norte, que se ha utilizado por única vez en la historia en esta ocasión.
Tomando un poco distancia, lo que me llama la atención como europeo es que cuando Estados Unidos optó por negociar con los talibanes bajo la administración Trump y luego confirmó su retirada, propuso muy pocas consultas con los socios europeos, por no decir ninguna.
¿Sabrá la UE aprender de esto?
Está claro que debemos ser animados, como europeos, a sacar una serie de lecciones. La crisis afgana no hace sino reforzar y consolidar una convicción que mantengo desde hace tiempo y que comparto con muchos otros, a saber, la idea de la autonomía estratégica de la Unión Europea, que pretende reforzar nuestra capacidad de influencia en función de nuestros intereses y nuestros valores, insistiendo al mismo tiempo en nuestra capacidad de acción.
Ante la aceleración de la impresión de caos al momento de la retirada de las tropas estadounidenses, uno no puede sino cuestionarse. El hecho de que una de las potencias económicas más fuertes del mundo, como es la Unión Europea, una potencia democrática con valores extremadamente fuertes, una potencia militar formada por veintisiete estados, no sea capaz de prestar la ayuda necesaria para evacuar a sus ciudadanos y a los afganos que la han apoyado, sin el apoyo de Estados Unidos, debe ser motivo de preocupación. En mi opinión, esta observación no hace sino acelerar la urgencia de un debate en profundidad sobre el fortalecimiento de la autonomía estratégica europea. Ahora debemos convertirla en acción.
Quiero decirlo sin rodeos, el fortalecimiento de la autonomía estratégica europea es una buena idea para Europa, pero también para el resto del mundo, porque los valores que defendemos son valores universales de dignidad y respeto al individuo. Proponemos un orden basado en reglas. También es bueno para nuestros aliados: siempre es mejor estar en una alianza en la que todos los socios son sólidos y disponen de capacidad de acción.
¿Considera que la administración Biden ha actuado como una aliada de la Unión Europea en la secuencia afgana?
Estados Unidos es un gran aliado de la Unión Europea, de eso no hay duda.
Nuestra historia, nuestros valores, nuestra concepción de la democracia liberal nos unen, mientras que las democracias liberales están bajo presión y se enfrentan a nuevas formas de amenazas y peligros que socavan su fuerza y atractivo. Sin embargo, es cierto que en el ámbito geopolítico ha habido en los últimos tiempos diferencias de opinión sobre los intereses, o sobre la forma de alcanzar los objetivos. Esto no se limita a Afganistán, sino que también afecta a otras cuestiones internacionales, como Siria e Irán.
En este sentido, ¿ve usted continuidades entre la administración Trump y la administración Biden?
Estoy bastante convencido de que la administración Biden está sinceramente a favor de la integración europea y eso me parece muy importante. Estoy bastante convencido de ello porque hablé directamente con el presidente estadounidense sobre eso en el último G7 y en la cumbre bilateral UE-Estados Unidos. Me pareció muy comprometido y sincero. Su historial político lo demuestra. Esa es la gran diferencia con la administración Trump, que tenía una visión binaria y simplista del mundo: « Yo soy fuerte, tú eres débil. Y si tú eres fuerte, yo soy débil ». Ahora asistimos al restablecimiento de un diálogo más normal y fructífero que nos ha permitido, en pocos meses, desarrollar convergencias sobre temas muy importantes para nuestros intereses comunes. En el plano climático, se ha avanzado con el regreso de Estados Unidos al Acuerdo de París. Podemos ver que, en una serie de cuestiones geopolíticas, se ha restablecido un diálogo más intenso, mientras que prácticamente ya no existía con la administración anterior.
Dicho esto, me parece que una tendencia estructural en Estados Unidos, que existía antes de Donald Trump, aunque él la haya hecho mucho más visible, conduce a dar prioridad a los intereses estadounidenses. Debemos tener clara esa realidad, que es legítima. Puedo entender los argumentos internos que llevaron al presidente Biden a confirmar la retirada. Puedo entender esa decisión soberana y legítima adoptada por los Estados Unidos.
Como europeos, tenemos valores, y son fuertes. También tenemos ciudadanos que proteger e intereses que defender. Afganistán es un momento que debe hacer que nosotros, europeos, nos miremos en el espejo y nos preguntemos: « ¿Cómo podemos tener más influencia en el futuro de la que tenemos hoy en términos geopolíticos y cómo podemos actuar para influir en el curso de los acontecimientos en una dirección que sea compatible con nuestros intereses? »
¿Definir nuestros propios intereses significa tomar partido en la rivalidad sistémica entre Estados Unidos y China?
No. Significa no ser rehén de esa rivalidad. No hay duda de que compartimos los mismos valores democráticos y el mismo tipo de modelo político con Estados Unidos. Al mismo tiempo, los europeos debemos desarrollar nuestra estrategia hacia China, que es una potencia mundial. En ese sentido, en los últimos meses hemos tratado de identificar, en el marco del Consejo Europeo, nuestras modalidades de interacción con China.
¿Cuáles son?
Se resumen en tres puntos. En primer lugar, la voluntad de ser muy firmes y muy estrictos con nuestros principios fundamentales, como los derechos humanos. Por eso hemos establecido marcos que nos llevan a tomar medidas cuando es necesario: hemos sido muy claros sobre los uigures o sobre Hong Kong, por ejemplo.
En segundo lugar, la libertad de intercambiar puntos de vista sobre cuestiones multilaterales globales en las que consideramos necesario el diálogo nos parece necesaria. Es el caso en el marco del Covid, aunque se trata de un diálogo difícil porque es necesario que haya transparencia y todavía no estamos convencidos de que China sea completamente transparente sobre el origen del virus. El clima y la biodiversidad son también ejemplos de diálogos muy centrales que debemos entablar con China.
Por último, el reequilibrio de las relaciones en términos comerciales y, más ampliamente, en términos económicos. Ese era, además, el sentido del proyecto de acuerdo sobre inversiones, que era, en mi opinión, un primer paso para reequilibrar el acceso a los respectivos mercados.
Si esta rivalidad alcanzara una intensidad máxima, ¿podría la Unión conseguir definir una posición de no alineación o acabaría tomando partido?
Hablamos mucho de esto al momento del G7, en ese grupo que reúne a las grandes democracias liberales y a las potencias económicas. El objetivo es estar juntos y unidos. Si las democracias liberales se desgarraran, sería un gran error. Sin embargo, estar juntos y unidos no significa que sigamos una posición que se nos impone mecánicamente. Es un proceso de inteligencia colectiva que permite a los aliados y socios, juntos, construir una posición y una estrategia. Este proceso pudo empezar realmente en el G7 y debería, creo, continuar con todos los socios cercanos a nosotros. Todos deberíamos intentar comprometernos a intercambiar juntos la mejor manera de garantizar nuestros intereses de forma efectiva.
La definición del interés europeo es a veces esquiva. Usted tiene un punto de observación privilegiado sobre las dinámicas geopolíticas internas: ¿sobre qué amenazas cree que los Estados miembros podrían encontrar elementos para componer una narrativa común?
Responderé a su pregunta de otra manera. Nuestra generación –que es, hay que recordarlo, apenas la tercera en la historia de la construcción de Europa, ese proyecto político sin precedentes, extraordinario en el primer sentido de la palabra– necesita un proyecto positivo, un proyecto proactivo, un proyecto a favor y no un proyecto en contra que se contente con reaccionar ante las angustias y los miedos.
Esta narrativa debe construirse en torno a tres elementos centrales.
El primer elemento es, sin duda, nuestros valores fundamentales. Es una tarea incansable: ¿cómo proteger y promover este proyecto europeo marcado por la humanidad, el humanismo, la dignidad de cada ser humano, los principios de libertad, no discriminación y el Estado de Derecho? Estos valores son los fundamentos del proyecto europeo. No es sólo un lugar común. La sociedad en la que vivimos y que vamos a construir, ya sea en relación con el reto digital, el reto climático o las diversas amenazas híbridas, llevará cada vez más el debate hacia las libertades personales. Lo creo profundamente. Y está entonces la cuestión del marco democrático: ¿tenemos realmente marcos políticos que garanticen plenamente las libertades personales?
El segundo elemento en la construcción de una narrativa europea común es la definición del modelo de prosperidad que queremos para el futuro. En torno a este punto, observo que si la migración es a veces objeto de tensiones, es porque la Unión Europea es una tierra atractiva para las personas procedentes de otros lugares que están convencidas que las condiciones de vida en Europa son mejores, que las libertades son más fuertes y el marco más respetuoso con la dignidad humana. La pregunta que debemos hacernos es la siguiente: ¿Qué modelo queremos para proteger y promover nuestra prosperidad en el futuro? En ese sentido, hemos tomado decisiones muy claras: no es fácil, pero las pondremos en marcha.
¿Cuáles son las coordenadas de ese cambio?
Las transformaciones digitales y climáticas anuncian un cambio total de paradigma y de modelo al que se enfrenta nuestra generación. Tengo cuarenta y cinco años: para mis padres y abuelos, quizá incluso para mí hace quince o veinte años, el modelo de pensamiento, en términos de producción y consumo, se fundamentaba en la convicción de que explotando los recursos naturales –con la ilusión de que eran infinitos– podíamos generar una mejora automática de las condiciones de vida y la prosperidad en Europa y los países occidentales. Tal vez había algo de buena fe en la creencia en ese modelo. Pero la ciencia, desde hace muchos años –hay que reconocerlo, nos costó mucho tiempo aceptar la verdad–, nos ha demostrado que ese modelo no se sostendría y que pondría a la humanidad en peligro.
En los últimos años, y en los últimos meses en Europa en particular, hemos conseguido invertir ese modelo, dar un giro de 180 grados conceptualmente. Ese es el sentido de una decisión tomada antes de la crisis de Covid-19, el famoso Green Deal, que implica compromisos para lograr la neutralidad climática en 2050, el refuerzo de los objetivos climáticos para 2030 y la necesidad imperiosa de comprometerse más con la biodiversidad y detener su degradación. Estamos plenamente convencidos de que será difícil pasar de un modelo a otro, de que debemos transformar para llegar a una capacidad de prosperidad adicional. Y es ese momento de transición el que resulta difícil, esta doble revolución de software. En estos momentos estamos en plena batalla y aún nos queda mucho trabajo por hacer si queremos conseguir transformar nuestro modelo actual. Al mismo tiempo, la lucha contra el cambio climático se sitúa en el centro de un dilema propio de las democracias: ¿cómo combinar plazos cortos y plazos largos? El compromiso político democrático se centra siempre en las próximas elecciones: debemos tener la capacidad de reflexionar sobre el impacto de nuestras decisiones no para las próximas elecciones, sino para la próxima generación.
¿Cuál cree que es el tercer ingrediente de la narrativa común europea?
Volvemos a la cuestión de la estabilidad, la seguridad y la influencia geopolítica. ¿Cómo podemos hacer que los veintisiete Estados europeos converjan más para tener cada vez más posiciones comunes en cuanto al análisis de los diagnósticos y en cuanto a los medios de acción para defender nuestros intereses? Tenemos una historia determinada: Europa era la suma de diferentes naciones, cada una con su propia visión, expresada en el marco de su propia soberanía, para defender sus propios intereses geopolíticos. Ahora, cada vez más, podemos ver, a veces con éxito, a veces con fracaso, que hay procesos, progresos. Sin duda, llevará tiempo. Pero cuando hay shocks –y Afganistán es uno de ellos– debemos tener la capacidad institucional de actuar para acelerar más. Eso es lo que creo que tenemos que hacer ahora. Eso es lo que intentamos hacer.
Volvamos a los tres componentes de una narrativa común. Para el primero, hay una pregunta obvia, casi evidente: ¿son los valores del PiS o del Fidesz compatibles con los valores fundamentales que usted menciona como ingrediente fundamental del proyecto europeo?
Lo que sí es cierto, en cualquier caso, es que la pregunta que me hace se ha planteado a los jefes de Estado y de Gobierno y se está planteando a las instituciones europeas en este mismo momento. Tanto en el Parlamento como en la Comisión o en el Consejo, el debate está abierto, no sólo con respecto a Polonia y Hungría, sino también con respecto a otros países europeos. ¿Son compatibles las decisiones y orientaciones adoptadas con los principios fundamentales europeos?
Se trata de un tema de gran actualidad y no bajamos la mirada. Lo estamos afrontando de frente. Por poner un ejemplo elocuente, durante las grandes negociaciones del año pasado, que condujeron a la adopción de ese plan de recuperación sin precedentes, decidimos poner en marcha un mecanismo para condicionar la financiación al respeto del Estado de Derecho. Este instrumento refuerza el arsenal en el marco democrático europeo y da a las instituciones europeas medios adicionales para ser más exigentes en el ámbito del Estado de Derecho y, por tanto, en el ámbito de los valores.
El segundo ingrediente es la prosperidad. ¿Cree que el modelo europeo de transición ecológica podrá competir con los implementados por China y Estados Unidos? ¿No estamos sobrestimando el lado positivo de la transformación que nos espera?
Lo que sí es cierto, como se ha demostrado en los últimos años, es que Europa es la locomotora del mundo en este tema. No hay duda: estamos a la vanguardia.
Pero estar a la vanguardia es ante todo un deber moral, es una forma muy concreta de defender nuestros valores –volvemos a esta cuestión– y nuestra concepción de la dignidad humana como elemento central de nuestro proyecto político. Por lo tanto, creo que no es casualidad que Europa sea la región del mundo que más plantea esta cuestión.
Ahora bien, es cierto que cuando decidimos alcanzar la neutralidad del carbono en 2050, en realidad sólo estábamos abordando la parte fácil de la tarea que teníamos por delante. Ahora viene lo difícil: ¿cómo llevar a cabo este objetivo que nos hemos marcado? Este reto nos enseña que Europa no es una isla, ni un continente compartimentado: tenemos que actuar a nivel internacional y activar lo que yo llamo la diplomacia climática para animar a otros actores del mundo a tener ambiciones similares a las nuestras. Hay una razón muy sencilla para ello. Si no hacemos ese esfuerzo, tendremos un problema de equidad en las relaciones económicas y comerciales internacionales.
Hay que tener cuidado con los efectos que estas medidas tienen en los ciudadanos europeos y en nuestros agentes económicos. Sería muy problemático establecer normas u objetivos ambiciosos en una economía muy globalizada y, al mismo tiempo, permitir que otros accedan a nuestro mercado interior con productos y medios de producción que no cumplen las mismas normas.
En torno a ello, es interesante señalar que el año pasado, cuando celebramos el debate sobre el presupuesto europeo y el reembolso de la deuda común, también tratamos la cuestión de los recursos propios. Tuvimos un debate democrático en la Unión Europea sobre cómo desarrollar un mecanismo irreversible. ¿Qué hemos identificado como nuevos recursos propios? El impuesto sobre el plástico y el precio del carbono como medidas centrales, junto con la idea de un impuesto sobre el carbono en frontera, que provocó reacciones en otras regiones del mundo, en las grandes potencias, en China y en Estados Unidos.
Desde mi punto de vista, estamos poniendo en marcha ambiciosos programas de clima y biodiversidad en la Unión Europea. Estamos cambiando el programa, estamos cambiando el paradigma, estamos tomando medidas totalmente innovadoras y le estamos señalando al sector económico que estamos superando un modelo que está poniendo en peligro el planeta. Al mismo tiempo que hacemos todo esto, debemos, por todos los medios a nuestro alcance, a través de la diplomacia, de la promoción de nuestros intereses o de la geopolítica, empujar a los demás actores a comprometerse. Esto es lo que estamos haciendo en este momento, especialmente con el impuesto sobre el carbono en frontera.
¿Cuáles son los medios concretos para apoyar esta geopolítica del clima desde el punto de vista de la Unión?
Creo que hay dos grandes palancas a nivel internacional para transformar el modelo tanto en Europa como en el mundo.
En primer lugar, el precio del carbono. La cuestión es si conseguimos impulsar modelos similares al ETS (Emission Trading Scheme) europeo para avanzar hacia una mayor convergencia. La fuerza de Europa reside en sus normas de vanguardia. Poco a poco, vemos que otros adoptan un enfoque similar, o incluso el mismo.
También está el financiamiento verde. Dado que la transformación del paradigma requiere inversiones colosales, el dinero público no podrá financiar por sí solo lo que se necesita en términos de inversión: hay que canalizar las inversiones privadas y establecer normas para los productos financieros para que sean más ecológicos y, por tanto, más virtuosos. Esa es otra palanca de la que disponemos en Europa, junto con nuestros socios de todo el mundo.
Orientar el debate democrático sobre el precio del carbono, que afecta la cuestión del poder adquisitivo, es un reto difícil. Este debate se enmarca en el contexto del paquete Fit for 55 y la cuestión del financiamiento verde. Se trata de establecer normas para los productos financieros con el objetivo de canalizar las inversiones hacia lo que es bueno para lograr esta transformación y poner fin a las inversiones derivadas del modelo anterior, que ya no puede ser nuestro modelo de desarrollo.
Volvamos a abordar el tercer elemento de su narrativa positiva. Si miramos un mapa de la Unión Europea, nos damos cuenta de que alrededor de sus zonas fronterizas, desde Minsk hasta el Magreb, hay una serie de crisis de diferente intensidad, que delinean un tenso arco de crisis. ¿Por qué ante estas crisis heterogéneas no somos capaces de desplegar un discurso sistemático, común?
No estoy de acuerdo. Por el contrario, creo que tenemos posiciones comunes sobre las situaciones de inestabilidad e inseguridad alrededor de Europa, y puedo describirlas. Si tomo el ejemplo de Bielorrusia, inmediatamente después de las elecciones de hace un año, mantuvimos una posición europea común: no reconocimos los resultados de esas elecciones. En segundo lugar, se establecieron regímenes de sanciones: de hecho, inmediatamente después, el Reino Unido y Estados Unidos siguieron los regímenes de sanciones que habíamos establecido.
¿Cree que las sanciones han contribuido a cambiar la crisis en Bielorrusia?
Si estas sanciones no han resuelto la crisis, es cierto, expresan la oposición en la unidad y la claridad porque fueron decididas con el conjunto de los estados europeos.
Tomemos otro ejemplo: el Mediterráneo Oriental, que causó gran preocupación el verano pasado. Había una gran preocupación debido a los riesgos de incidentes militares graves. Hemos trabajado durante varios meses con los veintisiete jefes de Estado y de gobierno para alinear una posición común respecto a Turquía, que es un socio importante en el marco de la OTAN. Resultaba importante aclarar la forma en que queríamos interactuar con Ankara y ahora tenemos una posición muy clara: una disponibilidad para desarrollar una agenda más positiva –o en todo caso menos negativa– en el marco de la Unión Aduanera, por ejemplo, o la cooperación relativa a la cuestión migratoria, y al mismo tiempo una postura muy firme sobre una serie de principios relacionados con el marco democrático, la protección de los derechos de la mujer y el papel de Turquía en la región. A ese respecto, creo que la Unión Europea ha avanzado en su capacidad de alinear posiciones.
Hay un momento de dialéctica interna en el Consejo que vinculó a Bielorrusia y al Mediterráneo Oriental. En septiembre de 2020, Chipre amenazó con bloquear las sanciones contra Bielorrusia como palanca para obtener sanciones contra Turquía. ¿No es esto una prueba de que el intento de construcción de una visión geopolítica común tiene dificultades para superar el interés nacional?
Ese tema es interesante, pero es importante señalar que lo que la prensa ha publicado no refleja las opiniones expresadas en la mesa del Consejo. Hay progresos reales en términos de una conciencia geopolítica europea común. Por supuesto, eso no significa que a veces no haya cuestiones tan importantes para los Estados miembros que la tentación de utilizar otras para promover el propio punto de vista sobre tal o cual cuestión sea grande. Pero en términos concretos, alrededor de la mesa, pudimos tratar la cuestión del Mediterráneo Oriental como tal y la cuestión de Bielorrusia como tal.
¿Podría aclarar este punto?
No puedo comentar las deliberaciones a puertas cerradas en la mesa del Consejo. Pero puedo decir que cada debate tuvo su propio espacio de discusión. Si la pregunta consiste en saber si hubo chantaje de un lado de la mesa sobre el otro, la respuesta es clara: ¡no!
Sin embargo, también tenemos que preguntarnos cómo podemos tener más impacto e influencia desde esta posición común que hemos alcanzado. La dificultad estriba en que nunca hay una solución idéntica que pueda aplicarse en todas las circunstancias para todas las crisis. Por eso debemos utilizar con criterio los resortes que disponemos, tratando siempre de hacer valer nuestros intereses de forma coherente. Así, a veces hay que recurrir a la capacidad militar, otras veces al desarrollo o la ayuda humanitaria en nombre de la estabilidad.
Debemos utilizar los numerosos resortes que disponemos, pero tenemos que hacerlo de forma suficientemente coordinada, tanto a nivel de la UE como entre los Estados miembros. Para tener más influencia, hay que utilizar mejor esos resortes y de forma mucho más coherente.
En su opinión, ¿por qué parece que el Consejo se bloquea a veces a la hora de utilizar todos los resortes que podría emplear?
Yo no diría eso, los utilizamos pero no con la consistencia necesaria. Esto se debe en parte a la estructura institucional de la Unión Europea: por un lado, los Estados miembros con capacidad de decisión y resortes frente a determinadas regiones del mundo, y por otro, dentro de la Comisión Europea, diferentes administraciones. Esta estructura saca a veces a la luz la necesidad de mejorar la horizontalidad de nuestro enfoque.
¿Podría darnos un ejemplo?
Estoy muy convencido, por ejemplo, de que una de las cuestiones clave es la relación con África. Sobre esta cuestión, la Unión Europea tiene muchas capacidades de acción y resortes, pero a veces nos falta coordinación y coherencia en el despliegue de nuestros medios. Tenemos una política comercial, una política de visados, una política de desarrollo, conocimientos técnicos… Todas ellas son resortes a nuestra disposición, por supuesto, pero quizás nos falta una unidad de mando en su despliegue.
¿No cree que, dada la divergencia inherente a lo intergubernamental, la unanimidad limita la construcción de la autonomía estratégica?
Soy consciente de que tengo una posición atípica sobre la regla de la unanimidad. Desde hace algún tiempo, se ha convertido casi en un lugar común, en una evidencia: la regla de la unanimidad sería un freno, una fuente de debilidad para la Unión Europea. Comprendo esa lectura a simple vista. Yo mismo me he sentido a veces decepcionado de que se tarde tanto en decidir sobre un tema importante. Comprendo esa impaciencia y ese razonamiento. Pero también creo que es necesario pensar con cuidado para no dejarse engañar por una falsa buena idea. Cuidado: no digo que se trate de un debate falso, sino que deberíamos interrogarnos.
¿Por qué cree que puede ser una falsa buena idea?
Si se piensa en ello, es evidente: cuando estamos unidos, somos fuertes. Cuando no estamos unidos, somos débiles, no tenemos impacto. El riesgo, al abandonar la unanimidad con demasiada rapidez, es abandonar el esfuerzo necesario para crear esa unidad, creando situaciones que darían a algunos Estados miembros la impresión de que su punto de vista no es importante o bienvenido. Dado que, de todos modos, no se los necesita, ya no hay razón para esforzarse en construir un proyecto común.
Es cierto que la unanimidad requiere un gran esfuerzo político, mucha inversión, mucha energía, pero es una regla que, siempre y cuando se la haga funcionar, aporta unidad, por tanto fuerza, por tanto influencia y por tanto poder. Renunciar a ella es correr el riesgo –aunque a primera vista parezca de sentido común– de contribuir al debilitamiento de la construcción europea.
Una cuestión parece estar en el centro de las crispaciones y los bloqueos: la cuestión rusa. Están surgiendo fuertes sensibilidades nacionales. Las posiciones sobre Rusia de Estonia y Polonia difieren de las de España o incluso de Francia y Alemania. ¿Hay alguna manera para que surja en el Consejo una especie de síntesis entre esas visiones que a veces parecen incompatibles?
En primer lugar, no son visiones incompatibles. De haber sido el caso, nos habríamos dividido cada vez que tuvimos que imponer sanciones a Rusia. Desde que se decidieron las sanciones, siempre hemos llegado a un consenso sin dificultad.
En los últimos meses, he querido abrir debates estratégicos: ya he mencionado el trabajo realizado sobre China. Rusia forma parte de estos intercambios. Creo que si queremos avanzar en una conciencia geopolítica europea común, debemos empezar por tener el mismo nivel de información. Esto significa hablar con los demás, intercambiar. Es la inteligencia colectiva, en el doble sentido de la palabra inteligencia, en francés y en inglés. Quise darle a cada uno un espacio, para escuchar los análisis de los demás sobre todos estos temas. Creo que este entendimiento mutuo ha progresado mucho últimamente.
También podemos notar que somos muchos los que consideramos que debemos tener una estrategia frente a Rusia que no sea sólo la reacción inmediata a la presión y a los intentos de desestabilización. Hay que pensar también de forma más proactiva, es decir, pensar en lo que podemos desplegar para defender nuestros intereses. Aquí hay dos elementos clave. Por un lado, la Asociación Oriental: son nuestros vecinos y nos interesa que estos países experimenten desarrollo económico, prosperidad y estabilidad y compartan tantos valores similares a los nuestros como sea posible. Por otro lado, tenemos los Balcanes Occidentales. No podemos mantener estas dos cuestiones en el congelador europeo de Bruselas y celebrar una cumbre cada dos años para hacer declaraciones que no se traducen en efectos concretos y tangibles para las poblaciones. Por eso me arremangué modestamente en el marco de la Asociación Oriental, para participar en Georgia, en Moldavia, en el conflicto entre Armenia y Azerbaiyán en Nagorno-Karabaj. Por eso he apoyado una posición común clara y fuerte sobre Bielorrusia. Por eso, sobre la cuestión de los Balcanes Occidentales, hace dos días estuve en el foro de Bled –muy informal pero muy útil– para preparar la cumbre que tendrá lugar en octubre y que da continuidad a una reunión virtual que había tenido lugar bajo la Presidencia croata. Lo que necesitamos son efectos tangibles: necesitamos que nuestras acciones sean visibles, perceptibles. Necesitamos fomentar la cooperación económica y la inversión en estos países y promover nuestras normas. Vuelvo a nuestros valores, pero se trata también de nuestra convicción sobre el modelo de prosperidad: el software « digital y climático » es la brújula que nos guía.
La palabra « geopolítica » está omnipresente hoy en día, pero no formaba parte del vocabulario habitual en Bruselas hasta hace poco. ¿Cómo se explica, repentinamente, su centralidad?
Me parece que el sentido común se impone cada vez más. En el mundo actual, cuando aceptamos abrir los ojos, muchos comprenden que ninguno de los países de la Unión Europea –incluso los más poderosos, los más inventivos, los más innovadores– puede por sí solo hacer valer su influencia frente a las potencias económicas, militares o geopolíticas que defienden su visión o sus intereses o tratan de promover sus valores. En cambio, el espacio político europeo en su conjunto tiene capacidad para ejercer una influencia real.
En ese marco, uno tiene la impresión de que el Consejo se ha casi convertido en el lugar definitivo para la dirección de la política europea…
Le diré lo contrario: creo que es un lugar de primera instancia, y esto se conforma por cierto a los tratados, lo cual es muy importante. Es el espacio político donde, en la cumbre de los Estados miembros, entre jefes de Estado y de Gobierno, nos miramos a los ojos, nos escuchamos. A veces nos decimos francamente lo que nos tenemos que decir. A veces tenemos debates duros pero necesarios –no es grave, pero a veces es indispensable para decidir juntos–. Esa es mi experiencia en el Consejo Europeo.
Tomemos la cuestión del clima: al principio de este ciclo institucional, tras las elecciones, fue el Consejo Europeo el que fijó el rumbo para 2050 y luego los refuerzos previstos para 2030. Y es dentro de ese marco y sobre la base de él que la Comisión –es su papel– ha puesto en marcha una estrategia y definido medidas para alcanzar los objetivos.
Otro ejemplo: la crisis de Covid-19. Fue en el Consejo Europeo, con la fuerte legitimidad y responsabilidad de cada uno de los Jefes de Estado y de Gobierno ante sus parlamentos nacionales, donde se decidieron las líneas generales de la respuesta europea en marzo de 2020. Fue en este recinto donde se pudo encontrar el equilibrio entre lo que los Estados querían gestionar a nivel nacional y lo que querían tratar a nivel europeo.
Gracias al Consejo Europeo se movilizó un paquete financiero para impulsar la investigación y contribuir a que, tan solo un año después, las primeras vacunas se aprobaran. Fue en el Consejo Europeo donde lanzamos COVAX y los mecanismos de solidaridad financiera para garantizar que las vacunas estén disponibles en todo el mundo. También fue el Consejo Europeo el que puso en marcha las líneas maestras, con el presupuesto europeo y el fondo de recuperación, de esta estrategia para evitar que una crisis económica naciera en la crisis sanitaria. Como no todos éramos iguales ante las consecuencias económicas de la crisis sanitaria, había que consolidar la solidaridad europea y ese es el sentido de este fondo de recuperación. También fue el Consejo Europeo el que pidió a la Comisión que trabajara en la adquisición centralizada de vacunas. Sin ella, se habría producido una competencia entre los Estados miembros. La adquisición conjunta, criticada al principio, pronto se reveló como el único modelo óptimo y eficaz para garantizar el acceso de todos los ciudadanos europeos a las tecnologías de las vacunas. Vemos que ahora, al final del verano, el 70% de la población adulta está vacunada en Europa.
Desde el exterior, se tiene la impresión de que estamos ante una transformación muy profunda del consenso a nivel europeo, especialmente en materia económica. ¿Diría usted que hoy estamos entrando en una secuencia diferente o que este momento es simplemente un paréntesis provocado por la pandemia?
Creo que Europa y el proyecto europeo se han construido por etapas, con una cierta cantidad de aceleraciones. A veces, éstas se producen por circunstancias externas, que son oportunidades para acelerar procesos: esto es lo que está ocurriendo en este momento en el plano económico con el plan de recuperación, que se suma al presupuesto europeo, que ya se encontraba en una lógica de redistribución y cohesión, con países contribuyentes y países beneficiarios.
El plan de recuperación nos permite, en primer lugar, tener en cuenta las consecuencias de la pandemia, especialmente para determinados sectores y determinadas regiones, pero también potenciar los recursos destinados a esas dos grandes prioridades que son el clima y lo digital. Por lo tanto, diría que se trata de una medida que crea mecanismos bastante irreversibles, porque una vez que hemos establecido la mecánica de este fondo de recuperación, significa que invertiremos juntos, reembolsaremos juntos. Esto implica que, o bien tenemos éxito en el debate democrático sobre los recursos propios que he mencionado y tenemos una amplia base de recursos que financien estas inversiones, o bien los Estados miembros aumentan su contribución nacional, o bien reducimos el gasto. Pero no creo en esta última opción, porque cada vez tenemos más y más consciencia de que necesitamos esa base de solidaridad europea para fortalecernos mutuamente.
Con la respuesta a la crisis pandémica y la rivalidad sino-estadounidense, muchos comentaristas consideran que la secuencia neoliberal está llegando a su fin. ¿Cree que el papel del Estado y de la inversión pública está cambiando en Europa?
Yo sería más cauto. Sé muy bien por mi trabajo que las palabras no tienen el mismo significado en todas partes de Europa, y éste es uno de los fascinantes retos del proyecto europeo, pero también es la complejidad de este mismo proyecto. Una misma palabra puede tener diferentes significados y connotaciones en función de los diferentes países europeos, y sé que la palabra liberal es una de ellas. Algunos confunden la palabra liberal con la palabra ultraliberal o neoliberal, aunque no tengan nada que ver.
Desde mi punto de vista, el liberalismo, en el verdadero sentido de la palabra, necesita la autoridad del Estado porque necesita un marco que proporcione una cierta cantidad de reglas, particularmente para garantizar la libre competencia, la competencia leal. El proyecto europeo se fundó inicialmente sobre la necesidad de luchar contra las prácticas y procesos desleales que viciaban el libre mercado, que lo degradaban. Estoy totalmente convencido de que el principio de la libertad de empresa, la libertad de innovación, la libertad de creación y la economía libre seguirán siendo mañana la palanca para afrontar el reto del cambio climático y la transición digital. Este principio es el que ha contribuido a que lográramos desarrollar rápidamente las tecnologías que nos han permitido disponer de una vacuna.
El apoyo de las autoridades públicas debe mantenerse, definen un marco, objetivos y pueden movilizar y dirigir la financiación. Lo que creo es que se debatirá mucho sobre este triángulo virtuoso: la economía por un lado, lo social, la solidaridad y la igualdad de oportunidades por otro, y finalmente la dimensión medioambiental. Alrededor de esto debe articularse, estoy convencido, el debate democrático: ¿cómo progresamos en los tres frentes en paralelo y cómo evitamos que uno de estos tres frentes cause dificultades a uno de los otros dos?
¿Ve usted un consenso que esté surgiendo hoy en día sobre esta triangulación?
Alrededor de la mesa del Consejo hay veintisiete gobiernos con sensibilidades políticas que no son todas idénticas, por lo que hay un debate en curso. Pero no podemos decir que estamos muy orgullosos de ser democracias liberales y al mismo tiempo tener miedo cuando hay debates de fondo, a veces acalorados.
Tenemos momentos –como el que estamos a punto de presenciar con el Pacto de Estabilidad– en los que se producirá un debate. Pondremos propuestas sobre la mesa con la Comisión al final de las consultas que están empezando ahora. El debate debe entonces madurar, pero sin duda tendremos que tomar decisiones sobre nuestras estrategias económicas, dentro del proyecto económico común, procurando reforzar el mercado interior, porque un mercado interior robusto es el mejor cemento para el proyecto europeo. Esto debe hacerse respetando los valores compartidos de forma inequívoca y acoplándose a un proyecto común. Como en un matrimonio, hay que mirar en la misma dirección, tener proyectos comunes, respeto mutuo. Es la clave de la sostenibilidad.
¿Tiene la sensación de que en el marco intergubernamental está surgiendo hoy un juego de intereses nacionales estables, que resistirían a las divisiones u orientaciones políticas internas, permitiendo la definición de perspectivas a medio y largo plazo?
No hay una respuesta unívoca a esta pregunta. En primer lugar, el interés nacional no domina el interés europeo. En segundo lugar, creo que los diferentes partidos políticos de los distintos países europeos y las personalidades políticas influyen en la respuesta a esta pregunta.
Pero quizás podamos abordar la cuestión de otra manera. Uno de los retos de Europa, pero que es también la riqueza y el carácter atípico de este extraordinario proyecto político, es la doble legitimidad. Esto puede advertirse con el trabajo de las instituciones europeas, aparece a través del debate europeo. Se trata de evitar malentendidos o interpretaciones erróneas o equivocadas. De hecho, la Unión Europea es un espacio democrático, con instituciones democráticas, con lo que yo llamo el Estado de Derecho europeo, que funciona sobre dos patas. Por un lado, está la dimensión intergubernamental, con la legitimidad de los jefes de gobierno, que son responsables cada uno ante su propio parlamento, y luego hay otra legitimidad, la del Parlamento Europeo, con la elección nacional de los diputados, que expresan su confianza en la Comisión Europea.
Eso es, la doble interacción. En mi puesto en el Consejo Europeo, me enfrento diariamente a ese doble mecanismo. Esto puede dar lugar a ciertas tensiones. Esto es inherente al debate democrático y a la política. Decidir es encontrar un equilibrio entre los intereses, según nuestras propias convicciones, y los valores que uno considera esenciales. Puede ocurrir –lo experimenté a veces como Primer Ministro belga– que, por un lado, uno tenga un interés muy directo por su país dentro del Consejo Europeo, pero también una convicción europea y unos valores europeos que pueden ser muy fuertes. A veces puede haber una colisión o una contradicción entre esos intereses. La cuestión es cómo hacerlos converger lo más posible.
¿Podría darnos un ejemplo?
En el ámbito de la unión bancaria, los gobiernos belgas son tradicionalmente favorables a la integración europea, pero existen situaciones concretas que, dadas las estructuras de los bancos belgas, podrían perjudicar a corto o medio plazo los intereses de la estructura financiera de Bélgica.
La secuencia que se abre es singular, Alemania vota pero probablemente no tendrá inmediatamente un nuevo gobierno. Francia entra en campaña electoral. ¿Cómo funcionará el Consejo durante esta larga secuencia electoral? ¿Podrá zanjar las cuestiones importantes que le esperan a Europa una vez que la pandemia haya terminado?
Somos una unión política con un marco democrático y veintisiete países alrededor de la mesa: siempre hay elecciones en alguna parte. Siempre existe la posibilidad de que se inicie o termine una campaña. Luego, por supuesto, Alemania y Francia son países especialmente importantes en esta Unión. Cada vez que Alemania y Francia tienen una posición común, es bueno para la Unión, pero no es suficiente. Volvemos a la lógica de la unanimidad: hay que conseguir que los veintisiete se unan. Para ello, cuento con el sentido común.