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“Un Jeremy Corbyn francés, ¡y en el poder!” uno pensaría después de leer los primeros párrafos de la reciente entrevista de Macron en El Grand Continent. Condena el Consenso de Washington, el paradigma de “menos intervención estatal, privatizaciones, reformas estructurales, apertura de las economías a través del comercio, financiarización de nuestras economías, con una lógica bastante monolítica basada en la acumulación de beneficios”. La “economía financiarizada”, el monstruoso hijo del Consenso de Washington que nos prometió bienestar pero nos dio poderosos financiadores, ha destruido el medio ambiente, incrementado la desigualdad y potenciado el autoritarismo, llevándonos a un punto de quiebre político.
La Doctrina Macron, o el Consenso de París, promete invertir esas tendencias. Para luchar contra los males de la economía financiarizada, Macron ofrece una solución basada en tres pilares: más Europa, una verdadera asociación Europa-África y coaliciones con gobiernos y actores no gubernamentales. Efectivamente, la Doctrina Macron es teóricamente post-colonial. Aboga por la reinvención del “eje afroeuropeo” y hace recaer en los europeos la responsabilidad de mostrar que “el universalismo que defendemos no es el universalismo del más fuerte, que era el universalismo de la colonización, sino de el de amigos y socios”. Si la Doctrina Macron posee como objetivo para Europa su transformación en “la principal potencia educativa, sanitaria, digital y ecológica» con inversiones masivas, promete por extensión una asociación post-financiera y post-colonial con África.
Sin embargo, paradójicamente, la Doctrina Macron –construida explícitamente sobre una crítica de la financiarización y privatización de los bienes públicos– coexiste con el impulso francés al Consenso de Wall Street, que promueve una asociación con inversores globales con el objetivo de financiar el desarrollo y privatizar los bienes públicos, particularmente en África.
El Consenso de Wall Street
A lo largo de la última década, el G20, el FMI, el Banco Mundial y otros bancos multilaterales de desarrollo (incluido el Banco Africano de Desarrollo), así como los organismos nacionales de desarrollo (incluida la Agencia Francesa de Desarrollo, AFD) han profesado un nuevo programa de desarrollo centrado en una “gran negociación” con el financiamiento privado: el Consenso de Wall Street. Su lógica es poderosa. La sobreabundancia de la cartera mundial –los miles de millones gestionados por inversores institucionales, en su mayoría del Norte global–, podría financiar los Objetivos de Desarrollo Sostenible (ODS), ante la suposición de que los recursos públicos son escasos en el Sur global. Por ejemplo, el programa del Banco Mundial “Maximizar el financiamiento para el desarrollo”, lanzado en 2017, promete a los inversores institucionales 12 mil millones de dólares en oportunidades de mercado en los sectores del bienestar, salud, infraestructura, transporte y educación. Sin embargo, los inversionistas institucionales se rigen por reglas de inversión específicas que deben ser acomodadas en caso de financiar el desarrollo. La pregunta urgente en términos de desarrollo se transforma entonces en la de cómo “acompañar” a los inversores institucionales (fondos de pensiones, compañías de seguros, fondos de inversión) y sus administradores de activos hacia esas oportunidades.
Una respuesta intuitiva a esa pregunta podría ser que los inversores compraran más bonos del Estado emitidos por países africanos, en moneda local, para evitar los conocidos problemas de sostenibilidad de la deuda externa, utilizando a su vez condiciones de financiamiento más baratas para invertir fuertemente en servicios públicos “educativos, digitales, sanitarios y ecológicos”, tal y como prevé el defensor del eje afroeuropeo para Europa. Sin embargo, esta no es la respuesta correcta.
Los inversionistas privados desean más bien proyectos de desarrollo viables en términos de la inversión y que sean financiables.
“Cuando se piensa en si un proyecto es financiable, lo primero que deberían preguntarse los bancos multilaterales de desarrollo es ‘¿pagará la gente por usarlo?’. Los inversionistas tienen mucha más confianza en los rendimientos cuando los proyectos poseen un conjunto incorporado de usuarios que están dispuestos a pagar”. Esta lógica, esbozada claramente por el Banco Interamericano de Desarrollo, es compartida por todos los demás bancos multilaterales de desarrollo. Señala que el Consenso de Wall Street constituye un proyecto cuyo objetivo es reducir las inversiones públicas directas y la prestación de servicios públicos y, en cambio, trasladarlas al sector privado. El envoltorio del programa de privatización del Consenso de Washington ha cambiado, pero la sustancia sigue siendo la misma: los ciudadanos pagan tarifas por los servicios públicos, que ahora se construyen y prestan mediante Participación Público Privada (PPP).
Sin embargo, la gran ambición del Consenso de Wall Street no se trata simplemente de consolidar una embestida de privatización thatcheriana. Supone más bien la transformación del Estado, al servicio de una reducción del riesgo de las inversiones de los financieros mundiales. Cuando los ciudadanos no pueden (permitirse) pagar, el Estado interviene y compensa a los inversores, neutraliza los proyectos de desarrollo para garantizar que los inversores reciban un flujo de caja constante. Un proyecto financiable es aquel en el que el Estado se compromete a garantizar la seguridad de los inversionistas.
Y la pandemia de COVID19 ha renovado el impulso político detrás de esa ambición. En el manifiesto de julio de 2020 de la Alianza Mundial de Inversionistas para el Desarrollo Sostenible, que trabaja bajo los auspicios de la ONU, se describe su visión sobre la respuesta a la pandemia: “La magnitud del desafío exige revitalizar las PPP en un grado no experimentado desde la Segunda Guerra Mundial, y en un grado que tal vez nunca se haya visto en tiempos de paz” . De manera similar, desde la Conferencia de la ONU sobre el Cambio Climático (COP26) se pide “soluciones a medida” para los países en desarrollo que incluyan “participaciones público-privadas, proyectos financiables y nuevas estructuras de mercado, para facilitar oportunidades comercialmente viables de inversión sostenible”.
El “Imperativo PPP” del Banco Mundial para África se ha vuelto, al parecer, más urgente.
El eje afro-europeo: plantando bombas de tiempo presupuestarias en África
Las PPP son acuerdos contractuales a largo plazo mediante los cuales el sector privado se compromete a financiar y gestionar los servicios públicos –hospitales, carreteras, plantas de energía renovable, residencias para estudiantes, agua y saneamiento, etc.– siempre que el Estado comparta los riesgos asociados. Para los gobiernos, se trata de un acuerdo atractivo porque no necesitan proporcionar financiamiento para proyectos de infraestructura por adelantado. Los Estados con importantes déficits en términos de infraestructura y recursos públicos limitados podrían, según esta línea de pensamiento, delegar la ejecución de las misiones de servicio público en el sector privado sin por lo tanto incrementar su endeudamiento. Los Estados deben asumir algunos de los riesgos, pero esos compromisos en términos de reducción de riesgo no constituyen gasto público hasta que, en caso de que eso suceda, se materializan los riesgos.
En Francia, las PPP han sido condenadas desde hace mucho tiempo, incluso por el Tribunal de Cuentas (véase aquí, aquí y aquí), por representar costos más elevados en comparación a las inversiones públicas directas, empeorar la pobreza, las condiciones de acceso y la desigualdad. El Senado francés calificó a las PPP como una “bomba de tiempo presupuestaria”, al que luego se le sumó el Tribunal de Cuentas Europeo.
Todas estas advertencias, sin embargo, no han disminuido el entusiasmo del gobierno francés por defender las PPP en África. Por ejemplo, la “Iniciativa Francia-Banco Mundial”, promovida por la AFD y su red de asociados financieros en los países de la zona del franco, sitúa a las PPP en el centro de los esfuerzos por revitalizar la presencia económica francesa, actualmente en declive en las antiguas colonias francesas, y extenderla al resto del continente.
Este modelo de desarrollo, codificado en la retórica de las coaliciones del eje afroeuropeo, atrapa a los Estados africanos y su ciudadanía en la lógica monolítica de subvencionar la acumulación de beneficios de las empresas y los gestores de activos europeos.
En primer lugar, el giro de los países africanos hacia tal modelo del desarrollo puede contribuir a incrementar la deuda soberana en divisas. Tomemos el caso de la autopista en Senegal que une la capital, Dakar, con el nuevo aeropuerto (también financiado a través de PPP), adjudicado en un contrato de PPP de 30 años al grupo francés Eiffage. El gobierno senegalés pidió un préstamo de unos 137 millones de euros directamente al Banco Africano de Desarrollo y a Francia (a través de la AFD) “para proporcionar la garantía de la inversión” a Eiffage y financiar el reasentamiento y la reestructuración de las zonas urbanas afectadas.
En segundo lugar, los ciudadanos africanos tendrán que pagar tarifas para que los proyectos de desarrollo sean financiables. El método de cálculo de las mismas es una caja negra en la que los operadores privados de las PPP poseen un poder significativo. Tomemos de nuevo el caso citado de la autopista en Senegal. Según un estudio reciente de LEGS-Africa, una organización de la sociedad civil senegalesa, los usuarios senegaleses pagan aproximadamente 4,5 euros por una distancia de 72 km al momento de utilizar lo que la prensa francesa denomina la “autopista del futuro”. En cambio, en Marruecos, los usuarios de la autopista Casablanca-Rabat pagan 2 euros por una distancia de 87 kilómetros. En Costa de Marfil, los usuarios de la autopista Abidjan-Yamoussoukro pagan 3,8 euros por un recorrido de 250 kilómetros.
En tercer lugar, este modelo de desarrollo implica que los Estados africanos deben comprometerse a girar recursos públicos cuando las tarifas pagadas por los usuarios no son suficientes para generar los flujos previstos por los inversores de la PPP. Los Estados africanos asumen entonces el riesgo relativo a la demanda, los riesgos políticos/contractuales y los riesgos monetarios, ocultos en los contratos y que reciben poco o ningún escrutinio público.
Cuando el Estado asume los riesgos relativos a la demanda, garantiza a los inversores de las PPP un nivel de ingresos previamente acordado, independientemente de la demanda real del servicio público. Los ejemplos abundan. Cuando el Presidente de Kenia, Uhuru Kenyatta, visitó a Macron en octubre de 2020, los periódicos locales kenianos informaron sobre una visita oficial para concertar varios acuerdos de PPP en materia de agua, energía y transporte. Una de estas PPP, la autopista Nairobi-Nakuru-Mau, será construida, financiada y gestionada durante 30 años por un consorcio dirigido por la empresa constructora francesa Vinci y el fondo francés de gestión de activos Meridiam. El gobierno de Kenia garantiza la “disponibilidad de tráfico” a través de un fondo especialmente dedicado a ello, aprobado por el Parlamento de Kenia antes del viaje de Kenyatta a Francia. Este fondo compensa al consorcio francés privado en caso de que los ciudadanos y empresas keniatas no generen suficientes ingresos por concepto de peaje. Son los kenianos quienes pagan, ya sea directamente a través del pago del peaje, o indirectamente a través de impuestos, gracias a tal fondo que se erige en un instrumento fiscal para reducir el riesgo de las inversiones francesas en infraestructura keniana.
Otro ejemplo es el de la central eléctrica nigeriana de Azura. La PPP para “iluminar África” tuvo que ser reembolsada con un préstamo de emergencia del Banco Central cuando, en 2018, el Banco Mundial amenazó con activar la garantía de riesgo parcial que había introducido en el proyecto para tranquilizar a los inversores internacionales. El contrato de PPP comprometía a la Granel de Nigeria Electricidad Trading Company (NBET, por sus siglas en inglés) a comprar energía a Azura, así como a otros productores privados de energía, en cantidades superiores a lo que la infraestructura energética podía absorber, dejándola estructuralmente incapaz de recuperar los costos de los clientes y pagar a Azura. Como el Banco Central compensó a Azura con fondos inicialmente destinados a otros proveedores privados, estos respondieron recurriendo a la Justicia y denunciando al gobierno nigeriano y Azura. A su vez, el Banco Mundial condicionó el desembolso de un préstamo de 1.000 millones de dólares en contrapartida de la aceptación por parte de Nigeria de un plan de reforma estructural en el sector energético, “crítico para desestabilizar el sector de las inversiones privadas”. El financiamiento mixto, es decir, el uso del financiamiento público para el desarrollo del Banco Mundial, instrumento para apalancar el financiamiento privado, generando así las condiciones disciplinarias necesarias para forzar la reestructuración (léase privatización) del sector energético nigeriano.
Al igual que su homólogo nigeriano, el gobierno de Ghana se embarcó también en proyectos energéticos financiados mediante asociaciones entre los sectores público y privado. El contrato de PPP para la explotación del gas de Sankofa en alta mar junto con ENI y VITOL incluye una cláusula de “toma o paga” que obliga a la Corporación Nacional de Petróleo de Ghana a comprar el 90% de una cantidad predeterminada de gas, que puede (o no) utilizarlo. Una vez más, el Grupo del Banco Mundial destinó 1.200 millones de dólares para reducir el riesgo el proyecto: una garantía de 500 millones de dólares en caso de que Ghana deje de pagar, un préstamo de 300 millones de dólares a VITOL y un fondo de garantía de 217 millones de dólares para proteger a los bancos comerciales involucrados –HSBC y Société Générale– contra los riesgos políticos. Se suponía que esto ayudaría “Ghana a lograr la seguridad energética y […] a cumplir con los compromisos establecidos en el Acuerdo de París de 2015 para la mitigación del clima”.
Sin embargo, como era de esperar, este modelo de desarrollo aplicado en el sector energético mediante contratos de compra obligatoria implicó un pago para Ghana de, según las estimaciones del FMI, “unos 500 millones de dólares estadounidenses anuales por la capacidad de generación de energía que no utiliza”, y que su sector energético represente un “riesgo fiscal importante” para el presupuesto. A modo de comparación, el presupuesto de salud de Ghana en 2019 fue de aproximadamente 900 millones de dólares. Lo que siguió después es historia conocida: aumento de la deuda externa, recortes en el gasto público, especialmente en aquel destinado a la reducción de la pobreza. La promesa de la PPP, integrada en su estrategia para consolidar su nuevo estatus como productor de petróleo y gas resultó en una restricción fiscal considerable y un espacio menor para el desarrollo.
La presión sobre los recursos fiscales puede ser considerable cuando los costos originales de la PPP se subestiman enormemente. Tomemos el caso de otro de los proyectos favoritos de PPP de Macron, el “metro de Abidján”, cuya construcción inauguró junto con su homólogo de Costa de Marfil, Alassane Ouattara, en 2017. Inicialmente, el gobierno marfileño otorgó el contrato de concesión a un consorcio surcoreano-francés, pero luego les pidió a las empresas surcoreanas que se retiraran y, con el apoyo de un préstamo del gobierno francés, firmó un nuevo acuerdo sólo con empresas francesas. Efectivamente, es una condición del Tesoro francés que sus préstamos concesionales a los países de bajos ingresos sean ejecutados en un 70% por empresas francesas, frente al 50% para los no concesionales. Luego, en 2020, el gobierno de Costa de Marfil decidió transformar la PPP en un contrato público con las empresas francesas, de modo que los costos del proyecto recayeran exclusivamente en el gobierno africano.
“El proyecto de transporte masivo más ambicioso del África subsahariana” costará, según las previsiones, al menos 10 veces más de lo que la Oficina Nacional de Estudios Técnicos y Desarrollo (BNETD) de Costa de Marfil estimó en 2002. El gobierno de Costa de Marfil tendrá que compensar la diferencia, ya sea mediante el aumento del precio de los billetes o subvencionando su coste. Tal como lo planteó Pierre Laurent, Vicepresidente del Senado francés, en una pregunta al gobierno francés el 25 de noviembre de 2020, se le ha impuesto este “elefante blanco” a “un poder marfileño debilitado en particular por la falta de legitimidad democrática resultante de una reelección inconstitucional del Presidente de la República saliente”. Recomendó su entierro lo antes posible “para no prolongar una política de saqueo de los países africanos, que ha durado demasiado tiempo”.
Sin embargo, la gama de riesgos asumidos por los Estados africanos va más allá. El estudio de LEGS-Africa documenta que el gobierno senegalés asume todos los costos financieros de una posible rescisión del contrato de PPP para la autopista mencionada anteriormente. Lo más sorprendente es que el operador privado francés tiene derecho a una indemnización sustancial en caso de que la rescisión del contrato sea el resultado de un incumplimiento de sus obligaciones contractuales. Además de los numerosos problemas urbanos y ambientales causados por la construcción de esta autopista, el estudio sugiere que el Estado senegalés también proporciona subvenciones indirectas mediante exenciones de impuestos y derechos para el operador de la PPP y sus subcontratistas.
En un tono sombrío, el informe del FMI de 2019 sobre la transparencia fiscal en Senegal señala los costos ocultos de los modelo de desarrollo implementados en los 14 proyectos de PPP iniciados desde 2008:
“La escasez de información sobre las obligaciones asumidas por el sector público en relación con los contratos de colaboración público-privada contribuye a la creación de importantes riesgos fiscales. El tamaño de los proyectos, la posibilidad de que los contratos se renegocien y la creación de pasivos a largo plazo (que se extienden, por ejemplo, a más de 25 o 30 años) pueden tener un fuerte impacto en las finanzas públicas. La falta de una supervisión consolidada de esos pasivos impide toda evaluación precisa de los riesgos que entrañan, que puede verse agravada por el amplio recurso a licitaciones no solicitadas del sector privado (más de un tercio de las PPP desde 2008)”.
Otra preocupación importante para los inversores, aunque en gran medida pasada por alto, es el traslado del riesgo monetario al Estado. Tomemos el caso del gestor de activos francés Meridiam, uno de los primeros socios estratégicos del Secretario General para la Cumbre África-Francia de 2020 (aplazada al año que viene debido a la pandemia). Su fondo, Meridiam Infrastructure Africa, con más de 500 millones de euros en activos, incluye un hospital en Costa de Marfil, autopistas en Kenia y proyectos de energía renovable en Senegal, Etiopía, Nigeria y Costa de Marfil, ejecutados como proyectos de PPP. Su Director General, Thierry Deau, aplaudió recientemente un “importante cambio cultural hacia una filosofía de reducción de riesgo más amplia para alcanzar los ODS de las Naciones Unidas, y señaló que el éxito de su fondo de infraestructura para África reflejaba en parte su capacidad para crear asociaciones estratégicas con los gobiernos africanos para que:
“beneficiemos en el contrato con las autoridades de una fuerte protección del riesgo de la moneda reforzada por una cobertura de seguro de riesgo político en caso de que el gobierno no cumpla con su compromiso. Eventualmente, esto proporciona una protección muy robusta”.
Esa reducción del riesgo en términos monetarios está de manera omnipresente en los contratos de PPP en toda África, para garantizar que los beneficios de los grupos privados que gestionan la infraestructura en la PPP, en la medida en que se hagan en moneda local, puedan ser convertidos en dólares o euros y repatriados a un tipo de cambio previamente acordado. Si bien, a veces, está parcialmente cubierto por las instituciones de financiación del desarrollo, la conversión de divisas requiere a menudo que los gobiernos, a través de sus bancos nacionales de desarrollo, compensen a los inversionistas privados en caso de que los tipos de cambio evolucionen negativamente Esto se suma a la larga lista de compromisos contingentes que el giro hacia estos modelos de desarrollo crean para el Estado. Se deben agregar además las presiones sobre las monedas locales, en particular para los países con balanzas comerciales estructuralmente deficitarias.
Este tipo de acuerdos en términos monetarios poseen profundas raíces coloniales. El franco CFA, como acuerdo monetario colonial, ha servido desde su creación en 1945 como instrumento de reducción del riesgo para el funcionamiento del capital francés en África. Elimina el riesgo cambiario mediante su vinculación fija a la moneda francesa y otorga al Tesoro francés la facultad de influir en las políticas monetarias y cambiarias del BCEAO y el BEAC, respectivamente los bancos centrales de las uniones monetarias de África occidental y central. Ambos tienen la obligación de depositar al menos la mitad de sus reservas de divisas en una de las cuentas especiales del Tesoro francés, al menos hasta que se concretice el anuncio de Macron y Ouattara de 2019 sobre poner fin a esa práctica. Si bien la función en términos de reducción del riesgo del franco CFA para las empresas francesas ha sido documentada públicamente desde 1970, las crecientes protestas contra esta reliquia colonial y -quizás más importante aún- la creciente incapacidad de Francia para contener su declive comercial y financiero en su esfera de influencia africana han exigido la adaptación de las estrategias de la reducción del riesgo al actual discurso mundial de apalancamiento de la financiación privada para el desarrollo.
La Doctrina Macron y su gran negociación con la financiación privada
Lo que Macron denuncia en Europa, lo defiende en África. Allí, el gobierno de Macron ha seguido una estrategia de promoción de la financiarización, más agresiva que la de sus predecesores, a través de un Gran Negocio de Desarrollo con financiación privada. La doctrina no es ni post-colonial, ni post-financiarización.
¿Por qué no?, se preguntarán los lectores. La Doctrina Macron puede restarle importancia a la privatización programada en la asociación África-Europa, pero ¿estamos entrando en el territorio de “lo perfecto es enemigo de lo bueno”? Después de todo, los gobiernos africanos tendrían dificultades para recaudar fondos, construir y gestionar proyectos públicos, en particular en el mundo del post-COVID-19, sin un socio dispuesto a participar en los inversores institucionales mundiales.
Pero hay tres peligros importantes en la colocación de bombas de tiempo presupuestarias a través de esta agenda de desarrollo.
El primer peligro es la presión sobre los gobiernos africanos para que amplíen la red de seguridad para los inversores privados en las clases de activos de “desarrollo”. Como el Banco Mundial describió recientemente el desafío de la asociación público-privada después del COVID-19, “el sistema actual tiende a penalizar al socio privado en caso de acontecimientos del cisne negro, lo que contribuye a empeorar la situación financiera de los proyectos en curso y a reducir sus posibilidades de supervivencia”. Una búsqueda más agresiva de este modelo de desarrollo, promovida por los inversores institucionales mundiales y sus socios multilaterales, viene acompañada de nuevas demandas para que el Estado proteja a los inversores privados de los eventos de “cisne negro”, como la pandemia COVID-19 y, en el futuro próximo, los desastres relacionados con el clima.
El segundo peligro radica en la Doctrina Macron, que refuerza el estereotipo de que no se debe confiar en que el Estado africano preste servicios públicos de calidad. Este estereotipo, nos recuerda Macron en su crítica de la economía financiarizada, es el legado histórico de décadas en las que un poderoso Consenso de Washington, y las instituciones que lo respaldan, prescribió la austeridad y el sector público en todos los países, especialmente en los más pobres.
El tercer peligro surge de la política climática del Consenso de Wall Street. A medida que los bancos centrales de todo el mundo reconocen su responsabilidad de abordar los riesgos climáticos como riesgos para la estabilidad financiera, los inversores institucionales se han apresurado a convertirse en socios creíbles -en lugar de sujetos de regulación- en el programa de lucha contra el clima. La narrativa de la COP26 sobre las asociaciones para la reducción de las emisiones de carbono en los países emergentes y pobres demuestra su éxito. En la práctica, estas asociaciones permiten que los inversores institucionales den forma al programa de financiación ecológica. Han introducido sus propios criterios (o taxonomías) para distinguir entre inversiones “verdes/sostenibles” y “sucias”, bajo la forma de clasificaciones ambientales, sociales y de gobernanza (ESG), adelantándose a los propios esfuerzos de los Estados por crear taxonomías públicas. Si bien las clasificaciones ESG son notoriamente poco fiables y propensas al greenwashing, le permiten a los administradores de activos anclar sus reclamos verdes en los ODS. Por ejemplo, Meridiam complementa sus prácticas internas de riesgo en términos de ESG con un marco de evaluación de los ODS, para captar “la contribución positiva de los proyectos en cuestiones como la salud, la educación, el agua, el saneamiento, la energía, la urbanización, el medio ambiente y la justicia social”. Ahí radica el peligro. ¿Quién luchará por un Green New Deal que invierta fuertemente en una infraestructura verde verdaderamente pública y accesible de manera gratuita por todos los ciudadanos, por un Estado que diseñe cuidadosamente la transición a economías con bajas emisiones de carbono y que regule adecuadamente las finanzas desleales, cuando los financieros pueden simular fácilmente ser eco-guerreros de la justicia social, mientras establecen silenciosamente una red de seguridad sin precedentes para sus beneficios, a expensas de los ciudadanos africanos?
No debemos esperar que Emmanuel Macron posea las respuestas.