En el centro de Francia, en una tierra rodeada de antiguas montañas y volcanes dormidos, crecí con la leyenda de un héroe nacido en esa misma tierra y que pertenecía a dos mundos: Francia y Estados Unidos 1.
Fue criado por su madre y sus tías. A los diecinueve años, oyó hablar de unos hombres que luchaban al otro lado del Atlántico en nombre de la libertad y la democracia. Desafió a las autoridades francesas, se embarcó en el Victoire en Burdeos y desembarcó en North Island, cerca de Georgetown, en Carolina del Sur. Se unió a los patriotas estadounidenses y luchó en sus filas. Entabló amistad con George Washington y estableció vínculos con Thomas Jefferson, que en aquel momento redactaba la Declaración de Independencia.
«Sostenemos como evidentes estas verdades: que los hombres son creados iguales; que son dotados por su Creador de ciertos derechos inalienables; que entre estos están la vida, la libertad y la búsqueda de la felicidad.»
Nuestro joven héroe llevó consigo estas palabras a Francia y, tres días antes de la toma de la Bastilla, redactó el primer borrador de la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano, que comienza así:
«Los hombres nacen libres e iguales en derechos. […] El fin de toda asociación política es la conservación de los derechos naturales e imprescriptibles del hombre. Estos derechos son la libertad, la propiedad, la seguridad y la resistencia a la opresión».
Esta es la historia de Lafayette.
Tuvo lugar hace doscientos cincuenta años. Se repitió un siglo y medio más tarde, invirtiendo los papeles, cuando el 6 de junio de 1944, en una noche de luna llena, miles de jóvenes estadounidenses embarcaron hacia las costas normandas, donde muchos de ellos derramarían su sangre para liberar a Francia de la opresión. Les impulsaba la misma motivación que había llevado a Lafayette a cruzar el Atlántico.
Lo hicieron en nombre de una idea sencilla, que Francia y Estados Unidos defienden desde hace más de dos siglos y que tanto ha aportado al mundo: la democracia.
La democracia es un proyecto de sociedad en el que los ciudadanos ilustrados deciden por sí mismos. Es también un marco institucional frágil, pero poderoso, que se basa en tres pilares: los derechos fundamentales: algunos derechos son sagrados; el principio «un hombre, un voto»: la ley la hace el pueblo para el pueblo; el Estado de derecho: todas las personas son iguales ante la ley y nadie está por encima de ella. Mientras se respeten estos tres principios, la democracia se mantiene. Si uno de ellos se ve afectado, toda la democracia se tambalea.
El poder de la democracia
Cuando la democracia se mantiene, constituye sin duda el marco institucional más propicio para la prosperidad, el bienestar y la paz. No se trata de una opinión, sino de una constatación respaldada por la investigación científica.
El economista más citado del mundo y profesor de Harvard, Andrei Shleifer, ha recopilado un amplio corpus de pruebas que demuestran que la tradición jurídica de un país es un factor determinante para su desarrollo. Junto con sus coautores, ha establecido que el Estado de derecho refuerza la protección de los inversores, profundiza los mercados financieros y, en última instancia, estimula el crecimiento económico. Su intuición es sencilla: si se protege la propiedad privada e intelectual, los empresarios e innovadores se ven incentivados a crear riqueza y ampliar los límites del conocimiento.
Los líderes autoritarios temen a la democracia como los vampiros a la luz del sol.
JEAN-NOËL BARROT
El premio Nobel Daron Acemoğlu y sus coautores han demostrado que la democracia es, sin duda, un factor de crecimiento. La democratización aumenta la riqueza per cápita en aproximadamente un 20% a largo plazo gracias a las mayores inversiones de las democracias en capital, la educación y la salud. En otros trabajos fundamentales, Daron Acemoğlu reveló que las instituciones inclusivas —las que garantizan una distribución plena de los frutos del crecimiento— son una de las principales razones por las que algunos países se enriquecen, mientras que otros siguen siendo pobres.
Hay quien dirá que el aumento del PIB no basta para medir el aumento del bienestar. El argumento es válido. Teniendo en cuenta otros indicadores, un estudio publicado en The Lancet ha demostrado que la democracia tiene un efecto positivo en la esperanza de vida: la de los adultos aumenta un 3% en los diez años siguientes a la transición de un país hacia la democracia. Esto concuerda con la correlación negativa entre democracia y mortalidad infantil y la correlación positiva entre democracia y bienestar subjetivo, documentadas en numerosos trabajos.
Más allá de la prosperidad y el bienestar, la democracia conduce a la paz. En los últimos 80 años, ninguna democracia madura ha entrado en guerra con otra. Más importante aún, la democracia ha servido de modelo fundamental para construir el orden internacional sobre las ruinas de la Segunda Guerra Mundial. La Carta de las Naciones Unidas, firmada hace 80 años en San Francisco, se inspira en gran medida en las ideas de Lafayette y Jefferson.
En ella se recogen los tres pilares de la democracia, trasladados al ámbito internacional, entre las naciones: el primero se refiere a los derechos fundamentales, es decir, la integridad territorial y el derecho de los pueblos a disponer de sí mismos; el segundo, el principio de «una nación, un voto», según el cual cada país tiene el mismo poder en la Asamblea General; el tercero, el Estado de derecho, según el cual se aplican las mismas normas a todas las naciones.
El objetivo principal de las Naciones Unidas era preservar la paz y la seguridad internacionales. ¿Ha funcionado? Sin duda alguna. Con la integridad territorial erigida en principio fundamental, invadir a los países vecinos se ha convertido en algo muy costoso. No se han evitado todos los conflictos, ni mucho menos. Pero la función mediadora de la Asamblea General y del Consejo de Seguridad ha permitido evitar en numerosas ocasiones que las tensiones degeneraran en una guerra abierta. Además, las investigaciones han demostrado que las operaciones de mantenimiento de la paz de la ONU y sus otras actividades de consolidación de la paz reducen la violencia, preservan los derechos humanos y crean entornos más estables para el futuro. Ayudan a prevenir futuros conflictos y lo hacen de manera eficaz, reforzando la seguridad global a un menor coste.
Prosperidad, bienestar y paz: la democracia ha aportado mucho a nuestra civilización. Sin embargo, está siendo atacada por todas partes.
La democracia bajo ataque
Los líderes autoritarios temen a la democracia como los vampiros temen a la luz del sol. Saben que la democracia es contagiosa. La temen como a un virus mortal. Nada les preocupa más que su propagación en sus países. Hacen todo lo posible para impedirlo: fuerza bruta, chantaje, desinformación, manipulación de las elecciones. Cuando la democracia se acerca demasiado a sus fronteras, son capaces de todo para impedir que las cruce.
Su manual es muy sencillo.
El guión es siempre el mismo.
Todo está en la trama de Star Wars, cuando Darth Sidious, el señor oscuro de los Sith, hace que la galaxia pase de la democracia a la dictadura en cuatro pasos fáciles de reproducir. Paso 1: identificar a los intermediarios y disfrazarse de senador en el corazón del sistema. Paso 2: provocar una falsa amenaza separatista interna. Paso 3: deshacerse del contrapoder definitivo, la Orden Jedi. Paso 4: proclamar el fin de la República y el advenimiento del Imperio «en nombre de la seguridad». Afortunadamente, El retorno del Jedi pone fin a todo esto y restaura el equilibrio de la Fuerza.
Este escenario no tiene nada de ficticio. La razón que motiva las guerras coloniales de Vladimir Putin —desde Georgia en 2008 hasta Ucrania desde 2014— se resume en una palabra: democracia. La elección soberana y legítima de los georgianos y ucranianos de volverse hacia Europa amenazaba con contagiar la democracia a la esfera de influencia rusa. Por lo tanto, montó frentes separatistas falsos para justificar sus violaciones del derecho internacional. Luego, desencadenó una invasión a gran escala de Ucrania y luego intentó manipular las elecciones en Alemania, en Rumanía y en Moldavia. ¿Lo ha conseguido? No. ¿Lo conseguirá? No, en absoluto. ¿Por qué? Porque la democracia es una idea. No se puede bombardear una idea, ni aniquilar con drones la voluntad de un pueblo de decidir su propio destino.
Más allá de Ucrania, Vladimir Putin apunta a la propia Unión Europea, mediante sabotajes, ciberataques, campañas de desinformación e intentos de asesinato. ¿Por qué? Porque la Unión Europea es un auténtico proyecto democrático. Quizás el proyecto más democrático de todos los tiempos. Él la odia por lo que es y lo que representa. Y no es el único.
Hoy, algunos se atreven a decir que la libertad de expresión está limitada en Europa.
Recordemos que Europa inventó la libertad de expresión y que sigue siendo fiel a ella. En Francia, criticar al Gobierno es un deporte nacional. Pero el campo de batalla de la democracia se ha extendido a las redes sociales. Las fuerzas que quieren acabar con la democracia han ganado terreno y ahora dominan el campo informativo. Al difundir noticias falsas desde el exterior, destinadas a polarizar el debate público, intentan debilitar la democracia desde dentro, según el precepto de Mark Twain: «una mentira puede dar la vuelta al mundo mientras la verdad se pone los zapatos».
No podemos resignarnos a esta situación. Europa nunca renunciará a las normas que hemos adoptado democrática y soberanamente para preservar la libertad de expresión, al tiempo que impedimos que las injerencias extranjeras destruyan el debate democrático.
Los ataques contra la democracia no se limitan, ni mucho menos, a sus enemigos externos. En el seno mismo de las democracias, en Europa o en América del Norte, los movimientos políticos populistas con vocación autoritaria están ganando terreno. Su objetivo es claro: hacerse con el poder desde dentro y crear las condiciones para no devolverlo nunca.
Su enfoque es metódico. Se rompen las barreras de seguridad, se ponen a prueba los límites, se forjan alianzas con fuerzas autoritarias extranjeras, se cuestionan los principios del derecho internacional, la fuerza sustituye al derecho y la audacia supera a la responsabilidad. La razón da paso a las emociones, la política se convierte en un escenario permanente de indignación, las emociones se instrumentalizan para amplificar la ira y el miedo, y las campañas electorales se saturan de desinformación, potenciada por la inteligencia artificial. El objetivo no es convencer, sino pasmar.
La disidencia es condenada al ostracismo, los opositores, las ONG y los defensores de los derechos civiles son reprimidos con registros, persecuciones o intimidaciones bajo el pretexto del orden público. La libertad de expresión se restringe, la conformidad se convierte en un deber cívico. Se borran datos, se prohíben temas de investigación y se recortan las subvenciones a los proyectos que no se ajustan al discurso oficial. Se ejerce presión sobre la prensa tradicional y se acosa a los periodistas.
Las elecciones están sesgadas, la violencia se extiende a los alrededores de los colegios electorales, se tachan los nombres de algunos candidatos de las papeletas y los resultados se impugnan con espectaculares brotes de violencia dirigidos contra las instituciones democráticas. Se cuestiona la separación de poderes y el ejecutivo se vuelve omnipresente. Se instrumentaliza la ley, se sustituye o se intimida a los jueces y se ejerce presión sobre los tribunales. Los órganos anticorrupción se vacían de contenido y se vuelven, como un arma, contra quienes aún se atreven a criticar al poder.
Por último, se recompensa la sumisión, más que el mérito. Llueven contratos y regalos fiscales para los amigos, mientras que se multiplican las sanciones para los disidentes. La innovación se desvanece y, en el silencio que sigue, crece la represión.
Al final de este camino se perfila una ambición aún más sombría: acabar con lo que algunos describen como un experimento fallido que habría durado dos siglos, para sustituir la democracia por una «monarquía de directores generales». Estamos muy lejos del ideal de Jefferson y La Fayette.
Algunos dirán que exagero. Pero seamos lúcidos, el apoyo popular a la democracia nunca ha sido tan débil. El año pasado, el índice de democracia de The Economist volvió a bajar y alcanzó su nivel más bajo de la historia. El aumento del descontento se ha acelerado desde 2005. Y esta tendencia está especialmente marcada en las democracias desarrolladas.
Europa nunca renunciará a las normas que hemos adoptado democrática y soberanamente para preservar la libertad de expresión, al tiempo que impedimos que las injerencias extranjeras destruyan el debate democrático.
JEAN-NOËL BARROT
El cansancio democrático
¿Por qué ganan terreno los enemigos de la democracia? Esa es la pregunta más importante de nuestra época. La respuesta se resume en dos palabras: fatiga democrática. En las democracias desarrolladas, los ciudadanos se sienten frustrados, hastiados, agotados, decepcionados. La confianza se erosiona, el pulso cívico late con menos fuerza. El poder del pueblo, por el pueblo y para el pueblo se convierte en un eco más que en un llamamiento.
La fatiga democrática se basa en sentimientos encontrados.
La sensación de que los ciudadanos no son escuchados, de que los temas que les preocupan nunca se tratan y de que una élite lejana —en París o en Washington— decide por ellos sin rendir cuentas.
La sensación de que el gobierno democrático no está a la altura, que traiciona su promesa de libertad, seguridad y desarrollo. Se extiende la impresión de que pagamos cada vez más para obtener menos, que los servicios públicos no están a la altura y que las responsabilidades se diluyen en una burocracia anónima y lejana. Y a la pregunta que todos se hacen en la mesa familiar —«¿vivirán mis hijos mejor que yo?»— la respuesta ya no es «sí».
La sensación de que la democracia no nos protege de los trastornos mundiales. El impacto procedente de China ha destruido millones de puestos de trabajo y ha dejado a regiones enteras de Europa y América del Norte en la estacada. Las políticas de Pekín han aumentado la deuda de los hogares estadounidenses y han ensombrecido las perspectivas de empleo. Al mismo tiempo, los profundos cambios en las estructuras familiares y el aumento de la inmigración han transformado nuestras sociedades, alimentando inquietudes a las que la democracia tiene dificultades para dar respuesta. La digitalización y la automatización han trastocado el mercado laboral y debilitado a las clases medias, que se sienten abandonadas a su suerte, solas y desatendidas.
La sensación de que la democracia ya no logra encontrar el delicado equilibrio entre la autonomía individual y el sentimiento de pertenencia, condición necesaria para la realización personal. Paradójicamente, hoy carecemos de ambas cosas. Carecemos de autonomía, porque nos sentimos limitados en nuestra vida cotidiana, coartados en nuestra capacidad de elegir, decidir o actuar. Y carecemos del sentimiento de pertenencia, porque ya no nos sentimos llamados a participar en empresas más grandes que nosotros mismos.
Hemos consentido la privatización del espacio público en aras del pago de dividendos.
JEAN-NOËL BARROT
Por último, el sentimiento de injusticia y frustración que generan las sociedades carcomidas por el óxido del materialismo, a pesar del bienestar sin precedentes del que disfrutamos en comparación con la inmensa mayoría de la población mundial.
Este cansancio democrático no ha caído del cielo.
Es el resultado de décadas de ceguera de las élites ante un mundo en plena transformación, de su negación ante la legítima ira de las clases medias y populares, cansadas de ser despreciadas y marginadas. Es fruto de la incapacidad de las fuerzas políticas tradicionales para esbozar un nuevo horizonte que responda a esa ira. Durante años, las fuerzas políticas tradicionales, tanto en Estados Unidos como en Europa, han dejado que la situación se deteriorara hasta el punto de que la población se siente totalmente desposeída del poder.
Reconozcámoslo, el cansancio democrático es también consecuencia del dominio de las llamadas «redes sociales» sobre nuestra vida cotidiana.
Obedecen a un modelo económico diseñado para agotar nuestra capacidad cerebral y explotar nuestros datos personales con el fin de obtener ingresos publicitarios. Sus filtros algorítmicos nos encierran en burbujas cognitivas herméticas. Los ciudadanos se convierten en simples pares de ojos, en suscriptores, en «usuarios». Hemos consentido la privatización del espacio público al servicio del pago de dividendos.
Ante tal cansancio, muchos podrían sentirse tentados a capitular y ceder a la «Ilustración oscura» de la neorreacción.
Por el contrario, nuestra responsabilidad es resistir, permanecer fieles al legado de La Fayette y Jefferson, y reparar la democracia.
Reparar la democracia
Reparar la democracia supone reparar la ciudadanía y formar verdaderos ciudadanos: ciudadanos ilustrados, capaces y deseosos de asumir responsabilidades por sí mismos y por los demás.
¿Cómo lograrlo? Se necesita discernimiento, responsabilidad y valentía.
En primer lugar, el discernimiento: devolver el poder al pueblo sólo funciona si este está plenamente informado. De lo contrario, está condenado a vagar en la oscuridad. ¿Cómo debatir de forma útil si no podemos ponernos de acuerdo sobre los hechos, si facciones polarizadas se enfrentan en torno a noticias falsas en las redes sociales y si la «verdad» se fabrica con fines políticos?
El aprendizaje del discernimiento comienza en la escuela y continúa en las universidades, donde los profesores dedican su vida a comprender el mundo y a transmitir sus conocimientos a sus alumnos.
Hoy, la ciencia se cuestiona. Ya no se confía en ella, se politiza. Sin embargo, el discernimiento requiere más investigación, más libertad académica, más ciencia y no menos, una ciencia libre y abierta. Necesitamos un mundo académico dinámico en el que reine una sana emulación, la rigurosa disciplina de las revisiones por pares y una evaluación rigurosa de las políticas públicas.
Por lo tanto, seguimos decididos a apoyar a las mentes libres que sueñan más allá de lo posible, a los profesores y estudiantes que se atreven; decididos a apoyar a las universidades que se enfrentan a la amenaza del control político, a restricciones presupuestarias u otras limitaciones que pesan sobre sus planes de estudios o sus proyectos de investigación; decididos a apoyar a los estudiantes, que se preguntan si podrán terminar sus estudios.
El discernimiento también se basa en una prensa libre. Los periodistas deben sentirse lo suficientemente independientes como para poder informar de lo que ven. Deben estar libres de presiones políticas o restricciones editoriales. Deben disponer de los recursos necesarios para investigar y revelar verdades incómodas.
Por lo tanto, seguimos decididos a apoyar a quienes verifican los hechos, a los denunciantes, a los periodistas que asumen riesgos; decididos a apoyar a los medios de comunicación independientes que se esfuerzan por hacer bien su trabajo y a quienes luchan por la integridad de la información.
Reparar la ciudadanía pasa luego por el restablecimiento y la redistribución de las responsabilidades. Ahora que la democracia parece estar en crisis, algunos se preguntan: ¿por qué no probar otro sistema que concentre el poder en manos de unos pocos? La única alternativa a la concentración del poder es su redistribución radical. Se trata de replantear el reparto de responsabilidades: entre el sector público y el privado, el Estado central y los poderes locales, el gobierno y los operadores. El principio rector debe ser la subsidiariedad: asignar el poder allí donde se ejerce con mayor eficacia y justicia. El objetivo debe ser liberar la energía, dar a cada uno los medios para dirigir su propia vida, abrir amplios horizontes para que se desarrollen las pasiones y los talentos.
La democracia puede repararse, tanto en Francia como en Estados Unidos, si realmente lo queremos.
JEAN-NOËL BARROT
Luego hay que ir más allá y dar más protagonismo a cada uno, en todas las dimensiones de su vida, empezando por su vida cívica. Nadie aspira a votar por un programa cada cuatro o cinco años y no tener voz ni voto entre medias. Los ciudadanos deben participar más activamente en la acción pública. Francia ha experimentado con convenciones ciudadanas sobre temas como el cambio climático o el final de la vida. Otros países han puesto en marcha herramientas digitales para movilizar la sabiduría de las masas. Se trata de vías prometedoras para generar una participación ciudadana continua. Hagamos de los ciudadanos actores en lugar de espectadores.
El discernimiento y la emancipación son condiciones necesarias para reparar la democracia. Pero no serán suficientes si no restauramos el coraje. En 1978, Alexander Solzhenitsyn pronunció un discurso en Harvard con motivo de la entrega de diplomas. Criticó a las democracias occidentales por su falta de coraje cívico y su incapacidad para afrontar los grandes retos. Denunció la pasividad de las élites, la obsesión por el confort material y el empobrecimiento espiritual. Lo llamó «el declive del coraje», y tenía razón.
Recuperemos el coraje: el coraje de anteponer nuestros valores a nuestros intereses, de asumir nuestra parte de la carga colectiva sin la certeza de que los demás harán lo mismo, de comprender la dimensión espiritual de la vida y resistir la tentación de la comodidad, de mirar al mundo de frente y estar dispuestos a tomar decisiones difíciles cuando sea necesario; el valor también de no ceder a las presiones inmediatas y de mantenernos centrados en lo esencial.
«Y esto también lo pueden saber… teman el momento en que la humanidad se niegue a sufrir, a morir por una idea, porque esa cualidad es la base del ser humano, y esa cualidad es lo que distingue al hombre en todo el universo», se lee en The Grapes of Wrath.
Sí, la democracia puede repararse, tanto en Francia como en Estados Unidos, si realmente lo queremos. Puede repararse si formamos a mujeres y hombres que escuchen y debatan, voten con conocimiento de causa, pidan cuentas a sus dirigentes y se comprometan al servicio del bien común. La clave está en nuestras manos: armemos a los ciudadanos con discernimiento, responsabilidad y valor.
Nos enfrentamos a las siguientes preguntas: ¿qué tipo de ciudadanos seremos? ¿Seremos espectadores o actores? ¿Defenderemos la democracia?
En su discurso ante el Congreso estadounidense en 1824, Lafayette declaró: «Estados Unidos es una lección para los opresores, un ejemplo para los oprimidos y un santuario para los derechos de la humanidad». Ojalá estemos a la altura del legado de Jefferson y Lafayette; ojalá nos inspire el valor de Lafayette, el de los soldados de la batalla de Normandía o el de todos aquellos en el mundo que asumen todos los riesgos en nombre de la libertad y la democracia.
Se lo debemos a ellos, nos lo debemos a nosotros mismos y a las generaciones venideras.