El momento MAGA de Putin: el discurso de Valdái
Incluso en el ambiente habitualmente discreto de su think tank, Vladimir Putin ya no se preocupa por las convenciones formales de la era anterior a Trump.
En el Club Valdai, expuso su nueva línea oficial —el «realismo geopolítico»— con un estilo brutal y agresivo, al tiempo que recordaba su convergencia con Washington.
Mientras se intensifican las provocaciones de Rusia en Europa, lo traducimos y comentamos.
- Autor
- Guillaume Lancereau

En términos de duración, Vladimir Putin aún está lejos de igualar los récords de los dictadores Fidel Castro o Muamar al Gadafi. Hay que reconocer que sigue disfrutando tanto escuchándose hablar a sí mismo, hasta el punto de ironizar al respecto preguntando, al final de su último discurso, si no había «agotado» a sus oyentes. Esta intervención tuvo lugar el 2 de octubre en Sochi, en el marco de las reuniones anuales del club de debate Valdái.
Desde hace aproximadamente una década, este think tank creado en 2004 por Vladimir Putin se ha impuesto como el principal escaparate ideológico de la Rusia contemporánea. Los responsables políticos y diplomáticos rusos escriben y publican durante todo el año, pero a menudo aprovechan esta ocasión específica para «probar» nuevas fórmulas, a falta de nuevas ideas.
Así, fue en las reuniones de Valdai donde Putin se asumió por primera vez como «nacionalista». También fue allí donde se refirió explícitamente a Solzhenitsyn y a su famoso discurso en Harvard, en el que el escritor ruso advertía a Occidente de que no se dejara «cegar por la supremacía» y minar por su «falta de espiritualidad». También fue en Valdái, en 2013, poco después de regresar a su cargo presidencial, anunció el giro conservador del régimen, acusando a Occidente de romper con sus propias raíces, entre ellas los «valores cristianos que son la base de la civilización occidental», de ceder a todos los excesos de lo «políticamente correcto» y de promover la homosexualidad y la pedofilia, al tiempo que persigue a los creyentes. Si recordamos que ese mismo año 2013 también fue el de la prohibición de la «propaganda homosexual» en Rusia, comprenderemos hasta qué punto el club Valdái se ha convertido, para el presidente ruso, en una tribuna destinada a justificar su política pasada o a anunciar la futura.
El tema elegido para estas XXII reuniones fue el del «mundo multipolar».
Esta concepción no tiene, en sí misma, nada de nuevo: desde hace años se repite incansablemente en casi todas las intervenciones públicas del presidente ruso.
Del mismo modo, no hay nada nuevo en la hipocresía manifiesta que Putin demuestra cuando afirma, el 2 de octubre, que Rusia nunca habría desencadenado deliberadamente una confrontación militar o que su país solo estaría «respondiendo» a la militarización agresiva de Europa —los más de 40 incidentes con drones sobre el espacio aéreo de Polonia o Dinamarca, pero también las incesantes interferencias a barcos y aviones en el Mar Báltico, por no hablar de las amenazas dirigidas a los «piratas» que quisieran abordar la flota fantasma rusa, hablan por sí solas.
La verdadera novedad del discurso de Putin radica más bien en su carácter sistemático. Como es habitual en él, se repite mucho, martillea tres o cuatro veces la misma idea, pero el hecho es que, desde la diplomacia hasta la reforma de la ONU, desde la guerra en Ucrania hasta el conflicto israelo-palestino, desde la imposición de los valores occidentales hasta las últimas etapas de la descolonización, de los BRICS a la Organización de Cooperación de Shanghái, esta intervención repasa, uno tras otro, los principales temas que realmente merecen ser abordados si se considera que el mundo está entrando en una nueva fase.
Mientras que la intervención de Vladimir Putin se enmarcó en las preguntas de Fiodor Lukyanov, de Russia in Global Affairs, que colabora estrechamente con Serguéi Karaganov, aquí encontramos pocos elementos del último informe elaborado por estos ideólogos, centrado esencialmente en los valores espirituales, morales y políticos de la Rusia del mañana.
El presidente ruso señala al mundo que ha llegado la hora de una política internacional regida por los intereses y la regulación de los conflictos sobre la base de dichos intereses. Se hace hincapié en una consigna, centro de gravedad de esta larga intervención: el «realismo geopolítico».
El club Valdái se reúne hoy por vigésimo segunda vez. Estas reuniones anuales no solo se han convertido en una tradición tan feliz como útil, sino que también nos ofrecen la oportunidad de detenernos un momento para evaluar el estado del mundo sin prejuicios, tomar conciencia de los cambios y determinar su significado.
Una de las particularidades del club Valdái, que también lo hace tan interesante, reside en la aspiración común de sus participantes de ir más allá de los análisis banales, de los hechos más evidentes, que se ponen en la agenda del espacio informativo mundial, en particular bajo el efecto de dinámicas digitales a veces positivas, a veces negativas, pero siempre difíciles de comprender. Aquí, por el contrario, nos esforzamos por formular nuestras propias preguntas, planteamientos originales e interpretaciones personales de los procesos en curso, que nos permitan despejar la niebla del futuro. Es una tarea difícil, pero que a veces logramos con éxito, y los debates del club Valdái son el mejor ejemplo de ello.
Todos vemos que el mundo está cambiando, y que además lo hace a una velocidad vertiginosa, lo que cambia todas las reglas del juego. Nadie aquí puede comprender con total claridad el desarrollo futuro de las dinámicas en curso, pero eso no nos exime del deber de estar preparados para todo, y los acontecimientos de nuestro tiempo no dejan de recordárnoslo. En épocas como la nuestra, cada uno de nosotros tiene una enorme responsabilidad, no solo en lo que respecta a su propio destino, sino también al de su país y al del mundo entero. Lo que está en juego en nuestras acciones es extraordinariamente importante.
Este año, el informe del club Valdái se centra, como acaban de recordar, en la problemática del mundo multipolar y policéntrico. Este tema lleva mucho tiempo en la agenda, pero ahora recibe una atención especial, por lo que comparto plenamente la elección de los organizadores. De hecho, el carácter multipolar del mundo en el que vivimos ya constituye el contexto de acción de los diferentes Estados. Entonces, ¿en qué consiste la particularidad de la situación actual?
En primer lugar, el espacio de las relaciones internacionales se ha vuelto más abierto, incluso a comportamientos, por así decirlo, más creativos. Nada está decidido de antemano, todo puede tomar un rumbo inesperado. Muchas cosas dependen del grado de precisión, preparación y acierto de las acciones de cada actor en la arena internacional. Al mismo tiempo, como se ve a menudo, es fácil perder los puntos de referencia en este inmenso espacio.
Además, este espacio de multipolaridad es increíblemente dinámico. Los cambios son rápidos e inesperados; a veces se producen de forma repentina, en una fracción de segundo. Dado que es imposible preverlos y prepararse completamente para ellos, hay que ser capaz de reaccionar instantáneamente, en tiempo real.
Por otra parte, y esto es un punto esencial, este espacio es mucho más democrático que antes. Ofrece oportunidades sin precedentes a un gran número de actores políticos y económicos. Nunca antes la escena internacional había contado con tantos Estados capaces de ejercer una influencia decisiva a escala regional, e incluso mundial.
En este contexto, las especificidades culturales, históricas y civilizacionales de los diferentes países desempeñan un papel cada vez más importante. Debemos buscar cada vez más los puntos de convergencia y coincidencia de intereses. Ya nadie está dispuesto a jugar según reglas unilaterales impuestas desde lejos, «desde detrás de la niebla», como dice la canción [del grupo de rock patriótico Lioubé], o desde el otro lado del océano.
Toda decisión debe basarse en un acuerdo aceptable para todas las partes implicadas o para una mayoría abrumadora, de lo contrario solo se impondrán declaraciones ruidosas y juegos de ambición en detrimento de soluciones viables. Por lo tanto, obtener resultados concretos requiere una forma de armonía, de equilibrio.
Por último, las oportunidades y los peligros que nos brinda este mundo multipolar van de la mano. El debilitamiento de la hegemonía que caracterizó las décadas anteriores y la ampliación de un espacio de libertad para todos y todas representan un avance indiscutible, pero, en estas circunstancias sin precedentes, cada vez resulta más difícil inventar y establecer un equilibrio duradero.
La situación que acabo de describir a grandes rasgos es un fenómeno nuevo en su esencia misma. Las relaciones internacionales están en plena transformación. Paradójicamente, la multipolaridad se ha convertido en la consecuencia misma de los intentos de establecer y preservar una hegemonía global, es decir, una réplica del sistema internacional —y de la propia historia— a la obsesión de organizar los países según una jerarquía única, invariablemente dominada por los Estados occidentales. Este proyecto estaba condenado al fracaso, solo era cuestión de tiempo. A escala histórica, se puede decir que este fracaso se produjo con bastante rapidez.
A finales del siglo XX, el poder de Estados Unidos y sus aliados alcanzó efectivamente su apogeo. Pero ya no existe —y nunca volverá a existir— una potencia capaz de gobernar el mundo, de imponer su voluntad a todos, de decir a cada uno cómo debe comportarse, vivir e incluso respirar. Todos estos intentos han terminado en debacle.
El llamado orden «liberal» del mundo parecía convenir a muchos. Si bien esta jerarquía limitaba las posibilidades de quienes se encontraban en la parte inferior de la escala, también los liberaba de una serie de responsabilidades. Las reglas de esta cadena alimentaria se resumían en pocas palabras: « Acepta las condiciones que se te imponen, insértate en el sistema, confórmate con la parte que se te concede, vive feliz y no te hagas demasiadas preguntas: alguien se encargará de ello por ti». Por mucho que algunos quieran decir hoy, así es como funcionaba ese sistema, y los expertos aquí presentes no me contradirán.
Todo esto no ha llevado a nada bueno. Ninguno de los problemas fundamentales del mundo actual se ha resuelto; al contrario, no han dejado de surgir y acumularse nuevas dificultades. Las instituciones de regulación internacional, surgidas en una época muy diferente a la nuestra, han perdido la mayor parte de su capacidad de acción, cuando no han dejado simplemente de funcionar. Por mucho poder que pueda concentrar un país o un grupo de países, todo poder encuentra, tarde o temprano, sus límites.
En nuestro país se dice: «Nada funciona frente a la fuerza más que otra fuerza». Y esa fuerza contraria siempre acaba surgiendo. Ahí reside el quid de los acontecimientos que se están produciendo a escala planetaria: siempre acaba surgiendo una fuerza contraria. Sin contar con que el deseo de controlarlo todo conduce siempre a una especie de sobrecalentamiento, en detrimento de la solidez interna del sistema. Por eso ahora se oye a los ciudadanos de la hegemonía occidental plantearse, con toda legitimidad, la pregunta: «¿Para qué sirve todo esto?». Hace algún tiempo, incluso escuché a algunos de nuestros colegas estadounidenses decirme: «Hemos conquistado el mundo, pero hemos perdido a Estados Unidos». Es comprensible que no puedan evitar preguntarse si realmente valió la pena.
Este pasaje es interesante por varios motivos. En primer lugar, Putin admite sin tapujos que el uso de la fuerza es ahora un paradigma asumido, incluso en el plano retórico: la subversión argumentativa consiste únicamente en presentarlo como una respuesta a una agresión imaginaria. Al mismo tiempo, el presidente ruso inicia una forma de convergencia con el discurso revisionista que agita hoy en día las esferas estratégicas del trumpismo. La frase «hemos perdido a Estados Unidos» hace eco así de la reconfiguración de la política exterior estadounidense en el «hemisferio occidental» para responder a una demanda de la base MAGA. Esta doctrina de reparto de esferas de influencia está perfectamente alineada con el discurso mantenido aquí por Putin y, en general, con la propaganda rusa desde la invasión a gran escala de Ucrania en 2022.
En todas las sociedades de los grandes países de Europa occidental, se observa cómo madura y crece el rechazo a las desmesuradas ambiciones de la élite política local. Las encuestas de opinión pública lo confirman cada día. Sin embargo, las élites en el poder no tienen ninguna intención de renunciar a su poder y están dispuestas, para conservarlo, a servir las peores mentiras a sus conciudadanos, a avivar las tensiones en el exterior y a recurrir a las peores artimañas en el interior, a menudo al límite, o incluso más allá, de los límites de la legalidad.
La última expresión de este párrafo —«al límite, o incluso más allá de los límites de la legalidad»—, que denuncia la supuesta «criminalidad» occidental, es bastante sintomática de una ausencia abrumadora: la palabra «derecho» casi nunca aparece en este texto, salvo en dos excepciones que evocan un derecho a la ofensiva, para indicar que Rusia «se reserva el derecho de actuar». Más allá de los grandes rasgos de la propaganda, el hecho de que Vladimir Putin ya no se moleste en adornar su discurso con ciertos atributos formales como el derecho internacional da testimonio de la radicalidad del giro «realista» que ahora quiere dar a su política: ya no es necesaria ninguna inhibición, ya no hay ningún límite.
No se pueden transformar indefinidamente los procesos democráticos en una farsa electoral; no se puede manipular impunemente la voluntad de los pueblos, como ha sido el caso en Rumania, sin entrar en detalles. Las maniobras de este tipo se multiplican en todos los países de Europa, con la prohibición de oponentes políticos que gozan de una legitimidad y una confianza crecientes por parte de los votantes. Todo esto no nos es ajeno: lo vimos claramente en la Unión Soviética. Recuerden la canción de Vladimir Vysotski: «¡Han prohibido incluso el desfile militar! ¡Pronto lo prohibirán todo!». Como sabemos, eso no funciona, no se consigue nada con prohibiciones. Sin embargo, la voluntad de los pueblos, de los ciudadanos de a pie de esos países, es sencilla: que sus dirigentes se ocupen de los problemas de sus conciudadanos, de su seguridad y de su calidad de vida, en lugar de perseguir quimeras. Estados Unidos, donde la demanda popular ha provocado un giro bastante radical en la orientación política del país, es un ejemplo significativo. Y, como sabemos, los ejemplos son contagiosos.
Los éxitos proeuropeos en las elecciones de Rumanía y Moldavia —en ambos casos en un contexto de injerencias rusas masivas— constituyen un fracaso evidente para el Kremlin, que pone de manifiesto los límites de su estrategia.
La sumisión de la mayoría a la minoría, lógica dominante en las relaciones internacionales en la época del dominio absoluto de Occidente, da paso a enfoques multilaterales y cooperativos, que se basan tanto en acuerdos entre los principales actores como en una mejor consideración de los intereses de todos. Evidentemente, este sistema aún está lejos de garantizarnos el equilibrio y la desaparición de cualquier forma de conflicto. Los intereses de los diferentes Estados nunca coinciden del todo y toda la historia de las relaciones internacionales no es más que una historia de lucha por la defensa de esos intereses.
No obstante, el ambiente general, cuyo tono cada vez más lo marcan los países de la mayoría mundial, es fundamentalmente nuevo. Esto nos permite esperar que, con el tiempo, todos los actores terminen por tener en cuenta los intereses de los demás en sus procesos de toma de decisiones. Es un hecho que nadie puede realizar sus ambiciones por sí solo, aislándose de los demás. A pesar de la exacerbación de los conflictos, la fragmentación de la economía mundial y la crisis del antiguo modelo de globalización, el mundo sigue siendo un todo, un conjunto de actores interconectados e interdependientes.
Por nuestra parte, lo sabemos bien: no hemos olvidado los esfuerzos realizados por nuestros adversarios en los últimos años para expulsar a Rusia del sistema mundial, confinarnos, reducirnos a un estado de autarquía económica y aislamiento político, cultural e informativo. Rusia ostenta un auténtico récord, el de las medidas punitivas adoptadas contra un país, que se denominan pudorosamente «sanciones». Treinta mil restricciones, quizá más, es algo sin precedentes.
¿Y entonces? ¿Los resultados han estado a la altura de las expectativas? No es necesario explicar a los aquí presentes hasta qué punto estos esfuerzos han sido un completo fracaso. Rusia ha demostrado al mundo entero su extraordinaria capacidad de resistencia frente a las presiones más intensas, presiones que podrían haber puesto de rodillas a muchos otros países, incluso a toda una coalición de países. Salimos de ello con un orgullo muy legítimo, naturalmente: estamos orgullosos de Rusia, de nuestros conciudadanos y de nuestras Fuerzas Armadas.
Por otra parte, ha quedado claro que ese mismo sistema mundial del que tanto querían expulsarnos simplemente no nos deja desaparecer, ya que nos necesita. Rusia es necesaria como elemento esencial del equilibrio mundial. No es solo una cuestión de territorio, demografía, recursos naturales, capacidad de defensa o potencial tecnológico e industrial, que sin embargo son factores de primera importancia. Es sobre todo que, sin Rusia, es imposible establecer ningún tipo de equilibrio mundial. Ni económico, ni estratégico, ni cultural, ni logístico. Todos los que han intentado socavar a Rusia no pueden dejar de darse cuenta de ello, aunque algunos sigan empeñados en lograr sus objetivos infligiéndonos, como ellos dicen, una «derrota estratégica». Si no ven que su plan está condenado al fracaso y quieren obstinarse en el error hasta el final, espero que la vida acabe demostrándoles que van por mal camino y que incluso los más obstinados vuelvan a la razón. Ya han amenazado en más de una ocasión a gritos con establecer un bloqueo total e incluso —según sus propias palabras, que evidentemente no les inspiran ninguna vergüenza— con hacer sufrir al pueblo ruso. Para ello, han multiplicado los planes, cada uno más descabellado que el anterior. Por mi parte, les respondo que tal vez sea hora de tomarse un respiro, recuperar la cordura, afrontar la realidad y reanudar nuestras relaciones sobre bases completamente diferentes.
Si Putin prefiere burlarse del número de sanciones y seguir alimentando el mito de que Rusia va bien a pesar de la presión de los países occidentales, hay que reconocer que su economía —ahora casi totalmente orientada al esfuerzo bélico— está en apuros y que sus maniobras para eludir las sanciones se cuestionan cada vez más, como ha demostrado el reciente apresamiento de un barco de la «flota fantasma» frente a las costas francesas, incidente que Putin califica de «piratería» en una de sus respuestas a la sesión de preguntas que sigue a este discurso.
Por otra parte, vemos lo dinámico que es este mundo policéntrico. A primera vista, parece frágil e inestable, ya que se ha vuelto imposible fijar de una vez por todas el estado de las cosas y definir un equilibrio de poder duradero. Los actores son numerosos, las fuerzas en presencia son muy asimétricas y se articulan de manera compleja. Todos tienen sus puntos fuertes y sus ventajas comparativas, lo que crea combinaciones únicas en cada momento. El mundo actual es extraordinariamente complejo: las simples leyes de la lógica son incapaces de describir sus innumerables dimensiones; las relaciones de causa y efecto no bastan para dar cuenta de él. Aquí se necesita otra filosofía, una filosofía de la complejidad, una especie de equivalente a la mecánica cuántica que, en algunos aspectos, es más profunda que la física clásica.
En mi opinión, es precisamente esta complejidad la que aumenta el potencial general de acuerdo entre las diferentes partes implicadas. Ahora que las soluciones unilaterales y lineales ya no son válidas, hay que plantearse decisiones no lineales y multilaterales, que exigen nuevos estándares diplomáticos: una diplomacia seria, profesional, imparcial y creativa, aunque ello suponga romper con las convenciones y los hábitos.
Por todas estas razones, estoy convencido de que asistiremos a una especie de renacimiento de la diplomacia de alto nivel. Y este nuevo arte diplomático tendrá precisamente como objetivo mantener el diálogo y favorecer el acuerdo entre vecinos, socios, pero también, lo que siempre es más importante y delicado, entre adversarios.
Esta mentalidad, que es verdaderamente la mentalidad del siglo XXI, ya anima a nuevas instituciones internacionales, empezando por la comunidad ampliada de los BRICS y las principales organizaciones regionales, como la Organización de Cooperación de Shanghái y las estructuras de Eurasia. A pesar de todo lo que las distingue, estas instituciones tienen un punto en común: se niegan a funcionar según un principio jerárquico, en el que todos los actores están subordinados a un único centro. Además, no existen «contra» alguien, sino por sí mismas. Lo repito: el mundo contemporáneo necesita acuerdos entre todos, y no la sumisión a la voluntad de uno solo. La hegemonía, en todas sus formas, es incapaz de responder a los retos de este mundo, empezando por los retos de seguridad.
En este contexto de multiplicación de actores con perfiles y objetivos variados, las cuestiones de seguridad adquieren una importancia y una complejidad sin precedentes. Los reflejos de «bloque» pensados para la confrontación son un anacronismo. No se nos han escapado los esfuerzos desesperados con los que nuestros vecinos europeos tratan de tapar los huecos de su edificio, como tampoco se nos ha escapado el núcleo de su estrategia: para superar sus divisiones y recrear esa unidad de la que aún se jactaban hace poco, no buscan tanto resolver sus contradicciones internas como designar un enemigo común.
Este enemigo común de hoy no es otro que el de ayer, el adversario de siempre, que se cierne como una amenaza desde hace varios siglos: Rusia. Sin embargo, a las poblaciones europeas les cuesta mucho entender por qué Rusia es tan temible, hasta el punto de que, para resistirla, hay que apretarse el cinturón, renunciar a las propias ambiciones y llevar a cabo una política tan contraria a los propios intereses. Mientras tanto, las élites dirigentes de la Europa unida siguen alimentando la histeria reinante. Al escucharlas, parecería que Rusia está a las puertas. Y perseveran en su delirio, repitiendo una y otra vez su mantra.
Ya sea mediante ciberataques o tratando de poner a prueba la resistencia de los países de la OTAN, los actos hostiles directamente atribuibles a Rusia se han multiplicado en los últimos años y varios servicios de inteligencia europeos consideran ahora plausible un ataque ruso contra uno o varios Estados de la Alianza a mediano plazo.
Sinceramente, a veces me parece, al escucharlos, que ellos mismos no pueden creer lo que dicen. No pueden creer seriamente lo que dicen cuando afirman que Rusia se dispone a atacar a la OTAN. Aunque nadie podría pensar decentemente algo así, se empeñan en convencer de ello a sus conciudadanos. Entonces, ¿cómo calificar a personas así? O son incompetentes o son mentirosos. No veo otra solución.
A veces dan ganas de decirles: tranquilos, duerman bien y ocúpense (por fin) de sus propios problemas. Miren el estado de las ciudades europeas, el estado de la economía, la industria, la cultura y la identidad en Europa, entre deudas colosales, crisis de los sistemas de protección social, inmigración incontrolable, explosión de la violencia, incluida la política, en un contexto de radicalización de diversos grupúsculos izquierdistas, ultraliberales o racistas. Observen, sobre todo, hasta qué punto Europa está quedando relegada a la periferia de la competencia mundial. Por nuestra parte, sabemos bien hasta qué punto son quiméricas las amenazas relacionadas con los supuestos planes agresivos de Rusia. Pero Europa se inocula a sí misma quimeras, y la autosugestión es una droga peligrosa. No podemos permanecer indiferentes, de brazos cruzados; no tenemos derecho a hacerlo, aunque solo sea por motivos que atañen a nuestra propia seguridad.
Por eso seguimos con la mayor atención la creciente militarización de Europa. ¿Se trata de un simple juego verbal? ¿Es hora de que tomemos contramedidas? Cuando Alemania, por ejemplo, afirma que su ejército debe convertirse en el más poderoso de Europa, prestamos atención. Ya veremos qué significa eso.
Creo que nadie duda de que las contramedidas no se harán esperar por parte rusa. Por decirlo de manera educada, pero con toda transparencia, nuestra respuesta a las amenazas será convincente. Y hablo claramente de «respuesta». Nunca hemos iniciado por nuestra cuenta ningún enfrentamiento militar. Cualquier enfrentamiento militar es absurdo e inútil; desvía la atención y los esfuerzos de los problemas fundamentales, de los verdaderos retos. Y, de hecho, tarde o temprano, las sociedades pedirán cuentas a sus élites dirigentes por haber ignorado sus esperanzas, sus expectativas y sus necesidades.
Sin embargo, si alguien sintiera la necesidad de medirse con nosotros en el plano militar, entonces, como se suele decir, «cada uno es libre de hacerlo». Que lo intenten. Hemos demostrado más de una vez que respondemos rápidamente cuando están en juego nuestra seguridad, la paz y la tranquilidad de nuestros ciudadanos, nuestra soberanía y la propia existencia de nuestro Estado. Por lo tanto, es mejor abstenerse de provocar. Nunca ha acabado bien para el provocador y las cosas no serán diferentes en el futuro.
Aunque se presente como una «respuesta», la guerra es aquí el único horizonte posible expresado por el jefe de la Federación de Rusia cuando evoca un futuro incierto.
Rusia siempre ha defendido, con constancia y coherencia, el principio de la indivisibilidad de la seguridad. Ya lo he dicho más de una vez: la seguridad de unos no puede garantizarse en detrimento de la de otros, porque entonces ya no hay seguridad para nadie. Lamentablemente, no hemos logrado hacer valer este principio. La euforia y la insaciable sed de poder de quienes se soñaban «vencedores» de la Guerra Fría dieron rienda suelta a su proyecto de imponer una concepción perfectamente subjetiva y unilateral de la seguridad.
El resultado no solo ha sido el conflicto ucraniano, sino también muchos otros conflictos de las últimas décadas. ¿Y con qué resultado? Como habíamos anunciado, un resultado nulo: hoy en día, nadie se siente seguro. Quizás sea hora de volver a las raíces del problema.
La cuestión de la indivisibilidad de la seguridad se plantea hoy en día en términos mucho más complejos que a finales de los años ochenta y principios de los noventa. Ya no se trata solo de mantener un equilibrio militar y político basado en los intereses recíprocos, ya que la seguridad de la humanidad depende ahora de su capacidad para hacer frente a las catástrofes naturales, los accidentes tecnológicos y el propio desarrollo de la ciencia y la tecnología, así como a las nuevas dinámicas sociales, demográficas e informativas.
Todas estas dimensiones son, además, interdependientes y a menudo se producen por sí mismas, siguiendo sus propias lógicas y leyes, cuyo desarrollo es imposible de prever en su totalidad, incluso independientemente de la voluntad y las expectativas de la humanidad. Por lo tanto, la humanidad corre el riesgo de convertirse en superflua, indeseable: un simple testigo de procesos que ya no sería capaz de controlar. ¿No es este un desafío sistémico que se dirige a toda la humanidad y apela a su capacidad de trabajar en conjunto?
No existe una respuesta prefabricada para ello, pero me parece evidente que, para abordar estos problemas globales, es necesario, en primer lugar, abordarlos sin prejuicios ideológicos y sin ese tono edificante con el que a veces se nos dice: «Es muy sencillo, se lo voy a explicar todo». Por otra parte, hay que comprender que estas tareas son verdaderamente comunes, indivisibles y exigen esfuerzos conjuntos por parte de todas las naciones y todos los pueblos. Cada cultura, cada civilización debe aportar su granito de arena. Ninguno de nosotros puede pretender tener el monopolio de la «respuesta correcta». Esta solo puede surgir de una búsqueda colectiva y constructiva, y no de los esfuerzos desordenados y la experiencia nacional de cada Estado por separado.
Los conflictos abiertos y las divergencias de intereses siempre han existido y no van a desaparecer, como ya he señalado, y toda la cuestión consiste precisamente en saber cómo resolverlos. Este mundo multipolar nos devuelve a la diplomacia clásica, en la que la resolución de conflictos era sinónimo de atención y respeto mutuo, y no de coacción. La diplomacia clásica sabía tener en cuenta las posiciones respectivas de los diferentes actores de la vida internacional, orientarse en la complejidad del «concierto» de potencias. Lamentablemente, se ha sustituido por las reglas occidentales del monólogo diplomático, que mezcla órdenes y condescendencia. En lugar de resolver las situaciones conflictivas, esta diplomacia se ha puesto al servicio de los intereses de unos pocos, considerando que los de los demás no merecen la más mínima atención. ¿Debemos sorprendernos entonces de que, en lugar de regular los conflictos, solo se haya conseguido agravarlos, a veces hasta llegar a enfrentamientos sangrientos y verdaderas catástrofes humanitarias? Al comportarse así, se garantiza que no se resolverá ningún problema, y los últimos treinta años están ahí para recordárnoslo.
La insistencia de Putin en el arte de la diplomacia contrasta con la práctica de su ministro de Asuntos Exteriores, Serguéi Lavrov, que se inscribe en una tradición soviética de negociaciones internacionales construida en contraposición al legado occidental. Esta tradición encontró su quintaesencia en la «doctrina Gromyko»: «Exige lo máximo y no te avergüences de exagerar en tus demandas. No escatimes en amenazas y luego propón negociaciones como salida a la situación: siempre habrá gente en Occidente que muerda el anzuelo».
Uno de los ejemplos más llamativos es sin duda el conflicto entre Israel y Palestina, que las recetas de la diplomacia unilateral han hecho irresoluble, al no haber tenido en cuenta la historia, las tradiciones, las identidades y las culturas de los pueblos afectados. Este diagnóstico podría extenderse a todo Medio Oriente, donde la situación se deteriora a ojos vista. Hoy hemos podido conocer con más detalle las propuestas del presidente Trump. Quizás por fin veamos la luz al final del túnel.
Otro ejemplo que se nos presenta es la tragedia ucraniana, que supone un verdadero sufrimiento para los ucranianos, para los rusos, para todos nosotros. Las razones profundas del conflicto ucraniano son bien conocidas, siempre que nos hayamos molestado en interesarnos por las etapas que han conducido a la situación actual, que es, con mucho, la más grave. También sabemos que quienes, durante décadas, han alentado, incitado y armado a Ucrania, volviéndola contra Rusia y alimentando el nazismo y el nacionalismo, se han burlado, perdónenme la expresión, de los intereses de Rusia, pero también de los de Ucrania, de los verdaderos intereses de la población de ese país. No sienten ninguna compasión por los ucranianos, que para ellos no son más que capital humano, un recurso que los globalistas, los expansionistas occidentales y sus vasallos en Kiev sacrifican sin pensarlo dos veces. Los resultados de este aventurerismo irracional están ahí, no hay mucho más que añadir.
Incluso según los estándares «surkovianos» de realidad alternativa, este pasaje sobre el «sufrimiento de los ucranianos» resulta especialmente chocante cuando sabemos que Rusia sigue atacando indiscriminadamente a la población civil en Ucrania en su guerra de agresión.
Por otro lado, se puede invertir la pregunta: ¿podría haber sido de otra manera? Vuelvo a las declaraciones del presidente Trump: afirmó que, si hubiera estado en el poder entonces, todo esto se podría haber evitado. Estoy de acuerdo con él: se podría haber evitado, si la administración de Biden hubiera tenido una actitud diferente hacia nosotros en ese momento, si Ucrania no se hubiera convertido en un instrumento mortífero en manos extranjeras, si no se hubiera utilizado para ello el bloque del Atlántico Norte que se extiende hasta nuestras puertas, si Ucrania hubiera conservado, en definitiva, su independencia, su soberanía real.
Todo esto plantea otra cuestión: ¿cómo se deberían haber resuelto los problemas bilaterales entre Rusia y Ucrania, que eran la consecuencia objetiva del colapso de un país inmenso y de complejas transformaciones geopolíticas? Por cierto, me pregunto si la disolución de la Unión Soviética no fue decidida por la dirección de Rusia de la época con el fin, precisamente, de deshacerse de las últimas confrontaciones ideológicas, con la idea de que el fin del comunismo conduciría necesariamente a una gran «fraternización». Como sabemos, nada de eso ocurrió. Había otros factores en juego: intereses geopolíticos. Entonces se demostró que las confrontaciones ideológicas no tenían ninguna importancia.
¿Cómo resolver cuestiones de este tipo en un mundo policéntrico? ¿Cómo se podría haber resuelto la situación ucraniana en esta configuración? En una configuración multipolar, los diferentes polos habrían evaluado los retos del conflicto ucraniano a la luz de sus propias zonas de tensión y fractura, y entonces la decisión colectiva habría sido mucho más responsable y mesurada. La solución se habría basado en la convicción de que cada una de las partes implicadas tenía sus propios intereses, basados en datos tanto objetivos como subjetivos, y que esos intereses nunca pueden ignorarse. Es totalmente legítimo que cada país trate de garantizar su seguridad y su desarrollo, ya sea Ucrania, Rusia o cualquiera de nuestros vecinos. Son precisamente las opiniones de los Estados de la región las que deben tener un peso preponderante en los debates sobre las transformaciones de este sistema regional. Estos Estados son también los que tienen más posibilidades de ponerse de acuerdo sobre un modelo de interacción aceptable para todos, porque esta cuestión les afecta directamente e incluso atañe a sus intereses vitales.
Para los demás países, la situación en Ucrania no es más que un peón en un juego más amplio, un juego que ellos mismos han decidido jugar, independientemente de los problemas concretos que plantean en los países implicados. Todo el asunto no es más que un pretexto y un medio para servir a sus propias ambiciones geopolíticas, para ampliar su zona de control, sin olvidar sacar provecho de ello. Por eso han venido a «llamar a nuestra puerta» con la infraestructura de la OTAN; por eso, tras el golpe de Estado de 2014 en Ucrania, han contemplado, sin mover un dedo, la tragedia, el genocidio del Donbas, la aniquilación del pueblo ruso en nuestras tierras históricas, las tierras de nuestros antepasados.
Este comportamiento, que ha sido el de Europa y, hasta hace poco, el de Estados Unidos, no podría contrastar más singularmente con la actitud de la mayoría mundial, que se ha abstenido de tomar partido y, por el contrario, se ha esforzado por contribuir al establecimiento de una paz justa. Una vez más, expresamos nuestro agradecimiento a los Estados que, en los últimos años, han hecho todo lo posible por encontrar una solución a esta situación. Pienso en nuestros socios fundadores de los BRICS: China, India, Brasil y Sudáfrica. Pienso en Bielorrusia, pero también en Corea del Norte. Por último, pienso en nuestros amigos del mundo musulmán, entre ellos Arabia Saudita, los Emiratos Árabes Unidos, Qatar, Egipto, Turquía e Irán, así como, en Europa, Serbia, Hungría y Eslovaquia. Por no hablar de muchos otros países de África y América Latina.
Cabe destacar que Putin pone aquí en el mismo plano a dos Estados miembros de la Unión Europea —Hungría y Eslovaquia— con algunos de sus aliados cercanos —como Corea del Norte— o incluso con sus vasallos —como la Bielorrusia de Lukashenko.
Por el momento, estos esfuerzos concertados no han sido suficientes para poner fin a las hostilidades. La responsabilidad no recae en la «mayoría» mundial, sino en la «minoría», y en primer lugar en Europa, que impulsa continuamente la escalada del conflicto y, en mi opinión, no persigue ningún otro objetivo en la actualidad. Sin embargo, sigo convencido de que la buena voluntad acabará imponiéndose. En la propia Ucrania ya se están produciendo cambios fundamentales, como podemos ver. Tras largos años de lavado de cerebro, la conciencia nacional parece estar dando un nuevo giro, que también observamos en la inmensa mayoría de los países del mundo.
El fenómeno de la «mayoría mundial» es inédito en el orden de las relaciones entre las naciones, por lo que conviene decir algunas palabras al respecto. En esencia, la novedad radica en el hecho de que la mayoría de los Estados del planeta se preocupan ahora por la realización de sus propios intereses civilizatorios, empezando por el mantenimiento de un desarrollo equilibrado. Se podría pensar que siempre ha sido así, pero, en el pasado, la percepción misma de estos intereses se veía a menudo distorsionada por ambiciones malsanas, egoísmo, la influencia nefasta de una ideología expansionista. Hoy en día, la mayoría de los países y pueblos, esa famosa «mayoría mundial», es consciente de sus verdaderos intereses. Sobre todo, estos países y pueblos sienten en lo más profundo de su ser la fuerza y la confianza en sí mismos necesarias para defenderlos a pesar de las presiones externas. Al promover y defender sus propios intereses, están además dispuestos a trabajar en conjunto con sus socios, es decir, a convertir las relaciones internacionales, la diplomacia y la integración en una fuente de crecimiento, progreso y desarrollo. Las relaciones dentro de la mayoría mundial son el prototipo de las prácticas políticas que exige un mundo policéntrico. Se basan en el pragmatismo y el realismo, el rechazo de toda lógica de «bloque», la ausencia de modelos rígidos e impuestos por terceros, en los que siempre hay «socios» más importantes que otros, y, por último, en la capacidad de armonizar intereses que distan mucho de coincidir espontáneamente. Así, la ausencia de antagonismo se erige en principio fundamental.
El concepto de «mayoría mundial» había sido ampliamente desarrollado en un extenso informe del ideólogo en jefe del putinismo en cuestiones de política exterior, Serguéi Karaganov, un texto que tradujimos íntegramente al francés y comentamos en la revista.
Hoy en día asistimos al auge de una ola de descolonización marcada por una creciente reivindicación de soberanía en materia de política, economía, cultura y visión del mundo. En este contexto, hay que destacar la importancia de un determinado aniversario. Acabamos de celebrar los 80 años de la Organización de las Naciones Unidas. La ONU no solo es la estructura política más representativa y universal del mundo, sino que es un símbolo del espíritu de cooperación, alianza e incluso fraternidad militar que, hace casi un siglo, permitió derrotar al mayor mal de la historia: una despiadada máquina de exterminio y aniquilación. En esta victoria sobre el nazismo, la Unión Soviética desempeñó, por supuesto, un papel decisivo, y no dejamos de sentirnos orgullosos de ello. Para apreciar su importancia, basta con comparar el número de muertos en la coalición antihitleriana, y todo queda dicho.
La ONU es, sin duda, un legado de esa victoria y la experiencia más exitosa hasta la fecha en la creación de una organización internacional que ofrece la posibilidad de resolver las cuestiones internacionales más candentes. Hoy en día se oye decir a menudo que el sistema de la ONU está completamente paralizado, en crisis o en decadencia: se ha convertido en un verdadero lugar común. Algunos llegan incluso a afirmar que la ONU ha cumplido su función y que, como mínimo, habría que revisar en profundidad toda la organización. Nadie negará aquí que existen problemas muy reales en el seno de la ONU, problemas numerosos y de gran envergadura. Pero no tenemos nada mejor a mano. Es importante ser conscientes de ello.
El problema fundamental no reside en la ONU en sí, cuyo potencial sigue siendo considerable. El verdadero problema radica en la forma en que nosotros, esas mismas «naciones unidas», o más bien desunidas, utilizamos ese potencial. Si la ONU se enfrenta a una serie de problemas que, como en cualquier otra organización, exigen adaptarla a las realidades del mundo actual, no debemos olvidar su significado fundamental, el que guió su fundación y se ha ido perfeccionando a lo largo de su desarrollo.
Un primer dato a tener en cuenta es que, desde 1945, el número de Estados miembros casi se ha cuadruplicado. Esta organización, creada por iniciativa de un puñado de grandes potencias, se ha ampliado con el tiempo, integrando al mismo tiempo todo un mosaico de culturas y tradiciones políticas. Esta evolución la ha convertido en una institución verdaderamente multipolar mucho antes de que el mundo lo fuera. Apenas estamos empezando a percibir el alcance del potencial que encierra el sistema de las Naciones Unidas y estoy convencido de que, en la nueva era que se avecina, ese potencial no hará más que revelarse en toda su magnitud.
Esta oda a la ONU parece más retórica que basada en una convicción real. Si bien es evidente que Pekín ha desarrollado una estrategia de control sistemático de los órganos de la ONU siempre que puede, Rusia desempeña más bien un papel de bloqueo. La última intervención de Vladimir Putin en la tribuna de las Naciones Unidas se remonta a 2020, por videoconferencia.
En otras palabras, los países de la mayoría mundial constituyen ahora la abrumadora mayoría de los países miembros de la Organización de las Naciones Unidas. Por lo tanto, ya es hora de que su estructura y sus órganos de dirección tomen nota de ello y se adapten a esta nueva realidad, lo que, por otra parte, será coherente con los principios fundamentales de la democracia.
No pretendo afirmar que hoy en día exista un consenso sobre la forma en que debe reorganizarse el mundo, ni sobre los principios que deben guiarlo en los próximos años y décadas. La época que se avecina estará marcada por interrogantes y vacilaciones: seguiremos avanzando a tientas durante mucho tiempo. Es imposible prever cuál será la nueva forma estable del sistema una vez que haya tomado forma definitiva. Debemos prepararnos para que el desarrollo social, político y económico siga siendo impredecible y agitado durante un período de tiempo bastante largo.
Para mantener unos puntos de referencia claros y no desviarnos de nuestro camino, todos necesitamos pilares sólidos. Desde nuestro punto de vista, se trata ante todo de los valores madurados a lo largo de los siglos por las diferentes culturas nacionales. La cultura y la historia, las normas éticas y religiosas, la influencia del espacio y el relieve: estos son los elementos fundamentales que dan origen a las civilizaciones, esas comunidades singulares formadas a lo largo de los siglos y de las que emanan la conciencia nacional, los valores fundamentales y las tradiciones: todo lo que sirve de referencia, todo lo que evita que nos desviemos, todo lo que nos permite mantenernos firmes frente a las tormentas de la vida internacional.
Las tradiciones son siempre un hecho único, original y específico. Respetarlas es, en cualquier circunstancia, la condición sine qua non para un desarrollo de las relaciones internacionales favorable para todos y para la resolución de los problemas que estas generan. Nuestro mundo ha sido testigo de intentos de unificación de estas tradiciones, de imposición a todo el planeta de un modelo supuestamente «universal», que en realidad contradecía las tradiciones culturales y éticas de la mayoría de las poblaciones. La propia Unión Soviética cometió este pecado al imponer su sistema político. Nadie dirá lo contrario. Luego, Estados Unidos asumió este papel y Europa tampoco se quedó atrás. En ambos casos, este intento terminó en fracaso. Lo que se injerta desde el exterior siempre resulta superficial, artificial, sobre todo cuando se trata de algo impuesto: entonces, el injerto no cuaja. Quien respeta su propia tradición no trata de invadir la de su vecino.
La inestabilidad actual confiere una importancia especial a estos fundamentos, estas bases sobre las que se sustenta todo el desarrollo posterior. Muchos países y pueblos se vuelven precisamente hacia estos valores fundamentales, que no se ven afectados por las turbulencias externas. No se trata solo de los países de la mayoría mundial, sino también de los occidentales. Si cada uno avanzara siguiendo sus propios puntos de referencia, se ocupara de lo que le concierne y dejara de acariciar ambiciones inútiles, sería mucho menos difícil encontrar un lenguaje común. Uno de los últimos ejemplos es la restauración de las relaciones entre Rusia y Estados Unidos. Como todo el mundo sabe, nuestros dos países no carecen de puntos de desacuerdo e intereses divergentes. Este fenómeno es de lo más normal cuando se trata de dos grandes potencias, es incluso algo absolutamente natural. Todo el reto consiste en saber cómo resolver estas contradicciones y en qué medida se puede lograr por vías pacíficas.
La actual administración de la Casa Blanca expresa sus intereses e intenciones de la manera más directa posible, de una forma que, como ustedes comprenderán, a veces puede parecer brusca, pero que al menos tiene el mérito de ahorrarnos la hipocresía. Siempre es mejor comprender claramente lo que quiere nuestro interlocutor, lo que busca conseguir, en lugar de perderse en meandros de equívocos, ambigüedades y alusiones nebulosas. La administración estadounidense actúa estrictamente en interés de su país, al menos tal y como ella lo concibe. Es un principio de acción totalmente racional.
Pero en este caso, lamento decirlo, Rusia también se reserva el derecho de actuar según sus intereses nacionales, entre los que figura, por cierto, ese mismo restablecimiento de las relaciones con Estados Unidos. Independientemente de las contradicciones y los puntos de tensión, la negociación, incluso la más dura y obstinada, tendrá posibilidades de llegar a soluciones aceptables para todas las partes, siempre que se considere al otro con respeto.
La multipolaridad y el policentrismo son la nueva realidad con la que hay que contar. La rapidez y la eficacia con la que logremos construir sobre esta base un orden mundial estabilizado dependen de cada uno de nosotros. Este nuevo orden, este nuevo modelo, solo puede ser, en el mundo actual, el fruto de un esfuerzo común, de un trabajo colectivo. Insisto: la época en la que un pequeño club de grandes potencias podía decidir por el resto del planeta ha quedado definitivamente atrás. Es lo que hay que recordar a los nostálgicos de la época colonial, en la que se distinguía entre pueblos «iguales» y pueblos que lo eran más que otros; no hemos olvidado la frase de Orwell. Rusia nunca ha tenido la costumbre de abordar los problemas en estos términos racistas, de mantener una relación así con otros pueblos y otras culturas. Rusia siempre ha estado a favor de la diversidad, de la polifonía, de la sinfonía de valores. Sin duda estarán de acuerdo conmigo en que el mundo parece muy pobre cuando es monótono. Rusia ha tenido un destino tormentoso y doloroso. La propia formación del Estado ruso exigió superar inmensos retos históricos. No quiero decir con ello que los demás Estados se hayan desarrollado en un entorno protegido, pero no hay que dejar de insistir en el carácter único de la experiencia rusa, tan única como lo es nuestro país. No se trata en absoluto de una pretensión de excepcionalidad o superioridad, sino de una simple constatación de nuestra singularidad. Hemos sufrido sacudidas sin fin, hemos alimentado el pensamiento de la humanidad, a veces de forma positiva, a veces de forma negativa. Hoy en día, nuestro legado histórico nos prepara sin duda mejor que a otros para afrontar una configuración mundial compleja, no lineal y ambigua en todos los aspectos: la configuración en la que tendremos que vivir.
A lo largo de todas las vicisitudes de la historia, Rusia ha demostrado una cosa: ha existido, existe y nunca dejará de existir. Si bien su papel en el mundo está evolucionando, sigue siendo una fuerza a tener en cuenta y sin la cual es difícil, si no imposible, alcanzar la armonía y el equilibrio. Es un hecho demostrado, probado a lo largo del tiempo, un hecho que sigue siendo indiscutible.
En el mundo multipolar actual, la armonía y el equilibrio a los que me he referido no pueden alcanzarse sin un trabajo colectivo y concertado. Y les garantizo una vez más: Rusia está dispuesta a contribuir a ello.
Gracias por su atención, muchas gracias.