Paul Auster solía decir que con Enrique Vila-Matas no hay nada que temer, que podemos dejarnos llevar, porque estamos «en manos de un maestro».
Su nueva novela, Canon de cámara oscura, publicada por Seix Barral, es una especie de objeto literario no identificado.
Vidal Escabia, el protagonista, es un robot.
Más exactamente, es un «Denver-7». Pero es en todo —o casi— igual que un ser humano. Sobre todo porque es un gran lector; escribe y se fija una gran misión: establecer su propio «Canon» personal e íntimo de la literatura mundial.
Cada mañana, este androide elige un libro del que extrae un fragmento que se integra en la «cámara oscura», donde va tomando forma el famoso canon a medida que avanza la lectura y la escritura —que parece simultánea y a su vez influenciada por los textos elegidos—.
En un elegante concierto de citas y referencias perfectamente equilibradas, Vila-Matas nos lleva al universo de sus temas predilectos: la ficción, el simulacro, el doble, la escritura, el narrador/autor —esa figura con la que al escritor catalán le gusta jugar—, lo absurdo, pero también la ausencia.
Vila-Matas es efectivamente un maestro, un virtuoso en el arte de la narración —y este Canon de cámara oscura es la mejor ilustración de ello—.
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¿Se podría decir que este excelente libro es su gran homenaje a la escritura, a la lectura, es decir, a la literatura?
Quien quiera verlo así, que piense que en efecto lo es.
Pero que también piense que lo es todo, todo, menos un monumento fúnebre. Porque no hay alegría mayor para mí que ésta de ver que he sabido encajar las variadas piezas mentales para la construcción —quiero confesar que es inédito— de ese artificio literario, o Canon abierto a los cuatro vientos.
¿El «canon de cámara oscura» no es al fin y al cabo esta novela misma en forma de gran palimpsesto?
Así creo que pueda ser leído, como un manuscrito antiguo que conserva trazas de una escritura anterior, borrada artificialmente.
Así puede ser leído, sí. No lo había pensado, pero es magnífico que sepamos verlo así.
En el capítulo 40 el narrador expone la condición de no-lugar de su biblioteca. ¿El «canon de cámara oscura» podría ser cualquier buen libro que mediante su ausencia de lugar permite viajar hacia otros lugares — pensando incluso en una remotivación poética de los «non-lieux» de Marc Augé — en los cuales «uno necesariamente se interroga por la errancia, la dispersión, la diáspora, lo relegado, todo aquello que nos muestra en silencio lo poco que queda del mundo.»?
Y también de lo que queda de la literatura, ¿no?
Porque podemos pensar aquí en las «riendas» sueltas cuando se menciona en el libro al gran relato de Kafka «Deseo de convertirse en indio» en el que el deseo del protagonista de volar, de impulso, de huida absoluta es justamente muy importante.
La oscuridad es la esencia de la cámara.
Enrique Vila-Matas
¿Cómo definiría o caracterizaría el —paradójico quizás— papel de la oscuridad en la novela? En el último párrafo del capítulo 55 podemos leer: «Me río, por ejemplo, de la cómica paradoja que detecto en el hecho de que para un Denver-7 que planee una venganza, salir a la luz y desplegar rencor contra —por poner un ejemplo de sujeto del que vengarse— su antiguo dueño puede costarle la vida cuando precisamente si disfruta de una larga vida es por un apagón de luz.»
La oscuridad, presente desde el título, es la esencia de la cámara, es lo que busca el libro o fragmento seleccionado con ese juego con la luz del ventanal, y es finalmente lo que permite la vida del narrador.
«Parecía que nada le hiciera tanta gracia como la oscuridad», dice el narrador hablando de Altobelli, antes que éste agregue: «Y porque, sin las sombras, los libros que tanto nos gustan no serían nada.» ¿Qué permite la oscuridad en la literatura que impediría la luz?
Muchas cosas. Basta con cerrar los ojos. Y veamos.
Hay un juego casi sistemático que se instala en la dialéctica siempre compleja y borrosa entre el autor (o «Auctor») y el narrador: este último se burla del primero y éste, dándole la posibilidad al narrador que se pueda burlar, muestra paradójicamente que él controla todo. En un momento, el narrador «sospecha» que el «Autor, esa figura que sobrevuela la vida de muchos narradores» ha intervenido en la narración. Se habla de una voz presente, ajena, un ocupante. ¿Cuál es la figura omnipotente en este caso: el narrador o el autor?
Canon de cámara oscura abre preguntas como la suya y deja que, de desearlo, las resuelva y, como prefiera, el lector.
¿Es usted «uno de ellos» —un Denver-7—?
Por supuesto. Aunque si desea ponerlo en duda, puede perfectamente hacerlo.
¿Y diría usted también, como dice el narrador en el capítulo 56, que es «un escritor de sótano» hablando de su gabinete y de referencias a «K» (de hecho, volvemos al tema de la oscuridad)?
Creo que quien dice esto en el fragmento que cita usted, lo dice muy convencido.
Hablando de Kafka, en la obra del maestro de Praga se encuentra todo un imaginario que gira en torno al cuchillo y al cuerpo fragmentado que puede hacer pensar en el estilo y método de escritura de Kafka. ¿Escribe usted también por fragmentos, por pedazos de textos que hay luego que ensamblar para tener todo el relato final?
Exacto.
Y el narrador/auctor con gran convicción reivindica el fragmento ya casi desde el primer momento del artificio Canon. «¡Los fragmentos! No son, no son, como tanto se cree, una parte más del todo, sino una parte importantísima del todo. Por eso tienen que tener la potencia suficiente como para que podamos abrir un libro por cualquier página y leer sin necesidad de saber qué ha sucedido antes o pasará después.»
Son fragmentos que me recuerdan a ese tipo de libros que van sin tapas, porque son abiertos y libres, y se puede escribir antes y después de ellos.
Escribo siempre pensando que estoy metido en un fragmento.
Enrique Vila-Matas
«El fragmento tiene algo de potencia presente que no necesita del pasado ni del futuro», escribió en su libro Biblioteca el portugués Gonçalo M. Tavares (en la oscuridad de la cámara oscura, esperando al Canon), un autor al que se le puede aplicar lo que él dice, en ese mismo libro, de Ludwig Wittgenstein, al que califica de «mentalmente desplazado, como todos los individuos interesantes».
Me gustaría que fuera así cómo describiera Ryo un día mi Canon: «Mentalmente desplazado e intempestivo, como todos los cánones interesantes».
Nota sobre Ryo: es la hija del androide, es decir, del responsable del Canon del Androide.
Y una nota final: escribo siempre pensando que estoy metido en un fragmento. Pero si, cuando acabo ese fragmento, observo que éste se halla conectado con el núcleo principal del libro, no me altero nada. Al contrario, pienso que estoy haciendo algo bien, tal vez porque cada vez siento que estoy más cerca del Grand Chemin, del Gran Camino del que hablaba Julien Gracq.
En la novela se cita a Borges, por supuesto. Hay una sensación con el Canon de cámara oscura de estar en una suerte de Biblioteca de Babel, de laberinto infinito «sin saber dónde empezara todo y ni siquiera por qué empezó» (capítulo 7) —sin saber tampoco necesariamente dónde termina—… (Pienso aquí también en la magnífica frase de Valéry que cita: «El infinito, querido, es bien poca cosa; es una cuestión de escritura. El universo sólo existe sobre el papel.», capítulo 18).
No recuerdo cuándo aparece Borges, quizás porque es un autor que está ahí en todo momento.
El caso es que lo nombro muchas veces en las entrevistas en cuanto me hablan de él. Y si lo nombro es para aclarar algún malentendido. O simplemente recordar que el nuevo género fantástico de la literatura es la literatura misma.
Este es el material con el que trabajo y del que a veces se me acusa de trabajar. Es un material —el literario— que sitúo en ese orden fantástico en el que lo ve el propio Borges.
No creo que tenga que repetirlo, cualquier IA es capaz de saberse de memoria algo tan sencillo como que Borges incorporó referencias a otras obras literarias, filosóficas y culturales, creando una red de conexiones que no hicieron más que enriquecer sus historias.
El nuevo género fantástico de la literatura es la literatura misma.
Enrique Vila-Matas
Leyendo su libro nos encontramos con una tensión en torno a la simultaneidad (un término que aparece varias veces). Este excelente pasaje lo simboliza perfectamente: «Entro en casa y me sitúo casi inmediatamente en el gabinete, donde me acomodo en la silla giratoria en la que me he visto sentado en tantos momentos de la fiesta, y donde en realidad llevo rato sentado describiendo en tiempo presente ciertos sucesos de esta noche» (capítulo 42). ¿Lo que busca es hacer permanecer el presente, alargarlo, repetirlo, torcerlo como sólo lo permite la escritura? De hecho, unas líneas más abajo el narrador parece ofrecerse una hipótesis de lectura: «Y es que es evidente que quien vive en el presente puede repetir, si quiere, el presente que ya no existe, pero sólo escribiendo.»
Bueno, este fragmento logra confirmar que desde la primera línea del libro él ha estado narrando en tiempo presente y que en ese preciso instante él esta viviendo la escritura en dos lugares idénticos y distintos a la vez. ¿La escritura fuera del espacio y el tiempo? Es un placer probar a escribirla y vivirla así.
Añadiría ahora aquí que la literatura convierte en posible casi todo, o todo, absolutamente todo si sabemos confiar, manejar bien nuestra mente.
«¿Hay algo que no esté en mi cabeza?», se preguntaba Wittgenstein.
Siguiendo sobre la simultaneidad, ¿es usted un escritor que vive y luego escribe (como decía Camus: «Il y a un temps pour vivre et un temps pour témoigner de vivre», Noces) o intenta hacer ambos trabajos por así decirlo al mismo tiempo?
En mi mismo Canon se vive en directo como escribo viviendo.
¿Siente usted también cuando quiere escribir aquel soplo del que habla Ribeyro que pasa, que se escapa y que termina por desaparecer sin que haya podido atraparlo?
Sólo una vez me ocurrió, cuando vivía en París en los años setenta, se infiltró el diablo en persona en mi buhardilla y me cedió una historia extraordinaria para una novela.
Pero como por aquel entonces ya estaba yo más interesado en pasarme al ensayo, no le hice demasiado caso.
Y cuando finalmente decidí hacerme con la historia que me estaba contando el visitante y con la que sin duda habría dominado el mundo, llamaron a la puerta y todo se desfondó de pronto, lo que me produjo un alivio extraordinario.
¿La escritura fuera del espacio y el tiempo? Es un placer probar a escribirla y vivirla así.
Enrique Vila-Matas
La gran tarea —y frustración— del escritor es decir lo indecible. Así empieza de hecho la novela. ¿Cómo se puede acercar a decir lo indecible? ¿Hay que representarse lo indecible con metáforas como hacía Flaubert, rodeándolo como lo podía hacer Proust mediante sus largas frases o citando a todos los grandes que se plantearon el mismo problema en el pasado como lo hace usted, citando incluso a Cortázar sobre ese mismo tema en Rayuela: «pero lo que yo quisiera decir es justamente indecible. Hay que dar vueltas alrededor, como un perro buscándose la cola […] simplemente hago todo lo que puedo para que las cosas me renuncien a mí»?
Yo creo que estoy a punto de decirle lo indecible.
Pero me paso la vida temiendo que me llamen a la puerta.
Como dice Altobelli, ¿«para ser realmente contemporáneo hay que ser ligeramente inactual»?
Sin duda. Nada tengo más claro.
Yo sólo sé que ante la ola de libros que confunden lo político con lo coyuntural (lógica insigne del mercado), mi obra busca aquello que Nietzsche gritaba antes de caer rendido en Turín: que para ser realmente contemporáneo hay que ser intempestivo, ligeramente inactual. Como el Canon del androide, añado yo aquí.
Es desde esa posición desplazada que nos provee el lenguaje, desde la cual se abre —a modo de paralaje— la distancia crítica que nos permite esbozar una discrepancia política frente al presente.
Sólo sé eso.
Y aún.
No vaya a creer que sé de algo.
Si acaso de supervivencia a una entrevista tan difícil —y a veces divertida— como ésta.