En La llamada (Anagrama), la escritora y periodista argentina Leila Guerriero ofrece un retrato coral de la vida de Silvia Labayru, sobreviviente de la última dictadura argentina.
En diciembre de 1976, con veinte años y embarazada de cinco meses, Labayru fue secuestrada y recluida en la ESMA (Escuela de Mecánica de la Armada). Su hija Vera nació allí durante el cautiverio.
Labayru fue utilizada por los militares argentinos como elemento central de su infiltración en la iglesia de Santa Cruz, donde se reunían las familias de los desaparecidos durante la dictadura.
En 1977, el soldado y espía argentino Alfredo Astiz —apodado «el Ángel de la muerte», uno de los principales operadores de la ESMA y condenado tras una saga judicial a cadena perpetua por crímenes contra la humanidad— logró infiltrarse en estas reuniones haciendo creer que tenía a un hermano desaparecido.
Le acompañaba la que entonces era su prisionera, Silvia Labayru. Gracias a esta operación, Astiz detuvo y secuestró a varios miembros de estas reuniones, entre ellos la religiosa francesa Léonie Duquet.
Silvia Labayru fue liberada en junio de 1978. Después se exilió en Madrid, donde sus compañeros de militancia la acusaron de traición y proyectaron sobre ella un manto de sospecha. En 2014, Labayru impulsó el primer juicio por crímenes de violencia sexual cometidos en la ESMA, que terminó en 2021 con la condena de dos ex jefes militares.
Leila Guerriero reconstruye su historia en un libro complejo, coral y lleno de matices, que arroja luz sobre la historia argentina de los años setenta y sobre las zonas grises de la militancia montonera.

¿Qué te llevó a contar esta historia, que es la historia de una mujer, pero que es también otra forma de abordar la violencia de los años setenta en Argentina?
Cuando leí el reportaje de Mariana Carbajal —mi colega en Página/12— que me mandó el fotógrafo Dani Yako, vi allí una especie de resumen monstruoso de todas las cosas que habían padecido las personas que habían sido secuestradas y desaparecidas por los militares. En principio, Silvia Labayru había sido secuestrada, embarazada de cinco meses, la habían hecho parir en el mismo lugar donde estaba detenida, la habían obligado a hacer trabajos esclavos, a hacerse pasar por la hermana de Astiz en aquella infiltración monstruosa de la iglesia de Santa Cruz en diciembre de 1977 1.
Esa infiltración fue uno de los momentos más oscuros de la dictadura militar.
La desaparición de las monjas levantó una gran polémica internacional, pero además desaparecieron tres Madres de Plaza de Mayo. Después vino la peripecia del exilio, el encontrarse en España con algunos de sus ex compañeros de Montoneros exiliados, que arrojaban sospechas sobre ella y sobre los sobrevivientes también. Pesaba sobre ella una sombra de sospecha.
Pero esa frase de: «algo habrá hecho» se aplicaba aquí a una persona sobreviviente que había pasado por momentos espantosos, por parte de gente que ideológicamente estaba ubicada en la misma posición que ella, más allá de las críticas que ella tiene con respecto a la actuación de Montoneros.
La historia empezó a arrojar todo tipo de luces y contradicciones, a dispararse hacia todos lados. Creo que cualquier periodista se hubiera dado cuenta de que tenía algo muy importante entre manos.
Leila Guerriero
¿Dirías que todo eso la transformaba en una víctima muy singular?
Sí, totalmente. En esa entrevista con Carbajal, ella se mostraba como una mujer muy fuerte, muy decidida, muy determinada, con un discurso que no era el discurso habitual acerca de la militancia de aquellos años. Sin dejar de detestar y de denostar a los militares, ella tenía un discurso crítico con la organización. Todo eso hizo que me llamara mucho la atención. Se sumaba el hecho de que su hija había sido restituida, entregada a los abuelos y no robada por los militares.
Además, estaba en el centro el tema de las violaciones, y el hecho de que Silvia, con otras dos mujeres, había estado entre las tres primeras en denunciar a sus represores y violadores.
Tenía muchísima singularidad. Y cuando empecé a hablar con ella, apareció también su historia de amor con Hugo Dvoskin —su actual pareja que fue un gran amor de juventud—, ese desencuentro casi shakespeariano que tuvieron, con las cartas y los telegramas que no llegaron. La historia empezó a arrojar todo tipo de luces y contradicciones, a dispararse hacia todos lados. Creo que cualquier periodista se hubiera dado cuenta de que tenía algo muy importante entre manos.
Al comienzo del libro aparece, desde el propio discurso de Labayru, la idea de que ella tiene un tono «frío» al hablar de lo que vivió. Pero vos decís que es un tono «anestesiado», como si solo desconectándose del sentimiento ella pudiera evocar ciertos traumas. ¿Cómo fue, en tanto que entrevistadora, buscar la distancia adecuada?
No me costó encontrar una distancia justa, pero para eso colaboró mucho la posición subjetiva que tiene Silvia en relación a lo que le pasó.
A mí nunca me pareció que fuera una mujer fría; siempre me pareció una mujer fuerte.
Puede que alguien la juzgue porque no se pone a temblar y a llorar cada dos palabras, pero yo no tengo ese prejuicio. Tampoco hubiera tenido prejuicio si hubiera estado completamente conmocionada: hubiera visto otra cosa, pero me hubiera interesado lo mismo.
Silvia es una mujer muy amorosa, muy cercana con sus amigos, muy preocupada por sus hijos, por sus nietos. Lo que pasa es que, a lo mejor, no entra dentro del molde tradicional de la mamá, la abuela… Siempre fue una persona muy convencida de sus ideas, más allá de que es muy autocrítica con sus ideas políticas de aquel momento. No me costó encontrar la distancia, porque tampoco estaba buscando eso que ella critica tanto.
Un día fuimos a la ESMA y había un fotógrafo sacándole fotos de cerca, como diciendo: si no se le cae la lagrimita es que no siente nada. Yo estaba muy lejos de eso. Como periodistas vemos lo que hay y, a partir de eso, vamos avanzando en un camino que implica que el otro se abra, confíe.
Si yo hubiera estado buscando la lagrimita, creo que ella no me hubiera recibido más de una vez —y con toda la razón del mundo—.
Hablando de los sentimientos que despertás en algunos de tus entrevistados, te describís como «una bacteria perturbadora», ¿cómo sería eso?
Uno es una bacteria que perturba de alguna manera.
Pero en el momento en el que a una persona le explico exactamente lo que estoy haciendo —no le miento, no le digo lo que voy a escribir, sino sobre qué voy a escribir—, y la persona acepta, no siento culpa por estar haciendo preguntas que remueven cosas del pasado.
Pero sí hay gente como su primer marido Alberto Lennie que nunca había hablado con un periodista. Osvaldo Natucci, otra expareja de ella, lo primero que me dijo fue que le había provocado «un terremoto biográfico». Entre Silvia y Dani Yako hay un momento —en una de las conversaciones finales— en el que ella dice: «¿Por qué nunca hablamos de lo que nos pasó?», Dani empieza a hablar y ella se va al baño. Es muy duro.
Si yo hubiera estado buscando la lagrimita, creo que ella no me hubiera recibido más de una vez —y con toda la razón del mundo—.
Leila Guerriero
En Los hundidos y los salvados Primo Levi escribió que quienes sobrevivieron a las grandes catástrofes históricas —como la Shoah— no fueron necesariamente los mejores, y desarrolló la noción de «zona gris» para pensar las ambigüedades morales de quienes lograron salir con vida. ¿Qué lugar ocupa esa «zona gris» en La llamada?
Uno escribe también para saber qué es lo que quiere escribir.
Pero, por supuesto, me enfrenté a lo que Primo Levi llama la «zona gris». Había, en el relato de Silvia y en el de otros sobrevivientes, algo que no era lo que yo había visto o leído en algunos libros muy específicos sobre la historia de los sobrevivientes —especialmente mujeres—. A mí me impactó mucho cuando estaba haciendo el libro, una muestra sobre las mujeres en la ESMA en el que se mostraba un documental contado como por fragmentos: la militancia, la detención, la estadía en la ESMA, etc. Y me impresionó mucho cómo, en el momento de la liberación casi todas las sobrevivientes contaban exactamente lo mismo: la recepción con desconfianza o casi repudio, incluso de familiares.
La sospecha se concentraba en una pregunta: «¿Qué hiciste a cambio de la liberación?». Era lo que le había pasado a Silvia.
¿Esa es la «zona gris» con la que te encontraste?
Sí, esa es la «zona gris» que me pareció muy perturbadora. Cómo alguien que pasa por una situación tan extrema, resulta que cuando sale de allí, no es recibida con cierta empatía, diciéndole: «Pasá, te doy una sopa, quedate acá, contame o no qué pasó».
La escucha, la comprensión, debería venir antes de cualquier juicio que uno pueda ejercer.
Pero también hay que entender la lógica de la militancia de aquellos años. A mí me interesó mucho esa contradicción o incluso diría esa crueldad, que le hizo a Silvia y a otras mujeres mucho daño. Al punto de que estudió la carrera de psicología que jamás pudo ejercer. Al punto de que tomó la decisión de tener una relación con un hombre español, de alejarse por completo del círculo argentino, de cambiar completamente su pertenencia social y empezar una vida al margen. Excepto con su núcleo de amigos argentinos, que conserva hasta el día de hoy, y que es muy fuerte.
En uno de tus textos de Zona de obras definís el periodismo narrativo como «una forma de contar» que surge de «una subjetividad honesta». Sin embargo, el libro parece confirmar que incluso los recuerdos honestos producen versiones contradictorias ¿Se puede medir la honestidad de un testigo? ¿Decir «esta» es la versión correcta?
La pregunta es si hace falta definir si hay una versión verdadera. No creo que ese sea el rol mío como periodista. A mí me parece que, en el libro, al hacer chocar esas versiones distintas, como periodista uno tiene herramientas para juzgar qué es lo más verosímil.
Pero también las memorias de las personas cambian, son pantanosas.
Lo que podés hacer como periodista es contrastar dos versiones. Hay versiones distintas, pero también hay visiones distintas de los mismos hechos. Y no creo que uno tenga que ser el juez. El libro trata de exponer, de alguna manera, que a 40 años de todo lo que sucedió hay memorias que se perdieron, testimonios que se perdieron, y gente que cuenta la historia como puede contarla, para no sufrir un tremendo daño psíquico.
Mi postura es la de alguien que escucha.
Y, en todo caso, esas contradicciones hablan de las personas. Hablan de los fallos de su memoria, de sus mentiras, de sus intentos de disfrazar algo para que suene mejor, o más épico, o más valiente, o no tan perturbador.
Me enfrenté a lo que Primo Levi llama la «zona gris».
Leila Guerriero
Si uno hace las cosas con cierta astucia narrativa, de ese choque de piezas queda más o menos claro cuál sería la versión que a una le parece más factible o más plausible. Pero siempre sin ser taxativa porque creo que así funciona la vida. Las cosas son un poco compartidas. Hay un poco de aquí y un poco de allá.
En tu libro, aparece con mucha fuerza la escena y el tema de «las llamadas»: la llamada desde la ESMA que los militares le hacen al padre de Labayru y que ella considera que termina salvándola, la llamada de la militancia, la de la maternidad, la del del amor a los 65 años. ¿Podés hablarnos de esas «llamadas» que marcaron su vida?
La historia de la llamada del padre surgió en la entrevista que tuvimos en mi casa. Yo sentía que la tenía que sacar un poco de su zona, de su área y eso fue fantástico. Ese día —fijate que llevábamos ya meses hablando— me contó esto de la historia de la llamada de su padre. Yo no sabía que ellos seguían festejando ese día como una especie de cumpleaños. A lo largo de toda su vida, estuvieran donde estuvieran se encontraban, compartían una torta.
Como una especie de ceremonia de nacimiento o de renacimiento para los dos.
Por cierto, ¿cuándo supiste que ese era el título?
Yo nunca pienso en los títulos de los libros mientras estoy en el proceso de escritura. El título surgió cuando ya estaba casi terminado. Y empezamos a hacer muchas bromas de humor negro con Silvia. Ella me preguntaba cómo se iba a llamar el libro y le contestaba que todavía no sabía el título. Le decía: «La mujer rota», o algo así —lo contrario a lo que era el libro—. Ella se reía muchísimo.
Un día, cuando ya estaba terminado el libro y que habíamos salido, después de muchísimo tiempo de encierro, a dar una vuelta en auto con mi pareja, salió la conversación sobre qué título ponerle al libro. Y de pronto se me ocurrió una frase: La mujer llamada. Pero no me gustaba la idea de «la mujer». No quería que fuera una cosa tan categórica. Empecé a pensar y me dije: es una mujer que es llamada por distintas cosas a lo largo de su vida.
Recibe la llamada de la vocación, la llamada de la militancia, la llamada del padre —en la que ella deposita el efecto de haberle salvado la vida—, la llamada de la psicología, la llamada de la maternidad, la llamada de Hugo, la llamada del amor.
Había muchas llamadas en la vida de Silvia. Y entonces surgió la idea del título.
En un momento, el sobreviviente de la ESMA Martin Gras te responde un correo y te dice que no hay nadie mejor que Silvia para «relatar/interpretar» su historia y vos señalás que la semántica puede causar estragos en la vida de una persona. ¿Cómo trabajaste con esos derrapes lingüísticos tan significativos?
Remarcando, para que no pasara desapercibido. A mí me pareció que la respuesta de Gras era muy significativa: ese «relatar/interpretar». Me podría haber dicho: «Si ya está en contacto con ella, lo mejor es que sigan conversando ustedes», o «no tengo nada que agregar a lo que usted converse con Silvia», o lo que sea.
Es muy significativo que diga «relato/interpretación». Me pareció una perla idiomática: estaba diciendo muchísimo sin decir aparentemente nada.
Lo que hice en esos casos fue remarcar, subrayar, para que al lector no le pasara desapercibido. Porque a veces lo que pasa es que vos escribís algo y no necesariamente se entiende así. Yo quería que se viera esa intención.
Había muchas llamadas en la vida de Silvia. Y entonces surgió la idea del título.
Leila Guerriero
De ahí el uso de las itálicas y las repeticiones de ciertas frases. ¿Es una forma de borrar la neutralidad de tu voz en el texto?
Sí, creo que hay cosas que vale la pena remarcar.
¿Como cuáles?
Por ejemplo, las respuestas ambiguas o la reacción de Silvia frente a la idea del «síndrome de Estocolmo». Hay frases a las que ella reacciona muy fuertemente, y que incluso amigos suyos cercanos reiteran.
A veces todo puede pasar por arriba sin notarse. Por ejemplo, esa frase de su expareja Osvaldo Natucci, que me pregunta: «¿Envejece bien?». Me pareció una frase de amor. De alguien a quien el pasado le devuelve una historia muy antigua, con la que seguramente no pensaba encontrarse.
¿Cómo surge la discusión acerca de esa hipótesis del «Síndrome de Estocolmo» que algunos de sus conocidos le atribuyen?
Porque era todo lo que ella decía que no era: el síndrome de Estocolmo. El tema surgió desde la primera conversación telefónica que tuvimos, antes incluso de la primera entrevista informal en el balcón de su casa. Creo que lo mencioné, como diciendo: «Claro, la gente le pone la etiqueta de síndrome de Estocolmo», y Silvia saltó como una furia. No conmigo, sino contra el concepto.
Es algo que la persiguió toda la vida, que la fastidia, le pone los pelos de punta.
Quizás para los que la conocen es una manera cómoda, fácil de etiquetar algo muy complejo, quizás hasta incomprensible. Y claro, cada vez que yo escuchaba lo del «síndrome de Estocolmo» era como un problema.
Uno de los tópicos centrales del libro es el de la «recuperación» de los subversivos, a partir de cierta «colaboración» con los militares. En el libro mencionás el tema del «traidor y del héroe» y citás a especialistas como Ana Longoni o Pilar Calveiro, entre otros, que van a hablar de los relatos de sobrevivientes como algo que «estorba». ¿Qué te enseñó la historia de Silvia Labayru sobre ese tema tan borgesiano?
Cuando leo la palabra «traidor» en relación a cualquiera de estos hechos, se me eriza la piel, porque realmente siento que en esas circunstancias —por las que una no ha pasado, por fortuna— es imposible juzgar la actuación de un ser humano.
Está claro que a Silvia la obligaron, que fue, como tantas otras personas, una especie de esclava, un pedazo de carne que se levantaba cada día pensando que ese día podían pegarle un tiro, subirla a un avión y tirarla al Río de la Plata.
Creo que nadie que no haya pasado por esas circunstancias puede tener siquiera un atisbo del nivel de terror, del borde existencial en el que eso te coloca.
No puede tener ninguna dimensión de las estrategias de supervivencia que se tejen entre los prisioneros en un lugar así. Por ejemplo, una escena como la de Cuqui Carazo discutiendo de igual a igual con el Tigre Acosta es algo que para mucha gente puede parecer inverosímil: ¿cómo puede ser una mujer que está detenida…? Sí, pero era una altísima jefa montonera, y los militares respetaban el rango, de alguna manera.
Para mí, precisamente, lo más riesgoso de esta historia fue trabajar con estos tonos más diluidos.
Está claro que a Silvia la obligaron, que fue, como tantas otras personas, una especie de esclava, un pedazo de carne que se levantaba cada día pensando que ese día podían pegarle un tiro, subirla a un avión y tirarla al Río de la Plata.
Leila Guerriero
¿Por qué crees que Silvia Labayru acepta abrirse así contigo?
Creo que es porque pertenezco a una generación completamente diferente.
No me vio como alguien prejuiciosa ni como alguien preocupada por salvar su propia ideología. Yo no necesariamente pienso como ella en muchísimos aspectos pero estaba claramente preocupada por contar su historia.
Y por supuesto, había algunas lecturas de esos libros que a Silvia la enojaban enormemente. Con mayor o menor grado de justicia, diría yo. Pero bueno, obviamente, cuando entraba ahí —en ese terreno—, yo trataba de acompañar, de dejar espacio, de no intervenir de forma que la hiciera sentir juzgada o que la llevara a cerrarse.
En La llamada aparece la idea de que en la Argentina hay, aunque no me guste la formulación, una jerarquía del sufrimiento. Hay relatos de víctimas que cuentan y otros que muchos preferirían no escuchar. ¿Viviste ese rechazo durante tu investigación?
Las personas con las que no pude hablar fueron Martín Gras y alguna integrante de Madres de Plaza de Mayo. Porque la lógica interna del libro era obtener testimonios solo de gente que estuviera directamente relacionada con la historia de Silvia, no con personas que hubieran estado detenidas, desaparecidas, o que hubieran escrito sobre el tema sin conocerla a ella personalmente, sin tener ningún tipo de vínculo.
Eso excluía a una enorme cantidad de gente —muy conocida, con mucho camino recorrido, del ámbito académico, etc.— que ha pensado mucho el tema. Pero yo no quería opiniones que no tuvieran una relación personal con Silvia, para bien o para mal. El relato de Silvia, en relación con esta especie de jerarquía del sufrimiento, es muy crudo. Esta cosa del sobreviviente que siempre es convocado, y cuyo testimonio se repite una y otra vez, y el que queda mucho más solapado.
¿Cómo lo explicás?
Yo creo que eso tiene que ver con el hecho de que hay testimonios que son muy incómodos, como el de Silvia.
Y que, como sociedad, quizás estamos más dispuestos a aceptar el testimonio de alguien que no tiene un discurso tan crítico, que se entrama más fácilmente en la reivindicación absoluta de la militancia de aquellos años, y que no presenta un discurso que pueda parecer contradictorio o incluso peligroso, en términos de que podría darle argumentos a la derecha.
Silvia —sin ser en absoluto una mujer de derechas, reivindicando su desprecio y su odio por los militares— es una mujer que tiene una visión crítica.
Creo que eso hace que, para cierta parte de la sociedad, algunos testimonios de sobrevivientes sean más fáciles de digerir y ofrezcan menos flancos peligrosos.
Por eso me parece importante, cuando un sobreviviente es un poco disidente del discurso más general que se conoce, ponerle un contexto fuerte. Porque si no, esa persona podría quedar como una especie de arrepentido de derechas, y no es el caso.
Ninguna está militando hoy en día en el discurso de «la memoria completa» reivindicado por el gobierno de Javier Milei y de Victoria Villarroel.
No, no, para nada. Hay gente que, si le ponés el discurso de Villarroel o de Milei, se defenestra: no están para nada de acuerdo con eso.
Pero no estar de acuerdo no implica que no puedan hacer algún tipo de crítica a cosas que vivieron, poniéndolo en el cuerpo.
¿Qué revela esta historia —y las muchas otras que recogiste en tus entrevistas— sobre los límites del relato heroico de la militancia montonera?
Hay un grupo de gente que son estas personas que yo entrevisté en el libro, que no por nada permanecen juntas a lo largo de años y se llevan bien. Eso habla de una cierta compatibilidad, aunque no estén todos en la misma dirección. No todo el mundo está de acuerdo con las ideas de Silvia. Es un grupo de gente que piensa de esta manera. No creo que sea la mayoría.
Por otra parte, es muy duro pensar que todo lo que te pasó, que todo lo que padeciste y lo que padecieron tus compañeros de militancia —la muerte, el horror, la tortura— fue en nombre de algo que no había que hacer.
Las dos cosas están ahí. Estos relatos disidentes resultan muy irritantes en muchos sentidos: tanto en la actuación de los organismos de derechos humanos como de los propios compañeros de militancia. Pero también hubo en ese grupo convicción, gente que creyó —y sigue creyendo— en las ideas que se defendían en aquel momento. Hubo gente que hizo acciones sumamente arriesgadas y nobles.
Me contó que la obligaron a estar en ese bar, el Comet, con los familiares. Que le hicieron tener una cita, y que le dijeron que la iban a secuestrar de nuevo, que iba a tener que dejarse secuestrar, formar parte de la escena.
Leila Guerriero
¿Cómo trataste con Labayru el episodio de la infiltración de Alfredo Astiz en la iglesia de Santa Cruz, donde ella fue obligada a representar el rol de su hermana y que la marcó con la etiqueta de «traidora», entre los exiliados argentinos?
Fue el tema más difícil de tratar. Tenía muy avanzada ya la charla con Silvia cuando lo abordamos. Obviamente yo conocía la historia, pero el día en que decidí que iba a preguntarle por eso, repasé todo. Detalles: el nombre del bar, cosas que se te pueden borrar.
A Silvia le costaba mucho hablar de eso. Creo que fue en una entrevista que le hice en su casa.
Incluso fue más sereno hablar con ella del secuestro, de la tortura, del parto de Vera, de las violaciones que de esto en particular.
Ella nunca esquivó nada. Todo el tiempo estuvo dispuesta a hablar de lo que fuera. Me contó que la obligaron a estar en ese bar, el Comet, con los familiares. Que le hicieron tener una cita, y que le dijeron que la iban a secuestrar de nuevo, que iba a tener que dejarse secuestrar, formar parte de la escena.
Es horrible estar ahí sabiendo lo que va a pasar, sin poder hacer absolutamente nada. Porque ¿qué hacés? ¿Te matan a vos? ¿Matan a ellos? ¿A tu familia? ¿A todo el mundo? Era una situación impensable, sin ningún tipo de escapatoria. Y la desesperación de pensar qué podía eventualmente hacer, un gesto, guiño, algo. Pero no hay ninguna posibilidad. En ese momento, sí, sentí que había en ella una angustia muy honda, al recordar.
¿Cuál fue la reacción de Norma Burgos, otra sobreviviente de la ESMA que, según el testimonio de Labayru, era quien debería haber acompañado a Astiz en un principio?
Para mí era muy importante hablar con Norma Burgos. Pensé que no iba a lograrlo, y me contestó de inmediato. Y tal cual como se lee en el libro: el tema lo sacó ella.
La versión de Burgos, por supuesto, es otra. No es la misma que la de Silvia.
Cuando tuve esas dos versiones, volví a hablar con Lidia Vieyra —otra sobreviviente de la ESMA con quien ya me había entrevistado antes— y contrasté el relato de las dos con el de Burgos. Según Silvia, Lidia era la que había escuchado que Norma había sugerido que fuera Silvia, ya que era rubia y de ojos celestes como Astiz. Era una coartada más creíble que ella se hiciera pasar por su hermana. A Norma la contacté bastante avanzada la investigación. Sentía que necesitaba estar muy segura, muy «blindada», antes de hablar con ella. La suya es también una historia terrible, con la muerte de su hija.
¿Te sorprendió la recepción que tuvo el libro? ¿Lo esperabas?
Claro que me sorprendió. Yo no tengo expectativa en relación a los libros cuando se publican. Siempre pienso que ya está, que hagan su camino. Ya lo escribí, con errores o con aciertos o lo que fuere.
El libro salió primero en España, en enero de 2024, y a los tres días de salir se había agotado.
Me llamó muchísimo la atención. Es un libro extenso, y ni siquiera hubo tiempo para que salieran reseñas…
Después empezaron a escribirme todas las semanas desde la editorial para avisarme que se iba a reeditar. Y las reseñas también fueron muy positivas en su mayoría. Después, de a poco empezaron a llegar comentarios. Yo no tengo redes sociales, así que me llegan por mail. Y en general son comentarios interesantes. Incluso de chicos jóvenes, militantes, o hijos de militantes.