Las idas y venidas de Trump en materia de aranceles no son fortuitas. No solo el importe de los impuestos tras la operación sigue siendo elevado, sino que, sobre todo, ya no es el resultado de las normas dictadas por la Organización Mundial del Comercio, sino de la voluntad del presidente tras una negociación personal. La política vuelve a tomar las riendas, y esto pasa por una puesta en escena de la economía. La simple posibilidad de que las estanterías de los supermercados estadounidenses se queden vacías da miedo, pero también tiene sentido: la deslumbrante visibilidad de este posible vacío contrasta con el bullicioso flujo de intercambios cuando se desarrollaban sin contratiempos, a la vista de todos pero sin que nadie se diera cuenta.
Cuatro décadas de globalización neoliberal habían enseñado a los ciudadanos que no hay nada que ver, nada que entender en la infinita complejidad de los intercambios regulados por la fuerza ciega de la competencia, y sobre todo nada que cambiar, salvo en los arcanos tecnocráticos de la Organización Mundial del Comercio. Por el contrario, aquí tenemos a un líder que ofrece a su pueblo una visión —detrás de la complejidad de las interdependencias se estaría produciendo un despojo invisible de la riqueza estadounidense por parte de sus socios comerciales— y un acto —cortar, o fingir cortar ese hilo para recuperar el control—.
Es la firma de Trump, como ha señalado el historiador Quinn Slobodian, que habla en este sentido de «economía directa», 1 viendo en ello la prolongación de un gesto esbozado en 2020, cuando el presidente republicano envió a los hogares cheques firmados con su nombre, en una personalización inédita de una lógica keynesiana que suele ser oscura para la mayoría.
Repolitizar la economía, recuperar el control
Esto supone una ruptura clara con la doctrina neoliberal.
Si hay un tema constante en esta tradición, es precisamente el de limitar el papel de la política a la construcción de un marco normativo liso y estable: las decisiones concretas, producir esto o aquello, aquí o allá, deben recaer en los actores privados y, en la práctica, en el capital. Una generación de macroeconomistas teóricos —Kydland, Prescott, Lucas— formalizó este punto en una jerarquía conceptual —las normas en lugar de la discrecionalidad— arraigada en ciertas paradojas de la teoría de juegos con expectativas racionales, a la que en ocasiones otorgó un valor casi teológico.
El estilo de Trump invierte esta jerarquía.
Casi sistemáticamente, el poder discrecional se lleva al extremo, es decir, a la arbitrariedad, que es un medio para iniciar la negociación y, también en este caso, para sustituir las relaciones de poder intangibles del mercado por la estructura teatral de una llamada telefónica entre jefes de Estado o una reunión en el Despacho Oval.
Hacer visible el despojo; recuperar el control: ¿no es precisamente a este doble movimiento al que aspiran quienes desean superar el sistema igualitario, luchar contra la explotación y contra la dominación del capitalismo?
No como Trump, por supuesto. Al contrario, contra él.
Como Trump, hacer visible el despojo y recuperar el control. Contra Trump, insistir en la explotación de los trabajadores y la lucha contra el capital.
Ulysse Lojkine
El despojo que el presidente estadounidense pretende revelar es, en efecto, paradójico: lo mide únicamente por el déficit comercial de Estados Unidos con respecto a otros países, es decir, por la capacidad de apropiación de la economía estadounidense sobre la producción del resto del mundo. A escala nacional, por el contrario, no se trata en absoluto de luchar contra una explotación sistémica, sino que solo se señala a los inmigrantes como aprovechados. La intensidad del arma comercial esgrimida contra China solo tiene parangón en los ataques abiertos que Trump, desde su llegada al poder, dirige con sus secuaces contra el bando del trabajo: destitución —de dudosa legalidad— de la presidenta de la Junta Nacional de Relaciones Laborales; intento de retirar el derecho a la negociación colectiva a más de un millón de funcionarios a nivel federal y en el estado republicano de Utah; abolición del suplemento al salario mínimo en las empresas que obtienen contratos públicos. Todo ello es coherente con su estrecha relación con los capitalistas más ricos del mundo que, como bien ha demostrado el Grand Continent, se conciben y se comportan cada vez más como «señores de la guerra». 2
Como Trump, hacer visible el despojo y recuperar el control.
Contra Trump, insistir en la explotación de los trabajadores y en la lucha contra el capital por encima de las rivalidades nacionalistas, y asumir como siempre deseable y ahora inevitable la politización de la economía, defendiendo una politización de clase contra la politización nacionalista.
Esto equivale a que la izquierda acepte enterrar el mundo «basado en las reglas», el de los neoliberales, el de la despolitización de la economía en nombre de la confianza en el equilibrio intrínseco del sistema. Al fin y al cabo, es este mundo, con sus efectos sobre el trabajo y los trabajadores, el que ha engendrado a Trump allí y a sus aliados en nuestro continente. Ahora pertenece al pasado, y en su lugar se alza de nuevo ante nosotros el dilema —socialismo o barbarie— que planteó hace cien años Rosa Luxemburgo.
Es contra los liberales contra quienes hay que señalar la explotación del trabajo. Allí donde ellos solo miden la economía por sus flujos de mercancías y dinero, hay que desplegar los flujos de trabajo para detectar quién trabaja para quién.
Entonces nos damos cuenta de que el despojo no es el que menciona Trump. Es el de los trabajadores de los talleres textiles de Bangladesh, de las fábricas de paneles solares de China, pero también el de los trabajadores de la restauración rápida, las mujeres de la limpieza o las cajeras. Es el de quienes obtienen ingresos gracias a su propiedad: desde los pequeños empresarios hasta los multimillonarios accionistas de los grandes grupos, desde los propietarios inmobiliarios hasta los bancos que tienen créditos sobre las empresas o los hogares endeudados.
Frente a esto, la recuperación del control. Engels lo formuló de manera canónica: «la sociedad toma posesión abierta y sin rodeos de las fuerzas productivas que se han vuelto demasiado grandes para cualquier otra dirección que no sea la suya», para que estas, «en manos de los productores asociados, se transformen de amas demoníacas en siervas dóciles». 3 La idea de una recuperación del control colectivo sobre la economía sigue estando, evidentemente, en el centro de los proyectos de la izquierda radical contemporánea, bajo dos formas en particular, que según los contextos se oponen o se complementan: una planificación democrática en la que la deliberación colectiva sobre los recursos y las necesidades permitiría establecer las prioridades que deben alcanzarse y los medios que deben movilizarse para ello en plazos determinados; la reorganización de la vida social en forma de comunidades locales cuyo pequeño tamaño permitiría la renegociación permanente de un consenso sobre los fines y la consideración de la singularidad de cada uno. El punto en común de estos dos proyectos es la idea de una repolitización de la economía, de una primacía del momento colectivo sobre el momento privado.
Ha llegado el momento de retomar las riendas. Porque parece ser lo que quiere el pueblo, como demuestra la elección de Trump. Porque es lo que exige la situación mundial: por un lado, decidir colectivamente las actividades y necesidades que queremos preservar en el marco de una descarbonización acelerada cuya urgencia es extrema; por otro lado, devolver un aliento democrático, incluso autogestionario, a los colectivos de trabajo y a las comunidades de barrio o municipales agotadas por la arbitrariedad a la que están sometidas, la de una burocracia gobernada por la rentabilidad.
Ordocomunismo: la emancipación a través del derecho
Sin embargo, recuperar el control no es suficiente, o no debería ser suficiente para llenar el horizonte. Todo sistema económico es fundamentalmente un sistema de asignación de poder y control, de reparto de la riqueza producida, pero no es solo eso. Las instituciones jurídicas del capitalismo —empezando por el derecho de propiedad— son instituciones de explotación, pero también de coordinación: son las que permiten a los participantes en el sistema, hoy a escala mundial, trabajar unos para otros sin conocerse, sincronizar y hacer circular los esfuerzos de cada uno al servicio de las necesidades y deseos de los demás. Esta coordinación es innegablemente desigual y precaria, pero es relativamente coherente y, en comparación con los sistemas que precedieron al capitalismo, alcanza un nivel sin precedentes. Marx lo percibió, pero su teorización en términos de modo de producción, su concentración en el antro secreto de la producción, en la relación inmediata y elemental, cara a cara, entre el empleador y el empleado, lo llevó a pensar, en un gesto teórico heredado de Feuerbach, que esta complejidad de las relaciones de valor y competencia era sobre todo una máscara destinada a ocultar la brutal realidad de la explotación en la producción; una vez arrancada esta máscara por la abolición del valor y el salario, el poder de los productores asociados podría desplegarse libremente.
La primacía de la producción inmediata impidió así que El Capital desarrollara plenamente la teoría de la coordinación económica que estaba en ciernes en él.
Allí donde los liberales solo miden la economía por sus flujos de mercancías y dinero, hay que desplegar los flujos de trabajo para identificar quién trabaja para quién.
Ulysse Lojkine
Más allá de esto, el problema se extiende a la forma meta-institucional por excelencia de la coordinación anónima a gran escala: el derecho. Sabemos que en la Crítica del programa de Gotha, Marx arremetía contra la «ideología jurídica» y consideraba que «todo derecho es en su contenido un derecho de desigualdad». 4 Sin embargo, la forma del derecho —la de los derechos colectivos, pero también la simple forma del derecho individual oponible— se reveló en el siglo XX como portadora de conquistas inestimables en la lucha contra la explotación: el derecho laboral restringe el poder del empleador, los servicios públicos redistribuyen el trabajo social en función de las necesidades y la protección social contribuye simultáneamente a estas dos funciones.
Si el derecho representa una dimensión esencial de la emancipación, es porque constituye dos hechos definitorios de la modernidad: la existencia de una esfera privada, ya sea a escala individual, familiar o incluso de un colectivo de trabajo; la gestión de la interdependencia entre estas esferas privadas mediante un mecanismo aparentemente automático, apolítico, que parece funcionar por sí solo, sin explicitar la negociación o el conflicto que, de hecho, tiene la función de regular.

Cada uno de estos dos fenómenos debe ser circunscrito por una repolitización: la resocialización de la esfera privada —mediante el cuestionamiento del patriarcado, la resistencia contra la alienación y la soledad— y la repolitización de las interdependencias, contra el neoliberalismo. Sin embargo, cada uno de estos dos logros de la modernidad solo puede superarse conservándose.
Más que a la subordinación de todas las actividades a un plan establecido, aunque sea democráticamente, a nivel estatal, el sistema económico poscapitalista se asemeja quizás a una plataforma informática que recibe información de todos y emite instrucciones, asignando recursos según un protocolo transparente y políticamente deliberado, permitiendo así la coordinación de los agentes individuales y colectivos —pensemos en la asignación de viviendas en un sistema en el que el parque social fuera mayoritario, en la gestión de las carreras profesionales en un sistema en el que la función pública fuera hegemónica—. Si el neoliberalismo contemporáneo de Kydland y Prescott tiene sus raíces en los pensadores alemanes del ordoliberalismo, es decir, de la primacía del derecho sobre la política en la organización de los mercados, entonces el horizonte que se le opone es quizás una forma de ordocomunismo, que combina el momento necesario de la deliberación política sobre las normas con el momento, específicamente e insuperablemente moderno, de la despolitización relativa en el funcionamiento automático de esas normas en beneficio de todos.
Se perfila entonces una idea de progreso social que conduce a la elaboración sistemática de una coordinación no mercantil sin propiedad lucrativa, pasando por grandes conquistas como el derecho a la vivienda y el derecho al empleo, y comenzando por el restablecimiento de la efectividad de los derechos en lo que quizá sea el punto crítico de su cuestionamiento: el derecho al trabajo, objetivo común de los neoliberales y la extrema derecha, en su común y peligrosa fascinación por los patrones tiránicos.
Es a partir de este derecho, que más que una protección, da o podría dar un estatus a la mayoría, como quizá mejor se defienda hoy el Estado de derecho en su universalidad —incluido el derecho de los extranjeros y el derecho internacional— contra el genocidio, pero extendiendo también aquí este término a las normas comerciales, ya que no se trata de defender el libre comercio, la coordinación económica con los países del Sur es tan indispensable hoy como ayer.
Al neoliberalismo, tal vez haya que oponer un ordocomunismo.
Ulysse Lojkine
Tomar el relevo
Políticamente, ¿qué implica esta línea?
Sería un error descartar demasiado rápido el malestar que nos produce una redefinición jurídica del horizonte de la lucha de clases, o la sospecha que nos asalta inevitablemente —cuando leemos el intento de reconciliar a Marx con el derecho en Habermas o Honneth— de un tufillo a SPD, y por tanto a CDU, y en última instancia a brutalidad capitalista.
Pensar en lo que debemos o queremos preservar de la filosofía liberal no significa, en absoluto, olvidar que los supuestos defensores del Estado de derecho no han hecho más que mancillarlo, en el plano de las libertades civiles, por supuesto, pero también y sobre todo en el plano de los derechos sociales. En Estados Unidos, las dos políticas sociales más reclamadas por los votantes —un salario mínimo más digno y un seguro médico más generoso— les han sido denegadas por los demócratas con una obstinación que raya en la crueldad. Es cierto que han dado muestras puntuales de audacia en materia de política económica, por un lado desarrollando una política industrial con ambición climática y, por otro, prolongando y ampliando las prestaciones sociales excepcionales concedidas por Trump durante la pandemia. Pero cuando estas medidas de emergencia, que representaban un nivel de Estado del bienestar sin precedentes en el contexto estadounidense, llegaron a su fin previsto, los demócratas se pronunciaron claramente en contra de su transformación en derechos sociales verdaderamente duraderos.
Se interrumpieron una tras otra entre finales de 2021 y finales de 2023, lo que provocó una brusca caída de los ingresos de muchos hogares, lo que, por cierto, podría haber influido en el resultado de las elecciones presidenciales. 5
Quienes agitan con más frenesí la bandera del Estado de derecho no solo lo han erosionado, sino que han contribuido activamente a desacreditarlo entre la población, haciendo que su propio concepto parezca un phishing mediocre difundido por parisinos o neoyorquinos cultos para estafarte mejor.
El comportamiento de los liberales franceses es similar o peor. Durante diez años, han orquestado el retroceso de los derechos sociales entrelazando dos aspectos: los grandes retrocesos explícitos, por un lado, y la erosión imperceptible de la efectividad de los derechos, por otro.
Por un lado, se suprimen los comités de higiene, seguridad y condiciones de trabajo; por otro, los documentos que hay que presentar para impugnar un despido se triplican.
Por un lado, aumenta la tarifa que hay que pagar por acudir a urgencias; por otro, la próxima cita disponible con tu médico de cabecera es dentro de tres meses.
Por un lado, se endurecen las normas del seguro de desempleo; por otro, ya un tercio de los que tendrían derecho a él no lo utilizan.
En un momento en que los liberales traicionan el liberalismo, es imposible formar un frente común con ellos, pero la lucha en solitario podría acabar con un golpe de bayoneta.
Ulysse Lojkine
Es cierto que existe una institución del Estado social, quizá la más querida por la población francesa, el sistema de pensiones, a la que es excepcional no recurrir; se comprende la intensidad de la batalla que se ha librado para reducir su tamaño. Pero el segundo aspecto no es menos importante que el primero. En lugar de que la experiencia vivida del derecho sea la del reconocimiento, se reduce cada vez más a ese momento en el que descubres demasiado tarde la letra pequeña de un contrato de seguro o de telefonía. Por lo demás, esto es también, en esencia, lo que entiende desde el verano pasado la mayoría de los votantes: claro, es tu derecho, pero la próxima cita disponible es en 2027.
Por lo tanto, se trata de tomar el relevo, y en ningún caso de confiar en los liberales que han traicionado el Estado de derecho sin proponer un proyecto colectivo coherente, salvo el vago de un militarismo europeo.
La situación se asemeja a la de la Europa de principios del siglo XX, cuando Rosa Luxemburgo percibió el giro del liberalismo europeo, que había sido una fuerza progresista en parte de la colonización y la militarización, dispuesta a todos los compromisos, desde el caso Dreyfus hasta la crisis del Home Rule y, por supuesto, el estallido de la guerra.
Entre el socialismo y la barbarie, se eligió la barbarie, primero en la guerra y luego, al término de esta, cuando los antiguos compañeros de partido de Luxemburgo se aliaron con las milicias protofascistas para matarla de un culatazo.
En un momento en el que los liberales traicionan el liberalismo, es imposible formar un frente común con ellos y se nos plantea de nuevo el viejo dilema, pero debemos ser conscientes de lo amenazador que resulta su carácter simplista; la lucha en solitario bien podría terminar con un culatazo.
El partido de la violencia siempre va un paso por delante cuando se rompen las reglas.
El destino del Estado de derecho y el de los trabajadores están ligados; dependen juntos de la capacidad de no dejarse rodear.
Notas al pie
- Quinn Slobodian, «Direct economics — the great Maga experiment», Financial Times, 5 de abril de 2025.
- Le Grand Continent, L’Empire de l’ombre. Guerre et terre au temps de l’IA, p. 13.
- Friedrich Engels, Anti-Dühring, París, Éditions sociales, 1969 [1878], p. 315-6.
- Karl Marx, Critique du programme de Gotha, París, Éditions sociales, 2008 [1873], p. 58-60.
- Nathan Tankus, «One Election Takeaway: Voters Hate Temporary Safety Nets», Notes on the crisis, 22 de noviembre de 2024.