Un nuevo soneto de Cervantes
Es poco habitual encontrar un nuevo texto atribuido a un escritor de la talla de Cervantes (1547-1616). Incluso cuando se trata solo de un modesto soneto, el hallazgo puede despertar reflexiones que recuerdan a las que provoca el descubrimiento de reliquias de santos: se olvida con demasiada frecuencia que la canonización literaria toma prestado de la religiosa, además del nombre, las modalidades y los procesos de santificación de autores y textos.
Ardidos debates han multiplicado los artículos que atribuyen o retiran tal o cual texto al autor de Don Quijote, el famoso manco de Lepanto, Miguel de Cervantes, quien, con la ironía que lo caracteriza, parece haber anticipado en sus ficciones estos juegos de autoridad y autorialidad. Pensemos, por ejemplo, por orden de probabilidad creciente, en el breve Diálogo entre Cilenia y Selanio sobre la vida del campo (aunque la atribución a Cervantes desde 1874 está lejos de ser consensuada), en La tía fingida, novela redescubierta en 1788 y cuya atribución a Cervantes por Isidoro Bosarte es hoy mayoritariamente aceptada, a la Epístola a Mateo Vázquez, descubierta en 1861 y cuya reaparición del manuscrito en 2005 por José Luis Gonzalo Sánchez-Molero parece confirmar la atribución, y, por último, a La conquista de Jerusalén por Godofre de Bullón, homenaje a la epopeya de Tasso (que se atribuye al autor de Don Quijote desde su descubrimiento por el hispanista italiano Stefano Arata, en 1992).
Sin embargo, aunque este nuevo texto, un soneto circunstancial que no destaca por su originalidad, no presenta a primera vista un gran interés literario, sería una lástima no aprovechar la oportunidad para reflexionar sobre lo que, a pesar de todo, permite establecer, en particular en lo que se refiere a las relaciones de Cervantes con la política de su época.
Que la redacción de el Grand Continent acoja las presentes consideraciones es una oportunidad para evaluar hasta qué punto las perspectivas políticas y geopolíticas pueden arrojar luz sobre el pensamiento de Cervantes y, en particular, sobre el nuevo soneto que he tenido el honor de dar a conocer a la comunidad científica en las páginas de la revista Criticón. 1
El texto en cuestión es un soneto elogioso, colocado, como era habitual en la época, al comienzo de un pequeño folleto publicado en Madrid en agosto de 1612. Este folleto contiene un relato festivo (una relación, una crónica) en el que un tal Juan de Oquina, tesorero del virrey de Nápoles, el conde de Lemos, narra las celebraciones públicas organizadas durante tres días en Nápoles para celebrar la doble unión entre las casas de Borbón y Habsburgo.
La decisión de este matrimonio se había hecho pública en febrero de 1612, tras largas negociaciones entre la regente de Francia, María de Médicis, y el rey de España, Felipe III: en 1615, tras el intercambio de princesas en la isla de los Faisanes, en medio del río Bidasoa, el joven Luis XIII se casaría con la infanta Ana de Austria, y su hermana Isabel se convertiría en la esposa del futuro Felipe IV. Esta unión supuso un cambio estratégico radical tras la muerte de Enrique IV, quien, justo antes de ser asesinado por Ravaillac en 1610, había puesto en marcha los acuerdos y los preparativos materiales necesarios para una guerra a escala europea contra España, aliándose con los príncipes protestantes de Alemania y con Saboya.
El acontecimiento era, por tanto, de gran importancia y las capitales europeas rivalizaron en fastos para expresar simbólicamente tanto su alegría como sus respectivos papeles políticos.
París fue la primera en celebrar el acontecimiento, con la inauguración, en abril de 1612, de la Place des Vosges, entonces llamada plaza Real, y fue precisamente para responder a este fasto que el conde de Lemos quiso organizar en Nápoles unas fiestas que, aunque posteriores a las de otras cortes italianas, las superaron en magnificencia. El propio Cervantes haría referencia a estas celebraciones en su Viaje del Parnaso, publicado en 1614, pero probablemente comenzado dos años antes, lo que da testimonio de su repercusión en el mundo literario y político de la época.
Cervantes, poniendo su talento al servicio de esta empresa, se convierte en partidario del conde de Lemos, y así lo celebra ya en 1612 en el soneto ahora redescubierto:
De Miguel de Cervantes a don Juan de Oquina
Soneto
Salen a luz por vuestro buen deseo,
don Juan de Oquina, las heroicas fiestas
que a la envidia serán siempre molestas
en cuanto al mundo diere luz Timbreo;
el alto ingenio y las grandezas veo
(a la tierra y al cielo manifiestas)
de vuestro dueño en ellas, y son estas
honra de Lemos, gloria de Himineo.
De generosos ánimos modelo,
leyes de quien las galas la reciben,
demostración de bien fundado gusto,
fiestas en fin de quien se alegra el cielo,
se enamora la tierra, y que aperciben
venturas nuevas al novel Augusto.
*
El conde de Lemos, mecenas de Cervantes
¿Quién era este conde de Lemos, en quien Cervantes parece ver al hombre providencial, modelo, ley y ejemplo, semejante a un nuevo Augusto?
La historia literaria lo ha recordado sobre todo, y casi exclusivamente, por el papel de mecenas que desempeñó en favor de Cervantes, quien a su vez le dedicó todas las obras que publicó durante los años que le quedaban de vida. Este punto es esencial para comprender la relativa estabilidad económica que permitió a Cervantes la increíble ráfaga de publicaciones que caracterizó sus últimos años, antes de su muerte en 1616 (el mismo año que Shakespeare): las famosas Novelas ejemplares (1613), la edición de su teatro (1615), la segunda parte de Don Quijote (1615) y, por último, póstumas, Los trabajos de Persiles y Sigismunda (1617), con una dedicatoria firmada pocos días antes de su muerte, en la que reitera la importancia que tenía para él su mecenas: «Con un pie en el estribo, en agonía mortal, señor, te escribo esta nota…».
El padre del conde de Lemos ya había sido virrey de Nápoles, de 1599 a 1601, y él mismo presidió el Consejo de Indias, entre 1603 y 1609, antes de acceder a su vez a la dignidad de virrey de Nápoles, en 1610. En el Consejo de Indias, en particular, se interesó por los asuntos de las colonias españolas y trató de reforzar la autoridad de España en América y Asia, hasta los confines más lejanos de la Monarquía: Amazonia, Chile y las Molucas, es decir, el mar de China. Como virrey de Nápoles, le correspondía velar por una pieza central del tablero italiano, que a su vez garantizaba la permanencia de la presencia española tanto frente a la República de Venecia como, sobre todo, frente al Imperio otomano. Instalado en la capital del sur de Italia, emprendió un programa de reformas basado en una serie de encuestas públicas y fomentó las letras y el pensamiento. 2
Este programa se inscribía a su vez en un programa político más general, el del duque de Lerma, favorito (valido) todopoderoso de Felipe III y tío y suegro del conde de Lemos. El duque perseguía una política de pacificación progresiva de las relaciones de España con las demás potencias europeas, en un espíritu impregnado de lo que los historiadores denominan tacitismo, una especie de pragmatismo político que llevaba la impronta del pensamiento de Maquiavelo, inconfesable porque El príncipe olía mal. Se había logrado concluir una serie de tratados europeos ventajosos para España: en primer lugar, en 1598, la paz de Vervins supuso el fin de más de un siglo de enfrentamientos con Francia —y Enrique IV, justo antes de su asesinato a manos de Ravaillac, parecía querer reabrir las hostilidades—; luego, en 1604, el Tratado de Londres pacificó las relaciones anglo-españolas de manera muy favorable para España, a pesar del desastre de la Armada Invencible en 1588; finalmente, en 1609, la tregua de los Doce Años puso fin, lamentablemente de manera provisional, a la guerra que asolaba los Países Bajos españoles.
El poder español, en esta era que se ha denominado Pax hispánica, pudo finalmente consolidarse, y la alianza matrimonial con Francia, de la que fue artífice el duque de Lerma, parecía coronar este sistema de alianzas del que se esperaba la paz de la cristiandad. Esta, sin embargo, estaba lejos de sospechar que, pocos años después, la Guerra de Sucesión de Montferrat (1613-1617) y la Defenestración de Praga (1618) la sumirían en el horror de un enfrentamiento generalizado de más de treinta años, hasta los tratados de paz de Westfalia (1648), que, desde el punto de vista político, dieron origen a la Europa moderna, una nueva realidad que sustituiría a la difunta cristiandad. Estos tratados pusieron fin definitivamente a las aspiraciones de supremacía de cualquiera de las potencias europeas y consagraron, por otra parte, el triunfo de una nueva concepción de la política, de la que quedaba excluida la religión y que encontraría su formulación radical en la obra política de Thomas Hobbes.
Cervantes se convertía así, por decirlo en términos actuales, en un «influencer»: ponía su renombre literario internacional al servicio de la estrategia de comunicación del virrey.
Roland Béhar
A cambio de la protección recibida, Cervantes transmitía en Madrid la política cultural de su protector. Se convertía así, por decirlo en términos actuales, en un «influencer»: ponía su renombre literario internacional, que era grande desde 1605 (año de la publicación de su best-seller, Don Quijote), al servicio de la estrategia de comunicación del virrey, que quería que se supiera en Madrid lo mucho que trabajaba por la gloria de España, en particular mediante la organización de fastuosas fiestas en honor de la boda de los príncipes herederos de España y Francia.
¿Cervantes, pensador político?
¿Cómo entender, entonces, los elogios que Cervantes prodigó al conde de Lemos? ¿Es razonable ver en el autor de Don Quijote a un pensador político? No nos aventuraremos a hacerlo, a pesar de la visión europea de los problemas que se desprende, en particular, de la última de sus obras, Los trabajos de Persiles y Sigismunda, publicada póstumamente en 1617.
La cuestión del pensamiento de Cervantes ha sido objeto de numerosos debates, especialmente desde la publicación de una obra fundamental de los estudios cervantinos, cuyo centenario no se celebra lo suficiente en este año 2025: El pensamiento de Cervantes, de Américo Castro, obra de la que su autor se retractaría posteriormente por reflejar, en su opinión, una visión demasiado idealista del Renacimiento europeo, del que Cervantes habría sido, según el autor, la cúspide española. La noción de política brilla por su ausencia en este libro, que rehabilita a Cervantes como portador de las ideas teóricas que despliega en sus obras de ficción: Castro escribía en una época que aún no presagiaba los desgarros de la Guerra Civil y que todavía buscaba, para España, una respuesta a las inquietudes heredadas de las generaciones del 98 y del 14, las de Miguel de Unamuno y José Ortega y Gasset. Ahora bien, a ojos de estos autores, Cervantes era la piedra de toque de toda definición de la monarquía española considerada en el esplendor de su gloria y en la miseria de su declive, el testigo más lúcido de ambas.
Cervantes, sin embargo, demostraba pensar en política más a menudo de lo que cabría imaginarse: desde la Epístola a Mateo Vázquez, compuesta en 1577, cuando Cervantes estaba prisionero en Argel (Vázquez era entonces secretario de Estado de Felipe II), hasta la segunda parte de Don Quijote, de 1615 —capítulos 47-53, donde el héroe epónimo dirige a su fiel compañero Sancho Panza, con motivo del episodio burlesco de la Ínsula barataria, en el que Sancho es llamado a convertirse en gobernador de una isla, una serie de consejos de buen gobierno en los que es difícil no ver el reflejo de un pensamiento político.
¿Cervantes, pensador político, entonces? No, sin duda.
Al menos no en el sentido en que lo fueron muchos «arbitristas» de su época, 3 «primitivos españoles del pensamiento económico», según Pierre Vilar, ni tampoco como pudo serlo Baltasar Álamos de Barrientos, autor en 1613 de un Tacito español ilustrado con aforismos, por citar solo un ejemplo de lo que se denomina «tacitismo», una especie de libertinaje erudito a la española. Cervantes fue cercano a humanistas como Pedro de Valencia, defensor, en la misma época, de un escepticismo en materia de opiniones y doctrinas: por lo tanto, podemos atribuir al autor de nuestro soneto un relativo desapego de las ideologías políticas y confesionales de su tiempo, constantemente demostrado en su obra. Su conocimiento efectivo de la realidad administrativa de España le llevó a alimentar un sano desengaño. 4 Hijo de una época que conoció —y temió— a Maquiavelo y que, contemporánea de Bacon, presagiaba a Hobbes, Cervantes describe demasiado las relaciones humanas tal y como son y no como deberían ser para alimentar muchas ilusiones. En cambio, la buena política, que quiere la paz mientras se prepara para la guerra, se basa en una gestión equilibrada de los recursos de las diferentes regiones, en función de su peso respectivo, razón por la que el conde de Lemos ya conocía el memorándum sobre la administración fiscal del reino de Nápoles publicado en 1612, desde la época en que su padre había ejercido el cargo de virrey, diez años antes.
Cervantes describe demasiado las relaciones humanas tal y como son y no como deberían ser para alimentar muchas ilusiones.
Roland Béhar
Los países tienen peso: eso es lo que enseña, ayer como hoy, la geopolítica, y eso es lo que sabía el conde de Lemos, como pocos responsables de la monarquía española de entonces.
Sus altos cargos políticos lo habían puesto al corriente de la situación mundial y lo habían convencido progresivamente de la necesidad de una serie de reformas. Como presidente del Consejo de Indias, había estudiado de cerca la situación de los virreinatos de las Indias Occidentales, y más concretamente la del Perú, y no es casualidad que Juan de Oquina, su tesorero, hubiera sido anteriormente administrador de la enorme fortuna de la «Coya» Ana María de Loyola, última descendiente de los incas. Más allá de las Indias Occidentales, el conde de Lemos había considerado incluso las Indias Orientales. Así se llamaban las dos mitades del mundo que se reservaban, desde el Tratado de Tordesillas de 1496, España y Portugal. Estas dos mitades se encontraban reunidas en la época de Cervantes en lo que se conoce como la Unión de las Coronas, bajo un solo cetro, el de Felipe III.
El conde de Lemos y el «misterio» de las Novelas ejemplares
1612 marcó el inicio de la fructífera relación entre Cervantes y el conde de Lemos, su mecenas, lo que sin duda convenía a Cervantes, digno heredero del espíritu irónico de Horacio. El primer fruto literario fue la famosa obra Novelas ejemplares, publicada en 1613, pero lista para la imprenta ya en 1612. En el prólogo al lector, hacia el final, después de describirse orgullosamente a sí mismo como autor de Don Quijote y otras obras que le valieron la fama, después de reivindicar, como un nuevo Boccaccio, el honor de ser el primero en distinguirse en el arte de la novela en España, y tras afirmar el doble valor de entretenimiento y utilidad de estas novelas, Cervantes desliza una frase que desde entonces ha desconcertado a los comentaristas: «Quiero, sin embargo, que consideres esto: puesto que he tenido la osadía de dedicar estas novelas al gran conde de Lemos, encierran algún misterio oculto que aumenta su valor».
¿Cómo entender la palabra «misterio», cuando Cervantes la desliza maliciosamente al final de su prólogo, a modo de guiño al conde de Lemos, designado como lector ideal entre todos los lectores?
Sin duda, hay que recordar, con Américo Castro, que Cervantes distinguía entre milagro y misterio: el primero se produce fuera del orden natural, el segundo solo es un milagro en apariencia, ya que no es más que un caso natural que ocurre en raras ocasiones, como afirmaría Cervantes en Los trabajos de Persiles y Sigismunda («los milagros suceden fuera del orden de la naturaleza, y los misterios son aquellos que parecen milagros y no lo son, sino casos que acontecen raras veces», II, 2). 5 Cervantes, en este sentido, se inscribe en la corriente intelectual surgida de la filosofía de Pietro Pomponazzi, que subrayaba esta separación entre orden natural y orden sobrenatural en su De incantationibus (1556). Esta corriente de pensamiento se prolongó en algunos pensadores del reino de Nápoles, en particular Bernardino Telesio, a quien Cervantes había rendido homenaje en su primera novela, La Galatea (1585): su De rerum natura juxta propria principia (1565) se inscribía en la corriente de Pomponazzi, que puede calificarse de naturalista, a falta de racionalista, y a la que pertenecen grandes contemporáneos de Cervantes, Giordano Bruno y Giambattista della Porta, teórico de la magia «natural». La philosophia di Bernardino Telesio, ristretta in verità (Nápoles, 1589) condensaba aún más la doctrina de Telesio, contribuyendo a difundir su conocimiento en la capital del sur de Italia y mucho más allá. Se sabe que el conde de Lemos sentía especial predilección por La Galatea —es decir, tras la publicación de las Novelas ejemplares, quizá más que por Don Quijote— y que fomentó en Nápoles los trabajos de la escuela de los discípulos de Telesio y Della Porta.
Por lo tanto, no conviene buscar en las Novelas ejemplares un «sentido más elevado», sino simplemente la exposición de casos humanos raros, pero no por ello menos naturales, y en cualquier caso instructivos (ejemplares), por parte de un novelista experimentado, perfectamente al tanto del funcionamiento del mundo, desde la administración directa o indirecta de los confines de la monarquía española hasta la penetración más íntima de los corazones humanos. Estas exposiciones que son las Novelas obedecen siempre a una concepción física de los pesos y medidas, fiel a la tradición de Telesio.
Parece que nunca se ha prestado verdadera atención a la relación causal entre la afirmación de un «misterio oculto» y la dedicatoria de la colección al conde de Lemos. Basta con suponer que Cervantes quería alabar en Lemos la capacidad de leer las Novelas como tales: lo alababa como lo hacía en su soneto encomiástico de 1612, cuando destacaba «la elevación del espíritu y la grandeza» del virrey.
Tal es quizás la lección de este modesto soneto dirigido por Cervantes en 1612 a Juan de Oquina y, más allá de este, a su maestro, el conde de Lemos: si el elogio puede parecer llanamente cortesano, Cervantes se esforzará, ya en ese mismo año de 1612, por demostrar al virrey que no era así y que realmente lo tenía en muy alta estima, mediante una especie de connivencia a la que alude el prólogo de las Novelas ejemplares.
Si nos detenemos a examinar los lugares donde se desarrollan las Novelas, vemos inmediatamente que trazan una geografía notablemente amplia de la Monarquía española, prefigurando, tal vez, la de Los trabajos de Persiles y Sigismunda. Si La gitanilla seguía siendo un cuento puramente español, que planteaba el problema de los gitanos en la Monarquía, con el tema del secuestro de niños, a partir del segundo cuento, El amante liberal, el lector se ve proyectado en las vicisitudes geopolíticas del Mediterráneo: originario de Trapani, en Sicilia, el héroe se ve reducido a la cautividad en Turquía, como le sucedió a Cervantes en Argel. La tercera de las Novelas, Rinconete y Cortadillo, describe la vida picaresca de los bajos fondos de Sevilla, capital económica de la monarquía española, viciada por las riquezas importadas de las Indias y escenario de las hazañas de las cofradías del crimen que imponían su ley en algunos barrios de la ciudad del Guadalquivir. Haciéndo eco de la primera y la segunda de las Novelas, la cuarta, La española inglesa, retoma el motivo del niño secuestrado, partiendo esta vez del episodio de la toma de Cádiz por la flota inglesa del conde de Essex (1596), evocando así la creciente competencia entre los imperios atlánticos. El héroe de El celoso Extremeño, por cierto, hizo fortuna en las Indias antes de encerrarse en su casa de Sevilla con su esposa. Los relatos siguientes se limitan a un marco geográfico más restringido, volviendo al interior de la Vieja Castilla, salvo La Señora Cornelia, que se desarrolla en Bolonia, pero todos los relatos reflexionan sobre los resortes humanos, siempre sorprendentes por su misterio —pero no milagrosos— de la vida española.
Cervantes no cesó en su empeño de trazar los contornos de esta realidad hispánica, que entonces —prefigurando la globalización— tendía a confundirse con los del mundo. Esta tensión hacia los confines del mundo aparece constantemente en su obra y en torno a ella. Tomemos dos indicios.
En la dedicatoria al conde de Lemos de la segunda parte de Don Quijote, de 1615, Cervantes fingió haber sido abordado por un emisario del emperador de China, que deseaba convertirse en su protector y hacer de Don Quijote el manual de aprendizaje de la lengua española en un colegio cuyo rector sería el propio autor de la novela. Cervantes habría rechazado la oferta por preferir la protección del virrey de Nápoles, y afirmó sin adulación alguna su gratitud al virrey en el prólogo al lector, que sigue a la dedicatoria. Pero la anécdota no deja de ser reveladora de una visión geoestratégica del mundo en la que China es el horizonte último del imperio español: esta visión no es en absoluto original, ya que España había concebido desde 1588 una empresa de conquista de China y toda Europa hablaba entonces de los progresos de la misión jesuita de Matteo Ricci en Cantón. La presencia de la anécdota del emperador de China inscribe esta dimensión geoestratégica en la percepción del texto literario.
Cervantes no cesó de trazar los contornos de esta realidad hispánica, que entonces tendía —como prefiguración de la globalización— a confundirse con los del mundo.
Roland Béhar
Un proceso similar se produjo también en 1614-1615, con la traducción al francés de las Novelas ejemplares, por François de Rosset y Vital d’Audiguier. No contento con dar a conocer la traducción de este texto, muy apreciado por el público español y cuyos lectores franceses, muy atentos a los asuntos de la España desde la decisión del matrimonio de 1612, esperaban poder saborear también la palabra y la inventiva, el editor del volumen añadió a las doce novelas una decimotercera de otra pluma, pero que intentaba seguir el espíritu de las de Cervantes: L’Histoire de Ruis Dias et de Quinze autres princesses des Moluques, compuesta por Louis Gédoyn de Bellan. No se trata aquí de entrar en detalles sobre estas nuevas aventuras que durante mucho tiempo se asociaron, en Francia e incluso más allá (en Inglaterra, en particular, en la obra de John Fletcher), 6 al nombre de Cervantes, pero su horizonte geográfico pone de manifiesto hasta qué punto el marco político-estratégico de Cervantes, que era el del conde de Lemos, era evidente para todos.
Las Novelas ejemplares, al igual que en su día el Decamerón de Boccaccio, sirven al bien público, puliendo las costumbres humanas, pero también, y esto es lo que he querido destacar aquí, evocando un marco geoestratégico en el que se inscribe la materia humana de las Novelas. Cervantes compartía sin duda con Lemos la preocupación por resolver por la vía (geo)política lo que las armas, por victoriosas que fueran, como en Lepanto, no habían logrado a favor de España.
Desde la década de 1530 y el gobierno del virrey Pedro de Toledo, Nápoles era sin duda el territorio que controlaba Italia y, a través de Italia, el centro del Mediterráneo: era a través de Nápoles que la monarquía mantenía a raya a las fuerzas de la Sublime Puerta, al igual que era a través de Milán que España controlaba la ruta hacia Europa central.
Pero Cervantes, por las vicisitudes de su existencia, comprendía los factores estratégicos, económicos y geopolíticos de España, sobre todo en su vertiente mediterránea, cuyo centro era Nápoles. Por ello, no podía sino parecerle normal elogiar al hombre político que, desde Nápoles, parecía capaz de mantener el equilibrio y la perennidad geopolítica de la monarquía española: tal es, sin duda, la esperanza que se atrevió a expresar en el soneto de 1612 recientemente descubierto, que nos anima a tomar en serio la dimensión política de la visión del mundo de Cervantes.
Notas al pie
- Roland Béhar, «Del cartel a la fama de Villamediana: noticias sobre la Relación de Juan de Oquina de las fiestas de Nápoles de 1612 (con un soneto desconocido de Cervantes, dos poemas del contador Pedro de Morales, y notas al Viaje del Parnaso)», Criticón [En línea], 147, 2023, url: http://journals.openedition.org/criticon/23387; doi: https://doi.org/10.4000/13okk. El hallazgo, realizado en la Biblioteca Universitaria de Salamanca, España, y gracias a la amabilidad de nuestro colega Juan Miguel Valero, ha dado lugar a un artículo en la prensa española, que debemos a la cortesía de Adrián J. Sáez: https://www.abc.es/opinion/adrian-j-saiz-soneto-desconocido-cervantes-20250424154512-nt.html.
- Cabe destacar, en particular, la publicación de un memorial sobre la reforma del sistema fiscal del reino de Nápoles publicado por el conde de Lemos en ese mismo año 1612: Reformación y nuevas ordenanzas para la Cámara de la Sumaria, Escribanía de Ración, Caja militar y Caja ordinaria, Nueva situación de rentas y tierras asignadas para ellas y la forma que se ha de guardar en los pagamentos, cobranzas, cuentas, y escrituras del Reino de Nápoles, hechas y mandadas guardar por el Ilustrísimo y Excelentísimo Señor Don Pedro Fernández de Castro, Conde de Lemos […] Con acuerdo del Consejo Colateral.
- Sobre esta categoría, de la que Cervantes se burla abiertamente, véase la útil aclaración de Anne Dubet, « L’arbitrisme : un concept d’historien ? », Les Cahiers du Centre de Recherches Historiques [En línea], 24, 2000, url : http://journals.openedition.org/ccrh/2062; DOI: https://doi.org/10.4000/ccrh.2062.
- Para conocer la historia de las relaciones del joven Cervantes con los círculos políticos italianos, cabe recordar el libro de Patricia Marín Cepeda, Cervantes y la corte de Felipe II. Escritores en el entorno de Ascanio Colonna (1560-1608), Madrid, Polifemo, 2015.
- Américo Castro, El pensamiento de Cervantes, Madrid, Revista de Filología española, 1925, p. 64-66. Recordemos, además, que Castro dedicó veinte años más tarde unas hermosas páginas a la ejemplaridad de las Novelas de Cervantes. («La ejemplaridad de las Novelas cervantinas», Nueva Revista de Filología Hispánica, 11, 1948, 4, pp. 319-332).
- Ver el excelente estudio de Carmen Nocentelli, «Spice Race : The Island Princess and the Politics of Transnational Appropriation», PMLA, 125, 3, 2010, pp. 572-588.