Los nombres de Feliza cuenta la historia de la escultora colombiana Feliza Bursztyn que murió repentinamente el 8 de enero de 1992 en París, en un restaurante cenando con amigos —entre ellos, Gabriel García Márquez—. El libro busca entender por qué «murió de tristeza» aquella fría noche parisina. Al principio de la novela, el narrador describe cómo intenta reconstruir, volver a vivir, la vida de su protagonista; dice que estaba «imaginandola, en resumen, como si tuviera que esculpirla en barro». ¿Has concebido esta novela no como un ejercicio de escritura por así decirlo, sino como una escultura —lo que explicaría tal vez las dificultades iniciales que se mencionan—? 

Está muy bien que comiences así.

La respuesta tiene que comenzar con la última página de mi novela anterior, Volver la vista atrás. En esa última página, no de la novela, sino de la nota de autor que hay al final, tratando de justificar lo que había hecho en el libro, evoqué un diccionario colombiano, el Diccionario de construcción y régimen de la lengua castellana de Rufino José Cuervo —que es uno de nuestros grandes orgullos en este país de gramáticos y filólogos que es Colombia—. En ese diccionario, la entrada del verbo «fingir» nos recuerda que etimológicamente viene del latín fingere, que significaba moldear, dar forma a algo, aplicado a la escultura y a la talla de madera.

Yo lo traía a colación en ese momento porque me parecía que eso hablaba muy bien de lo que yo había hecho. El acto de ficción, el acto de fingir había consistido para mí no en inventar de la nada, sino en darle forma a algo existente. 

Volver la vista atrás es sobre la vida real de un director colombiano, Sergio Cabrera. Su vida y la de su familia habían sido la montaña de material —y yo había esculpido una imagen—. 

En esta novela, Los nombres de Feliza, quise seguir con esa teoría de la ficción: no como la invención desde cero, sino como la escultura de una materia que ya existe. A partir de una materia que ya existe —la vida de Feliza Bursztyn— sacar una figura. Eso era lo que me interesaba que la ficción fuera en este caso. Y el hecho de que la protagonista fuera una escultora se prestó para insistir aún más en la metáfora.

El acto de ficción, el acto de fingir había consistido para mí no en inventar de la nada, sino en darle forma a algo existente. 

JUAN GABRIEL VÁSQUEZ

La metáfora de esta novela era construir con las herramientas de la imaginación literaria una figura a partir de los materiales conocidos, que fueron los de la vida de esta mujer. Esto viene unido también con una anécdota que en principio es una frivolidad, pero que para un escritor realista como soy yo, tiene mucho que ver con un método de trabajo: escribí esta novela en el mismo barrio aquí, en la rue de Chevreuse en París, donde Felisa no sólo aprendió a esculpir, sino que donde murió. Fue a tres calles de aquí, en un restaurante que ya no existe. 

El primer día de escritura de esta novela, llegué yo a mi estudio, abrí la ventana y veía desde allí la rue de la Grande Chaumière. Esa es la calle donde estudió Feliza. 

Bajé, fui a la academia que queda allí y quise entrar para verla por dentro. No me permitieron la entrada porque sólo los estudiantes podían entrar. Entonces, me hice estudiante, tomé unos cursos de escultura allá durante tres meses para poder ver el lugar por dentro, que está intacto, para sentir de primera mano, literalmente, cómo es el aprendizaje de un oficio como este, cómo lo habría podido hacer Feliza. 

Esa especie de método Stanislavski de escritura también se unió con la idea de que escribir ficción es en parte hacer un modelaje, moldear, dar forma escultórica a una materia que ya existe.

En la novela se siente una suerte de ímpetu en la escritura como de liberación de algo que estaba allí y tenías que contar. Escribes al final «Veintiocho años pasaron entre el origen remoto de esta novela —el primero pequeño latido, como diría Nabokov— y su punto final». Y mencionas «coincidencias imprevisibles» en el proceso de escritura. ¿Tenías previsto en algún momento culminar hacia este libro con esa idea de la escultura y esa visión de la ficción que mencionas? 

El origen de la novela, como viste, es muy remoto. Yo leí en el año 1996 el artículo de García Márquez que habla de la muerte de Feliza que fue de cierto modo el punto de partida de mi interés en esa historia.  

Desde luego, no me he pasado estos veintiocho años escribiendo la novela. Más bien lo que ha pasado ha sido una cierta convivencia con el fantasma de Feliza. Mientras tanto, otras cosas me sucedían, me llegaban por azares ciertos encuentros, ciertas informaciones sobre Feliza que me permitían ir dándole forma a su imagen. Aunque me gustaría creerlo, no tenía claro que escribiría un libro sobre ella.

En el 96, yo no sabía cómo escribir las novelas que tenía en mente. No sabía ni siquiera qué novelas tenía yo dentro, pero a medida que iba aprendiendo a escribir novelas y escribiendo las anteriores, el personaje de Feliza iba tomando más protagonismo —cada vez más—. 

Hasta el año 2013, cuando escribí una novela que se llama Las reputaciones, en la cual el protagonista es un caricaturista político y, de repente, me descubrí escribiendo una escena en la que el caricaturista tenía que hacer una caricatura que lo mete en problemas. Esa caricatura era sobre Feliza Bursztyn. Entonces hubo un salto cualitativo del personaje, allí pasó de ser un fantasma que ronda a ser una figura importante en mi imaginación.

Tenía que construir con las herramientas de la imaginación literaria una figura a partir de los materiales conocidos, que fueron los de la vida de esta mujer.

JUAN GABRIEL VÁSQUEZ

¿Por qué no escribiste la novela en ese momento? 

No me puse a escribir la novela inmediatamente porque tenía una especie de conciencia de que necesitaba hacer otros libros antes. La forma de las ruinas y Volver la vista atrás implicaron una especie de aprendizaje de cómo utilizar la ficción para hablar de personajes reales. 

En La forma de las ruinas conté la historia de un abogado que investigó el crimen de Rafael Uribe Uribe, un político colombiano, en el año 1914. Y Volver la vista atrás está dedicada a la exploración mediante la ficción de una persona real —Sergio Cabrera y su familia—. 

Yo necesitaba escribir esos dos libros para llegar a este cuyo objetivo era una persona real. Pero quería tercamente que fuera una ficción para contar algo que no se puede contar desde la biografía, desde la historia o desde el periodismo. Y eso significaba meterse en la conciencia de Feliza, ver el mundo y sentir el mundo desde allí, utilizar con Feliza las mismas herramientas que Virginia Woolf hubiera utilizado con la señora Dalloway.

A partir del final de Volver la vista atrás ya tuve la conciencia de que este sería mi siguiente proyecto y traté de hacer todo lo posible para escribirlo en París —y finalmente lo conseguí por azares y por fortunas—. 

Se trataba además de hacer una escultura particular: el narrador dice en un momento que quería efectivamente «contar el mundo desde sus ojos». El escritor tiene esa ventaja de poder no sólo construir la escultura, sino también ver desde su perspectiva. ¿Querías con el libro explorar también esa relación entre la escritura y la escultura? 

Sí, definitivamente. Hablé con muchos escultores y artistas plásticos. Descubrí que ese conocimiento de sus oficios iba a quedar como una especie de sustrato. Lo que me interesaba era usarlo de punto de partida para hacer lo que hace la ficción: no ver al otro desde fuera, sino ver el mundo desde esa conciencia —desde esa conciencia que estamos tratando de contar—. 

Para mí, a partir de cierto momento, quería hacer algo en esta novela que no había hecho en Volver la vista atrás: poner en escena el acto de imaginar al personaje. Eso se convirtió en una especie de pequeña obsesión. 

Por eso la novela comienza con una especie de crónica personal en la que el narrador soy yo, y coinciden los datos biográficos con mi estadía en París. Pero a partir de cierto momento, la voz de la novela salta a la conciencia de Feliza Bursztyn y empieza a contar el mundo desde allí —igual que ocurre con su marido, Pablo Leyva—. 

Era una invitación al lector a imaginar al otro dentro de ese acto de imaginación que quiere voluntariamente invadir la conciencia ajena para ver el mundo desde allí. Eso es uno de los privilegios enormes de la ficción.

Quería hacer algo en esta novela que no había hecho nunca: poner en escena el acto de imaginar al personaje. Eso se convirtió en una especie de pequeña obsesión. 

JUAN GABRIEL VÁSQUEZ

Hablas de invadir la conciencia y la vida de los personajes. Cuando está interrogando a Pablo Leyva sobre su pasado, el narrador dice «Debería ser sagrado el derecho al olvido». Y al mismo tiempo está luchando contra el olvido navegando en la memoria del esposo de Feliza. ¿Dirías que en esta tensión se inscribe la literatura, el trabajo del escritor: que la gente pueda olvidar lo que quiera pero que la novela intervenga para salvar lo que la gente quiere precisamente olvidar?  

Definitivamente. Toda mi obra está metida en esa tensión. 

Mi primera novela, que se llama Los informantes, nació de una conversación que tuve con una mujer alemana judía que llegó a Colombia en 1938 y que conocí en una reunión casual.

Me contó unas anécdotas de su vida y vi allí una novela. Entonces luego la entrevisté con lápiz y papel durante tres días. Esa fue la primera novela. 

A partir de allí todas, en cierto sentido, han girado alrededor de ese momento en que cometo la impertinencia de preguntarle a alguien por su vida y de pedirle que recuerde con frecuencia, que recuerde lo más doloroso —para luego manipular esos recuerdos por medio de la ficción—.

Pero en el caso de este libro y del anterior, son libros montados enteramente alrededor de un testimonio; el de Sergio Cabrera en Volver la vista atrás y el de Pablo Leyva en esta. Y los trato de manera distinta, juegan un rol distinto los libros. Pero en su origen los dos libros fueron ese acto de intromisión, esa solicitud a alguien en cuyo pasado hay un momento duro y difícil. Eso que tal vez se ha pasado la vida queriendo olvidar, le pido que lo recuerde para mí y, además, para que yo le dé la forma más definitiva que hay —un libro—.

En esa tensión se juega efectivamente todo. No sólo se juega el libro en sí mismo, sino también el papel de la literatura. La literatura como espacio de memoria que resiste al olvido programado de los narradores del poder, del Estado, del gobierno, de las religiones que quieren que recordemos algunas cosas en detrimento de otras. 

La literatura con frecuencia es ese espacio donde resistimos a ese olvido, donde nos negamos a olvidar. Eso es en el plano político. 

Todas mis novelas han girado alrededor de ese momento en que cometo la impertinencia de preguntarle a alguien por su vida y de pedirle que recuerde con frecuencia, que recuerde lo más doloroso —para luego manipular esos recuerdos por medio de la ficción—.

JUAN GABRIEL VÁSQUEZ

¿Y en el plano personal? 

Es lo mismo. La literatura es un espacio donde rendimos homenaje a un pasado, o donde le damos carta de naturaleza a un pasado que sin el libro desaparecería —se perdería en el flujo de la experiencia humana—.

La historia de Feliza se perdería si no estuviera en un libro. Esa voluntad de usar la literatura como lugar de memoria, de memorias personales, pero también de memoria política, para mí siempre ha estado allí, desde el primer libro. Las novelas que más admiro, muchas de las novelas que más admiro cumplen ese mismo papel también.

Es una suerte de arqueología de los recuerdos. 

Pues eso está muy bien, me encanta esa idea. Entronca con esa relación que yo quiero establecer con el pasado en los libros.

Yourcenar usa la misma palabra. Ella dice que con Memorias de Adriano trató de hacer desde dentro lo que los arqueólogos hacen desde fuera con el período en que vivió el emperador Adriano. Es exactamente lo que acabas de decir.

Es una arqueología de las emociones. Yo siempre he creído en el novelista como un historiador de las emociones.

Hablando de Yourcenar, te has referido hace un momento a las novelas que admiras. En el libro el narrador dice que tenía en su maleta libros de Faulkner, Vargas Llosa y Borges —también textos de García Márquez que ocupa un papel importante en la novela—. ¿Cuál dirías que es el más importante en tu trabajo? 

No creo que podría señalar un solo nombre. Los dos momentos de la literatura que más marcaron mi vocación fueron el Boom latinoamericano, en particular García Márquez, Vargas Llosa y esa especie de padre del Boom que fue Borges.

Luego, la literatura de entreguerras con Joyce, Virginia Woolf, del otro lado Faulkner y Hemingway —aunque estuvieran con frecuencia en París—. Y se han añadido otros que se han convertido en figuras de una inmensa importancia para mí, cuya relación que tengo con ellos se ha construido con el tiempo: los rusos Dostoievski, Tolstoi, Chéjov; los franceses Albert Camus, Yourcenar, por ejemplo. 

Si tuviera que escoger las novelas que me metieron en la cabeza la idea de ser novelista serían Cien años de soledad y el Ulises de Joyce.

La literatura con frecuencia es ese espacio donde resistimos a ese olvido, donde nos negamos a olvidar.

JUAN GABRIEL VÁSQUEZ

La estructura de la novela es interesante con un juego del narrador en primera persona que eres tú, luego Feliza. Al principio incluso hace de manera más o menos implícita un paralelo entre tu llegada a París, un joven colombiano en París con problemas de salud —como Feliza—. Un poco como Flaubert decía «Je suis Madame Bovary», ¿podrías decir «Yo soy Feliza»?

Idealmente sí, yo sería Feliza.

George Eliot decía que la literatura es lo más cercano a la vida: the nearest thing to life. Yo no aspiro a ser Feliza —pero a casi ser Feliza—. Se trata de estar tan cerca de Feliza como sea humanamente posible. Y eso se hace en el lenguaje de la ficción.

El lenguaje de la ficción es lo que más cerca nos pone de la realidad de otro, más que el lenguaje de la biografía, más que las imágenes de un documental. Nos permite no ser Feliza Bursztyn pero estar muy cerca de serlo. Esto es importante para mí porque, además, se inscribe dentro de una inquietud que tengo desde hace unos años. 

Desde el 2019 me preocupa aquella conversación que estamos teniendo, que viene de Estados Unidos —pero que ha sido aceptada en otros lugares— sobre la apropiación cultural. Se cuestiona el derecho que tiene una persona de narrar una ficción desde una identidad que no es la suya. 

La identidad sexual, racial, nacional, se ha convertido en una nueva manera de entender el mundo —en una frontera que no se puede franquear—. Violarla en la ficción está siendo muy cuestionado. Yo entiendo de dónde nace esa preocupación por la propiedad de los relatos. Nuestros relatos nos importan, queremos dominarlos y no aceptamos la imposición de versiones o relatos ajenos.

Pero creo que esa prohibición no puede incluir a la ficción. Esta es justamente el método que tenemos los hombres y mujeres, los ciudadanos privados, para defendernos de las imposiciones narrativas que nos hace el poder. Las pérdidas serían enormes si de repente dejáramos de usar la imaginación literaria para contar el mundo desde otra persona. Estoy convencido de que hay una relación directa entre el nacimiento de la novela moderna y las conquistas de nuestras sociedades desde la democracia, la igualdad, los derechos humanos, etc.

Siempre recuerdo a Milan Kundera que tiene un párrafo bellísimo en Los testamentos traicionados en el que dice que la sociedad europea se suele considerar la inventora de los derechos humanos, pero para que los inventara era antes necesario inventar la noción de individuo. Y eso no hubiera sucedido, dice Kundera, sin las artes —y en particular sin el arte de la novela, que nos enseña a tener curiosidad y aceptar una realidad distinta de la nuestra—. 

El lenguaje de la ficción es lo que más cerca nos pone de la realidad de otro, más que el lenguaje de la biografía, más que las imágenes de un documental. Nos permite no ser Feliza Bursztyn pero estar muy cerca de serlo. 

JUAN GABRIEL VÁSQUEZ

Es verdad que a priori uno puede preguntarse por qué escoger el género novelesco para contar la historia de tu protagonista —y no una biografía por ejemplo—. 

Hermann Broch decía que la única razón de ser de la novela es decir lo que sólo la novela puede decir.

Yo creo que una biografía de Feliza Bursztyn, un libro de historia sobre la historia del arte colombiano del siglo XX o una cronología periodística que investigara sobre Feliza Bursztyn desde afuera, nos contarían aspectos invaluables de su vida, de su obra y de su persona. Pero tendrían que callar en cierto punto porque la escritura documental, por decirlo así, tiene unos límites. Yo quería utilizar la novela para ir más allá —para ir a donde la escritura biográfica no puede ir—.

Meterme en la cabeza de Feliza Bursztyn y de Pablo Leyva es una invención del narrador de ficciones que soy yo. Es una utilización de la ficción para hacer una interpretación del mundo que los hechos mismos no logran hacer. Hay ciertas cosas que la ficción hace que nos permiten comprender una dimensión del personaje que completa los datos biográficos. Eso es esencial. 

En una página de En busca del tiempo perdido, Françoise dice que a ella no le interesan los personajes de ficción porque son inventados. El narrador proustiano responde que el problema con los personajes reales es que los conocemos a través de los sentidos y por lo tanto, siempre tendrán algo opaco. Mientras que un personaje de ficción, dice Proust, lo conocemos a través del alma y por lo tanto, lo conocemos de manera entera. Y cuando él habla del alma, para mí, está hablando del lenguaje de la ficción.

A través de ese lenguaje podemos conocer a esa otra persona de manera total. Eso es lo que nos permite la novela —que no ocurre en ninguna otra de las maneras que hemos inventado de contar el mundo—. 

De hecho, el narrador de En busca del tiempo perdido conoce a tal punto a los personajes que lee que hay una decepción cuando los descubre en la realidad en los famosos salones —porque no corresponden a lo que había leído—. 

Estoy pensando que esas reflexiones también las podría haber metido en la novela. Será para otra edición.

Estoy convencido de que hay una relación directa entre el nacimiento de la novela moderna y las conquistas de nuestras sociedades desde la democracia, la igualdad, los derechos humanos.

JUAN GABRIEL VÁSQUEZ

¿Se puede decir que esta novela también es un libro sobre el exilio?

Sí, el exilio es un hilo conductor. 

La novela acaba en un exilio literal, en un exilio político, con una mujer expulsada de su país por una persecución que es política y que la obliga a instalarse en una ciudad que es refugio de exiliados. El París del año 81 es el destino de los exiliados de las dictaduras chilena, argentina, brasileña, incluso la uruguaya. París era destino de exiliados —y Feliza es parte de eso—.

Pero en la escritura de la novela me di cuenta de que hay otros exilios en su vida. Ella es producto de un exilio de naturaleza distinta. Sus padres, judíos polacos, llegan a Colombia para visitar a un amigo pero estando en Colombia llega Hitler al poder y ellos se ven de repente exiliados. El nacimiento de Feliza ocurre en Colombia como resultado de ese exilio autoimpuesto de sus padres. 

Esto marca su personalidad, porque ella fue siempre no sólo colombiana, sino militantemente colombiana. Hay un episodio al final de su vida en el que le preguntan a un grupo de artistas colombianos en qué ciudad del mundo les gustaría vivir. Feliza es la única de todos que dice en Bogotá. 

Entonces sí, hay una la idea del exilio que atraviesa toda la novela. Cuando ella llega por primera vez a París viene por razones personales, huyendo de un matrimonio que acaba de estallar en pedazos. Viene con su amante casado, que es un pecado para Colombia, que también es un gran poeta, y viene a tratar de ser artista, aprender la escultura. 

En el año 57 hay una anécdota fantástica de García Márquez que vivía en la rue Cujas, en una buhardilla, como todos los latinoamericanos que vivían en la calle. Y, de repente, se abría una ventana y alguien gritaba «¡Se cayó el hombre!». Todos salían a ver si era su hombre el que se había caído. Porque todos los latinoamericanos vivían en dictadura.

Un personaje de ficción, nos dice Proust, lo conocemos a través del alma y por lo tanto, lo conocemos de manera entera. Y cuando él habla del alma, para mí, está hablando del lenguaje de la ficción. 

JUAN GABRIEL VÁSQUEZ

El narrador dice hablando de París: «Aquí están los exiliados de todo el mundo». ¿Qué papel ocupa esta ciudad en tu obra, en tu trabajo?

Esta novela tiene una voluntad muy clara de saldar cuentas con el París de mi juventud, el París de cuando llegué con 23 años para tratar de ser escritor, con esa idea tan latinoamericana de París como el lugar adonde uno va a hacerse escritor, que es una idea fetichista, mitómana —es la persecución de un mito—.

Nos damos cuenta muy pronto de que el mito no existe, que es una invención, que si existió en algún momento, ya ha desaparecido. Pero yo seguí teniendo una relación muy fuerte y estrecha con la ciudad como espacio. Ese espacio de mi juventud también es un espacio de complicidades literarias.

Y la literatura francesa ha tomado más y más espacio en mi vida de lector y escritor. Entonces yo quería que la ciudad fuera personal también. Es un personaje que está al fondo. 

La relación que la ciudad tiene con Feliza en dos momentos de su vida pasa por la idea de reinventarse. Esa relación se parece mucho a la que tuve yo. Es decir, los dos llegamos a París con 23 años. Es una coincidencia tonta, pero a los novelistas nos encantan estas coincidencias. Y con la voluntad de ser artista. Los dos preguntándonos si lo éramos. 

Los latinoamericanos tenemos una relación literaria con París que pasa por libros que a mi generación le importan mucho, como Rayuela. Yo quería un poco rescatar mi París de eso; robárselo a Cortázar, reapropiarme de ese París, convertirlo en un espacio personal. 

También viviste en la otra gran ciudad del Boom latinoamericano —Barcelona—. Da un poco la impresión de que en tu proceso de escritura necesitas establecer un vínculo con el espacio, seguir literalmente los pasos de tus personajes —o autores de referencia— para poder sentarte a escribir.

Está muy bien visto eso. No lo había pensado así como dotar de una especie de mitología el espacio donde voy a llegar.

París fue eso, definitivamente. Cuando nos fuimos para Barcelona con mi esposa, yo lo hice por razones algo más prácticas. Lo hice porque quería ganarme la vida con lo único que me interesa, que son los libros. Eso sólo se podía hacer en ciudades donde la industria editorial y periodística fuera fuerte. Y entre Madrid y Barcelona, yo prefería Barcelona. Allí sí por razones que tenían que ver con la literatura latinoamericana que había sido bien acogida, bien leída, bien publicada en Barcelona.

París es un personaje que está al fondo. 

JUAN GABRIEL VÁSQUEZ

Entonces llegué a un lugar donde alguien me podía pagar por leer y escribir, aunque tuviera que hacer 17 oficios al mismo tiempo —que los hice—. Pero también porque había esa presencia fantasmal de la literatura latinoamericana en Barcelona desde siempre, desde que Carlos Barral en los años 50 comenzó a publicar a todos esos autores del Boom. 

Yo allí traducía literatura, escribía reseñas, empecé escribiendo informes de lectura para editoriales, artículos para enciclopedias, todo lo que me pagara. Llegué hasta a escribir un libro sobre el cuidado del gato para llegar a fin de mes. 

«El que no conoce París no conoce la vida», nos dice el narrador de la novela. ¿Sigue siendo cierto esto?

No me acordaba que decía eso. ¡No sé si estoy de acuerdo! 

Yo creo que, en ese sentido, París no existe. Es justamente lo que dice Rayuela: París es una metáfora de otra cosa. Pero el que no conoce París se está perdiendo de toda una manera de entender el mundo que para mí es indispensable.

¿Podemos decir que el episodio de Feliza en Bogotá con sus hijas y su primer esposo sintetiza la tensión que puede existir entre un artista y su familia con lo complejo que puede ser llevar de frente ambas obligaciones —profesionales y familiares— sobre todo en el caso de las mujeres? Sobre estos temas podemos pensar en por supuesto Virginia Woolf que es una autora importante para ti.

Sí, quise mostrar lo que tuvo que vivir Feliza como mujer, joven y judía, en la Colombia de los años 50, que fue cuando ella se casó, tuvo a sus hijas, comprendió que quería ser artista y tuvo que luchar por ese derecho. 

Claro, la novela es en buena parte la crónica de esas rebeliones a las que ella se vio obligada para definirse a sí misma según su idea de su propia vida contra fuerzas muy potentes que intentaban definirla a ella —la familia, la religión—. Ella se enfrentó constantemente a ellas y sufrió una agresión física por parte de su marido que no quería que ella fuera artista. El matrimonio estalló en pedazos y el marido se llevó a las hijas a Estados Unidos.

Cuando empieza a hacer sus primeras esculturas en chatarra y en materiales que no tenían una tradición artística, tiene que soportar el escepticismo y el rechazo de un mundo artístico colombiano que no sólo la rechazaba por la heterodoxia de esas prácticas, sino también por el hecho de que era mujer. 

Hay una anécdota fantástica en la que ella recibe la visita de un periodista que la quiere entrevistar y lo recibe en su taller. Está vestida con un delantal de cuero antifuego, con guantes, con su máscara y con su soplete soplete de soldadura en la mano.

El periodista le pregunta si está consciente de que la critican por ser poco femenina en su práctica artística. Entonces ella espera un momento, se va a la habitación de al lado y vuelve exactamente igual con la máscara pero con un collar de perlas —y le pregunta si le parece que así está más femenina—. 

Ese enfrentamiento constante con el mundo definió su vida. 

¿En qué medida contar la historia de Feliza era un pretexto para contar también la historia de Colombia, o al menos algunos episodios? Pienso por ejemplo en esa suerte de paralelismo que se crea entre la esperanza de Feliza de que se termine su matrimonio y que caiga la dictadura de Rojas Pinilla. Nos encontramos con esta frase tragicómica: «No me jodan, un dictador se va más fácil que un marido». 

Eso no tiene una intención programática ni una intención a priori, pero sí que es parte de la satisfacción de escribir libros como estos. Se trata de comprender hasta donde sea posible cómo se sentía desde dentro un momento histórico que no viví y que la historia puede contar desde un punto de vista factual.

En cambio, una novela puede recrear el ambiente, la temperatura de ese momento en los años 50 en que de repente hay un estallido de creatividad en Colombia. Es difícil de explicar. 

Feliza Bursztyn comienza a hacer sus esculturas al mismo tiempo que García Márquez, sus novelas como La hojarasca (1955). En esos años están empezando a pintar Fernando Botero y Alejandro Obregón, está empezando a trabajar también una artista amiga de Feliza, que se llama Beatriz Daza.

París es una metáfora de otra cosa. Pero el que no conoce París se está perdiendo de toda una manera de entender el mundo que para mí es indispensable.

JUAN GABRIEL VÁSQUEZ

Está también Marta Traba, la gran crítica argentina, que es una especie de papisa en el mundo artístico de la época. Define incluso la vida de Feliza, protegiéndola y defendiéndola. 

Esa coincidencia en muy poco tiempo y en un espacio reducido de tanto talento, me llamó mucho la atención. 

¿Cómo lo explicas? 

Yo lo explico por el momento político que vivió el país. Lo que llamamos «la Violencia»: las guerras partidistas que causaron 300.000 muertos en pocos años —que van desde 1946 más o menos hasta 1956—. Allí es cuando empieza a trabajar esta generación.

Mi teoría es que los países convulsos producen arte. Las sociedades que se están transformando —sobre todo, cuando la violencia interviene— producen novelas, pinturas, porque el arte es una manera que tenemos de ventilar emociones que están bajo presión en ese momento. Permiten hacer preguntas, interrogar a la realidad de una manera que otras dicciones —la de la política, la del periodismo— no están haciendo. 

La violencia está presente de manera diferente en todos tus libros. ¿Cómo caracterizarías esa relación que puedes tener en tu trabajo con la violencia? 

Esto es muy interesante y muy problemático en la literatura colombiana.

La violencia ha definido y penetrado la literatura colombiana —para bien y para mal—. De hecho, después de ese periodo de violencia de los años 50, hubo toda una camada de novelas que trataban de contarlo pero que no eran buenas. 

García Márquez escribió en el año 1959 un artículo durísimo que se llama «La literatura colombiana, un fraude a la nación», en el que trataba de explicar por qué habían fracasado estos novelistas que trataron de contar la violencia.

Su conclusión era que tenían un material extraordinario entre las manos pero no se habían tomado el tiempo de aprender a escribir novelas. Y no se funda una tradición novelística en 24 horas, decía García Márquez. Entonces decía que la manera de que la literatura entrara en una realidad como aquella tenía que ser siempre lateral.

Ponía como gran ejemplo La Peste de Camus. El mismo luego hizo ejemplos de esto, escribió El coronel no tiene quien le escriba y La mala hora, que son novelas donde la violencia es la protagonista central —pero no se ve en primer plano—. 

En la literatura colombiana ha habido siempre esa familia literaria que trata de preguntarse por qué no logramos romper los ciclos de violencia. Podemos pensar en Fernando Vallejo, algunas novelas de Laura Restrepo, El olvido que seremos de Héctor Abad, Los ejércitos de Evelio Rosero. Hay muchas novelas que giran alrededor de esto. Creo que es una pregunta que atraviesa todos mis libros. 

Me parece imprescindible interrogar esa realidad de los ciclos de violencia que ha vivido el país —y que somos incapaces de romper—. Esa violencia que navega por debajo de la superficie, que está siempre allí y que de vez en cuando surge y toma distintas identidades: guerrillas marxistas, paramilitares de extrema derecha, crímenes de Estado, narcoterrorismo… Pero siempre está allí.

Los países convulsos producen arte. Las sociedades que se están transformando —sobre todo, cuando la violencia interviene— producen novelas, pinturas, porque el arte es una manera que tenemos de ventilar emociones que están bajo presión en ese momento.

JUAN GABRIEL VÁSQUEZ

¿El método para contar esa violencia sería entonces de tratarla de manera lateral o incluso como metáfora como en La Peste

Hay distintos grados, digamos, de lateralidad. 

Pero lo que no se puede hacer es contar la violencia de frente. Es como la Gorgona: si una novela mira de frente la violencia se convierte en piedra. 

Hay una puesta en escena bastante literal de la muerte en la novela, de una «primera muerte» de la protagonista. «La primera muerte» es, de hecho, el título de un capítulo. ¿Es necesario morir una vez, una primera vez, para tener varias vidas?

Es muy bonito eso. En el caso de ella, sí.

En el caso de ella fue necesario una reinvención muy radical de sí misma tras esa primera muerte escenificada por sus padres para cumplir con una especie de expiación que pedía su comunidad. Creo que eso fue una bendición disfrazada para ella. Eso la obligó a romper totalmente con su persona pasada —y reinventarse—. 

Toda la vida estuvo reinventándose a sí misma. Poco antes de que se hubiera instalado con pies firmes en el mundo artístico colombiano, tuvo un accidente de tránsito que casi la mata. Sobrevivió por razones que nadie se explica.

Lo que no se puede hacer es contar la violencia de frente. Es como la Gorgona: si una novela mira de frente la violencia se convierte en piedra. 

JUAN GABRIEL VÁSQUEZ

La mujer que sale de ese accidente es otra. Hay una nueva reinvención. En una vida que fue corta —murió con 48 años— tuvo ese talento impresionante de ser capaz constantemente de rebelarse contra la que era y comenzar de nuevo.

Eso es algo que yo encontré fascinante. 

Al principio me contaste que tenías ese fantasma de Feliza que te acompañaba antes de escribir la novela. ¿Qué pasa ahora que ya la escribiste? ¿El fantasma sigue allí —o se fue—? 

El fantasma ya se fue.

Claro, uno escribe el libro por un afán de exorcismo también. El fantasma ahora está atrapado en la novela. Allí está. Esa es la lámpara del genio. 

En cierto sentido, esa era la idea detrás del epígrafe del poema de Emily Dickinson: «Me encierran en su Prosa» —They shut me up in Prose—.

La encierran en su prosa como cuando era niña: la metían en un armario para que estuviera quieta. Entonces la voz del poema dice que eran tontos, no se daban cuenta de que con la imaginación es libre como un pájaro —y sale volando—. 

Yo quería en la novela fijar a Feliza en prosa para convivir con ella y tratar de comprenderla.

Y logré liberarme de ese fantasma.