Sin duda, es paradójico hablar de una obra en torno a Bernard Aspe, él que insiste tanto en que una obra no se confunde con un acto. Sin embargo, el filósofo aparece hoy como una de las figuras más esenciales del pensamiento contemporáneo. Tras una tesis sobre el pensamiento de la individuación en Gilbert Simondon, redactada bajo la dirección de Jacques Rancière (a quien dedicó un hermoso estudio titulado Partage de la Nuit), varios libros importantes jalonaron su trayectoria, en particular L’instant d’après. Projectiles pour une politique à l’état naissant, Les mots et les actes y Les fibres du temps

Su último libro, La Division Politique, en la frontera entre filosofía y política, intenta repensar lo que puede significar la exigencia revolucionaria en un momento en el que parece triunfar el fascismo fósil. 

¿Puede primero volver sobre el título del libro, tomado del seminario del mismo nombre que se celebra regularmente en La Parole Errante en Montreuil?  

El seminario comenzó en 2016. En ese momento, nos pareció importante romper con lo que llamamos el episteme pluralista: la supuesta evidencia de que, habiendo sido deconstruidas las categorías centrales de la filosofía clásica (el todo, el uno), había que aceptar moverse en un espacio de pensamiento necesariamente plural, fragmentado, irreductiblemente diseminado. Tomamos nota de que la irreductibilidad de lo múltiple era, en cierto modo, un hecho, y que este hecho no podía subsumirse en una de las antiguas categorías deconstruidas. Ahora bien, la política no puede concebirse desde este único punto de vista; para hacerla aparecer como tal, no hay que partir de la multiplicidad como tal, sino de lo que ya es una operación sobre la multiplicidad, que podemos llamar división. «La» política es lo que debe dividir la política existente para aparecer ella misma. De modo que no se puede entender «la» política más que allí donde aparecen dos políticas bien diferentes e irreconciliables. 

El objetivo de la publicación es, entre otras cosas, como se dice en la introducción, «proceder a una aclaración del concepto de política», lo que implica «proponer una elucidación de la forma en que se entrelazan la filosofía y la política». ¿Podría aclarar la relación no entre filosofía y política, sino entre filosofía y pensamiento político? ¿Y a qué género pertenece este libro —que nos parece más «directamente» político que una obra como Les Fibres du temps, por ejemplo—?

En este punto, como en otros, sólo estoy prolongando las aportaciones de Badiou y Rancière, que en los años noventa mostraron la inanidad de la «filosofía política». Esta disciplina no sólo tenía el defecto de dar lugar a discusiones académicas bastante poco interesantes (sobre el buen gobierno, el concepto de justicia, etc.), sino que tenía el efecto más insidioso de hacer desaparecer la política misma. 

Comenzar por la división es comenzar por el conflicto: la política es, según Rancière, un conflicto de mundos —por un lado, el mundo de la jerarquía y los puestos asignados; por otro, el de la igualdad y la devolución de toda posición de poder a su insuperable contingencia—. La filosofía política, al reflexionar sobre «lo» político, al preguntarse, por ejemplo, según qué principios concebir una verdadera justicia social, oculta la realidad de la situación efectiva, que es una realidad conflictiva: está el mundo que se nos impone, y está el que nosotros (ese «nosotros» cuyo contenido hay que determinar precisamente) queremos sustituir. 

Hoy, la objetividad no promete nada más que la continuación de lo que ya está ahí, hasta el desastre final.

Bernard Aspe

Pero tiene razón al insistir en la política como pensamiento específico, que como tal no se confunde con la filosofía. Intento decir que esta última tiene una operatividad propia, por la cual el sujeto pensante (ya sea autor/autora o lector/lectora) se pone en práctica y se transforma potencialmente por el pensamiento que despliega; pero esta transformación del sujeto no se confunde en absoluto con una acción transformadora del mundo. El pensamiento político sólo tiene sentido como tal si está estructurado por la perspectiva de esta acción. Es una comprensión de lo existente como un lugar donde se puede insertar una intervención, y donde los efectos de esta intervención forman parte de lo que hay que pensar. La política en sí misma es acción si con ello se entiende que hace indisociables el pensamiento y los actos que lo inscriben en la realidad del mundo.

Este libro me parece ser un libro de filosofía en la medida en que espero que ponga en práctica un trabajo especulativo, es decir, un trabajo en el que el sujeto del pensamiento no permanece ajeno al objeto que intenta captar. En este caso, intenta captar la subjetividad política, pero sólo desde el punto de vista de la exigencia que puede plantear en la situación contemporánea. Lo que quiere decir que, por el contrario, no intenta definir qué tipo de actos o qué forma de organización política puede plasmar efectivamente esta exigencia en el mundo.

Dicho esto, al distinguir entre filosofía y pensamiento político, no se trata de trazar el equivalente a una frontera disciplinaria entre ambos: se pueden distinguir estos pensamientos según los modos operativos que los especifican (la captura especulativa por un lado, la lógica de intervención por el otro), pero no se puede determinar de antemano qué tipo de efecto tendrá un pensamiento, cuando no es académico, es decir, cuando no pertenece a lo que Lacan llamaba «el discurso de la universidad». Es posible que las afirmaciones especulativas puedan ser utilizadas en una situación política concreta y que tengan efectos reales en ella. No hay que limitar de antemano el alcance de las afirmaciones filosóficas o políticas, sino indicar lo que se puede esperar de ellas y dejarse sorprender a veces por lo que puedan aportar.

¿Puede explicar la construcción de su libro, dividido en tres partes («subjetividad», «globalidad», «unidad»)? ¿Por qué la subjetividad es lo primero para usted? 

La subjetividad es primordial porque no se empieza por la objetividad. La ruptura con los antiguos esquemas políticos se produjo precisamente en este punto: de la situación objetiva y de su necesaria evolución se suponía que se desprendían tanto la posición del sujeto como el alcance de su acción. Hoy, la objetividad no promete nada más que la continuación de lo que ya está ahí, hasta el desastre final. No contiene en sí misma nada que pueda suponer una liberación. En resumen, ya no existe la historia concebida como un desarrollo necesario orientado a la liberación humana. Por eso, en ausencia de esta necesaria evolución, el único punto de partida es la subjetividad, que se define por marcar una brecha en el curso objetivo de las cosas. La subjetividad política divide el mundo; y por eso, necesariamente se divide a sí misma, ya que también se ve obligada a participar en este curso de los acontecimientos, que sin embargo se niega a seguir.

El problema central de la obra es mantener el lugar de la subjetividad como único punto de partida de la política, al tiempo que se vuelve a considerar la objetividad y lo que prescribe. Badiou había mostrado la necesidad de pensar un «sujeto sin objeto», un sujeto político que, como tal, no podía apoyarse en el desarrollo objetivo de las cosas. Un sujeto que, por lo tanto, ya no debía vivirse como la expresión de un proceso histórico, que a su vez había permitido garantizar la verdad de su acción. La relación que debemos pensar ahora entre sujeto y objeto ya no es de expresión (del objeto por el sujeto), sino de inscripción (de los efectos de la existencia del sujeto en el objeto). 

Las razones de la polémica de Rancière y Badiou con el marxismo siguen siendo válidas: si tomamos como punto de partida los desarrollos objetivos, podemos llegar rápidamente a decir que no es el momento adecuado, que «las condiciones aún no se han dado», que «la gente» aún no tiene un conocimiento infalible sobre estas condiciones, etc. Sin embargo, no podemos ignorar la forma en que el contexto global se impone cada vez con más fuerza como tal. Por «contexto global» debemos entender la inextricable conjunción de la evolución capitalista, las rivalidades bélicas para hacerse con el control de esta evolución y la devastación ecológica, es decir, lo que Jason Moore denomina la «ecología-mundo». Cuando hablo del paso a una relación de inscripción y no de expresión entre sujeto y objeto, esto es lo que tengo en mente: la inscripción de lo que Rancière llama las «escenas» de la política en un contexto, y del conjunto que constituyen o podrían constituir en un contexto global. Se trata, por tanto, de ser fiel a Rancière, Badiou y algunos otros que han sabido renovar de arriba abajo el enfoque de la política; pero sobre este fondo, que no es el del marxismo, renovar también el enfoque de este contexto global llamado capitalismo.

He hablado de lo que el objeto, es decir, la situación histórica objetiva, «prescribe»: nada necesario, por tanto, nada que esté contenido «en sus flancos» y que pueda esperarse de su desarrollo. Habría que concebir de forma un poco renovada un telos histórico —ya no indiscernible de la necesidad, como querían Hegel y Marx, sino en ruptura con ella—. La verdad es que el mundo y sus habitantes pueden ser destruidos, pero aún pueden ser salvados. Y esto es lo que se oculta: no sólo en el modelo reaccionario de negar la gravedad de la situación ecológica global, sino también con la sensación de que sería demasiado tarde, de que ya no se podría hacer nada. La comodidad de la desesperación de izquierda por un lado, la negación cada vez más delirante de la reacción por el otro. 

Insisto en la idea de rescate, precisamente en lo que puede parecer ridículo precisamente porque recuerda a ese elemento de la catástrofe que son las películas de Marvel: son los superhéroes o heroínas los que «salvan el mundo»; en la realidad, esa nunca puede ser la cuestión. Sin embargo, si, precisamente, esa es la cuestión hoy, es lo que especifica el telos de nuestro momento histórico, un telos que no está sostenido por ningún Otro, ni siquiera laicizado.

La verdad es que el mundo y sus habitantes pueden ser destruidos, pero aún pueden ser salvados.

Bernard Aspe

Uno de los objetivos esenciales del libro es «construir un entendimiento positivo de la unidad política como respuesta adecuada al contexto global que se nos impone», sin reformar una «unidad mala», ni dejar las múltiples escenas políticas en su irreductible pluralidad, lo que llevaría a mantener la impotencia colectiva en la que nos encontramos. Para ello, usted propone lo que llama un trazo de uno (“trait d’un”), capaz de conectar los diversos espacios de subjetivación política: ¿puede volver sobre este concepto? ¿No hay una aparente contradicción entre esta búsqueda de unidad y el propio objeto del seminario y de la obra, centrado en la división política? 

Ese es el problema del tercer apartado, el que lleva por título «Unidad». El concepto de trazo de uno se inspira en el «trazo unario» de Lacan, con el que este último trataba de abordar la delicada cuestión de la identificación. Lo que retengo de Lacan es muy simple: por un lado, el trazo de uno es una marca puramente simbólica carente de sentido, una simple forma de contarse a uno mismo como, por ejemplo, un francés, o un profesor, o un aficionado al fútbol, o un activista comunista, o de la causa negra, de la causa de las mujeres, etc. Pero, por otro lado, en la medida en que el proceso tiene que ver con la identificación, esta tiene una vertiente imaginaria. Esta vertiente ha sido desvalorizada durante mucho tiempo, tanto en los estudios lacanianos como en los enfoques críticos heredados, por ejemplo, de la problemática del «espectáculo». Lo imaginario es lo que evita lo real; lo imaginario es lo que alimenta la alienante ficción del «yo», etc. Pero precisamente, me parece que el pensamiento político radical (con la excepción de las reflexiones sobre la «utopía», que sin duda hay que seguir reevaluando) ha tenido el error de participar a su manera en esta descalificación. Por el contrario, los estudios lacanianos actuales parecen insistir en la importancia de tratar por igual las diferentes dimensiones de la subjetividad: real (R), simbólica (S), imaginaria (I), y esto me parece una indicación esencial.

En lo que respecta más específicamente a la cuestión de la subjetividad política, lo más urgente me parece salir de la alternativa infernal entre la deconstrucción radical de la identidad entendida como extravío metafísico occidental, y la reivindicación de las identidades dominadas, que habría que afirmar por sí mismas para hacer aparecer las múltiples formas de la dominación. En el primer caso, se continúa con el gesto clásico de descalificar el contenido intrínsecamente imaginario de la identificación, en el segundo se valora la identidad como horizonte insuperable de la subjetividad, y se confía tanto más en lo imaginario cuanto que no se piensa como tal. Me parece que hay que asumir la positividad de una identificación política, ya que esta no se confunde con una identidad deducida de las formas de dominación; es un elemento de la búsqueda de unidad de la que hablo. Y para ello, me parece también que hay que aceptar las aportaciones del psicoanálisis lacaniano para comprender el lugar de la identificación imaginaria, un lugar importante, pero limitado. Una subjetividad siempre se construye también por la forma en que se relaciona consigo misma y con lo que es capaz de identificar, y una identificación nunca es personal sin ser también la identificación de lo que existe en común con al menos uno u otro. Pero también es lo que supone un armazón simbólico suficientemente clarificado, así como la capacidad de poner a prueba la realidad a través de los actos.

No hay contradicción entre el ángulo que se adopta, es decir, el de la división, y la búsqueda de la unidad. Nos habíamos acostumbrado a situar al enemigo en el bando de la uniformidad, la reducción de las diferencias, etc. La solución derivada de la ontología deleuziana era entonces producir la diferencia, generar lo múltiple y, por lo tanto, aquello susceptible de escapar a la unidad impuesta. Y esto también significaba: no apoyarse en la oposición, acusada de cubrir la positividad de la diferencia, y por lo tanto tampoco invocar la división, que parecía necesariamente acentuar esta cobertura. Esta solución es la que ha establecido la evidencia del episteme pluralista del que se ha hablado anteriormente. Ahora bien, por las razones indicadas anteriormente, me parece necesario partir de la división, una vez dicho que esta no puede presuponer una unidad de la que sería expresión; la unidad de la que se trata, si existe, sólo puede ser el resultado del trabajo de la división política. Es la unidad de un campo, una vez que este se identifica como separado de otro campo. Lo que no quiere decir, volveré a ello, que no se pueda definir «en negativo»: esa era la solución del pensamiento crítico y no se trata de volver a ella. El tándem Badiou-Rancière conservó del nietzscheísmo de Deleuze la importancia de la dimensión afirmativa de la política. Estos autores simplemente conciliaron esta dimensión con el contenido propiamente conflictivo de la política, que la herencia de Deleuze, a pesar de la intención de este último, había contribuido a eliminar.

En el estado actual de las cosas, nuestro bando no puede sino ser aplastado si el conflicto político toma una dirección esencialmente militar.

Bernard Aspe

Este trazo de uno que usted propone es la negativa a la puesta en funcionamiento generalizada de seres de naturaleza para la valorización del capital. ¿Puede especificar por qué habla de una negativa a ponerse a trabajar en lugar de una negativa al trabajo? ¿Y qué consecuencias tiene tal distinción para la acción política? Por último, ¿puede volver sobre la importancia que tiene para usted la obra del sociólogo e historiador Jason W. Moore, autor de La ecología-mundo del capitalismo?

El trazo de uno sería, por tanto, una mera marca de pertenencia, la de una comunidad de rechazo, cuyos miembros se reconocerían por haberse puesto de acuerdo para designar el corazón del enemigo, y que ese corazón se ha convertido para ellos en un blanco directo. El término «blanco» puede evocar una imagen guerrera, pero se trata de retomar en este punto la forma en que la clase obrera ha podido concebir el conflicto político de manera diferente a la puramente guerrera. 

Atacar la obligación de trabajar para el capital, la obligación de trabajar como aquello sin lo cual el capitalismo no puede existir, es asumir el conflicto, pero un conflicto que se extiende más allá de la forma militar —y nos conviene esta extensión porque, en el estado actual de las cosas, nuestro bando no puede sino ser aplastado si el conflicto político toma una forma esencialmente militar—.

Hay que hablar de puesta a trabajar en la medida en que la mayoría de las actividades, que sin embargo funcionan bien como tales, no se reconocen como formas particulares de trabajo. 

«Trabajar», en el mundo del capital, significa participar de una forma u otra en el buen funcionamiento de los circuitos de valorización. Esto no está reservado a los trabajadores reconocidos como tales, ni siquiera a los humanos. Jason Moore sintetizó varios enfoques que ya existían y sacó las consecuencias radicales de esta síntesis: la movilización de las actividades que deberían contarse como trabajo es mucho más amplia y profunda de lo que los pensadores marxistas suelen creer. 

Debe incluir tanto el trabajo de los esclavos en las colonias como el trabajo «doméstico» asignado a las mujeres. También debe incluir el trabajo de los seres de la naturaleza: el de los animales encerrados en granjas de cría en batería, pero también el de los suelos, el océano o la atmósfera para absorber la contaminación, etc. La lectura de Moore fue para mí una revelación, en la medida en que lo que hasta entonces era una exigencia abstracta —la síntesis entre los aportes del marxismo y los de la ecología— se hizo realidad de repente. La condición de esta síntesis era precisamente esta ampliación del concepto de trabajo. 

La movilización de las actividades que deberían contarse como trabajo es mucho más amplia y profunda de lo que creen generalmente los pensadores marxistas. 

Bernard Aspe

Esto también permitió releer los análisis «postoperaistas», en la estela de Negri, que ya habían señalado la necesidad de superar la teoría marxiana del valor y el trabajo. La extensión del concepto de «trabajo» (que incluía, para Negri y sus allegados, la actividad del solicitante de empleo así como la del consumidor) seguía limitada a los humanos. La síntesis de la que acabo de hablar no estaba, por tanto, terminada. Pero ya se encontraba este elemento esencial: los seres movilizados para la valorización del capital no tienen, en su mayoría, que constituirse en «fuerza de trabajo». Sabemos que Marx vio en este concepto su principal descubrimiento, precisamente lo que la economía clásica había ocultado. Pero también es este concepto el que ha permitido ocultar el problema de fondo: el capital sólo funciona si hace trabajar mucho más allá de lo que reconoce como trabajo. Ahí está la clave de su dominación y, potencialmente, también la de su derrocamiento.

Si esto último ya no puede concebirse como una negativa a trabajar, es porque esta consigna tenía un sentido claro cuando la acción política se centraba en el trabajo en la fábrica. Hoy ya no es así, y eso es parte de la dificultad: si entonces —en los años 1960-1970— se trataba de hacer huelga o sabotear las máquinas, ¿cuál puede ser hoy el equivalente de estos gestos, en situaciones en las que el trabajo no se reconoce como tal?

Desde el punto de vista de la acción política, la primera consecuencia es que ya no se trata de dirigirse principalmente a las personas que luchan en lo que se reconoce como espacios de trabajo, ya sean los oficios de la salud, la enseñanza o la industria. Sin embargo, estas luchas no se ven relegadas a un segundo plano: sólo deben considerarse (en sus expresiones más consecuentes) como casos particulares de rechazo a trabajar para el capital. 

La parte de trabajo explotado es un caso particular de trabajo gratuito sin el cual no pueden funcionar los circuitos de valorización del capital. No ocupa un lugar destacado, ni tampoco un lugar subordinado.

Otra consecuencia es que aún no existe una forma definida de acción política que inscriba esta negativa a la puesta al trabajo generalizada en lo existente. Mi libro, en cualquier caso, no pretende responder a esta pregunta. Pero se puede contar entre las ejemplificaciones de tal acción la existencia de una ZAD 1Abreviado de zone à défendre en sus siglas en francés, traducido como “zona que defender”], así como las huelgas en los lugares de trabajo o las formas de huelga feminista. Esto indica, al menos, que estas diferentes formas de lucha política deberían pensarse juntas, pensarse como esencialmente relacionadas y capaces de definir un objetivo común. La identificación de tal objetivo no podría sino darles más fuerza a cada una. 

El capital sólo funciona si hace trabajar mucho más allá de lo que reconoce como trabajo. Ahí está la clave de su dominación y, potencialmente, también la de su derrocamiento.

Bernard Aspe

Su obra sin duda será cuestionada en este último punto, porque, aunque no se trata de hacer de la clase obrera el sujeto de la historia, la cuestión del trabajo sigue siendo evidentemente central —¿deberíamos hablar de «centralidad»? — en su opinión. ¿Cómo «justifica» el mantenimiento de la cuestión del trabajo en primer plano?

Como hemos visto, el concepto de «trabajo» se toma aquí en un sentido muy amplio. Lógicamente, debería esperar más bien críticas que señalen el riesgo de una dilución del concepto, lo que tal vez imposibilite el intento de determinar a partir de él una toma de posición política.

Pero esta crítica en sí misma supone que el libro se lea y que no se limite a la presencia del significante «trabajo». Sin embargo, incluso en los círculos radicales, se piensa más bien por significantes y por reflejos vinculados a estos significantes: es el sesgo por el cual estos círculos son homogéneos con el trumpismo. 

En resumen: no existe una centralidad objetiva del trabajo, existe una centralidad política potencial de la negativa al hecho de ponerse a trabajar. 

En otras palabras, la cuestión del trabajo no debe su importancia al hecho de ser el elemento central de la «infraestructura» económica, sino al hecho de que sigue siendo el foco potencial de un horizonte revolucionario. Por lo tanto, en contra de los marxistas, hay que pensar en una ampliación de lo que debe concebirse como trabajo; y en contra de los críticos del marxismo, hay que restaurar la idea de un objetivo político común que pasa por la identificación de las múltiples formas de poner a trabajar.

La cuestión del trabajo no debe su importancia al hecho de ser el elemento central de la «infraestructura» económica, sino al hecho de que sigue siendo el foco potencial de un horizonte revolucionario. 

Bernard Aspe

Por otra parte, si no me equivoco, esta condición común de los seres de naturaleza —el hecho de ser puestos a trabajar para servir a la valorización del capital— es el enemigo quien la impone y quien, por lo tanto, de alguna manera, es primero. 

Este pasaje me hizo pensar en una respuesta dada por Jacques Rancière en una entrevista con la revista Le Sabot en la que usted participó: «¿Se puede pensar la línea divisoria política a partir de la designación del enemigo? Hay dos posibilidades: o se parte de una potencia contra la que se lucha, o se lucha en nombre de una potencia común, de una capacidad común. Si la política consiste en golpear al enemigo, se trata de una concepción militarista del enemigo. Hacer algo contra él no es un comunismo positivo». Y más adelante: «La ruptura simbólica debe hacerse en nombre de la igualdad, y no en nombre del ataque a la economía. Es decir, debe llevarse a cabo en nombre de una afirmación (la igualdad) y no en nombre del enemigo». 

Me parece que esta cuestión del enemigo es el punto en el que más se aleja de Rancière, de quien, por otra parte, está muy cerca. ¿Podría precisar sus divergencias sobre esta cuestión? 

El principal interés de la perspectiva marxista, como acabamos de ver, era precisamente haber encontrado un enfoque político que permitiera asumir un conflicto radical sin darle necesariamente o principalmente la forma de un conflicto militar, por un lado. Por otro lado, esta toma permitía una afirmación, pero es precisamente esta afirmación la que está obsoleta por múltiples razones: la de la identidad del trabajador, incluso si se añade la trabajadora. 

La figura política del trabajador —esa identificación imaginaria lograda, se podría decir, al menos durante un cierto período— no ha sobrevivido a la deconstrucción de la historia, precisamente porque esta no es, por sí misma, el despliegue de una necesidad que sólo esperaría al Sujeto capaz de cumplirla. 

Por otro lado, la extensión del concepto de «trabajo» tiene como consecuencia no dejar la posibilidad de una cristalización imaginaria en torno a la identidad del trabajador. El conjunto de los seres puestos a trabajar no se reduce al conjunto de los trabajadores y trabajadoras. La identificación política de la que hablaba antes, si debe asumirse como tal, ya no pasa necesariamente por la asunción de una figura, que sería su cristalización imaginaria. Quizás haya que pensar en una identificación sin figura cristalizadora.

La figura política del trabajador —esa identificación imaginaria lograda, se podría decir, al menos durante un cierto período— no ha sobrevivido a la deconstrucción de la historia.

Bernard Aspe

Por otro lado, la importancia política de la cuestión del trabajo podría permitirnos recuperar otro aspecto de las revoluciones del siglo XX, evidente en las problemáticas de los revolucionarios soviéticos, constructivistas en particular: no se puede cambiar radicalmente la vida (que es precisamente el objetivo de la revolución) sin cambiar radicalmente la propia existencia del trabajo, sus formas y sus objetivos. Que este problema haya desaparecido, como problema común, que haya sido eliminado junto con la figura obsoleta del trabajador, es quizás un grave error político.

Antes hablaba de la necesidad de mantener a raya la postura crítica y de partir de una afirmación, como han dicho tanto Rancière como Badiou: la política debe ser afirmativa, de lo contrario no es más que la otra cara de lo que denuncia. 

Ahora bien, esta afirmación no puede ser la del trabajador que, como tal, tiene la capacidad de dar forma al mundo, sobre todo porque el elogio del trabajo ha dado lugar a una carrera por el desarrollo, en los países comunistas, para vencer al capitalismo en su propio terreno, que es el del desastre. Si se trata de atacar el trabajo, es porque se trata de atacar el desarrollo como tal, y desde este punto de vista, hay una continuidad con el rechazo del trabajo de los años 60.

Pero entonces, ¿qué se puede afirmar? ¿Y cómo podría esta afirmación ser irreductible a la identificación del enemigo, cómo no sería la pura reversión de esta identificación? 

Desde este punto de vista, podemos añadir algo a lo que nos han legado Rancière y Badiou, que han insistido sobre todo en la afirmación de la igualdad. Por ejemplo, se dirá que nuestro bando se reconoce fácilmente por el hecho de que aplica una política que es a la vez igualitaria, anormativa y más que humana. 

«Igualitaria» significa que cada uno cuenta tanto como cualquier otro, y que hay que considerar una insustituibilidad esencial de los seres.

«Anormal» indica que toda norma de comportamiento es perfectamente arbitraria y que no hay ninguna razón a priori para impedir la exploración de formas de vida extrañas o desconocidas. 

«Más que humana» se refiere al hecho de que ya no podemos concebir la comunidad humana como algo cerrado en sí mismo, y que sólo es tal si se sabe estrictamente inseparable de los demás seres vivos y de sus entornos.

Nuestro bando se identifica fácilmente por el hecho de que aplica una política que es a la vez igualitaria, anormativa y más que humana. 

Bernard Aspe

Todos estos elementos de afirmación están presentes en los lugares donde se experimenta lo que, por lo tanto, puede identificarse como nuestra política. Sólo añado dos cosas: por un lado, la unidad potencial, en cuanto al punto de ataque político —la puesta al trabajo para el capital— de lo que componen. Por otro lado, la idea de que la amplificación de estas experiencias políticas pasa por una reanudación de la utopía constructivista —si pensamos en el constructivismo de Rodchenko y Stepanova— que quería cambiar la vida cambiando las formas mismas del trabajo, la redefinición radical del trabajo como vía para cambiar la vida. 

Si esta cuestión queda fuera de campo, la transformación radical de la vida es simplemente imposible.

A menudo en sus libros, y de nuevo en esta, se encuentran regularmente ataques dirigidos al constructivismo especulativo de Latour y Stengers. Hay elementos de crítica más elaborados en otros lugares (véase, en particular, L’Instant d’après, páginas 128-134), pero ¿podría, a pesar de todo, volver sobre la naturaleza exacta de su desacuerdo con Latour/Stengers? 

Esta vez es una perspectiva completamente diferente a la de los constructivistas soviéticos. Una perspectiva antiutópica, se podría decir.

Tengo un gran respeto por los primeros trabajos de Latour, cuando hacía la «antropología de las ciencias» (digamos hasta L’Espoir de Pandore). Y un respeto aún mayor por lo que aportó Isabelle Stengers, en particular con sus Cosmopolitiques. Por mi parte, veía su enfoque como una extensión de las indicaciones de Foucault que cuestionaban la hegemonía del discurso científico como discurso de la verdad; me refiero en particular a la apertura del curso «Il faut défendre la société», pero también al pasaje de Du gouvernement des vivants sobre los regímenes de verdad. 

Los constructivistas especulativos dicen que no puede haber jerarquía entre las formas heterogéneas e irreductibles de experimentar el mundo —o una parte del mundo— de modo que debemos concebir una igualdad estricta para «todo lo que se puede decir: hay experiencia» (para retomar una fórmula que le gusta a Stengers). 

Pero lo que vale como vía de impugnación de la hegemonía científica no vale necesariamente de manera general. Retomo lo que dijo Léna Balaud al respecto: la perspectiva constructivista está ajustada en lo que respecta a la relación entre las ciencias y otras formas de experiencia del mundo; pero sus defensores cometen el error de querer trasladar su análisis a todas las cuestiones que puedan surgir —tanto las metafísicas como las políticas—, cuando deberían limitar esta solución especulativa, circunscribirla en cierto modo a la impugnación de la hegemonía del discurso científico. 

Los defensores de la perspectiva constructivista cometen el error de querer trasladar su análisis a todas las cuestiones que puedan surgir.

Bernard Aspe

Era esencial que los autores cuestionaran esta hegemonía, pero no se debía pedir más al método que utilizaron para hacerlo. En otras palabras, el esquema constructivista se ajusta como esquema especulativo en lo que respecta a la jerarquía a priori —en este caso: la ausencia de una jerarquía fundada— entre las formas de la experiencia. Resulta engañoso, por ejemplo, cuando pretende proporcionar el criterio sobre cuya base construir el concepto de «política»: esta exige, de hecho, tomar partido por una u otra de las formas irreductibles. 

Por supuesto, Isabelle Stengers es plenamente consciente de ello, pero me parece que le resulta difícil ajustar plenamente su método a esta exigencia. Esa es la paradoja del constructivismo: plantear una alternativa clara entre los partidarios de la alternativa, del «o bien… o bien…», en definitiva, de la división, y los demás —los partidarios del «y… y…»— y elegir el segundo camino, eludiendo el «o bien… o bien…» contenido en su propia acción.

No nos sorprenderán demasiado, por tanto, los callejones sin salida a los que conduce. 

El constructivismo especulativo quiso demostrar que la cuestión no es la del buen enfoque de la realidad, sino la de la realidad que sólo se da como tal a través de enfoques irreductibles y específicos, ligados a situaciones particulares, y a problemáticas igualmente particulares que permiten hacerlas aparecer. Pero al rechazar el método de la división, finalmente tendrá esta poco envidiable posteridad: un conjunto de pequeños nichos académicos, ocupados con toda buena conciencia por personas que no dejan de darnos lecciones sobre el carácter siempre local de los problemas, y cuyos trabajos son, en última instancia, bastante indistinguibles de los de sus adversarios positivistas.

Parece escéptico, por no decir más, sobre algunos renovadores del leninismo —imaginamos que piensa en autores como Andreas Malm o Frédéric Lordon—. ¿No tienen, como mínimo, el mérito de plantear algunas cuestiones urgentes, como la de la organización revolucionaria o incluso la de la toma del poder?

Las polémicas llevadas a cabo por estos autores no son las correctas. 

Atacan precisamente el legado de Latour-Stengers en uno de los puntos que, por el contrario, debe seguirse, y que Moore, por su parte, ha optado por prolongar: el de la «agentividad» de los seres no humanos. La rehabilitación de la excepción humana frente a la agentividad de los seres de la naturaleza supone la del cientificismo, ya esté inspirado en la psicología cognitiva o en la sociología crítica. 

Me parece que esto supone un retroceso. Pero también se observa desde un punto de vista más directamente político, como usted menciona: según ellos, el revolucionario serio conduce necesariamente a la toma del poder. Esto no tiene en cuenta los inventos políticos que han existido desde la década de 1970, por ejemplo, a raíz de la autonomía obrera italiana. Estos inventos no renunciaban a la idea de una transformación radical y global: sólo cuestionaban la evidencia del camino que se suponía que conduciría a ella. 

Pero los «renovadores del leninismo» siguen explicándonos que hay que empezar por ocupar el lugar del poder, entendido como poder del Estado, para modificar la sociedad de arriba abajo. Sin embargo, la historia de las revoluciones pasadas, especialmente la soviética y la china, parece haber demostrado que la toma del poder del Estado, lejos de garantizar una transformación realista de la sociedad, ha sido parte de lo que la ha impedido. Había que sacar las conclusiones que se imponían, y en particular buscar otras vías para concebir la aplicación efectiva de una transformación radical, pero esta es, por supuesto, una preocupación que ya se podía leer en la reedición de 1872 del Manifiesto, donde Marx y Engels admitían el «envejecimiento» de su programa inicial basándose en la experiencia de la Comuna.

Los neoleninistas simplemente descartan este análisis histórico y político. Ellos, que dicen guiarse por la fría razón, nunca dan argumentos convincentes para legitimar el descarte de lo que ha ocupado a tantos espíritus sinceros y bien informados durante medio siglo.

Es cierto, por otro lado, que si realmente queremos responder a estos autores hasta el final, tendremos que resolver la cuestión de la autoridad, que se ha vuelto tan confusa por el autoritarismo de los antiautoritarios… 

La historia de las revoluciones pasadas, en particular la soviética y la china, parece haber demostrado que la toma del poder estatal, lejos de garantizar una transformación realista de la sociedad, ha sido parte de lo que la ha impedido.

Bernard Aspe

En una entrevista reciente para Lundi Matin, habla de los «militantes de la economía y sus aliados fascistas». Sin embargo, la cuestión del fascismo no aparece realmente en su último libro, ni mucho menos en los anteriores; más bien habla en general de los activistas económicos o de la clase capitalista. ¿Significa eso que para usted se trata de un mismo enemigo? 

Por supuesto que se trata del mismo enemigo. La pareja Trump-Musk tiene el mérito de aclarar las cosas para aquellos que no querían verlo. Pero como fascistas, son sólo la punta más avanzada y poderosa de los activistas de la economía que claramente han optado por prescindir del lujo de la democracia. 

Esto no es nada nuevo: la historia del advenimiento del fascismo y el nazismo no puede entenderse sin las decisiones explícitas tomadas por los empresarios italianos y alemanes, por ejemplo. Si aceptamos englobar bajo el término «fascismo» todas las posturas de la ultraderecha, pasadas y contemporáneas, lo que lo caracteriza no es en absoluto un contenido propio —se puede decir que, en lo que respecta a la realidad, sus partidarios siempre se han basado fundamentalmente en lo que promovían los militantes de la economía—, sino más bien una forma particular de movilizar la dimensión de la fantasía. Los efectos de esta movilización a veces han podido entrar en conflicto con elementos necesarios para el desarrollo capitalista, pero esto nunca ha afectado al continuo que existe entre las posiciones de los activistas económicos más liberales y las de los activistas de la ultraderecha más reaccionaria.

La pareja Trump-Musk tiene el mérito de aclarar las cosas para aquellos que no querían verlo. 

Bernard Aspe

En cuanto a nuestra actualidad, podemos decir que el fascismo procede a una saturación del espacio psíquico y político por la fantasía. De ello da testimonio el lugar que ocupa el migrante, o el que ocupa la persona queer, en el imaginario popular reaccionario. Contra los peligros que estas figuras se supone que encarnan, se trata de generalizar la lógica del katechon: no se puede proponer nada claro como perspectiva liberadora, pero sí se trata de evitar la catástrofe. No la catástrofe real, por supuesto, sino la catástrofe imaginada, aquella que puede combatirse con los medios del fascismo, ya que este aparece así como el camino más seguro para no cuestionar el desarrollo capitalista como tal. 

La elección de este camino tiene una implicación decisiva: para asegurar la continuidad de la dominación de la clase capitalista, ahora hay que prescindir de lo que había sido una herramienta esencial de esta dominación: el gobierno por la verdad. Según Foucault, el liberalismo se definía por el paso de las formas arbitrarias de poder soberano a formas de poder más sutiles, que él denominaba «reguladoras», y que pasaban, en particular, por otorgar un lugar central a la verdad —es en este contexto que puede entenderse la hegemonía científica sobre el decir-verdad—. 

Hoy, los defensores del cientificismo están tan desconcertados como sus adversarios —aquellos que, con razón, cuestionaron esta hegemonía— ante la aparente despreocupación con la que las figuras emblemáticas del fascismo contemporáneo tratan la verdad. Pero hay que ver que esto no constituye una ruptura política que identifique al campo de los fascistas a distancia del campo de los militantes de la economía. Más bien hay que decir que estos últimos, en su conjunto, han elegido claramente la opción fascista, que implica prescindir de la centralidad de decir la verdad, y prescindir también, al hacerlo, de la hipótesis democrática, que se ha vuelto demasiado costosa.

Para asegurar la continuidad de la dominación de la clase capitalista, ahora hay que prescindir de lo que había sido una herramienta esencial de esta dominación: el gobierno por la verdad.

Bernard Aspe

Un último punto: a pesar de la muy real amenaza que representa esta fascistización galopante, me parece esencial no ceder al chantaje de la izquierda que nos exhorta a defender la democracia «a toda costa». Lo que en este caso significa: defender esta democracia liberal que no sólo ha demostrado su impotencia para impedir el ascenso del fascismo, sino que ha contribuido a él a su manera. 

Nos encontramos aquí ante una alternativa clara: o bien apoyar la democracia que tarde o temprano conducirá al fascismo, sin cuestionar el caldo de cultivo en el que prospera; o bien elaborar un nuevo modelo revolucionario, lo menos «leninista» posible, pero firmemente alejado de la democracia liberal.

En un momento dado, y apoyándose en Mario Tronti, escribe que «la política está sin duda más cerca de la profecía que del enfoque del conocimiento objetivo». En su opinión, ¿debe esta dimensión profética adoptar una forma propiamente programática, por ejemplo, proponiendo posibles figuras del comunismo, como intenta Frédéric Lordon en un libro de 2021, o como había intentado Castoriadis en Le contenu du socialisme? Y si no, ¿qué significa entonces «anticipar el futuro», como usted escribe?

No diría que hay que proscribir necesariamente la dimensión del programa, pero hay que saber, por otro lado, que esto es, en el mejor de los casos, sólo un elemento secundario, lejos de responder por sí sólo a la pregunta de qué puede significar abrir un futuro. 

El fondo del problema es saber qué entendemos por «ser»: este es el punto en el que podemos estar de acuerdo con Heidegger. Más aún, podemos estar de acuerdo con él en que precisamente no se responde a esta pregunta elaborando «una» ontología. Esta respuesta, que parece evidente y que en los últimos decenios ha vuelto a parecer en algunos círculos el gesto filosófico por excelencia, es en sí misma una forma de fallar en la pregunta. 

La cuestión del ser es la cuestión de lo que el pensamiento de lo que es añade a lo que es —y la de la modalidad de esta adición—. Esta no debe ser pensada como la proyección de un posible que habría que realizar. La cuestión es la de la verdad efectiva de lo que es, ya que esta no puede confundirse con el descubrimiento de lo que ya está dado. El ser no está prescrito por lo dado del ser. Dicho de otro modo: lo que ocurre no es el desarrollo de lo que hay.

El ser, en este sentido, no puede entenderse, por supuesto, como lo que se opone al devenir. El pensamiento político es, por tanto, una modalidad del pensamiento del ser, aunque no tome al «ser» como motivo explícito. Si hablamos de esas experiencias políticas que nos importan, igualitarias, anormativas y más que humanas, son algo, pero lo que son es estrictamente inseparable del potencial de transformación que encierra su amplificación. 

La política no es la proyección de un mundo posible y lejano, se encuentra en el umbral del futuro, en el punto de inminencia de su llegada.

Bernard Aspe

Anticipar el futuro es considerar que esta amplificación es la verdad política que hay que afirmar. Como demostró Foucault, existe un conflicto de verdades, y no una alternativa entre ciencia e ideología, y en el fondo es un conflicto de este tipo el que constituye el núcleo de la política. La política no es la proyección de un mundo posible y lejano, sino que se encuentra en el umbral del futuro, en el punto de inminencia de su llegada.

En un texto de 2010, «Multitudes, insurrection et nécessité subjective. La figure du prolétariat», vuelve sobre lo que podemos llamar la paradoja de los oasis (véanse las hermosas páginas al principio y al final de L’Instant d’après). En esta intervención, usted decía que no creía que se pudiera responder a la insuficiencia de los oasis políticos rehabilitando el concepto de deber. 

Sin embargo, en otra parte (Les mots et les actes, páginas 237-238), usted describe lo que llama «la paradoja de la vida comunista», es decir, el hecho de que «todas las fuentes de la vida (amor, amistad, creación), en lugar de ser vividas como lo que hay que preservar a toda costa para encontrar en ellas caminos de realización o refugio, son, por el contrario, lo que hay que exponer, poner en riesgo en la construcción de una política a partir de la cual sólo esas fuentes vitales podrán sernos devueltas. Por supuesto, nada nos garantiza que puedan ser devueltas como tales. Por el contrario, todo apunta a que podrían ser sacrificados innecesariamente. ‘Inútilmente’, porque somos incapaces de señalar un punto desde el que se pueda legitimar tal sacrificio». 

Ahora bien, ¿qué podría justificar tal sacrificio, si no es algo así como un deber? ¿Y qué opina del argumento catastrofista según el cual la profundización del desastre podría conducir, por la fuerza, a tal elección? 

Recuerdo el exitoso libro de Milan Kundera en los años 80, La insoportable levedad del ser. Según la perspectiva que se defiende en él, si el ser es insoportablemente ligero, es precisamente porque no es capaz de prescribir un deber. Y si no puede prescribir un deber, es porque el ser no es más que la historia de lo que es, y esa historia nunca se repite, ni a nivel individual ni a nivel colectivo. 

No puede haber lecciones de historia porque lo que pasó ya no volverá a pasar, porque la historia no se repetirá, y si no se repite, los acontecimientos nunca podrán compararse, las elecciones que definen una vida nunca podrán confrontarse entre sí —permanecerán irreductiblemente encerradas en la particularidad de un momento que nunca existió antes y nunca volverá a existir—. El ser es, por tanto, ligero porque su historia no puede prescribir nada, pero esta ligereza es abrumadora, precisamente porque no tiene consecuencias y, por lo tanto, está expuesta a un vacío de sentido que nunca podrá superar.

He aquí una lección de moral marcada por su época: los años 80. Una lección nihilista, sin duda, pero un nihilismo diferente al que prevalece hoy: nuestro nihilismo es precisamente el de una historia que, aunque única, ya se conoce, ya se ha jugado. Pero era tan erróneo responder a Kundera con el intento de extraer «leyes» de la historia, como responder al nihilismo actual invocando las soluciones técnicas que podrían plantearse. En ambos casos, el discurso de la ciencia hace desaparecer aquello de lo que acabamos de hablar, ese plus de ser que nos permite mantenernos en el umbral del tiempo que viene, que no es el resultado de lo que le precedió, siempre que haya sujetos que se opongan a este resultado que parece ineludible. 

Hay que tener en cuenta, entonces, que si se puede hablar de deber hoy, es en un sentido muy diferente al que se invocaba cuando se hablaba de un deber histórico. Si hoy existe un deber, debe entenderse como aquello que interrumpe la supuesta concatenación necesaria de los hechos históricos; esto es lo que intentaba indicar anteriormente al invocar la disyunción del telos y la necesidad. No existe un deber histórico, pero podemos pensar en un deber político prescrito por la situación histórica, no como el fruto necesario de esta, sino como la apertura que aún puede ser accionada en contra de lo que, por lo tanto, sería refutado como necesidad.

En cuanto al argumento catastrofista, puede escucharse con la condición de que se le dé la vuelta, es decir, si se admite que no es la catástrofe en sí misma la que prescribe un deber, sino el verdadero conocimiento de que aún es posible evitarla. Es sobre todo este conocimiento, y no el de la catástrofe en sí misma, el que se niega activamente. 

Nuestro nihilismo es el de una historia que, aunque única, ya se conoce, ya se ha vivido.

Bernard Aspe

Ante la catástrofe en curso, ¿cómo «combatir la desesperación» (recupero los términos de Andreas Malm en la última parte de «Cómo sabotear una tubería»)? Usted es un gran lector de Kierkegaard: ¿cómo interviene la cuestión de la desesperación en su pensamiento y en nuestro presente? ¿La desesperación, que en su sentido ordinario, afecta quizás en primer lugar a los activistas ecologistas radicales? ¿Hay que asumir, o incluso abrazar, de alguna manera una cierta desesperación, o aprender a domesticarla como sea para actuar?

Entre las formas de desesperación que evoca Kierkegaard, podemos destacar dos de las más importantes: la desesperación ante la falta de posibilidad y la desesperación ante la falta de necesidad. Dos formas que parecen contradictorias y que, sin embargo, se experimentan hoy de manera perfectamente simultánea: ya no hay suficientes posibilidades, lo esencial parece estar ya decidido; pero tampoco hay necesidad, en el sentido de que todo (los vínculos, las convicciones, los proyectos) parece afectado por una contingencia esencial. Luchar contra estas formas de desesperación es, de hecho, recuperar una relación con el telos histórico, renovando su significado.

Se ha elogiado la desesperación como algo que nos obliga a enfrentarnos a la árida realidad, sin contarnos historias. Pero el verdadero problema es empezar por no negar este hecho: todavía es posible vivir feliz en una tierra magnífica. La desesperación es una solución fácil para la mente, una forma de contarnos una historia: no tenemos nada que perder, así que podemos actuar, acentuando la paradoja que contiene ese «así que». En realidad, tenemos mucho que perder, por ejemplo, todas esas especies desconocidas que desaparecerán sin siquiera haber sido encontradas, y que como tales pueden simbolizar el desperdicio que cada día eligen deliberadamente quienes gobiernan.

El verdadero problema es empezar por no negar este hecho: todavía es posible vivir feliz en una tierra magnífica.

Bernard Aspe

En un momento dado, menciona la preparación de un libro colectivo, escrito con Patrizia Atzei y Benjamin Gizard, también del seminario «La división política». ¿Puede hablarnos un poco de él? ¿Cuál será su relación con este libro?

Al principio iba a haber un solo libro, fruto del seminario, pero por diversas razones se dividió en dos: una parte, la que se publica aquí, corresponde a la articulación conceptual entre filosofía y política. El apartado redactado de forma colectiva, con Benjamin y Patrizia, desarrollará más por sí mismo la propuesta política, que aquí sólo interviene a modo de ejemplo. Digo bien propuesta política, y no —al menos todavía— propuesta militante, en la medida en que esta obra futura tampoco responderá directamente a la cuestión de la forma de organización que puede corresponder a la exigencia formulada. 

Por el momento, se trata de insistir en la identificación de lo que puede ser la perspectiva política más común. En otras palabras, se trata ante todo de decir lo que es hoy la perspectiva comunista, despojada de toda nostalgia por lo que se experimentó en su nombre en el siglo pasado.

Por último, ¿qué responde a aquellos que piensan que es ridículo seguir haciendo filosofía en un mundo que arde? 

Que hasta ahora se les ha escuchado demasiado y que tienen su parte de responsabilidad en la situación realmente desastrosa en la que nos encontramos, de la que el poujadismo —o digamos la misología— es un resorte esencial.

El concepto no es ciertamente un sujeto, como hubiera querido Hegel, pero sin conceptos no hay sujetos. Y sin sujetos no hay política.

Notas al pie