«La geopolítica es una ciencia problemática y está destinada a seguir siéndolo», una conversación con Florian Louis
La geopolítica está en todas partes -hasta el punto de que ya no está claro qué significa realmente-. ¿Cómo una "ciencia nazi" cruzó el Atlántico hasta hegemonizar la doctrina estadounidense? ¿Cómo podemos utilizar la historia de esta apropiación para entender a quienes hoy se proclaman geopolíticos? Entrevistamos a Florian Louis, que también es miembro del equipo editorial del Grand Continent, sobre la publicación de un importante trabajo basado en su tesis. Inaugura nuestra serie "Fundaciones de la geopolítica", que traducirá, presentará y comentará textos clave de la disciplina.
Su investigación sobre la geopolítica en Estados Unidos lo lleva a defender una revisión de la narrativa convencional de la historia de esta disciplina. ¿En qué consiste esta narrativa y por qué cree que sea necesario repensarla?
La historia de la geopolítica suele presentarse según un paradigma cíclico: surgió en las primeras décadas del siglo XX, se popularizó en los años treinta y disfrutó de su primera edad de oro durante la Segunda Guerra Mundial, sobre todo por la influencia que ejerció sobre el poder nazi. Esta connivencia explica a su vez el descrédito que sufrió a partir de 1945, condenándola a décadas de «clandestinidad». Por último, desde los años ochenta, y especialmente desde la caída de la cortina de hierro, la geopolítica ha recuperado su relevancia y popularidad. De forma renovada, disfruta desde entonces de una nueva edad de oro. Esta visión cíclica, con sus fases alternas de auge, declive y renacimiento, fue difundida en Francia por Yves Lacoste, que no dejó de insistir en el «tabú» que rodeaba al concepto de «geopolítica» hasta que, a principios de los años ochenta, él mismo lo rescató del purgatorio en el que languidecía.
Aunque hay algo de verdad en esta presentación de la historia de la geopolítica, me parece reductora e incluso problemática por varios motivos. En primer lugar, está muy centrada en Occidente. Por poner sólo un ejemplo, la espectacular aceptación que tuvo en América Latina en los años sesenta y setenta debería llevarnos a matizar la idea de que la disciplina sufrió un rechazo unánime y universal. Incluso en Occidente, muchos autores se declararon abiertamente interesados por ella a partir de los años cincuenta, por lo que creo que sería exagerado hablar de un «tabú». Por supuesto, hubo algunas voces que se alzaron en contra de quienes afirmaban dedicarse a la geopolítica en aquella época, expresando su preocupación por el hecho de que estuvieran utilizando un concepto cuyo compromiso con el nazismo debería disuadir a cualquiera de acercarse a él. Pero, como intento demostrar en mi libro, estas críticas no son en absoluto nuevas: son tan antiguas como la geopolítica, que siempre ha sido una disciplina controvertida.
Por eso me parece que la compleja naturaleza y el atormentado destino de la divisiva disciplina de la geopolítica pueden entenderse mejor considerando su historia no en forma diacrónica de fases alternas de auge y decadencia, sino en forma sincrónica de una continua disputa entre sus adeptos y sus detractores. Aunque los argumentos esgrimidos para defender o denostar la geopolítica hayan evolucionado con el tiempo, nunca se ha superado la incapacidad de «normalizarla» por completo. La geopolítica es una ciencia problemática y está destinada a seguir siéndolo.
Usted reconstruye la historia de la recepción y difusión de la geopolítica en Estados Unidos para mostrar hasta qué punto este carácter problemático ha sido antiguo y duradero. ¿Cuándo y cómo descubrieron los estadounidenses la geopolítica?
La geopolítica se popularizó en Europa en la década de 1930, principalmente a través de la Zeitschrift für Geopolitik. Esa revista mensual, la primera y durante mucho tiempo la única del mundo dedicada íntegra y explícitamente a la geopolítica, fue fundada en 1924 por Karl Haushofer, un antiguo oficial bávaro que se convirtió en geógrafo tras la derrota alemana de 1918. Su actividad académica era también militante: al denunciar la supuesta incoherencia geográfica de los tratados de paz posteriores a 1918, proseguía, por así decirlo, la batalla perdida en los campos de batalla y en los escenarios diplomáticos llevándola a nuevos escenarios editoriales y académicos, que también contribuyó a transformar en campos de batalla. Hasta finales de los años treinta, esa nueva ciencia, que floreció en Alemania y pretendía establecer correlaciones entre geografía y poder, no encontró prácticamente ninguna respuesta al otro lado del Atlántico. Las cosas no cambiaron sino hasta que estalló en Europa lo que se convertiría en la Segunda Guerra Mundial.
A partir de 1940, los deslumbrantes éxitos de la Alemania nazi conmocionaron a Estados Unidos. ¿Cómo era posible que Adolf Hitler, un individuo mediocre cuyos talentos como orador eran ciertamente reconocidos, pero del que nunca se pensó que tuviera grandes capacidades intelectuales o estratégicas, hubiera concebido y puesto en práctica una ofensiva tan temiblemente eficaz? Comienza entonces la búsqueda de la «eminencia gris» que necesariamente guiaría tras bastidores las decisiones del dictador anodino. Y Karl Haushofer surgió muy pronto como el culpable ideal. Así fue como, hacia 1940, en un aluvión de artículos, libros y películas, comenzó a difundirse lo que yo, siguiendo a David T. Murphy, llamo el “mito haushoferiano”.
Este mito se basa en una doble hiperbolización: en primer lugar, la hiperbolización de la geopolítica, presentada como una ciencia total, cuasi mágica, capaz de ofrecer a quienes dominan sus misterios las claves de la hegemonía universal; y en segundo lugar, la hiperbolización de la influencia de su principal teórico alemán en el seno del aparato estatal nazi. De hecho, el mito haushoferiano implica una devaluación excesiva del papel de Hitler dentro del régimen nazi, pues lo reduce al rango de una mera marioneta en manos del verdadero «Führer» y orquestador de la política nazi de conquista, Karl Haushofer.
¿La difusión de ese «mito haushoferiano» contribuye a popularizar o a desacreditar la geopolítica a los ojos de la opinión pública estadounidense?
En la lógica sincrónica que he mencionado antes, el mito haushoferiano tiene efectos contradictorios tanto en la opinión pública como en la élite estadounidense. Para algunos, el hecho de que la geopolítica sea la ciencia responsable de los éxitos nazis la convierte en un conocimiento en principio maligno y censurable. El geógrafo y presidente de la Universidad Johns Hopkins, Isaiah Bowman, y el politólogo de Princeton Edward Mead Earle son ejemplos de esta línea dura, que considera que la geopolítica no es una ciencia como las demás, si es que no es una ciencia en absoluto, porque se basa en fundamentos epistémicos sesgados e inmorales. Por tanto, no es posible ningún buen uso de la geopolítica, y sería aconsejable rechazar cualquier compromiso con ella a riesgo de perder el alma.
Pero para otros, como el politólogo de Georgetown Edmund Walsh y el oficial de West Point Herman Beukema, si la geopolítica es tan eficaz como se afirma y como parecen demostrar las victorias alemanas, entonces sería un error ignorarla. Como mínimo, debería ser estudiada, como se diseccionaría un arma arrebatada al enemigo, para descubrir sus secretos y conseguir los medios para desbaratarla. Incluso puede ser aconsejable conocerla para poder utilizarla y volverla así contra las potencias del Eje. En esta segunda perspectiva, la geopolítica no se ve como una ciencia nazi, sino como una ciencia utilizada por los nazis que con la misma facilidad podría ser utilizada por otros y contra ellos. La geopolítica no sería entonces más que un medio axiológicamente neutro, cuya naturaleza no prejuzga en absoluto los fines que puede perseguir: como un cuchillo, puede servir tanto para salvar vidas como para matar, dependiendo no de su naturaleza intrínseca sino de los usos que se le den. Por tanto, sería un error negarse a utilizarla por principio.
Uno de los campos más afectados por la seducción de la geopolítica fue la cartografía, que, según usted, experimentó un profundo renacimiento en Estados Unidos durante la Segunda Guerra Mundial en respuesta al uso que hacían de ella los geopolíticos alemanes.
La Zeitschrift für Geopolitik era conocida por su innovadora cartografía, que no se limitaba a localizar o describir fenómenos políticos, sino que trataba de darles sentido y mostrar su naturaleza dinámica mediante el uso de un amplio «arsenal» de figuras en forma de flecha y esquematizaciones. Algunos de los mapas más famosos elaborados por los geopolíticos alemanes utilizan diversos recursos visuales para resaltar el cerco al que supuestamente estaba sometido su país, lo que contribuyó a extender una fobia obsidional entre el público alemán. Haushofer y sus discípulos comprendieron muy pronto que los mapas, lejos de ser descripciones neutrales de la realidad geográfica, ofrecen necesariamente una interpretación posiblemente distorsionada de la misma. Además, los mapas son mucho más accesibles, llamativos y, por tanto, convincentes para el gran público que un texto, por lo que pueden ser una herramienta de propaganda muy eficaz.
Cuando Estados Unidos entró a la Segunda Guerra Mundial, la fascinación por la geopolítica hizo temer que el país se quedara rezagado en materia de cartografía, con consecuencias potencialmente desastrosas. Uno de los más ardientes promotores de la actualización de la cartografía estadounidense fue el geógrafo George T. Renner, que estableció un vínculo entre el aislacionismo que prevaleció en Estados Unidos hasta finales de 1941 y la escasa calidad de los mapas en circulación en su país. En su opinión, el uso casi exclusivo de cartas de proyección Mercator centradas en el Atlántico tenía un doble defecto con consecuencias dramáticas. En primer lugar, esos mapas daban a los estadounidenses la impresión de que su continente era una isla protegida del resto del mundo por un vasto foso oceánico y que, por tanto, podían permanecer ajenos a los espasmos que sacudían la lejana Eurasia. La elección de la representación cartográfica era, pues, la fuente de un comportamiento político, en este caso el aislacionismo, que Renner criticaba como consecuencia directa de la «ignorancia geográfica» de sus conciudadanos. En su opinión, el uso de una proyección polar sería más apropiado, ya que disiparía la engañosa impresión de aislamiento y seguridad que daba a sus conciudadanos la proyección Mercator, recordándoles que Eurasia y Norteamérica se codean a través del Polo Norte y Beringia. Además, el uso de mapas centrados en el Atlántico, que significaba «cortar en dos» el Pacífico, una franja del cual aparecía a la izquierda y la otra a la derecha del mapa, explicaría por qué los estadounidenses eran incapaces de percibir la realidad de la amenaza de Japón en la medida en que Pearl Harbour y Tokio aparecían, en estos mapas, situados en dos extremos muy distantes del mundo. Centrarse en el Pacífico habría permitido, por el contrario, captar su proximidad.
Tales reflexiones sobre la necesidad de renovar la cartografía y sus consecuencias prácticas tuvieron pronto repercusiones concretas, la más llamativa de las cuales fue la obra de Richard Edes Harrison, que renovó profundamente la cartografía estadounidense desarrollando representaciones revolucionarias que pretendían mostrar el espacio terrestre como podría verse desde la cabina de un avión o a través de los ojos de un pájaro (bird’s eye view). Su obra fue ampliamente publicada en la prensa durante la Segunda Guerra Mundial. En marzo de 1943, la revista Life ofreció un planisferio, diseñado por Richard Buckminster Fuller, para que los lectores lo recortaran y montaran ellos mismos, con el fin de captar mejor las sutilezas de la guerra en curso y sus implicaciones geográficas. Una parte de la élite estadounidense estaba, pues, convencida de que la geopolítica y sus herramientas, en primer lugar, los mapas, eran armas necesarias para la victoria, y que no había que desdeñarlas, sino adoptarlas y difundirlas lo más ampliamente posible entre el público estadounidense.
¿Así que fue por su presunta utilidad en la lucha contra las potencias del Eje por lo que la geopolítica acabó siendo aceptada y emulada en Estados Unidos?
Sí, pero el desarrollo de una geopolítica estadounidense requirió pasar por una etapa intermedia, que yo describo en mi libro como el «giro mackinderiano», llamado así por el geógrafo británico Halford John Mackinder. Hoy en día, Mackinder es mundialmente conocido como uno de los «padres fundadores» de la geopolítica por su famosa conferencia de 1904 sobre el «pivote geográfico de la historia», en la que pretendía demostrar que el control del corazón de Eurasia —lo que él llamaba la «Heartland»— era la clave del poder universal. Pero cuando estalló la Segunda Guerra Mundial, tanto en Estados Unidos como en Inglaterra, Mackinder, que disfrutaba de un apacible retiro en Dorset, era un completo desconocido. A nadie se le ocurría convertirlo en el padre de una «geopolítica» que nunca pretendió haber fundado. Cuando llegó a Inglaterra en 1942 y pidió a los funcionarios británicos encargados de recibirla conocer a Mackinder, la periodista estadounidense de la New York Herald Tribune, Dorothy Thompson, se quedó estupefacta al ver que ninguno de sus interlocutores sabía quién era.
Fue precisamente en Estados Unidos, durante 1941 y 1942, donde un pequeño grupo de promotores de una americanización de la geopolítica exhumó la obra de Mackinder y lo elevó al rango de fundador de la disciplina, posición de la que nunca ha sido desbancado desde entonces. Esa reescritura estadounidense de la historia de la geopolítica no carece, obviamente, de segundas intenciones. Al convertir a un geógrafo inglés en el verdadero inventor de un conocimiento que habían descubierto a través de sus practicantes alemanes, estaban marginando a estos últimos y, por la misma razón, desgermanizando y desnazificando la geopolítica. Eso tuvo la feliz consecuencia de hacerla mucho más «presentable», «adoptable» y adaptable tanto al gran público como a los responsables políticos estadounidenses.
Por eso, las mismas revistas que inicialmente habían construido y difundido el mito haushoferiano pronto empezaron a deconstruirlo, explicando a sus lectores que, lejos de ser tan revolucionario como se había pensado, Haushofer no era más que un anodino epígono de Mackinder, cuyos escritos se reeditaban ahora para el público estadounidense. Así pues, Haushofer no inventó nada y se contentó con traducir, popularizar y, sobre todo, tergiversar ideas concebidas por su creador inglés para reforzar la hegemonía anglosajona, pero que habían sido secuestradas por los nazis al servicio del imperialismo alemán. La americanización de la geopolítica no era, pues, más que una vuelta a la normalidad tras el desafortunado paréntesis de su desviación pangermanista.
Sin embargo, el hecho de que en 1945 los estadounidenses cuestionaran la oportunidad de llevar a Karl Haushofer ante el Tribunal de Núremberg demuestra que no consideraban despreciable su influencia ni la de su geopolítica…
Lógicamente, la deconstrucción del mito haushoferiano y la elevación de Mackinder al rango de verdadero padre fundador de la geopolítica deberían, en efecto, haber llevado a los estadounidenses a no considerar la posibilidad de presentar cargos contra el geopolítico bávaro, que, como sabemos desde 1942, no era el gran cerebro del imperialismo nazi que se creía en un principio. Sin embargo, hay que tomar en cuenta el suicidio de Hitler el 30 de abril de 1945. Resulta cuando menos problemático que el máximo responsable de los crímenes nazis no pudiera comparecer en el juicio para ajustar cuentas. No es de extrañar, por tanto, que algunas personas, encabezadas por el abogado de origen polaco Raphael Lemkin, se esforzaran por revivir el mito de Haushofer y abogaran por procesar al geopolítico bávaro. Al exagerar una vez más su influencia sobre Hitler, el objetivo era restar importancia a este último en el aparato nazi y, por tanto, restar importancia a su ausencia en el banquillo de los acusados. En la medida en que Hitler no era más que el ejecutor de Haushofer, que era el verdadero diseñador y patrocinador de los crímenes del imperialismo nazi, su muerte no haría el juicio menos interesante, siempre que Haushofer estuviera presente.
Sin embargo, al juez Jackson no le convenció ese argumento. Temiendo que se le acusara de llevar a cabo una caza de brujas por procesar a un académico sin sangre en las manos, retiró los cargos contra Haushofer. Raphael Lemkin, decepcionado con la decisión de Jackson, intentó que Haushofer fuera procesado en el juicio de Tokio alegando que sus ideas también estaban en el origen de la política imperialista de Japón, país que había visitado y en el que mantenía estrechas relaciones. Pero una vez más Lemkin fue desautorizado. A pesar de ello, Haushofer, sintiéndose rodeado y con una salud cada vez peor, se suicidó con su esposa en marzo de 1946.
¿El hecho de que Haushofer no fuera finalmente juzgado y, por tanto, condenado en Núremberg o Tokio, explica por qué la geopolítica no fue tan ampliamente desacreditada como podría haberse pensado después de 1945?
En mi opinión, fue sobre todo el giro mackinderiano dado hacia 1942, y no la no condena de Haushofer en 1945, lo que explica que la geopolítica no saliera total e irremediablemente desacreditada de la Segunda Guerra Mundial. La disociación que se hizo entonces entre la disciplina y la Alemania nazi permitió un desarrollo espectacular en Estados Unidos de trabajos que, abiertamente o no, se inspiraban en ella. Tras la Segunda Guerra Mundial comenzó a surgir una geopolítica estadounidense, dirigida por el politólogo de origen holandés Nicholas John Spykman. Siguió siendo tanto más activa y próspera después de 1945 cuanto que la victoria sobre el Eje no marcó para Estados Unidos la vuelta a la paz, sino el inicio de un nuevo conflicto, la Guerra Fría, que desde el punto de vista geopolítico no carecía de similitudes con el que acababa de terminar.
¿Cuáles son las similitudes geopolíticas entre la Guerra Fría y la guerra «caliente» que fue la Segunda Guerra Mundial?
Incluso antes de 1945, algunos observadores estadounidenses estaban preocupados por las consecuencias potencialmente problemáticas para Estados Unidos de la derrota alemana que, desde finales de 1942, parecía inevitable. En efecto, esa derrota también significaría la victoria soviética. Sin embargo, como escribió Spykman en 1942, desde el punto de vista estadounidense, «un Estado ruso que se extendiera desde los Urales hasta el Mar del Norte no podía suponer una mejora respecto a un Estado alemán que dominara desde el Mar del Norte hasta los Urales». Imbuidos como estaban de los esquemas mackinderianos relativos al potencial de poder supuestamente inigualable de Eurasia, muchos estrategas estadounidenses estaban convencidos de que la geopolítica no moriría con el Tercer Reich, que la había visto florecer, sino que ya había sido asumida por los soviéticos. Sin decirlo, los soviéticos pretendían duplicar las recetas que Haushofer había elaborado en sus días para Alemania con el fin de revigorizar el viejo expansionismo ruso.
El principal crítico de esa supuesta geopolítica soviética, el politólogo estadounidense Edmund Walsh, afirmó en 1948 que «la principal diferencia entre la difunta geopolítica alemana y la resurgente geopolítica soviética radica en que los revolucionarios nazis de la Escuela de Munich hablaban volublemente», mientras que sus epígonos soviéticos hacían geopolítica sin decirlo. Por eso, en su opinión, los estadounidenses deberían hacer lo mismo. Para los defensores estadounidenses de la geopolítica, el final de la Segunda Guerra Mundial no cuestionaba en absoluto la necesidad de desarrollar una geopolítica estadounidense. Se trataba simplemente de cambiar el objetivo: ya no luchar contra el Eje, sino contra la hidra comunista que, al igual que el Eje, pretendía apoderarse de Eurasia y, con ella, del mundo.
De hecho, usted demuestra que las redes analíticas geopolíticas influyeron en algunas estrategias estadounidenses de la Guerra Fría.
En efecto, resulta difícil para un observador familiarizado con las teorías geopolíticas no percibir en la estrategia de contención de la Unión Soviética, impulsada en 1947 por el presidente Truman, un parecido cuanto menos inquietante con los preceptos mackinderianos-spykmanianos popularizados unos años antes en Estados Unidos. Junto con Mackinder, los autores de esa doctrina creían que el «mundo-isla» euroasiático encerraba un potencial de poder tan grande debido a su tamaño, ubicación y recursos materiales y humanos, que la URSS se volvería invencible si se hacía con su control total. Por lo tanto, creían que la URSS debía ser «contenida» lo más lejos posible de las costas oceánicas, el cinturón costero estratégico que Spykman había descrito durante la Segunda Guerra Mundial como «Rimland» en contraste con la «Heartland» continental preferida por Mackinder.
Algunos, como el politólogo James Burnham, llegaron a denunciar la contención como demasiado tímida y abogaron por una política de «retroceso» (rollback) de la Unión Soviética, argumentando que «si el imperio soviético consigue consolidarse dentro de sus fronteras actuales, es seguro que conquistará el mundo entero», dado el incomparable poder potencial del territorio conseguido en 1945. A lo largo de la década de 1950, Burnham, junto con politólogos como Robert Strausz-Hupé, Edmund Walsh y John Elmer Kieffer, abogó por una geopolítica estadounidense asertiva, que era la única forma de comprender los motores geográficos de la amenaza soviética y, por tanto, de idear estrategias para neutralizarla.
Sin embargo, ¿este tipo de defensa de una geopolítica estadounidense de la Guerra Fría no era unánime?
La posición de esos defensores estadounidenses de la geopolítica dista mucho del consenso. En vísperas de Realities of World Power, libro que publicó en 1952, John Elmer Kieffer se quejaba abiertamente de ser víctima de una forma de ostracismo académico y social como consecuencia de su práctica de la geopolítica. De hecho, la geopolítica seguía siendo denunciada rotundamente por quienes consideraban que carecía de fundamentos científicos rigurosos y señalaban sus relaciones pasadas. También hay que tener en cuenta las rivalidades disciplinarias: el espectacular auge del estudio de las «Relaciones Internacionales» en las universidades estadounidenses en la década de 1950 contribuyó a marginar la geopolítica, que se percibía como un rival potencialmente amenazador. Esa fue una de las razones por las que uno de los «papas» de las RRII, Hans Morgenthau, pronunció una forma de «excomunión» contra ella en su obra seminal de 1948, Politics Among Nations, en la que describía la geopolítica como una «pseudociencia».
Tras la Segunda Guerra Mundial, también florecieron críticas a la geopolítica que denunciaban su supuesto carácter anticuado: en la era de la aviación y los misiles intercontinentales, el peso de la geografía en las relaciones de poder internacionales se había vuelto insignificante. El poder de un Estado ya no tenía mucho que ver con su geografía, y la geopolítica, que se empeñaba en desvelar esa interacción entre espacio y poder, había llegado a su fin. En un libro publicado en 1948, el ensayista Eugene Marie Friedwald sostenía que ya no era el control de un territorio concreto, sino de una tecnología determinada, lo que determinaba el grado de poder de los Estados. Por esta razón, argumentaba, la geopolítica obsoleta debería ser sustituida por una «tecnopolítica» más acorde con las realidades del mundo moderno.
¿Sigue existiendo hoy en Estados Unidos esta división sobre la relevancia de la geopolítica? ¿Qué lugar ocupa allí la geopolítica en el panorama académico y mediático?
La geopolítica es hoy menos popular en Estados Unidos de lo que lo fue en el pasado o lo es actualmente en Europa. Esto puede explicarse por la estructura específica del campo académico estadounidense que ya mencioné: el campo que en Europa, y especialmente en Francia, se conoce como geopolítica está dominado por politólogos especializados en «relaciones internacionales». La geopolítica tiene sus defensores y practicantes influyentes, pero suelen ser más ensayistas o periodistas que académicos, como Robert D. Kaplan. En la universidad, quienes se reivindican geopolíticos suelen pertenecer a la corriente de la «geopolítica crítica», que es en realidad una crítica de la geopolítica que se inscribe en una larga tradición que, como hemos visto, hunde sus raíces en los orígenes mismos de la disciplina a este lado del Atlántico. Aún hoy, el campo de la geopolítica en Estados Unidos sigue siendo un campo de batalla en el que se enfrentan actores con visiones muy definidas y en gran medida incompatibles sobre el tema.