Un nuevo presidente que promete cambio. Una reducción extraordinaria en los índices de violencia. Una investigación de El Faro que descubre conversaciones secretas entre funcionarios de gobierno y líderes de las principales pandillas del país. Una contundente negación pública de parte del gobierno, hasta que la evidencia se vuelve abrumadora. Una creciente oposición popular e institucional que causa el fracaso del proceso. Violencia que sube a niveles aterradores, mientras que los promotores del proceso son buscados por la justicia.
Esta es la secuencia que experimentó el proceso de negociación entre el gobierno del presidente izquierdista Mauricio Funes y las tres principales pandillas del país (la MS-13 y las dos facciones del Barrio 18, Sureños y Revolucionarios), iniciado en 2012, y conocido como “la tregua” entre pandillas. Y es la historia que el gobierno del presidente milenial de El Salvador, Nayib Bukele, podría estar encaminado a recorrer. Pero aún hay tiempo para que corrija el rumbo y aproveche esta oportunidad histórica para resolver de fondo el problema de violencia en su país.
Desde la llegada de Bukele al poder los homicidios se han desplomado en un 60 por ciento, y varios otros indicadores de la violencia en el país han tenido una tendencia similar. Esos niveles se mantuvieron y el 2020 cerró con una tasa de 20 homicidios cada 100,000 habitantes, la más baja en las últimas tres décadas. El gobierno sostiene que esta reducción en la violencia es el resultado de la implementación de su política de seguridad, el Plan Control Territorial. Sin embargo, una investigación de Crisis Group puso esta teoría en duda, sugiriendo que las pandillas parecerían haber decidido reducir el uso de la violencia, posiblemente como parte de un entendimiento informal con las autoridades.
En septiembre, El Faro fortaleció esa hipótesis. Basándose en cientos de documentos oficiales y de inteligencia penitenciaria, logró establecer que oficiales de gobierno, tales como el director de Centros Penales Osiris Luna y el jefe de la Unidad para la Reconstrucción del Tejido Social, Carlos Marroquín, se han estado reuniendo en dos cárceles de máxima seguridad (Izalco Fase III y Zacatecoluca) con líderes de la Mara Salvatrucha (MS-13) y posiblemente del Barrio 18. A menudo, han estado acompañados de personas encapuchadas, posiblemente líderes en la libre (no encarcelados). Según El Faro, las pandillas se habrían comprometido a reducir los homicidios y asegurar apoyo electoral al partido del presidente, Nuevas Ideas, para las próximas elecciones legislativas y municipales de febrero de 2021, a cambio de ciertos beneficios, incluso la reversión de la decisión tomada en abril de mezclar a pandilleros de diferentes agrupaciones en celdas compartida.
La publicación de El Faro cayó como bombazo en la ya explosiva y polarizada arena pública salvadoreña, pero su impacto doméstico e internacional fueron muy diferentes. A nivel internacional, hubo críticas por parte de sectores conservadores que, por principio, se oponen a negociar con grupos criminales. Un ejemplo de esto es la carta escrita al presidente por un grupo de congresistas republicanos en Estados Unidos, quienes argumentaron que, de ser esto cierto, se estaría legitimando y empoderando a la MS-13. De otra parte, la noticia resonó en varios medios de comunicación que expresaron su preocupación por las posibles consecuencias de un colapso de este entendimiento informal. Estos actores notaron con preocupación que se pudiera estar repitiendo la historia de la tregua: cuando ese proceso se deshizo en 2014, desencadenó una ola de violencia sin precedentes. El año 2015 cerró con la abrumadora tasa de homicidios de 103 asesinatos por cada 100,000 habitantes, haciendo de El Salvador el país no en guerra más violento del mundo.
Las preocupaciones en casa, en cambio, son otras: negociar con las maras es un tema tabú en El Salvador, aún más desde el fracaso de la tregua. En 2014, tres de cada cuatro salvadoreños se oponían a esa idea, según una encuesta del IUDOP. Consciente de ese rechazo, Bukele supo amortiguar el impacto potencialmente enorme en su popularidad al negar inmediatamente la veracidad de dicha publicación. Para mostrar que estas negociaciones no existían, llevó a diferentes medios de comunicación tales como AFP, CNN, EFE y Reuters (pero no a los más críticos con el gobierno) a tres cárceles de seguridad (Ciudad Delgado, Quezaltepeque e Izalco) para demostrar que, a diferencia de lo que planteaba El Faro, los miembros de diferentes pandillas seguían compartiendo celdas, y no estaban al tanto de la existencia de un proceso de diálogo. Desde entonces incrementaron los ataques del gobierno contra del periódico, al que ahora el Ministerio de Hacienda investiga por presunto lavado de dinero. Esta movida no sorprendió a nadie; Bukele ha adoptado un tono beligerante en contra de las voces críticas y de oposición; una actitud que se ha recrudecido en el marco de la gestión de la pandemia de COVID-19.
La estrategia de Bukele ha dado los frutos esperados en donde más le interesa: a finales de noviembre, más del 90 por ciento de los entrevistados en una encuesta de Cid Gallup aprobaban su gestión.
Lo certero y lo posible
La estrategia de Bukele fue exitosa en parte porque hizo evidente qué tan poca información hay sobre este proceso: si bien hay cada vez más evidencia de que sí hay conversaciones, es menos claro con quién y exactamente de qué se habla. El Faro tuvo acceso a documentos de inteligencia penitenciaria que le permitieron identificar a dos ranfleros encarcelados de la MS-13 y uno en la libre que en algún momento habría acompañado, encapuchado, a los oficiales de gobierno en reuniones en las cárceles. Aunque según un ex miembro del Barrio 18 “la zona céntrica (del país) está hablando demasiado”, es decir, el gobierno estaría interactuando sobre todo con líderes de las clicas de la zona de la capital y alrededores, no hay más información precisa. Es más, esta fuente afirma que “quién está ahí a nombre de los Revolucionarios no habla a nombre del barrio, sino a título personal”. En efecto, divisiones internas entre los Revolucionarios han fragmentado tanto a la pandilla que ningún líder puede efectivamente hablar en nombre de ella.
Tampoco hay mucha información sobre los temas abordados en esas reuniones. El Faro plantea que el gobierno estaría ofreciendo beneficios a los líderes de las maras que están en cárceles de máxima seguridad, tales como permitir el ingreso de comida rápida y la sustitución de guardias hostiles, entre otros. Un ex dirigente de Centros Penales de alto nivel sugirió a Crisis Group que el gobierno estaría buscando el apoyo electoral de las pandillas, a las que les habría prometido que, en caso de victoria, entrarían a la Asamblea Legislativa diputados más empáticos o hasta cercanos a esos grupos, quienes impulsarían reformas legislativas tales como una ley de rehabilitación. Y es que las pandillas tienen el poder de los números: según estimaciones de la policía, las maras están presentes en cerca del 90 por ciento de las municipalidades del país. Aunque hay unos 60,000 pandilleros, estos pueden movilizar a su base social, compuesta principalmente por familiares y colaboradores, y que asciende a unas 400,000 personas, en un país de seis millones y medio de habitantes. Las pandillas son un verdadero poder fáctico en El Salvador.
¿Tregua 2.0?
Por lo que se sabe hasta ahora, el proceso propiciado por la administración Bukele tiene algunas similitudes con el de la tregua del 2012, pero también diferencias sustanciales. La similitud primordial es el punto de partida: la consideración que, para reducir los homicidios que azotan uno de los países más violentos al mundo, es necesario buscar un entendimiento con los grupos que más violencia producen y que más poder tienen de alterar esas tendencias. Bukele entiende, al igual que lo hizo Funes en su momento, que hay que buscar ese entendimiento con los que más poder tienen; es decir los ranfleros, los líderes máximos, en su mayoría reclusos en las cárceles de máxima seguridad cumpliendo condenas de por vida. También queda confirmado que la vía del diálogo es más eficaz que el manodurismo para placar los niveles de violencia en el país, dado los resultados parecidos: cuando se consolidó la tregua del 2012, el promedio de homicidios diarios cayó de 15 a 5, y así se mantuvo por 15 meses; números muy similares a los de hoy.
Infortunadamente, ambos procesos comparten también una visión cortoplacista: el objetivo no parecería ser la búsqueda de una solución definitiva al problema de las pandillas, sino negociar una reducción en los niveles de violencia a cambio de ciertos beneficios inmediatos para las pandillas y para el gobierno. Las dos administraciones prefirieron el secretismo y la improvisación, en lugar de la transparencia y el diseño de una agenda de negociación inclusiva.
Sin embargo, es claro que Bukele aprendió de los errores del pasado. En el 2012, la tregua fracasó, en parte, por el manejo incoherente que le dio la administración Funes. Ese proceso quedó en manos de su autor intelectual, el entonces ministro de justicia y seguridad David Munguía Payés (ahora detenido por su participación en dicho proceso), quien nunca logró el apoyo abierto de otros ministerios o del presidente mismo. A pesar de la ausencia de un marco institucional de apoyo estatal, Munguía Payes involucró paulatinamente a organizaciones nacionales y hasta internacionales, tales como la iglesia católica, las organizaciones de sociedad civil, e incluso la Organización de Estado Americanos. Así, fue imposible controlar la filtración de información.
En el caso de Bukele, la participación parece estar limitada a funcionarios cercanos al presidente, quien además tiene un control más férreo sobre las diferentes carteras del Estado. Además, si bien el gobierno se estaría comprometiendo a otorgar ciertas concesiones a los mareros encarcelados, éstas han sido mucho más marginales que las que consiguieron durante la tregua, que incluyeron traslados a cárceles de menor seguridad y hasta la realización de fiestas con prostitutas.
Riesgos y oportunidades
¿Podrá Bukele evitar que el proceso fracase, y vuelva a repuntar la violencia? Quizás el riesgo más alto es la ausencia de un marco legal, ya que desde el 2015, a raíz de una sentencia de la Sala de lo Constitucional de la Corte Suprema de Justicia, las maras son consideradas organizaciones terroristas en El Salvador. Esto quiere decir que, por ahora, cualquier negociación con esos grupos es estrictamente ilegal.
Además, la aparente selectividad a la hora de escoger a los líderes de pandillas con los cuales conversar c0rre el riesgo de profundizar tensiones preexistentes dentro de las maras, y afectar el equilibrio entre el liderazgo que está en prisión y el que está en las calles. Las pandillas no son los monolitos que eran hace 10 años. Al contrario, los liderazgos se han fragmentado, sobre todo en el Barrio 18; muchos de los palabreros que andan en las calles no están en línea con los planteamientos de la ranfla, incluso en la MS-13.
Finalmente, el presidente entiende bien el riesgo que el profundo rechazo popular al tema de negociación con pandillas presenta a sus altos niveles de popularidad. Por ello, existe el riesgo que, al igual que Funes, decida distanciarse del proceso si teme que su imagen pública se vea afectada.
A pesar de estos riesgos, Bukele es quizás el único presidente en la historia reciente de El Salvador que puede cambiar el rumbo de la política de seguridad que ha regido en el país en las últimas dos décadas. Sus habilidades le han permitido hasta ahora sobreaguar las críticas a nivel internacional, manteniendo la simpatía de los salvadoreños intacta, incluso después de las revelaciones de El Faro. La probable victoria de su partido Nuevas Ideas en las próximas elecciones de febrero le daría, además, un considerable margen de maniobra desde el legislativo, que le permitiría crear un marco legal que regule un posible diálogo formal con las pandillas. Sus óptimas relaciones con las fuerzas de seguridad también juegan en su favor.Para aprovechar esta oportunidad, sin embargo, Bukele tendría que jugársela por la transparencia, reconocer que el proceso está avanzando y articular una agenda de diálogo integral, que tenga como objetivo final el desmantelamiento de las maras y la reintegración de sus miembros a la vida civil. Para enfrentar el rechazo popular, las víctimas de la violencia pandilleril tendrían que jugar un papel central en el proceso, que además debería incluir un sistema de justicia transicional. Para resolver el problema de fragmentación de las pandillas y facilitar su implementación, el gobierno debería pensar en un mecanismo de retroalimentación bajo el cual las decisiones tomadas por los líderes sean validadas por los palabreros de las clicas locales. Finalmente, la comunidad internacional, especialmente Estados Unidos, el principal socio en el ámbito de la seguridad del país centroamericano, debería ofrecer su apoyo técnico y financiero a este proceso. Una mejora permanente en la seguridad en El Salvador sería un claro beneficio para sus ciudadanos, y podría disminuir su desplazamiento; según una encuesta reciente del Banco Interamericano de Desarrollo a migrantes centroamericanos, los salvadoreños son los que más citan la violencia como razón principal para huir hacia el norte. Un diálogo transparente y con un marco legal claro, entonces, beneficiaría tanto a Washington como a San Salvador y aliviaría presiones a México y otros países vecinos. Una apuesta como esta, sin embargo, solo tendrá éxito si Bukele modera sus instintos autoritarios. Tanto la comunidad internacional como la sociedad civil salvadoreña deberían exigir que un esfuerzo de pacificación de este tipo se dé dentro de un proceso de fortalecimiento de una democracia que el país consiguió crear solo después de una sangrienta guerra civil que dejó 70 mil muertos.